EPÍLOGO

Mientras estaba atareado en la redacción de este libro, ya escrito el capítulo dedicado a «La evasión del narrador», he podido leer un clarividente ensayo de Félix de Azúa sobre la novela (El género neutro, en «Los Cuadernos de la Gaya Ciencia», II) queme ha suscitado nuevas y desencantadas reflexiones sobre la muerte de las historias. La novela desemboca en la autofagia verbosa del Finegan's Wake o en los gruñidos y balbuceos de los personajes de Beckett, varados en su corrupto limbo de impotencia y desolación. Las «novelas divertidas» son parodia o simulacro, que mienten las peripecias que prodigan por mera convención comercial o por apocamiento del ánimo ante el borboteo sulforoso de la realidad sin héroes que nos corresponde habitar. La novela ha neutralizado todos los géneros en un magma que podríamos denominar, con una expresión tomada de la más reciente lingüística, una «mermelada semántica». Incluso ha asimilado y digerido, en cierta forma, ese cuento o narración que yo he tratado de deslindar de ella en el primer capítulo de este libro. La isla del tesoro o Los primeros hombres en la Luna son a fin de cuentas novelas, ni más ni menos que Absalón, Absalón o que Molloy; es más, son novelas que hoy ya nadie se atrevería a escribir, excepto esos escritores de segunda clase, cuyo bendito mal gusto les ancla en el pasado para que desde allí sigan contando, como si el tiempo no fuese con ellos. ¿Deberemos hablar de «novelas-narración» frente a «novelas-novelas»? En las primeras se conservaría el cuento, la historia, tal como el insecto aprisionado en una gota de ámbar, mientras que las segundas serían ámbar puro, en cuya amarillenta lividez nada podría vislumbrarse. Sin embargo, ambos casos son fatales, desde el punto de vista de ese lado épico de la sabiduría que es el cuento según Benjamin: puesto que no se manifiesta más que en su prisión de ámbar, el insecto es un espécimen prehistórico que sólo puede estar muerto o ausente. El cuento se perpetúa en la traslúcida amalgama de la novela, que le oculta y deforma no menos que le revela; solidificado, tieso, antepasado inexplicable de sí mismo, más parece una corrupción de la pureza sin tropiezo que le envuelve que un prisionero o una reliquia. Convencidos ya de esto el buen gusto y la perspicacia crítica de la época, la viscosidad del ámbar fluye sin trabas, una vez desalojado el molesto huésped, atenta solamente al reiterado prodigio de su autorreproducción vacía. Pero de lo que nada alcanzamos a saber es del libre vuelo del insecto. Porque algo es indudable: el insecto no ha nacido para el ámbar ni para la aniquilación, sino para volar en lo abierto. A mí, por decirlo de algún modo, lo que me interesa es el insecto, no el ámbar; este último no fatiga como esos platos excesivamente copiosos y demasiado iguales a sí mismos, una fuente de espagueti, por ejemplo, en los que no se sabe qué aburre antes, si la inacabable cantidad o la mismidad monótona del contenido. La pregunta en este punto es: ¿puede disociarse de algún modo el insecto del ámbar? Porque yo cedo de buen grado el ámbar a quienes sean capaces de paladear la exquisitez recóndita de su inaparente diversidad o las magias regulares de su fábrica. Pero ¿a qué selva deberé remitirme para encontrar insectos volanderos en gozosa libertad? ¿Han existido tales bichos alguna vez? ¿No serán una suerte de sombras o secreciones del mismo ámbar, que los ingenuos tomamos por autónomos seres cautivos? ¿Nunca los ha habido realmente? ¿Los hubo pero ya no los hay? ¿Pasó su hora? O, por dejar laya enfadosa metáfora de la mosca atrapada, me pregunto si será posible librar a la historia del engrudo fosilizador de la novela; en una palabra, si es posible rescatar al cuento de la literatura y devolverlo a su verdadero terreno: la ética, la iniciación o la magia.

