«No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia».
(R. M. RILKE)
Recuerdo muy bien cuándo tuve por primera vez idea de componer este libro. Fue durante un verano de hace ahora doce años y yo me bañaba en la playa de Almuñécar. Había nadado bastante mar adentro, más en todo caso de lo que yo suelo permitirme en aguas no familiares (para mí, sólo las aguas de la Concha de San Sebastián son familiares), cuando me alarmó el paso demasiado próximo de una motora con su correspondiente esquiador a la zaga. Decidí regresar y viré hacia la playa en oblicua zambullida. Al sacar de nuevo la cabeza a la superficie, el sol rebotaba espléndidamente sobre el arrugado azul sin turbiedades y la orilla parecía felizmente inalcanzable: me consideré ya para siempre parte del mar. Me sentía mecido, dichoso, disuelto, y entonces supe que ya antes —no antes de ese preciso momento, pero aún dentro de mi vida, sino antes de ser yo— había gozado con idéntica fruición de la perdición en las aguas. Fue un atavismo vivido, tan claro e irrefutable como el movimiento reflejo de resguardar el rostro con la mano cuando nos arrojan un objeto. Seguí nadando y, muy lenta y dulcemente, la sensación de simpatía primigenia se fue desvaneciendo. Me acordé entonces de cierta teoría que expone Jack London al comienzo de su emocionante Before Adam, según la cual la sensación de caída que a veces experimentamos en el borroso lindero entre sueño y vigilia responde a la memoria atávica de los desplomes desde grandes alturas de nuestros ancestros arborícolas. Nosotros provenimos, puntualiza London, de los que lograron agarrarse a tiempo de alguna rama antes de estrellarse contra tierra; los otros descendieron, eso sí, pero no dejaron descendencia… La hipótesis no me parece más divagatoria que algunas sobre estos mismos temas que han recibido el placet de la ciencia oficial. Y así, nadando perezosamente hacia la playa y recordando a mi querido Jack London, concebí escribir un libro sobre los mejores relatos que había leído en mi vida. Incluso anoté in mente algunos capítulos imprescindibles: «La isla del tesoro», «El peregrino de la estrella», del propio Jack London; «La guerra de los mundos», «El mundo perdido»… Otros que entonces me parecieron atractivos terminaron relegados en la práctica a simples menciones incidentales, como Kipling o Tarzán. En conjunto, todo lo esencial brotó de esa travesía por aguas de Almuñécar, aunque tardé más de un año en ponerme a escribir. Es mi modo de proceder y, contra los que confunden «rapidez de ejecución» con «facilidad», muy elaborado; siempre tengo en la cabeza el plan de al menos un par de libros de índole muy distinta que me gustaría escribir y para los que voy acumulando interiormente materiales: luego, cuando al fin los creo maduros y paso a redactarlos, escribo de forma continua y rápida. Mi escritura es intensa, por eso aburre menos que la de otros, y debo grabarla de un trazo o renunciar. Pero en el texto soy cualquier cosa menos un improvisador, mientras que en la palabra lo soy casi siempre. Volviendo a lo de antes, casi todo surgió de aquel ejercicio natatorio, salvo el título: éste, como tantas otras cosas buenas y malas de mi vida, se lo debo a Lourdes Ortiz. Un día, Jaime Gil de Biedma me reprochaba amistosamente no haber llamado a este libro «La infancia recobrada» en lugar de «recuperada» y argumentaba su protesta. Yo me defendí como supe, pero la verdadera razón del título es que parte de la cita de Bataille que lo encabeza, tomada de la traducción castellana de La literatura y el mal hecha por Lourdes antes de que nos conociésemos. Allí puso ella «recuperada» y «recuperada» puse yo. Luego nos conocimos y nos desconocimos, la vieja catástrofe del mundo. Pero hoy esa palabra prometedora e irónica, «recuperada», y su alternativa obvia, «recobrada», significan ya para mí solamente pérdida. Por cierto, poco después de publicar este libro supe que Graham Greene tiene un breve ensayo sobre sus lecturas juveniles favoritas que tituló precisamente así, «La infancia perdida». Como advirtió ciertamente Borges, «algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar / rige estas cosas».
