CAPÍTULO IX
LA PEREGRINACIÓN INCESANTE

«Mucho has olvidado, lector mío; empero la lectura de estas páginas evocará, entre la niebla de tus recuerdos, vagas visiones de otras épocas y lugares que atisbaron tus ojos de niño. Hoy te parecen sueños, pero si fueron ensueños de tus sueños infantiles, ¿de dónde procede la sustancia de que se formaron?».

Decrecer de la felicidad es una forma de escepticismo a la que todo el mundo llega antes o después; hay quien se lo toma por la tremenda, pero la mayoría prescinde de ese enfático concepto con resignación e incluso con alivio. Es como desembarazarse de una pregunta mal formulada, de un señuelo que sanciona fantasmalmente todos los cilicios éticos, de un trampantojo ligado íntimamente a ese engaño fundamental, el futuro. ¿O al pasado? En este caso, la renuncia se hace más difícil de digerir. A favor de la indolencia o el fastidio, cualquiera puede abandonar el proyecto de la felicidad; pero, cuando éste nos asalta, ¿cómo desistir del recuerdo de la dicha, del obsesivo episodio que parece ser savia y estímulo de nuestra memoria toda? ¡Bienaventurados los que nunca han sido dichosos —o los que lo fueron y lo han olvidado, en el supuesto de que esto sea posible—, porque ellos renunciarán sin lágrimas a la felicidad! Por mi parte, podría haceros la misma confidencia que un día Merleau-Ponty hizo a Sartre: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia». Pero no creáis que voy ahora a reclamarme, sin reservas, partidario del mito de la «infancia dorada y feliz». En primer término, sería obsceno y criminal establecer que toda infancia es dichosa: tal como Camus, no imagino combustible más estimulante para el alma rebelde que el escándalo insoportable del dolor de los niños. En segundo lugar, se que en mi infancia fui feliz, pero no siempre ni quizá principalmente. Es posible que mi presente melancolía idealice la rutina de mis ocho o nueve años y convierta en inimaginable plenitud cualquier discreto pasatiempo de sábado por la tarde. Empero, no puedo renegar de un concreto e indiscutible lapso de felicidad cuya memoria me es tan clara, tan precisa, tan punzante, que más fácil me sería dudar de una de mis sensaciones o vivencias presentes que de ella. Mi dicha de entonces no fue una perfección inconsciente sobre la que reflexiono con admirada envidia a posteriori: por contradictorio que ello parezca —yo mismo sostendría, en todo otro caso, la doctrina que invalida la posibilidad de esta experiencia— mi felicidad de entonces se acompañó de la estática conciencia de que era feliz. Si, en este punto, el impaciente lector me conmina a que le instruya sobre qué entiendo por felicidad, no podré sino remitirle a la definición —mejor, descripción— que Valle-Inclán hace del éxtasis en su Lámpara maravillosa: «Es el goce de ser cautivo en el círculo de una emoción pura, que aspira a ser eterna. ¡Ningún goce y ningún terror comparable a este sentir del alma desprendida!». No sólo recuerdo perfectamente las circunstancias e imágenes que acompañaron a mi acceso de felicidad —no excesivamente largo, tranquilizaos, apenas quince o veinte días—, sino también numerosas sensaciones gustativas y olorosas, así como unos difusos caracteres cenestésicos que desconfío de poder expresar por escrito. Yo tenía diez años y caí enfermo de «alfombrilla», una especie de sarampión benévolo; se me recetaron veinte días de reposo en perfecto aislamiento, para evitar que