«La sombría figura encapuchada comenzó a reptar hacia Frodo, husmeando. El hobbit sintió helarse su corazón. Y de pronto resonaron risas y claras voces: llegaban los elfos».
Quizá lo más fácil, para empezar, sea decir que El señor de los anillos es el capricho literario más logrado de los últimos cincuenta años. Como se sabe, aunque esto se olvida con frecuencia cuando se la mira desde la estrecha casamata del cientifismo o del historicismo, la literatura es libre, pero no precisamente caprichosa. Sin embargo, de vez en cuando, se consiente una obra tan independiente en temática y ejecución de lo usual en su momento, tan carente de ambiciones de progreso estilístico, que acepta tan gustosa el callejón sin salida de una forma narrativa ya exhaustivamente explorada y que se confina tan sin remordimiento en una temática que parece atañer a muy pocos, que esa denominación de «capricho» viene inevitablemente a la boca a la hora de calificarla. Creo que el carácter regresivo es esencial a esta caracterización de lo caprichoso, y sería bueno quitar a tal término cualquier connotación valorativa (dentro de los estrechos márgenes posibles, pues todos estamos infectados de progresismo o no menos maniáticamente aquejados de la nostalgia que se le opone) para conservarlo como relevante rasgo distintivo frente a obras superficialmente consideradas caprichosas y que son, aproximadamente, lo contrario de lo que por ese calificativo aquí se entiende. La deliberación del intento regresivo o del propósito renovador importan de momento poco. Un libro como el Locus solus, de Raymond Roussel, por ejemplo, me parece sumamente lejos de cualquier sospecha de caprichosidad, por ser una obra verdaderamente avanzada, tanto desde el punto de vista de su compleja y obsesiva estructuración a lo muñeca rusa, como por la fría calidad de su fabulación. En cambio, El señor de los anillos o el Vathek, de Beckford, son piezas prototípicas de capricho literario, al menos según el planteamiento anterior, que quizá sea excesivamente deudor de una concepción evolutiva de la literatura. Esta categoría de «capricho» puede tildar a la obra que la recibe de un aura de superfluidad, que sería francamente malvenida, sobre todo en tanto podría dar a suponer como reverso que lo que parece recomendable o sencillamente posible es una creación literaria necesaria. Si me atengo a tan equívoco calificativo para la obra de Tolkien —pese a haberme arrepentido de él nada más emplearlo, como el avisado lector habrá deducido de todas estas penosas acotaciones— es para abordar, de modo suficiente, la peculiaridad de la relación entre el lector y El señor de los anillos. Ésta es de plena entrega o de abierto fastidio: nos hallamos ante uno de los diez o doce libros que nunca olvidaremos o de una pueril patraña inexorablemente aburrida. Tal es, a mi juicio, el sino de los caprichos, en los cuales se entra o no se entra. Como nada, ni las cuestiones en boga ni el devenir estilístico de la escritura, apoyan su lectura, los caprichos literarios son leídos también caprichosamente: si hacen vibrar la cuerda que en el lector simpatiza con su desvarío, ningún libro producirá satisfacción tan gratuita y completa, por inesperada; en el caso contrario, nada rescata la extrañada hostilidad que despiertan esas páginas juntamente amaneradas e insólitas. No se le escapa esto a Tolkien, cuando señala en su prefacio a la edición en paperback de la obra que el único defecto que le encuentra es el de ser demasiado corta. Efectivamente, las más de mil páginas de concentrado texto de El señor de los anillos dejan insatisfecho al lector apasionado por este capricho, a quien no disgustaría verlo prolongarse, al menos, otro tanto, con tan generosa espontaneidad como en las mil primeras; en cambio, al lector adverso ya las cien primeras cuartillas se le antojarán inaguantablemente minuciosas y el conjunto, algo así como una apoteosis de la desmesura. Lo malo —o lo bueno, según se mire— de los caprichos literarios es que ninguna coartada cultural justifica el esfuerzo de leerlos, sino el capricho mismo, la realísima gana: no faltan las razones históricas o morales que aconsejan perderse en los fatigosos meandros de Guerra y paz incluso a los menos amantes de Tolstoi, pero la entrega al Señor de los anillos no puede sustentarse más que en el goce que su lectura proporciona. Una vez conquistados por Tolkien, no hay razón para abandonarlo ni para desear que se abrevie la historia con que nos encela. Pero se trata de un capricho literario excepcionalmente logrado, porque han sido millones de lectores —y no de los peores— quienes han reconocido su capricho en el capricho de Tolkien y se han paseado por los oscuros o radiantes paisajes de la Tierra del Medio, como por su largamente añorado país natal. Lo que pareció destinado al aprecio de unos cuantos extravagantes conquistó, de inmediato, a la multitud, desde los sesudos profesores exonenses, que se inclinaron con deleitado escándalo sobre la obra de su colega, hasta los hippies californianos, que adornaron sus chaquetas con medallones en que se lee: «Frodo Uves». El capricho de Tolkien ha cuajado mucho mejor de lo que él mismo esperó, probablemente, al escribirlo.
