Notas

[1] La epopeya de Gilgamesh, versión de Agustí BARTRA, Plaza y Janes,

1972, p. 30. <<

[2] Después de acabado este capítulo, encuentro en Schopenhauer esta anotación que, dentro de sus obvias diferencias, creo que se refiere fundamentalmente a la distinción antes establecida entre convenciones primarias y secundarias, aunque Schopenhauer sólo considere propiamente convencionales a las segundas: «La diferencia, tan discutida en nuestros días, entre la poesía clásica y la poesía romántica, consiste en que la poesía clásica no admite otros móviles de las acciones humanas más que los verdaderos, naturales y puramente humanos, mientras que la poesía romántica admite también como reales ciertos motivos artificiosos, imaginarios y convencionales. A esta categoría pertenecen los móviles derivados del mito cristiano, los que proceden del principio fantasmagórico y extravagante del honor caballeresco y, además, los móviles dominantes, principalmente, en los pueblos germano-cristianos, que se fundan en el culto necio y ridículo de la mujer, así como también los sacados de las divagaciones lunáticas de un amor metafísico». (El mundo como voluntad y como representación, III, Apénd. XXXVII). <<

[3] ¡Hamlet, venganza!, de Michael INNES, Alianza-Emecé, 1974, p. 45. <<

[4] El narrador, de Walter BENJAMÍN, en excelente —como suya— traducción de Jesús Aguirre, en Revista de Occidente, número 119,1973. <<

[5] Obras completas, de GOETHE, trad. Cansinos Assens, Ed. Aguilar, tomo II, p. 1673. <<

[6] Un punto de vista sumamente diferente es el adoptado por Dieter WELLERSHOFF en Literatura y principio de placer (Ed. Guadarrama, 1976) cuando dice: «La mancha blanca que hay detrás de la historia es la verdad que estuvo cubierta durante un rato por evoluciones aparentes. Ahora todos están de nuevo allí, en la vacía duración del «no merece la pena seguir contando». La mancha blanca tras la historia es lo conocido desconocido, la vida de todos los días. Su horror sin semblante le sale a uno al paso desde la lacónica fórmula final de las leyendas: «y si no se han muerto seguirán viviendo todavía». En consecuencia, eso es todo lo que todavía cabe decir sobre ellos. Uno vive, pero sería exactamente igual que estuviese muerto. Después de que las personas han encontrado su status, tras inquietudes, errores y peligros, la vida adopta la forma de una repetición sin novedades. Un día normal de trabajo se parece al siguiente y, como no hay nada nuevo que esperar, el pasado se coloca sobre el presente y el futuro como su modelo inevitable, siempre conocido. Así se puede comprender el happy end como dirección a la depresión. Como un disco rayado, se oye la voz del recitador que continúa hablando. Pero diciendo siempre y solamente «etc, etc, etc» (pp. 77-78). Wellershoff desconoce aquí dos caracteres fundamentales del cuento: por un lado, la cotidianidad vacía es patrimonio de quien notiene nada que contar, del que no ha ido a ninguna parte, mientras que la narración cuenta la peripecia que da a la cotidianidad su carácter de ganada, su espesor de premio, reposo jubilar en lo conquistado y memoria compartida de la aventura. La narración cuenta el azaroso camino que regala a quien por él se arriesga a una cotidianidad intensa: incluso la nostalgia contribuye a esto. En segundo lugar, el final de una historia siempre es provisional: acaba el cuento, no los cuentos. La historia puede proseguir en cualquier momento y tras ese «y si no han muerto, todavía viven» que marca una pausa, certificando también vitalidad, pueden latir otras tantas historias como la narrada. De todos modos, el comentario de Wellershoff tiene amplio campo de lícita aplicación a distintos happy ends: a los de edificantes relatos comprometidos de «tomas de conciencia» política, a los de las curaciones de los psicoanalistas vulgares, a los de las comedias americanas y a los escasos y terriblemente irónicos de algunas películas de Bergman. <<

[7] Fronteras infernales de la poesía, de José BERGAMÍN, Madrid, Taurus, 1959,p. 20. <<

[8] BORGES, op. cit, p. 10. La evasión del narrador <<

[9] Si no contamos al capitán Flint, cuyo espectro ronda a lo largo de todo el relato y al loro del mismo nombre que le sirve de irónico portavoz. <<

