¡Tigre, oh tigre que llameas en los bosques de la noche…!».
Aunque esta confesión pueda políticamente perjudicarme, debo admitir que siento decidida simpatía por ese tipo de aventurero inglés, dorado hijo del imperialismo, cuyo poético coraje descubrió (o inventó) las maravillas de la India para una Europa fascinada. Es el tipo de soldado o funcionario británico que aparece como protagonista en muchos de los mejores relatos de Kipling: un héroe tan incompatible con el mero respeto a las formas y seres del medio colonial en que se mueve como lo fueron los españoles en América, un héroe cuyo heroísmo consiste en ser lo suficientemente impermeable a lo que le rodea como para no perder jamás su identidad y sus anglovalores, y lo suficientemente sensible a la belleza épica como para fraguar la leyenda del mundo que destruye. Allí lo tenéis, sentado a la puerta de su bungalow, sorbiendo con naturalidad estudiada una taza de té o fumando ensimismado su vieja pipa de brezo; el muchacho indio que le sirve aparece a paso ligero para recoger unos mazos de crochet olvidados en el césped que rodea la casa y se retira con un murmullo de corteses sahib desflecados en el aire; comienza a anochecer; a cincuenta metros, la selva ya es densa y amenazadora, un húmedo retorcimiento de espinas; los gritos de los monos han disminuido notablemente y sólo se oye la llamada ansiosa de un vigilante langur; como respondiéndole, clamorea con alarma un ciervo moteado, que avisa a su rebaño de una proximidad indeseable; luego, centrando con dominio indiscutible el latido de toda la jungla, resuena una especie de tos colosal, un bostezo hondísimo de gigante: «¡Aaaaoun! ¡Oooouuun!». Es la voz del tigre que sale a cazar.
¡El tigre! No cabe duda: el tigre y el inglés están hechos el uno para el otro. En el campo de la cinegética, las afinidades electivas nunca han consentido caso tan evidente, un amor-odio a primera vista de tan fecundas consecuencias aventureras. El gran felino tiene esa mezcla de discreción y dinamismo encanallado que el británico ha paseado por el mundo: es un depredador que sabe unir la eficacia feroz a la elegancia, que asciende el camuflaje a suntuosidad regia y hace de la crueldad un arrojado milagro de armonía. Nada tan erróneo como simbolizar con un león del reino inglés, pues, sin querer quitar méritos a la fiera melenuda, sus atributos son mucho menos británicos que los del tigre, como es fácilmente comprobable: el león es perezoso y sedentario, el tigre es viajero; el león suele cazar en rebaño, el tigre es un cazador solitario; el león parece más terrible e imponente de lo que realmente es, mientras que el tigre encubre una fuerza sin igual tras una apariencia engañosamente blanda y frágil; ante todo, el león difícilmente se aficiona a la carne humana, mientras que el tigre llega a preferirla a cualquier otra, por ser particularmente sabrosa y fácil de conseguir. Además, el solemne león podrá, en todo caso, ser emblema del londinense de bombín y paraguas, pero el tigre, que es un felino mucho más sport, es representación infinitamente más adecuada del inglés colonial o explorador, del inglés fuera de Inglaterra, que es (¿ha sido?) el auténtico inglés. Juntamente prudentes y audaces, traicioneros y retadores, brutales y aterciopelados, el tigre y el inglés se miraron con admiración y desafío a los ojos desde que el primer conquistador británico pisó la India. Pero aún falta por decir lo más importante, y es que, para un cazador nato, como el inglés, el tigre devorador de hombres es la pieza soñada, porque está siempre dispuesto a pasar de víctima a verdugo y convierte la cacería en duelo; además, sus crímenes lo excluyen del amparo de cualquier sociedad protectora de animales, por lo que su persecución reúne los encantos del deporte y las bendiciones de la moral. Al devorador de hombres no se le caza, se le ejecuta: ¿qué inglés sería insensible a esta dulcemente hipócrita colusión de las alegrías venatorias con la administración de la justicia? Toda una literatura cinegética ha surgido para contar las peripecias de los cazadores especializados en librar al mundo de la amenaza de los devoradores de hombres. No es, en modo alguno, semejante a los habituales relatos de caza que dan cuenta de cómo algún Nemrod anglosajón se ventila «un» león o cobra «dos» rinocerontes. Aquí se rastrea «el» tigre asesino, cuya afición a la carne humana le ha individualizado e identificado hasta el punto de extraerle de la confusión específica y dotarlo de auténtica personalidad propia. Al perder su generalidad, la fiera pierde también, de algún modo, su animalidad misma, para humanizarse de forma siniestra, asemejándose a nuestros forajidos o a nuestros demonios forestales. El animal que el cazador habitual persigue es una reiteración del prototipo platónico de la especie, al que sólo individualizan momentáneamente las particulares circunstancias de la cacería. De cada bestia salvaje podemos decir lo que Borges cantó de un bisonte:
Intemporal, innumerable, cero,
es el postrer bisonte y el primero.