Se ha descrito El señor de los anillos como el cuento de hadas más largo del mundo, caracterización que no me parece desacertada. Esta longitud, que como ya hemos dicho el entusiasta no deplorará, es a mi juicio una de las claves del indudable acierto narrativo del libro. El esquema de la historia es tan sencillo, su moral tan directa y convencional —Luz contra Tinieblas, Honor contra Vileza, Amistad contra Odio, Belleza contra Fealdad, etcétera—, que cualquier resumen la condenaría a la más aplastante trivialidad; contada en cincuenta páginas, sólo sería otra redacción de un cuento de hadas que ya hemos oído mil veces narrar, con unos u otros detalles. Pero el libro se salva precisamente de remitirnos directamente a ese Reino de las Hadas, poblado de ogros, duendecillos y brujos, árboles que hablan y lobos que rondan por la noche, cuyas convenciones más o menos genéricas conservamos en la memoria entre otros recuerdos con aroma a papilla y naftalina. Tolkien nos lo cuenta todo como si fuera la primera vez, qué digo, mucho más de lo que nos contaron la primera vez. Responde a todas las preguntas que los niños suelen hacer al escuchar un cuento: cómo era —casa por casa— la ciudad de los enanitos, cómo se llamaba la espada del príncipe, cuántas águilas buenas había, qué comían los brujos, qué había pasado antes de que empezase el cuento, cuál era el nombre y cómo eran los lugares por los que viajaban los protagonistas, cómo iban vestidos los ogros y dónde vivían, etc. Al aclarar estos detalles no se deja arrebatar nunca por lo inverosímil o lo demasiado extravagante. Una vez postulado lo fantástico, Tolkien hace de ello el más discreto uso posible. Previendo nuestra desengañada reticencia a instalarnos de lleno en lo prodigioso, nos lo va haciendo tolerable. Estamos en casa, pero no del todo; reconocemos lo que nos rodea, pero sólo hasta cierto punto. Un comentarista lo ha descrito de forma afortunada: Familiar but not too familiar, strange but not too strange[11]. Pero la presencia de la cotidianidad, precisada del modo más realista, nos predispone a aceptar lo mágico, cuya aparición nunca es más portentosa de lo estrictamente necesario. Gracias a su longitud, la historia se va desgranando con todo el sosiego que exige el deliberado regodeo en los detalles y la atención sin impaciencia a cada uno de los incidentes. Pero, y ésta es quizá la virtud más notoria del estilo de Tolkien, una vez aceptado su designio principal, no se le puede tachar de moroso: nunca pierde el sentido de la acción ni la remansa hasta el punto de romper el ritmo de los acontecimientos. No perder el pulso narrativo a lo largo de tantas páginas no es hazaña pequeña, y a mi juicio redime a Tolkien de muchas de sus indudables insuficiencias como escritor. Lo que, en puro argumento, no prometía más que una sencilla historieta maniquea con hadas al fondo se convierte, por obra y gracia de una hábil prolijidad, en una experiencia de lectura fascinante. Es como leer un antiguo poema mágico-épico celta contado de nuevo por Dickens o Ridder Haggard.