contagiase a colegio. Me instalé en ¡atención, psicoanalistas! —y durante esa venturosa quincena fue mi único horizonte. No tenía prácticamente fiebre ni molestias de ningún tipo; no me amenazaban con ponerme inyecciones. Atrincherado en mi refugio, me pasaba el día en la cama, charlando esporádicamente con mis hermanos, que asomaban de vez en cuando a la puerta cautamente, guardando las debidas distancias, y me consideraban con envidia. Tenía a mano mi espada de abordaje, una maqueta de plástico del acorazado francés Richelieu que para mí era la vera effigies de El Rey del Mar de Sandokan y mi caja de soldados. No paraba de leer; leía dos o tres libros diarios, sin contar mi docenita de tebeos. Todos los días mi madre me subía la provisión literaria de la jornada, yo rara vez le pedía ninguna novela concreta: mis hermanos y compañeros de el dormitorio de mis padres— ella acertaba siempre. Entonces leí las últimas aventuras de Sandokan y las del Corsario Negro, leí El caballo salvaje, de Zane Grey, y El rey de los osos, de James Oliver Curwood; leí el Puck y los Nuevos cuentos de las colinas, de Kipling. Un día me trajo Las minas del rey Salomón y conocí a Alian Quatermain; en otra ocasión apareció con dos novelas —El peregrino de la estrella y Antes de Adán—, de un autor cuyo nombre oía por primera vez: Jack London. Era la vieja edición de la editorial Prometeo adornada con el exlibris lobuno del escritor y en traducción de Fernando Valera. Jack London fue el mayor descubrimiento de aquella temporada en el paraíso. Recuerdo otras cosas: el sabor cálido y dulzón del arroz blanco con salsa de tomate, cierta forma de filtrarse el sol por las rendijas de una persiana que veo perfectamente con sólo cerrar los ojos. Por la noche, al apagar la luz, sentía escalofríos de gozo al pensar en el día siguiente, murmuraba: mañana y pasado mañana y al otro también… Es la primera y última vez que he aprobado sin reservas el futuro. De vez en cuando, dejaba el libro abierto sobre la colcha y cerraba los ojos, en un trance de dicha tan intenso, que me entraban ganas de llorar. Una felicidad inmóvil, libresca, egoísta, me diréis, fabricada con aislamiento y mimo. Lamento que la memoria no sea moral, pero estoy seguro de que fue entonces y sólo entonces cuando me sentí feliz. Salí de mi cuarentena sin excesiva pesadumbre, porque ya tenía ganas de volver a ver a mis amigos y de hacer carreras de caballos con mi hermano José; por aquella época, con varios compañeros del colegio, manteníamos un complicado juego político con soldados de goma: la víspera de que me dieran de alta recibí un telegrama del Estado Mayor de uno de mis vecinos, declarándome la guerra, lo que contribuyó decisiva y jubilosamente a abreviar mi convalecencia. Pero aun entonces no se me ocultó que lo que me habían propiciado aquellos días era algo cualitativamente distinto y superior a todas mis otras posibles alegrías; abandoné mi castillo sin agobiante tristeza, pero con la sorda convicción de haber conocido al fin lo irreparable. Como he dicho, Jack London y, sobre todo, su Peregrino de la estrella fueron el prodigio cenital de aquellos días pródigos en descubrimientos maravillosos. No puedo pensar en ese autor o releer esa novela sin rememorar con abrumadora exactitud mi «alfombrilla». De aquí que, al disponerme a comentar El peregrino de la estrella, haya debido desviarme un momento por el tema de la felicidad y su fuga irreversible.