Pero el matador de seres humanos no tiene derecho a diluirse en esa fluida impersonalidad zoológica y queda marcado por una denominación especial tan identificadora como el nombre propio. El cazador debe asegurarse en cada ocasión de que el tigre que ha matado era realmente «ése», el único, el buscado. En caso contrario, habrá que volver a empezar de nuevo el acoso. De este modo, cada persecución se convierte en un combate de características precisas y diferentes al resto, y cada disparo que da cuenta de un devorador de hombres adquiere, en cierto modo, un excitante aura homicida. De lo que se come se cría: el animal que come animales conserva su animalidad, pero la fiera que se alimenta concienzudamente de hombres (caso distinto de la que mata ocasionalmente un hombre, porque así lo impone la casualidad del momento) acaba contagiada de humanidad y su ejecución adquiere rango de asesinato legal, como cualquier otra forma de la pena de muerte. Quien mata a un devorador de hombres mata, en cierto modo, a un semejante… Esto da su rango especial a ese tipo de caza, próxima al torneo, incluso a la partida de ajedrez, en la que un asesino entusiasta busca a otro, a través de la jungla impasible. Los dos deben aprovechar las mismas señales, los mismos indicios; ambos pueden ser traicionados por idéntico grito de un mono asustado o por un ciervo que huye inopinadamente. Ambos deben saber camuflarse, saber esperar, ser certeros e implacables en el golpe fatal. El sueño, la flaqueza de la carne, el miedo o el hambre los acosan a ambos de modo fundamentalmente semejante (o al menos así parece en los relatos que narran estas gestas, que son a los que me refiero en esta nota; del otro tigre y el otro cazador, «los que no están en el verso», como diría Borges, de ésos no sé absolutamente nada relevante a este respecto). Es un enfrentamiento de poder a poder, pero sellado por el carisma del combate contra el dragón, del sometimiento de la bestia infernal que exige su tributo en inocentes vidas humanas, de la inteligencia y la civilidad, aplastando al enemigo primordial que desde el alba de los tiempos ronda los fuegos de todos los campamentos, centellea en la tiniebla con sus ojos ávidos y espera el momento oportuno para asestar su zarpazo demoledor.