Es admirable la paciencia que se ejerce en inventar una especie de continente perdido, con todos sus detalles lingüísticos, históricos, geográficos o folclóricos, con el fin de ambientar convenientemente la vieja historia de san Jorge y el Dragón. La mitología que Tolkien maneja es fundamentalmente sencilla, enlaza con fuentes de sobra conocidas. Sauron, el Tenebroso Señor, es, incluso por su nombre de saurio, un nuevo avatar de la Vieja Serpiente bíblica, cuya ambición y orgullo le hizo caer desde su radiante condición querubínica al degradado estatuto de demonio tentador. A su servicio, todos los espantos que asedian sombríamente la fantasía limpia de los cuentos de hadas: oscuros espectros sin rostro de risa helada, ogros caníbales de brutal ferocidad, manadas de lobos gigantescos cuyos ojos alarman las sombras que rodean los fuegos de campamento, brujos pervertidos por su excesivo saber… Contra esta siniestra cofradía unen sus fuerzas los eternos personajes representantes del bien: enanos industriosos y pacíficos, pero no carentes de coraje; hadas benéficas, brujos de poderosa y sabia bondad, altivos príncipes de refulgente espada, espíritus elementales de los bosques y los ríos… Entre estos últimos destacan los elfos, el libre pueblo de los árboles y las colinas que cantaron Shakespeare y Kipling, la quintaesencia de la vida ilimitada, risueña, profundamente armónica, sin otra moral que la agilidad y la belleza, sin otro trabajo que la creación de juguetes maravillosos con los que intensificar sus alegres correrías. Desprovistos por su envidiable condición de los urgentes afanes de la Historia, que para ellos son sólo pretextos de hermosos cantos, encarnan lo esencialmente opuesto a la obsesión de dominio esclavizador del Tenebroso Señor, pero también a los belicosos afanes justicieros de los paladines humanos. Intervienen en la Guerra del Anillo sólo cuando la amenaza de Sauron proyecta su sombra ominosa incluso sobre su florida existencia, pero en realidad ellos no pertenecen al reino de la política y su heroísmo carece de ese toque desgarrado y patético que caracteriza al de los hombres: son valerosos con natural fluidez, sin énfasis. En general, las preferencias de Tolkien van hacia personajes poco contaminados por el comercio con la Historia: los elfos, los Entes, Tom Bombadil, incluso los mismos hobbits, a quienes sólo la fatalidad arranca de su rústica mediocridad provinciana, en la que las fiestas de cumpleaños y las correrías en busca de champiñones son los acontecimientos más memorables. El idealizado mundo de las gestas caballerescas, los sublimes sacrificios y las espadas relampagueantes es una especie de sueño que a fin de cuentas siempre deja un regusto amargo en la boca. Después de todo, es el poder y el dominio lo que se pone en juego y la ambición que los ansía no es sino locura humana: es preferible que triunfen quienes son capaces de mayor generosidad dentro de la codicia de mando, pero la disputa misma pertenece al ámbito de lo ilusorio y lo desdichado, por mucho heroísmo de que sea ocasión. El guerrero más noble siempre está al borde del ramalazo demoníaco que le emparenta con la oscuridad: así la traición de Boromir o la demencia de Dénethor. Incluso Aragorn brilla a veces con un fulgor sombrío y el buen sentido de Sam descubrió en él algo profundamente inquietante desde su primer encuentro. Lo importante es que sea restablecido pronto el orden natural que permite desentenderse de la política y relegar las hazañas al papel de motivos de cantos epopéyicos; esto es lo que diferencia al buen Rey del Tenebroso Señor, pues caso de triunfar este último los habitantes de la Tierra del Medio se verían inmersos en la Historia para siempre. Los elfos y los Entes intervienen en el conflicto mucho más para ayudar a preservar la no-historia que para enmendar la Historia; y el caso extremo de Tom Bombadil, tan absolutamente a-histórico, tan primigenio y telúrico, que ni siquiera puede entender lo que está en juego en la Guerra del Anillo ni colaborar en ella al lado de