Desde un comienzo hubo en torno a este libro ciertos malentendidos, a los cuales quizá deba parte de su éxito si —como Cioran asegura— el éxito mismo no es más que un malentendido. En primer lugar, quizá por inducción del título, se supuso que aquí se trataba de cuentos infantiles: recuperar la infancia consistiría en releer las cosas que nos encandilaban cuando niños. Pues bien, en modo alguno se trata de eso o, al menos, nunca primordialmente de eso. De cuentos propiamente infantiles —es decir, de los que son dirigidos a un público hasta ocho o nueve años— nada se comenta en estas páginas y no, desde luego, porque sean tema indigno de mención. De lo que aquí se habla es de relatos, en el sentido que establezco en el largo capítulo introductorio y éstos pueden —y deben— ser leídos en cualquier época de la vida, aunque por sus características intrínsecas suelan ser más disfrutados en la adolescencia y primera juventud. El espíritu que anima este tipo de narración nos es imprescindible por razones no estrictamente literarias o, si se prefiere, no sólo estéticas sino ante todo éticas. Podríamos condensarlo en estos versos del Poema a Colón de Nietzsche: «Allí quiero; y yo confío en adelante en mí y en mi mano. El mar está abierto, hacia el azul impulsa mi genovés la nave». Cuando Bataille habló de la literatura como la infancia al fin recuperada (y en un libro que trataba, no lo olvidemos, de autores malditos) no se refería ciertamente a historietas suavemente pueriles, sino a la obra de ficción como experimento en el que corremos de nuevo un riesgo fundacional.
La referencia marinera de la cita de Nietzsche antes mencionada trae a colación una anécdota que atañe a otro malentendido, éste producido por mi arbitraria y un tanto fantasiosa erudición. Cuando se preparaba la edición americana de este libro por cuenta de Columbia University Press, mi excelente y concienzuda traductora, Francés López Morillas, mantuvo conmigo detallada correspondencia sobre el origen de las diversas citas incluidas en el texto. Reconozco que, en este campo, mi memoria es caprichosa, la documentación de lo dicho se me pierde con frecuencia y en no pocas ocasiones me dejo llevar por el retoque, aunque casi nunca por el a veces aconsejable apócrifo. Una de las citas que más intrigaron a Francés es la que encabeza el capítulo dedicado a La isla del tesoro: «Mis ojos juveniles se extasiaron en el mar infinito». Me confesó haber releído un par de veces la narración de Stevenson y no haber encontrado esas palabras en parte alguna. Nada más lógico: provienen de un disco sobre la Isla que yo he oído miles de veces en mi infancia y que para mí es tan auténtico como la prosa inolvidable del autor escocés. Con cierta confusión comuniqué a Francés la clave del modesto enigma y ella, generosa pero inflexible, incluyó mi aclaración en nota a pie de página de su traducción.
Otra confusión en torno a esta obra vino a resaltar que fuese tomada casi como un manifiesto contra la novela psicológica o experimental y una excluyente reclamación de la literatura «en que pasan cosas». Ciertos entusiastas me tomaron por adalid de una campaña tras la cual deberían quedar arrumbadas todas las producciones en las que no abundasen piratas, basiliscos y naves espaciales. Aún ahora veo a veces rostros de incredulidad o desengaño cuando aseguro públicamente que Samuel Beckett y Vladimir Nabokov no tienen lector más devoto que yo, por no referirme ya a Flaubert o Tolstoi. En nada soy menos segregacionista que en literatura: tener buen estómago siempre me ha parecido signo de mejor salud que guardar régimen, fuera éste de exquisiteces raras o de condumios montaraces. Precisamente mi libro venía a subrayar que la ficción narrativa cumple otras funciones que la incansable profundización en la introspección o la elaboración de formas expresivas, pero de ningún modo pretendió ridiculamente proscribir los legítimos placeres de éstas. Es delicioso explicar el propio gusto y odioso convertirlo en dogma inquisitorial. Por mi parte, nunca he sabido privarme de nada. En este mes de septiembre del 85 en que escribo estas líneas —alguien las leerá un día y sonreirá melancólicamente ante esta fecha— releo Before Adam de London, con la que empezó todo, y otros dos relatos prehistóricos de Edgar Rice Burroughs, Tarzán en el corazón de la Tierra y Back to the Stone Age, una novela del ciclo de Pellucidar. Alterno estas joyas con gozosos retornos a Ana Karenina y a una versión rítmica de la Odisea.
La infancia recuperada es un libro sobre libros: un libro sobre el amor a los libros y sobre la fuerza absorta de leer. Recientemente he escrito una obrita acerca de cuál es para mí el contenido de la felicidad (El contenido de la felicidad, Ed. El País/Aguilar) y allí estudio a mi modo ese proyecto ético en el que estriba lo que de verdad quiere el hombre. Sin embargo, por otro lado, sé muy bien que el contenido de mi felicidad es en La infancia recuperada donde lo he expuesto. Y tampoco ignoro que así quedó asumido de una vez por todas por quienes han sabido y querido leerme.
San Sebastián, 2 de septiembre de 1985.