No fingiré una respuesta que ignoro. No gritaré ilusionadamente que el cuento no puede morir mientras queden hombres, pues todo puede morir en tanto los hombres duren, empezando por los hombres mismos. Tras la sorpresa desoladora de la muerte del hombre, todas las restantes desapariciones me parecen veniales y plausibles. Pero tampoco hay razones definitivas que obliguen a admitir que la muerte de la novela o incluso la de la literatura toda deban suponer la abolición de las historias. Incluso hay indicios de cierto peso que abonan la opinión contraria. El más evidente es uno cuya propia obviedad desconcierta y subleva: la literatura tiene historia, pero el cuento no. Hasta tal punto la historia ha llegado a ser el trascendental más importante que tenemos para pensar cualquiera de las realidades que nos rodean, que afirmar de algo que carece de historia o historicidad —para no confundir este uso del término «historia» con el otro que antes le hemos dado como equivalente de «cuento» o «narración»— parece gravísimo pecado del peor platonismo idealizante. Y, sin embargo, se me antoja totalmente evidente que las metamorfosis convencionales sufridas por la narración —en el sentido de esta palabra que establecimos en el primer capítulo— no justifican ni soportan un análisis histórico del cuento, mientras que éste es perfectamente adecuado en el caso de la novela o el teatro, como formas literarias. Por volver a una metáfora anterior, el ámbar es histórico, pero no el insecto; y en los casos en que éste también lo es, lo es en cuanto prisionero del ámbar. Los historiadores hallan infinito pábulo de comentario en la imaginaria mítica o los recursos estilísticos de la Odisea frente a los tan distintos de La isla del tesoro, por ejemplo; pero yo sostengo que, en cuanto narraciones o cuentos que ambas son, no hay distancia temporal entre ellas, ni precedencia histórica, ni un transcurso archivable de noticias que expliquen el tránsito de Ulises ajim Hawkins. Todos los cuentos son coetáneos, todos ocupan el mismo plano en el tiempo, esto es, fuera del tiempo. La vieja historia china de fantasmas —que nos viene de antes de Jesucristo— no es anterior a ni precedente de cualquier cuento de Montague RhodesJames: ambos son fruto de un ánimo estrictamente idéntico, al menos en lo tocante a las graduales diferencias que el historiador recensiona. En cambio, de Flaubert a Proust y de Proust a Sollers o a Juan Benet se teje una urdimbre hecha fundamentalmente de tiempo, de acumulación de innovaciones y de desengaños. Eso es la historia. La literatura es hija suya, pero la narración pura es de un linaje diferente, en el que todo vuelve, nada se olvida y el mismo gesto se conserva y se repite, intacto, para dar de nuevo nacimiento a la cosa. Por decirlo de otro modo, en el cuento pasan muchas cosas, pero al cuento no le pasa nada; en la novela, en cambio, ya casi nunca pasa nada, pero a la novela misma no cesan de ocurrirle peripecias, de las que las revistas especializadas suelen informarnos puntualmente. Lo que cuenta la novela —lo que cuenta en la novela— son las aventuras de la novela misma; lo que he llamado narración pura, en cambio, nos remite de inmediato a la posibilidad de la acción, al mundo de lo que queda por hacer más que al ámbito de lo que queda por contar, aunque tras lo primero retorne inmediata y gozosamente lo segundo. Por esta diferente situación respecto al tiempo, la novela acaba necesariamente en la muerte, mientras que el cuento narra la conquista de la plenitud de la vida. Y siendo así, ajena a la historia, por herético que eso parezca, ¿cómo sabría morir la narración? ¿No es ésa precisamente la única posibilidad que le está vedada? Que la novela acabe muriendo es cosa normal, inscrita en su proyecto mismo. En cambio el cuento, instalado en el limbo de la no-historia, parece ajeno a la muerte no menos que al tiempo en sí. Esto puede ser un espejismo, evidentemente. Como ya he dicho, quizá el insecto no sea más que una caprichosa configuración del ámbar y el destino fatal de éste acabe también con aquél. Es posible, sin duda. Pero a mí me esperanza el enfado o el desdén de los buenos novelistas, de los estudiosos serios de la literatura, ante la ingenua insistencia de los narradores por seguir contando de cualquier manera sus historias, sin preocuparse lo más mínimo de la evolución de los recursos novelísticos en el último medio siglo. «¡Para ellos parece que no pasa el tiempo!», dicen con atónita indignación. Y no, efectivamente: no pasa. Ahí reside quizá el secreto de su inmortalidad.