las fuerzas del bien. Si se le diese el Anillo, como en una ocasión llega a sugerirse, lo perdería; no es nada que él pueda apreciar, ocultar o preservar; no tiene ninguna relación con él, y por eso cuando se lo pone no se hace invisible como sucede al resto de las criaturas. Hay algo que está más allá de la querella del Poder, que no interviene en esta lucha ni siquiera para evitar caer bajo un dominio injusto: ese algo es, en cierto modo, la mejor garantía contra Sauron. Porque el Anillo no es sencillamente el Poder, en su advocación más neutral o, digamos, más administrativa, sino la nefasta fascinación del Poder, esa honda y quizá en cierta forma irremediable corrupción de la voluntad que ya no el Imperio efectivo, sino incluso la anhelada sombra del Imperio, provoca. Excepto Bombadil, todos los que tocan el Anillo quedan infectados por el miasma del dominio y en camino de convertirse en guiñapos humanos, como Gollum, o espíritus del mal, como Sauron. Frodo jamás puede adaptarse de nuevo a la pacífica e inocente vida del Condado: roído por el fantasma del Amo que estuvo a punto de ser, o que fue, en cierta manera, la torturada angustia de sus ojos insomnes debió terminar convirtiéndole en legítimo y desdichado heredero del Tenebroso Señor. Los que lucharon por el restablecimiento a-histórico del orden natural jamás volvieron en realidad a conocerlo, porque las heridas de la guerra por el Poder son irreversibles e imposibilitan para todo lo que no sea finalmente Poder. A fin de cuentas, el derrotado Sauron contagió con su misma maldición a sus encarnizados enemigos, y quién sabe si en conclusión no ganó definitivamente la partida.
Una de las más curiosas sensaciones que experimenta el lector de El señor de los anillos es la de encontrarse encerrado en un espacio completamente moral. Ésta es quizá la mayor peculiaridad del libro y la que más le define, para bien o para mal. Entiendo por espacio completamente moral un ámbito donde no ocurren hechos neutros o éticamente irrelevantes y donde la buena o mala disposición de la voluntad es la última causa que determina todos los acaeceres, tanto el resultado de una batalla como la configuración de un paisaje o la invulnerabilidad de una cota de mallas. No hace falta recordar que la narración naturalista habitual, incluso la más moralizante y ejemplar, restringe el alcance de lo ético a las intenciones humanas, mientras que los objetos artificiales o naturales permanecen en una expectante neutralidad e incluso si son en último término dirigidos hacia lo mejor por la Providencia o el ardid de la razón sólo funcionan moralmente a nivel instrumental. En El señor de los anillos, la condición ética lo impregna todo y los olores, las espadas o las montañas son en primer término buenas o malas, han tomado partido moral del mismo modo que las personas, y esa opción es en último extremo lo que determina su eficacia. Todas las leyes físicas están sometidas a la suprema Ley del valor moral y el funcionamiento de la causalidad es ante todo axiológico. Esta superdotación de sentido con la que se carga cada gesto, cada árbol o cada alimento contrasta sutil y poderosamente con el planteamiento descriptivo aparentemente naturalista de la narración, convirtiendo su realismo en algo fundamentalmente mágico. Éste es el motivo por el que se transita tan sin sobresalto de lo cotidiano a lo maravilloso en la obra de Tolkien: el prodigio adquiere cierto aire de naturalidad porque la naturalidad misma es sobrenatural y prodigiosa, porque la realidad más «física» no funciona según las ciegas leyes mecánicas de la materia, sino de acuerdo con los perplejos e irreductiblemente libres dictados del espíritu. Toda la Tierra del Medio es el tablero de la partida entre el Bien y el Mal, pero cada casilla y cada pieza de ese tablero y el tablero todo están fundamentalmente hechos de buena o mala voluntad, no son simples instrumentos de éstos. El resultado del combate no es dudoso sino en apariencia, en realidad está decidido de antemano; por decirlo parodiando a Kant, la