Cyril Connolly cifra en diez años el purgatorio que un libro debe aguardar para que pueda saberse si hay en él algo meritorio o si es tan sólo efecto momentáneo de la moda literaria. La obra que el lector tiene en sus manos va a cumplir dentro de no mucho su segunda década y estrena ahora nueva edición: me atrevo a suponer que tal longevidad indica algunos aciertos que disculpan o compensan en parte sus evidentes torpezas.
La mayoría de los capítulos se consagran a la nostalgia por autores apreciados en su día y hoy quizá ya algo menos, aunque la vitalidad de bastantes de ellos —Stevenson, Verne, Conan Doyle…— parece seguir intacta. En un par de ocasiones fui accidentalmente profético. La primera cuando comenté a Tolkien, que poco después se convirtió en una afición irrefrenable en este país y en toda Europa: me emocionó ver a mi hijo, al que dediqué la obra casi recién nacido, leer quince años más tarde con raro entusiasmo El señor de los anillos. El segundo caso es «La tierra de los dragones», el capítulo que empieza protestando por lo poco que se ha escrito sobre la enorme importancia de los dinosaurios. Bueno, hoy —tras Parque Jurásico— mi demanda ha sido satisfecha hasta lo excesivo. Por cierto, si ahora reescribiese este libro no dudaría en dedicarle una sección a Michael Crichton, algunas de cuyas novelas (De caníbales y vikingos, Congo, Esfera y, sobre todo, Parque Jurásico) me parecen estupendos ejemplos del tipo de ficción que reivindico en La infancia recuperada. Por supuesto, ya sé que si tal hiciese me regañarían los que le tienen por escritor mediocre; son de la misma estirpe de aquellos viejos conocidos que, aceptando a Salgari o Julio Verne porque los leyeron de pequeños, nunca me perdonaron que dedicara la misma atención a un autor tan «aburrido» como Tolkien…, el cual sufría eldesprestigio de no haber caído en sus manos hasta que cumplieron treinta años. El problema no es de Crichton ni de Tolkien, sino de los lectores envejecidos en la mediocridad de la suficiencia…
A otros lectores daré aquí gracias: a los que a lo largo de casi veinte años han insistido amable pero firmemente en recordarme que, escriba lo que escriba y cuanto escriba, para ellos seré siempre el autor de La infancia recuperada. Nadie me ha desanimado de modo más simpático. Como mínimo homenaje les dedico el tardío apéndice sobre Robinsón, uno de los grandes ausentes de la obra primigenia. Porque esta humilde Infancia no es sin duda el libro que yo me llevaría a una isla desierta sino la isla a la que me he llevado todos mis libros y en la que ellos han querido acompañarme para que los releamos juntos.
San Sebastián, 5 de enero de 1994.
Centenario de la muerte de R. L. Stevenson