[10] Aporto aquí un esquema más detallado de la aventura iniciática, que me parece particularmente completo en su concisión: «El héroe mitológico abandona su choza o castillo, es atraído, llevado o avanza voluntariamente hacia el umbral de la aventura. Allí encuentra la presencia de una sombra que cuida el paso. El héroe puede derrotar o conciliar esa fuerza y entrar vivo en el reino de la oscuridad (batalla con el hermano, batalla con el dragón; ofertorio, encantamiento), o puede ser muerto por el oponente y descender a la muerte (desmembramiento, crucifixión). Detrás del umbral, después, el héroe avanza a través de un mundo de fuerzas poco familiares y, sin embargo, extrañamente íntimas, algunas de las cuales lo amenazan peligrosamente (pruebas), otras le dan ayuda mágica (auxiliares). Cuando llega al fin del periplo mitológico pasa por una prueba suprema y recibe su recompensa. El triunfo puede ser representado como la unión sexual del héroe con la diosa madre del mundo (matrimonio sagrado), el reconocimiento del padre-creador (concordia con el padre), su propia divinización (apoteosis) o también, si las fuerzas le han permanecido hostiles, el robo del don que ha venido a ganar (robo de su desposada, robo del fuego); intrínsecamente, es la expansión de la conciencia y por ende del ser (iluminación, transfiguración, libertad). El trabajo final es el del regreso. Si las fuerzas han bendecido al héroe, ahora éste se mueve bajo su protección (emisario); si no, huye y es perseguido (huida con transformación, huida con obstáculos). En el umbral del retorno, las fuerzas trascendentales deben permanecer atrás; el héroe vuelve a emerger del reino de la congoja (retorno, resurrección). El bien que trae restaura al mundo (elixir)», de El héroe de las mil caras, Joseph CAMPBELL… Fondo C. Econ… México, 1959, pp. 223-224. <<

[11]Master of Middle-Earth, de Paul KOCHER, Londres, Thames and Hudson, 1972. <<

[12]Tolkien's World, de Randel HELMS, Londres, Thames and Hudson, 1974. <<

[13] Ver, por ejemplo, la obra de C. S. LEWIS That bideous strength, Londres, Pan Books, 1974 (1. edición, 1945). Encontramos la lucha de una compañía de nobles personajes, capitaneados por el mago Merlín, contra lasmalvadas fuerzas del cientifismo diabólico. El relato está ideológica y religiosamente mucho más determinado que el de Tolkien, al que es infinitamente inferior en interés narrativo. <<

[14] Nota de la cuarta edición. Aquí fui precursor. La película se hizo un par de años después, conociendo un gran —y a mi juicio discutible— éxito. <<

[15] ¡Hamlet, venganza!, en «Selecciones del Séptimo Círculo», Madrid, Alianza-Emecé. Tras la niebla y la nieve, Barcelona, Barral, «Ed. de Bolsillo». <<

[16] Coincide con estas apreciaciones un excelente artículo de Félix de AZUA, El género neutro, Cuadernos de la Gaya Ciencia, II, al que aludo de nuevo en el epílogo de este libro. <<

[17] En esta curiosa novela, cuyo interés es fundamentalmente extraliterario, colaboraron CHESTERTON, Dorothy L. SAYERS, DICKSON CARR y otros muchos. Cada uno escribió un capítulo y, con independencia de los otros autores, propuso una solución. El almirante flotante se encuentra en el excelente catálogo del «Séptimo Círculo», por lo que es de esperar que se reedite en la actual colección de Selecciones. <<