victoria final está inscrita analítica, no sintéticamente, en el combate mismo. El Bien es ciertamente lo más fuerte, y como tal tiene que alzarse siempre con el triunfo; lo que ocurre es que es más perezoso, menos activo que el Mal. La opción de la mala voluntad es más intensa que la de la buena, pero está viciada de fragilidad en su misma raíz. La visión histórica de Tolkien es cíclica: un vigoroso núcleo de Bien se impone al Mal, para luego languidecer y remansarse en una especie de atonía que la intensidad feroz del Mal aprovecha para crecer y crecer hasta que el corazón del Bien cobra nueva energía y vuelve a encadenar al Mal. Para desarrollar toda su potencia, el Bien necesita activarse, y quizá ésa es en último término la función del Mal en la armonía del mundo: la de servir de provocación para que el Bien se decida a desplegar todo su vigor. En cada choque concreto de ambas voluntades que registra El señor de los anillos, siempre son los vestidos, las armas, los alimentos o los gritos de combate de la Luz los que aplastan con su fuerza a sus sombríos rivales. El Bien es criterio de eficacia y utilidad, contrapartida trascendente de la clásica opinión anglosajona que hace de la eficacia y la utilidad criterio del Bien. Por eso, Frodo, muy cerca del final de su Búsqueda, rodeado de enemigos en pleno territorio de Sauron, logra reposar tranquilo la noche que ve su misión y toda la Guerra de Anillo como un simple incidente dentro de una infinita y recurrente conflagración que el Bien tiene ganada de antemano, precisamente porque el universo es finalmente moral y nada hay más fuerte que la buena voluntad; allí, en el corazón de Mordor, se le revela por un momento la radical debilidad del poderosísimo Señor Tenebroso. Si los protagonistas positivos del Lord of the Rings supieran ser siempre y en todo caso fieles a su buena voluntad, el libro de Tolkien perdería toda intriga y sería la crónica de una victoria ininterrumpida. Pero la gran baza del Mal es hacer dudar al Bien de su fuerza, mermar su coraje con el tentador espectro de la posibilidad de la derrota. El espectáculo del Mal, de esa fragilidad intensa, hace vacilar el incorruptible vigor del Bien hasta hacerle olvidar su vocación necesariamente victoriosa: su condición triunfal especula con la posibilidad insólita de caer… Ningún espectro asesino, ningún monstruo surgido del Averno pueden realmente afectar en lo más mínimo a la voluntad recta, a sus afectos y a sus obras, ni mucho menos prevalecer sobre ellas. La única herida que la Tiniebla puede inferir a la Luz es la sombra de la duda sobre la fuerza siempre triunfante de la Luz misma. A aprovechar ese momento de flaqueza está orientada toda la inmensa y desesperada intensidad de la maligna voluntad de Sauron y sus servidores. Pero éstos son constantemente víctimas de las consecuencias adversas de su mala voluntad, que acaba colaborando siempre con sus enemigos. Están condenados a hacer el bien pretendiendo el mal, tal como muestra Randel Helms en un buen análisis de esta cuestión[12]. Las cualidades positivas de la mala voluntad —la sabiduría y astucia política de Sauron, la fidelidad a las órdenes recibidas de algunos orcos, etcétera—, terminan actuando contra el Mal, precisamente para ser ellas mismas positivas. A los malos les traicionan no menos sus capacidades que sus deficiencias. La única arma eficaz que le queda al Mal es su propio espectáculo, la angustia que provoca en el bueno su imagen desolada. Le crece al Bien por dentro la ponzoñosa sospecha de la posibilidad de victoria del Mal, alentada exclusivamente por la intensidad inocultable de la presencia adversa. «El corazón del Paladín temblaba como la hoja de un árbol, no porque la serpiente le causara herida alguna sino porque le hacía sentir tal horror y tal aversión que, a pesar suyo, se estremecía, suspiraba y hasta se arrepentía de vivir. En tanto, iba atravesando desatento y frenético los senderos más tenebrosos, los sitios más intrincados de aquel tenebroso bosque…» (Ludovico Ariosto, Orlando furioso).