He hablado hasta aquí del tigre exclusivamente, pero creo que debo hacer mención también de otra advocación felina, que puede llegar a ser no menos proclive que aquél a la sabrosa carne humana. Me refiero a la pantera, que suele alternar con su primo mayor en el papel de protagonista aborrecido de las narraciones que cantan la lucha contra los devoradores de hombres. La pantera suele reunir atributos más alevosos que los del tigre: más astuta, menos franca, partidaria del ataque por la espalda… Lo que pierde en tamaño lo gana en cruel sutileza, en aptitud para la traición. Además, como sus necesidades alimenticias son menos cuantiosas que las del tigre, su afición a la carne humana siempre parece marcada por un estigma de vicio; el hombre parece un bocado tan desproporcionado para ella que sólo una perversión gastronómica puede empujarla a perseguirlo. Una habilidad específica la define estremecedoramente; su capacidad de trepar a los árboles, de asestarse desde lo alto. Esta posibilidad dota de una tercera dimensión a los peligros de la selva y supone otro reto adicional para el cazador, que frecuentemente elige las ramas de un árbol como refugio o emboscada contra su enemigo. La ligereza mortal del leopardo, su siniestra belleza —que no sólo nos fascina, sino que también nos escandaliza, como todo lo hermoso que nos es hostil— hace de este subtigre un enemigo de peligrosidad peculiar, una combinación selvática de Yago y lady Macbeth, porque se diga lo que se diga, amigos míos, lo cierto es que lady Macbeth debió ser desgarradoramente hermosa…
Según tengo entendido, el clásico de este género literario es Jim Corbett, del cual he leído muy poco. Mi matador de devoradores de hombres ha sido y será Kenneth Anderson. Pocos libros he leído con tanto agrado como los suyos, que reúnen la habilidad narrativa más eficaz, con un ingenuo y contagioso amor por el marco aventurero que la India proporciona. Plantea cada una de sus cacerías como un auténtico caso policíaco: en primer lugar, describe la serie más o menos larga de homicidios cometidos por la fiera listada o moteada; después, informa de sus primeras exploraciones y rastreos; luego, pone un cebo y se aposta en un machan, disimulado en las ramas de algún árbol o en cualquier zona medianamente protegida; tenso acecho, del que muy frecuentemente el devorador de hombres huye herido; es preciso perseguirlo, hasta llegar a un encuentro final y a un desenlace, no por esperado menos emocionante; la narración concluye con unas líneas en que suele revelarse la malformación física o la razón «moral» que llevaron al felino a preferir, como dieta, la carne humana. Este esquema no es, en absoluto, rígido; abundan las peculiaridades circunstanciales, los tigres de psicología escalofriantemente diferente, las incidentales apariciones de sufridos y valerosos hindúes, los tropiezos jocosos o temibles con otros representantes de la fauna de la jungla. Kenneth Anderson dosifica sin amaneramiento el suspense de sus aventuras y tiene una mano estupenda para introducirnos familiarmente en el mágico mundo que frecuenta. Ya los títulos de cada caso son de una propiedad inmejorable: El diablo moteado de Gummalapur, El matador de Jalahalli, El anacoreta de Devarayan-durga, La pantera asesina de los montes Yellagiris, El malvado de Um-balmeru, El terror listado del valle de Chámala… La personalización del felino enemigo, de la que he hablado antes, es virtuosamente acentuada por Anderson, que lo mismo adquiere particular encono contra una fiera de perversidad intolerable como acaba uno de sus relatos con este reverente párrafo: «La piel de aquella pantera adorna en la actualidad el vestíbulo de mi bungalow. No puedo por menos de manifestar la profunda admiración y respeto con que recuerdo a aquella bestia. Porque mientras otras atacan por la espalda, cogiendo a sus víctimas desprevenidas, aquel leopardo luchó cara a cara y valientemente, en defensa de su propia vida y contra fuerzas muy desiguales, a pesar de hallarse gravemente herido». Si el dogma de los animales-máquina es propio del cartesiano —como de ciertas formas modernas de mecanismo «científico»— nadie es, afortunadamente, menos cartesiano que mi excelente Kenneth Anderson. Ahora le veo en una de las fotografías que ilustran sus libros, tocado con su sombrero de ala caída y corte militar, las guías del bigote rojizo erguidas como gallardetes; sobre sus rodillas descansa Nipper, el perro vagabundo que le salvó la vida, advirtiéndolo de la presencia del diablo moteado de Gummalapur, cuando el leopardo se disponía a saltarle encima desde el techo de una choza indígena; el fondo de la imagen, los primeros árboles, todavía casi domésticos, que marcan el comienzo de la jungla. Parece haberse sentado un momento para cumplir el demasiado ceremonioso ritual de la foto y estar deseando levantarse para ir a su machan a iniciar el acecho, pues ya la llamada del sambar indica que el tigre comienza su ronda. Pienso que es el único hombre a quien realmente puedo decir que envidio.