[18] Pocos casos de vitalidad literaria tan impresionantes como el de Sherlock Holmes. Tras la muerte de su creador —si se nos permite hablar tan impropiamente, pues más justo sería decir «su ocasión» o algo así—, CONAN DOYLE continúa una carrera que no lleva trazas de acabar. El hijo de sir Arthur, Adrián CONAN DOYLE, en colaboración con el estupendo John DICKSON CARR, escribió una serie de nuevos casos de Holmes. Ellery QUEEN le enfrentó en una excelente novela, luego llevada al cine, con Jack el Destripador. Herald F. HEARD se ganó todo nuestro cariño con su Predilección por la miel, sorprendente problema resuelto por un Sherlock centenario e incógnito. Muy recientemente, dos novelas francamente buenas han vuelto a poner en el tapete de la actualidad literaria al gran detective de Baker Street. La primera de ellas, Seven-percent solution, de Nicholas MEYER, reúne a Holmes con otro gran escudriñador Victoriano, el joven Freud, y hace que ambos colaboren en un desesperado intento por salvar el equilibrio político europeo. La segunda es The return of Moriarty, de John GARDNER, autor de una original recreación de la gesta de Beowulf contada desde la perspectiva de Grendel, el dragón **; en este caso emplea un procedimiento en cierto modo similar, pues el protagonista del libro es el archienemigo de Holmes, mientras que el detective ni siquiera aparece. La novela constituye una inmejorable crónica de los bajos fondos londinenses a fines del siglo XIX, pero también envuelve una interesante meditación sobre lo que significa ser culpable y lo que supone ser fiel. ** [Nota de la cuarta edición: La traductora de esta obra al americano, Francés López Morillas, me señala que estoy en un error, puesto que se trata de dos autores diferentes de idéntico nombre]. <<

[19] En La littérature potentielle, de OULIPO, «Idees», París, Gallimard, 1973, p. 66. <<

[20] No quedo satisfecho con el tono desabrido de mi referencia a la señora Christie. Quizá lo dicho en ella sea justo, pero da la impresión de un desapego que estoy muy lejos de sentir por la que ha sido una de mis autoras favoritas, sincero y platónico amor de mi adolescencia. Constato este malestar al terminar de leer el último caso de Poirot, ese Telón que cierra su ejecutoria, fiel relato es una admirable recapitulación de todos los temas de la escritora, una visión magistralmente reflexiva de las ambigüedades del género. Poirot y Hastings vuelven al Styles de su primer caso para iniciar una aventura crepuscular, en un ambiente sabiamente mortecino de envejecimiento y decadencia. Se enfrentan con un extraño tipo de asesino, que podríamos llamar «criminal por catálisis», una especie de precipitador de las ansias mortíferas que todos guardamos dentro y que pueden llevarnos hasta el crimen para borrar lo intolerable de nuestras vidas. Este asesino no empuña la pistola ni administra el veneno: se limita a estar presente en el ambiente propicio al homicidio y murmurar como por inadvertencia las palabras que desencadenarán la furia del indeciso… Todos los personajes de Telón sentirán su influjo mortífero: hasta el buen Hastings, que recuperará por un momento aquel ominoso cuchicheo en primera persona tras el que se ocultaba el asesino de Rogelio Acroyd. Finalmente, será Poirot quien mate, con la inocente colaboración de Hastings, y nada menos que ¡dos veces! De algún modo, ¿no ha sido siempre así? ¿No es el mismo Poirot esa presencia que atrae de cierta manera el crimen, que lo busca y se regodea en él, tal como el criminal que persigue en Styles? Pero, también, ¿acaso no es ésa la condición inexcusable del propio lector aficionado al género policíaco? Este último caso suprime juntamente al criminal, al detective y al juez que los atosiga con su ojo insomne. La infinita ambigüedad de la «justicia» que se administra en estos relatos queda puesta definitivamente en claro en las postreras palabras de Poirot «Al suprimir a X salvé otras vidas, vidas inocentes. Pero todavía no sé… Quizá me esté bien empleado esto de no saber a qué atenerse. Me he mostrado siempre tan seguro… Demasiado seguro…». Así concluye la carrera de un detective, para buscar cuyo parangón quizá haya que remontarse hasta Sherlock Holmes. Como lección final, aprendemos que el crimen está indisolublemente vinculado al proyecto de liberación por el que soñamos la felicidad desde nuestras vidas mutiladas: en cierta manera, todos estaríamos dispuestos a matar para llegar a ser inmortales. Quizá el verdadero asesino no es el ejecutor del delito, sino el observador que lo husmea como si se tratase de una pieza de caza o el ávido espectador que lo anhela. Todos víctimas y verdugos de una misma desdicha que no sabemos remediar. Y, sin embargo, la fulgurante alegría del héroe aparece por un momento en la despedida de Poirot, dedicada a quienes por tantos años le admiramos. «Fueron tiempos magníficos…». ¡Hermoso adiós, vieja Agatha! ¡Mi brillante, mi sutil, mi desconcertante Agatha Christie! Chapeau! <<