Este espacio totalmente moral en que transcurre la Guerra del Anillo y la consecuente primacía de la voluntad recta marcan la esencial diferencia entre la mitología de Tolkien y la de Lovecraft, que comparten cierta imaginería elemental de abominables seres subterráneos y lugares o cosas inficionados por el Mal. Pero Lovecraft no es moral, porque no es maniqueo, pese a los esfuerzos mixtificadores de August Derleth por reformarle en ese sentido: para Lovecraft sólo el Mal tiene la fuerza, sólo él es en cierto sentido real, mientras que el Bien es una ilusión fruto de la ignorancia, un aplazamiento de lo inevitable, una tregua que el horror se concede a sí mismo, misteriosamente, antes de triunfar para siempre. En último término, las nociones mismas de Bien y Mal carecen de sentido cósmico, son simples muestras de aprobación o desagrado que los alfeñiques humanos lanzan sobre un universo que los ignora y unas colosales Entidades inimaginablemente diferentes del hombre, cuyos propósitos los excluyen o esclavizan. Quizá haya ciertas Normas en el universo que frenen o controlen el poderío de los Grandes Antiguos, pero serán tan evidentemente ajenas a lo que los hombres llaman Bien como las mismas Entidades amenazadoras. Los héroes de Lovecraft se ven aplastados por su enfrentamiento con lo infinito y no pueden confiar ni en su energía ni en su virtud; su única función positiva es negarse a colaborar con los monstruos y sus adoradores, o incluso entorpecer discretamente sus manejos con el fin de retrasar lo más posible la victoria de lo irremediable. Pero deben pagar a muy alto precio esta labor de resistencia, este maquis contra el espanto, y la mayoría de ellos acaban su aventura en la demencia, el suicidio o la aterrorizada espera de la gran sombra alada que se acerca a sus ventanas. ¡Qué más quisieran ellos que contar con espadas forjadas por magos para derrotar todo mal, con gritos de combate que los enemigos no pudieran soportar, con ampollas refulgentes que hiciesen retroceder las tinieblas! Pero en su rescate nunca acuden los elfos. Sin duda, las escaleras perversas, los olores corrompidos y las voces o inscripciones abominables que sombrean los cuentos de Lovecraft han inspirado la creación de Mordor, así como aquella declaración de Gandalf en la que confiesa que en las profundas cavernas que subyacen la Tierra del Medio hay cosas indescriptibles «que ni siquiera Sauron conoce». Pero no faltan otros precedentes. Chesterton habla de que en los confines del mundo hay un árbol que es más y menos que un árbol y «una torre cuya sola arquitectura es malvada». Yantes aún —me ha extrañado no verlo nunca citado en relación con Tolkien— se yergue el poema de Robert Browning Childe Roland to theDark Tower carne, en el que hallamos la siniestra torre «ciega como el corazón de un loco», el paisaje calcinado y ominoso, el caballero que vadea un río temiendo pisar el rostro de algún muerto o sentir que su pie se enreda en los cabellos o barba de un ahogado, la final convención de héroes difuntos y el mugido desafiante del cuerno de guerra. Pero quizá la aportación más específica de Tolkien sea precisamente ese refuerzo mágico y victorioso de la virtud, que el fatalismo pesimista de Lovecraft no consiente: el mensaje más hondo de El señor de los anillos bien puede ser una exhortación a no dejarse doblegar por la aparente invulnerabilidad del mal. Hay en El señor de los anillos un definido primado de la decadencia que me parece particularmente relevante. Tanto el Bien como el Mal parecen haber degenerado en la Tierra del Medio: se hable de brujos, de paisajes, de paladines o de fantasmas, la obra de Tolkien es siempre la crónica de un ocaso. Los guerreros parten al combate envejecidos y fatigados, herederos de una gloriosa tradición que los abruma; en su espléndido aislamiento, los Entes suspiran por sus hembras perdidas y se marchitan sin descendencia; incluso los elfos viven más en el pasado que en el presente, y el viejo rey Théoden arenga a sus caballeros para la última cabalgada. Pero también Sauron es sólo una sombra de su misma malignidad de antaño y vuelve a la lucha, tras haber sido dos veces derrotado, mutilado de uno de sus dedos y sin el anillo en que se cifra su poder. Finalmente, víctimas de una inexpresable melancolía que