El peregrino de la estrella es una de las últimas novelas que escribió John Griffith, llamado Jack London, poco antes de romper con el Partido Socialista americano y suicidarse en su rancho Glen Ellen, en California. Recientemente, un incendio había destruido, cuando se disponía a inaugurarla, su fantástica «Casa del Lobo», utópica y feudal, que tantos esfuerzos y dinero le había costado edificar. Los editores se preocupaban ya poco de quien había sido el novelista más cotizado de su tiempo. «Prefiero ser un soberbio meteoro, cada uno de mis átomos brillando con espléndido fulgor, que un dormilón y permanente planeta», había dicho, resumiéndose con retórica sinceridad. Un soberbio meteoro, esto es, un vagabundo estelar. En tanto que estructura narrativa, El peregrino de la estrella deja mucho que desear. London no ha logrado equilibrar perfectamente las diferentes historias engastadas en el relato principal y se deja llevar más de la cuenta por su manía discurseadora, que le hace teorizar, de vez en cuando, un poco rebarbativamente, sobre evolucionismo y transmigración. London padecía esa misma obsesión informativa de H. G. Wells, propia, al parecer, del regeneracionismo socializante de la época, que les hacía extasiarse, dando lecciones de historia o biología propias de escuela dominical de izquierdas. Pero la fuerza de ideación de la novela es auténticamente incomparable: London crea un mito literario que es, a su vez, una metáfora de la literatura misma o, mejor, de la necesidad y el ímpetu de la fabulación. El interés seudorreligioso o espiritista del relato, al que London y algunos de sus comentaristas de materialismo más eclesial conceden primordial importancia, me deja casi tan frío como las aburridas disquisiciones espiritistas de El país de la bruma, de Conan Doyle, en la que un profesor Challenger envejecido disparata inacabablemente entre ectoplasmas y médium. Subrayo el «casi» porque incluso en este farragoso terreno conserva Jack London su mágica capacidad de suscitar el entusiasmo por contagio, que es uno de los mayores encantos de su narrativa. Pero en cuanto reflexión sobre la paradójica condición del lector, sobre el poderío y servidumbre de la imaginación, sobre lo que pueden llegar a ser las historias para quien se ve condenado a una vivida fantasía, El peregrino de la estrella es una ficción imborrable, una aventura literaria. Ya con la próxima vacación de la muerte en sus entrañas, el gran narrador quiso expresar, por última vez, la clave de su sueño, el portentoso enigma de la pasión de contar.

Darrell Standing espera la horca en la celda de condenados a muerte del penal de Folson y recapitula, para el lector y para sí mismo, la última época de su vida. Ha pasado ocho años en el penal de San Quintín, como parte de su condena a reclusión perpetua por asesinato. Una falsa delación de otro recluso le hizo sospechoso de haber recibido y ocultado dinamita, destinada a facilitar una fuga masiva de la prisión californiana. El gobernador de San Quintín se empeña en hacerle confesar dónde esconde el inexistente explosivo; para ello, le somete a incomunicación constante y a la terrible tortura del jacket. Este tormento consiste en una especie de prietísima camisa de fuerza, cuya presión estruja todos los órganos del cuerpo y causa terribles dolores y un mortal entumecimiento, que fácilmente puede llegar a acabar con la vida del paciente. Standing no confiesa, porque nada puede confesar, y el gobernador alarga paulatinamente la duración de la tortura. Siguiendo consejos de otro recluso también incomunicado, con quien se relaciona por medio de golpes en clave dados en la pared, Standing aprende a insensibilizar su cuerpo hasta llegar a una especie de muerte voluntaria. Una vez logrado esto abandona su envoltura carnal y revive alguna de sus pasadas existencias: acaban para él la celda aislada y el jacket, y se encuentra siendo un espadachín de la Francia barroca, un niño mormón en una caravana acosada por los indios o un marinero inglés, perdido en la remota Corea. Su tortura deja de afectarlo y se burla del gobernador que, intentando ejercerse como verdugo, llega a convertirse, paradójicamente, en su liberador. Espera anhelante el jacket, en lugar de temerlo. Será así un náufrago refugiado en un minúsculo islote del Pacífico y un vikingo que llega a formar parte de la guardia de Pilatos en la Palestina de Cristo. Será nuestros remotos antepasados, de los que no hay memoria, salvo en esa parte de nuestra conciencia que ya no podemos llamar nuestra. Un ridículo incidente con un guardián le hará ser condenado a muerte, pero Darrell Standing sube al cadalso, convencido de su inmortalidad y