Pero hay otro argumento a favor de la perennidad de los cuentos, un testimonio tan subjetivo que hasta las últimas páginas de este libro descocadamente subjetivo no me he atrevido a hablar de él. Éste es el momento de confesar. Hay espíritus —sólo conozco mi caso, pero la modestia me impide considerarme inconcebiblemente único— que todo lo entendemos en forma de cuento y estamos cerrados sin esperanza para todo arte o sabiduría que no pueda narrarse. Me apresuro a reconocer que esto es una tremenda limitación. No puedo oír una sinfonía sin irle inventando un argumento de fuentes y tormentas, tras cada cuarteto de Beethoven adivino una patética historia de amor y prefiero la ópera a cualquier otro tipo de música porque declaradamente cuenta algo. Cada cuadro o cada escultura son fragmentos de una narración que me apresuro mentalmente a reconstruir, para poder gozarlos; la arquitectura me interesa solamente como decorado de peripecias que intuyo de inmediato, escritas en la soledad extraña de las piedras. Los bosques o el mar no me atañen salvo en la medida en que son el antiguo decorado de la aventura y el escenario de la épica sin Hornero de los animales, que fueron nuestros dioses y, de algún modo, volverán a serlo. La religión es el cuento por excelencia, el argumento que subyace tras de todas las historias: sus perplejidades dogmáticas o su casuística teológica me parecen tan sólo tropiezos de malos narradores, incapaces de despertar el interés de sus oyentes por su manía de enredarse en digresiones. Soy declaradamente ciego para la magia formal de las matemáticas o de la lógica; disfruto, en cambio, con los vericuetos de la historia, la filosofía o la política. La ciencia o el amor me interesan por su relación con la ética, que dota a cada gesto del peso de la leyenda. Todo negocio en que no se puede ser héroe de la propia pasión me es perfectamente ajeno y superfluo. En poesía, me gusta la épica que suele encerrar toda lírica, pero la arrebatada acumulación de metáforas que rechazan toda articulación argumental o el ánimo vanguardista que avecina sin hilación perceptible los pingüinos con las luces de neón o la desesperación con los paraguas me aburre más allá de toda mención. En literatura, para qué seguir, todo experimento verbal me fastidia, excepto en casos afortunados como Joyce o Faulkner en que se me convence de que la historia no podría contarse mejor de ningún otro modo. Ya sé que esto es un límite y no me glorío de ello: pero hay que utilizar en nuestro provecho los dolamas que nos afligen. Mi gusto por lo narrativo me permite, por ejemplo, tener un grato comercio con los imbéciles; cuando debo tratar con alguien cuyas ideas detesto o cuyas opiniones sólo merecen desdén, procuro llevarle al terreno de la narración y hacerle contar algo: incluso los seres más ínfimos ocultan una odisea lamentable o atroz. Personas a las que no soportaría bajo ningún otro aspecto, llegan a entretenerme y —quién sabe— a interesarme como narradores. En cambio, no faltan amigos a quienes adoro pero cuyo trato se me hace pronto insufrible por su incapacidad de contar nada y su manía de atrincherarse en lo abstracto o lo doctrinal. Uno quisiera decir al visitante inoportuno: «¡Cuente su historia y largúese!». Pero este proceder, caso de generalizarse, simplificaría quizá indeseablemente las relaciones humanas.

¿Es descabellado suponer que mientras haya gente afectada por esta maldición del ansia insaciable de cuentos, incapaces de considerar la sabiduría o el amor fuera del prisma de lo narrativo, inútiles para otra perspectiva de la acción que no sea el punto de vista del héroe, es descabellado suponer que mientras haya enfermos incurables del mito, como lo soy yo, las historias perdurarán aunque se hunda la literatura y la cultura toda que conocemos? Pero si el tiempo es tan fuerte como parece, si nada puede escapar a la usura de la historia y, arrastrados por el maélstrom de los años, los cuentos desaparecen finalmente de la palabra y la memoria de los hombres, prometo solemnemente resucitar para volver a contarlos.