rubrica su destino, los vencedores de la Guerra del Anillo se embarcan en una nave que les aleja para siempre de esa Tierra del Medio que ha llegado a serles misteriosamente intolerable. Tanto el Bien como el Mal, la victoria como la derrota, sufren el mismo lento pero inexorable proceso de destitución, de desvanecimiento, de aniquiladora nostalgia. El Tiempo se rebela contra ellos, contra su posibilidad y su enfrentamiento, les zapa hasta pulverizar las imaginarias raíces que les sustentan. De algún modo, El señor de los anillos transcurre en los días posteriores al acabamiento de la época áurea de todos sus personajes, tanto positivos como negativos. Sólo la burguesa sencillez de los hobbits aún no ha sido puesta a prueba, y a ellos toca por un momento retomar la exhausta tradición de heroísmo, de sabiduría y de horror que ha roído hasta la médula la vitalidad de las otras razas. Sam, Merry y Pippin, que partieron del Condado como aniñados excursionistas de valor adolescente, vuelven crecidos, transformados en auténticos paladines de impavidez probada; pero la dorada espontaneidad de sus mejores días ha terminado y ahora sólo les queda esperar a que la suerte convierta su abrumada altivez en leyenda. En cuanto a Frodo, su contacto prolongado con el corazón mismo de la Historia no le consiente reposo ni esperanza personal: desde el comienzo de su viaje forma parte de la cofradía de esos seres superiores, ajados por la sabiduría y el desarraigo, como Gandalf, como Aragorn, como el mismísimo Sauron. Para él ya no volverá a haber Condado ni risueña entrega a las fiestas de cumpleaños. No es difícil relacionar esta decadencia imaginaria con el ocaso del mito de la verde Inglaterra preindustrial, paulatinamente cubierta de humeantes fábricas y precipitada de cabeza a una gloriosa historia imperial de la que saldrá triunfante, pero con heridas necesariamente mortales. Ésta es una obsesión que Tolkien comparte con algunos de sus amigos católicos, como el escritor Clive Staples Lewis, cuyas obras no es arbitrario relacionar con las de Tolkien[13]. Pero no parece justo ni suficiente degradar El señor de los anillos a una especie de alegoría antiprogresista, lo que indudablemente también es. Lo que ha decaído es el cuento mismo de hadas, y Tolkien, al elevarlo a su más alto exponente, así lo constata. Frutos de una fabulación periclitada, pero aún sumamente hermosa, los personajes de la Tierra del Medio viven el apagamiento de la concepción mágica y ética que leshizo nacer. Junto a los elfos, es la cruda contraposición de Bien y Mal lo que muere, en el neutral espacio físico que la ciencia explora e impone al dócil sentido común. A fin de cuentas, el capricho de Tolkien se revela imposible; él también, como el abrasado Gollum, puede clamar por su precioso, por su perdido tesoro de elemental nobleza y de libre fantasía.
Quizá valiese la pena estudiar alguna vez las influencias gráficas que ha sufrido la obra de Tolkien, tan deliberada y consistentemente visual. Recordemos que el mismo Tolkien tiene buena mano para el dibujo y ha ilustrado personalmente una bonita edición de The Hobbit. No puede dudarse de la calidad obviamente pictórica de diversas escenas de Lord of the Rings, que se recuerdan después de leídas como fotogramas de una película de dibujos animados. Por cierto, ¡qué estupenda película de dibujos podría hacerse con esa novela![14]. La influencia más notable es la de los grandes ilustradores británicos clásicos de comienzos de siglo, como Arthur Rackham, creador de las láminas de un libro tan tolkeniano como The Rhinegold and the Valkirie, o el muy notable Kay Nielsen. La imaginación gráfica de Tolkien es decididamente simbolista, incluso prerrafaelista. Un pintor como Edward Burne-Jones, que estudió teología en ese mismo Oxford en que Tolkien pasaría después su vida, es autor de cuadros que parecen ilustraciones para las aventuras de los elfos: por ejemplo, La cabeza maléfica, en el que Perseo enseña a Andrómeda la cabeza de Medusa reflejada en las aguas de un pequeño estanque. La escena recuerda irresistiblemente el momento en que Galadriel muestra a Frodo el ojo maléfico de Sauron reflejado en las aguas de un espejo mágico. Los elfos parecen diseñados sobre modelos de Dante Gabriel Rossetti o, incluso, de Richard Dadd…