curioso por conocer qué nuevos avatares esperan a su alma en su peregrinación inacabable. La descripción que London hace de las condiciones de vida en la prisión de San Quintín son dignas de figurar, junto a las grandes epopeyas de la clausura, como La casa de los muertos, de Dostoievski o la correspondencia de Sade. El envilecimiento, la degradación física, la constante amenaza de otra cárcel aún más rigurosa que purgue los delitos cometidos en la cárcel misma, la presencia de la tortura como método de doblegamiento en el sistema penitenciario americano de comienzo de siglo, todo el horror de la maquinaria represiva sobre la que se cimenta la buena conciencia que la sociedad encuentra en este rebelde enamorado de los grandes espacios abiertos de nieve y olas, su poeta despiadado. Por otro lado, alguno de los relatos de vidas anteriores, que inserta en El peregrino de la estrella, como la aventura de Adán Strang en Corea y su dilatada venganza, pueden figurar entre los cuentos más perfectos de este maestro de narraciones. Pero lo fundamental del libro es la idea misma de liberación por lo imaginario. El alma puede ser todas las cosas, como dijo el griego: nunca le basta una sola trama, un solo argumento. Lo que pierde en disponibilidad para la acción lo gana en capacidad de fabular: lo que aprisiona al cuerpo libera al vagabundo de las estrellas. La imaginación es la sabia utilización de un grillete, la facultad de ascender la perpetua inadecuación de nuestro anhelo con nuestro logro a goce privilegiado. ¿Acaso un mágico empleo de la miseria puede convertirla en riqueza? No parece que la imaginación funcione según otro principio. Ese despojo atado, amordazado, de vitalidad huida, que deliberadamente ha inmovilizado la sangre de sus venas y ha detenido los latidos de su corazón, es como tú, lector. Tú también —no de otro modo que yo, que ahora te imagino— has elegido el jacket de la butaca y las piernas cruzadas para salir de ti, para afincarte en lo distinto, lo desconocido o lo improbable. Tampoco tú renuncias a ser muchos y prefieren acentuar tu limitación hasta momificarte con un libro en las manos antes que renunciar para siempre a la pluralidad de existencias que hierve en tus sueños. Creo firmemente que la doctrina de la trasmigración de las almas tuvo como origen la vivida incorporación de los oyentes a las historias que se les narraban y la posibilidad imaginativa de recrearlas inacabablemente en la intimidad de la memoria. La lectura, al abstraer aún más de circunstancias exteriores el acceso a la narración, ha convertido la metempsicosis en algo cotidiano. A fin de cuentas, la trasmigración no es un desvarío religioso que se incorpora a la noción más o menos sensata (antaño incluso científica) de alma, sino una elucidación necesaria de la aptitud de ésta para la modificación de la perennidad. El alma reúne los atributos de la impermanencia con la esencia misma de lo perdurable: es cambiante pero invulnerable, sujeta a las transformaciones más radicales, pero condenada a subsistir. Recordemos que la palabra psique significaba para los griegos «alma» y «mariposa». La mariposa es metáfora del alma no sólo por su vuelo errabundo, aparente negación de la trayectoria inexorable, sino por su misma naturaleza metamórfica de oruga, crisálida y joya voladora. Lo absurdo, si se acepta la existencia del alma, no es creer en la metempsicosis, sino confinar la absoluta movilidad psíquica en una única opción de espacio y tiempo. Pero ya dije que reconozco en El peregrino de la estrella la jubilosa afirmación de la capacidad fabuladora, no cierto tipo herético de convicción religiosa. Ésta es la prueba que aporto. Ante la cadena de las reencarnaciones y la sensación de estéril fatiga que provoca tal multiplicación del dolor, sólo concibo una válida respuesta religiosa: la que en tal caso da el budismo, proponiéndose como fin último salir de la rueda del karma y alcanzar el reposo inane del nirvana. Pero ante sus infinitas muertes y padecimientos, cárceles y privaciones, Jack London-Darrell Standing sólo reacciona con insaciable curiosidad y ese deseo de «más y más todavía», que caracteriza al niño sentado a los pies del narrador. El cuerpo del protagonista padece, se fatiga, se desgarra, muere: pero el alma disfruta las delicias de un buen argumento

No era difícil preverlo: a fin de cuentas, el prisionero de San Quintín que sueña en la quietud de sus ligaduras todas las peripecias y todos los amores era otra advocación del niño que en su cama de enfermo leía a London y a Salgari. El primero era símbolo del segundo, lo mismo que todo este capítulo es símbolo de este libro y de la relación que nos hermana, lector.