CAPÍTULO IV
EL TRIUNFO DE LOS PROSCRITOS

«—¡Que esto sea una lección para ti, Guillermo Brown! —dijo. Pero Guillermo ya no estaba allí».

Siempre que encuentro alguien más o menos de mi edad, de gustos teóricos o éticos semejantes a los míos, alguien, en suma, que entiende la vida como yo (es decir, que no la entiende en absoluto), no tengo que bucear mucho tiempo en lo más íntimo y congenial de sus recuerdos para que aparezca, nimbado de gloria, Guillermo Brown. Es nuestro punto de referencia común, el único precedente necesario, de cuyo ejemplo vibrante no sabríamos prescindir: es el eslabón perdido por el que permanecemos unidos a una dicha tan lejana que ya parece imposible. ¡Guillermo Brown! Nadie, ni Tarzán, ni Sandokan, ni siquiera Sherlock Holmes nos es tan vinculante, nos explica tan profundamente. A los demás se les puede releer, se les puede cariñosamente desmitificar, se puede volver sobre ellos de un modo u otro, por el pastiche afortunado o la recreación cinematográfica: pero Guillermo no necesita segunda vez, no hay que hacer esfuerzo alguno para mantener vivo su culto. Basta con haberle conocido a tiempo, cuando teníamos esos once años incorruptibles que él eterniza, para conservarle siempre sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz. Sería blasfemo considerarle sencillamente como un acierto literario, lo que, indudablemente, también es; pues ante todo, Guillermo es la esperanza misma de que nunca nos faltará ánimo para salir del hoyo, el nombre del ímpetu que libera de lo irremediable, la voz del clarín que nos reclama para la liza y nos convoca a la victoria. Extra Guillermo nuüa salus: tal es la divisa de quienes juramos por el único anarquista triunfante que los tiempos han consentido, el capitán indiscutible de los proscritos.

Yo creo que parte del éxito de Guillermo estribaba en el lamentable aspecto de la señora de mediana edad, amiga de nuestra madre, que nos regalaba el primero de sus libros. Uno tenía, naturalmente, el más profundo y justificado desprecio por esa insulsa monstruosidad, tan grata a los mayores, conocida como «un libro para niños», libelo que solía mezclar en amalgama detestable un argumento capaz de asquear al oligofrénico peor dotado, algún consejo moral, derivado de la más rastrera idiotez o del sadismo, y unas ilustraciones cuyo mérito artístico consistía en aunar nefastamente los colores más chillones y el dibujo más relamido. Ése era, precisamente, el tipo del libro que uno esperaba de la señora de marras, y cuando en alguno de nuestros diez primeros cumpleaños nos ponía en las manos el paquetito, diciendo: «Te gustará mucho, pequeño, es un libro muy bonito para ti», la inmediata y más lógica reacción era tirar el sospechoso obsequio a la basura. Pero, afortunadamente, no lo hicimos. Rasgamos el papel y allí estaba Guillermo, ni más ni menos. Al principio, su aspecto confirmó nuestras peores previsiones: ¡vaya, eran las historietas de un niño! Es preciso hacer notar que lo más infame de los «libros infantiles» eran los niños que, invariablemente, los protagonizaban: obedientes hasta la esclavitud o traviesos hasta el crimen, afortunados o desdichados sin haber llegado a merecer ninguno de estos destinos, pacientes de la furia ejemplar de unas Tablas de la Ley que habían decidido ilustrarse a su costa, propensos a las más vacuas ocupaciones y a los juegos menos atractivos, rematadamente estúpidos por decirlo todo de una vez… ¡Ah, cuántas veces tuvimos luego ocasión de reírnos por haber podido pensar que Guillermo pertenecía a esa deleznable piara! ¡Y cuánto disfrutamos con el trato que el gran proscrito reservaba para los alevines de monstruo, vagamente emparentados con los usuales protagonistas de los libros para niños, que tenían la desgracia de cruzarse en su camino! La sorpresa que la lectura de Guillermo nos deparó multiplicó, de salida, nuestro entusiasmo por él: era el sol que sale por occidente cuando más lo necesitamos, lo improbable realizándose a nuestro favor… ¿Qué afortunadísimo error, qué ironía secreta de los dioses pudo incitar a la perfumada y latosa señora, cuyo gusto, en todos los campos del espíritu, no podía ser verosímilmente peor, a regalarnos aquella inusitada maravilla? Era como si un policía regalase ganzúas, como si un vampiro se ofreciese voluntario para donar sangre… Pero luego aprendimos, leyendo las aventuras de Guillermo, precisamente, que el mundo está lleno de estrafalarias señoras, tras cuyo alarmante aspecto se esconde la buena suerte, esperando que la dejemos acercarse a nosotros. ¡Salve, vieja dama indigna, hada madrina —hoy ya lo sabemos— que nos trajiste un día de improviso a Guillermo, como para advertirnos de que lo más precioso llegará siempre así, sin esperarlo, sin que casi seamos capaces de creer que realmente ha llegado! ¡Vuelve cuando quieras, pero no dejes de volver! ¡Que un día, tras el dulce que ya empalaga a la fatigada caricia, en esa hora de la que ya nada esperamos, salvo hastío, surja de nuevo el prodigio y resucite el milagro, tal como en aquella lejana ocasión un desesperado «libro para niños» se convirtió en la refulgente leyenda de Guillermo Brown!

No deja de asombrar la facilidad con la que uno se introducía en las circunstancias vitales de Guillermo que, a fin de cuentas, eran francamente distintas a las de un niño español de mi generación. El mundo afelpado y verde de una pequeña ciudad inglesa, más pueblerina que urbana, con sus cottages, su vicario y señora, sus enredos de peniques, guineas y medias coronas, sus invernaderos, sus absurdos tés benéficos, todas las constantes referencias a una historia y una cultura extrañas, el aire antañón de los por otro lado excelentes dibujos de Thomas Henry, cada una de estas cosas y su conjunto debieran habernos distanciado soberanamente de las peripecias de Guillermo, haciéndonoslas poco menos exóticas que si ocurriesen en el Congo o en Indonesia. Lo cual no tendría ninguna importancia si Guillermo fuese un personaje literario, al que le fuese lícito e incluso recomendable lo inopinado o lo folclórico, pero podría ser fatal al compañero por antonomasia, al gran director de juegos al que acudíamos cada tarde para que encabezase nuestra pandilla y cuya principal virtud, el mérito básico que justificaba su excepcionalidad, era ser, indudablemente, como uno de nosotros. Precisamente porque era de los nuestros podíamos admirar su espléndida peculiaridad; el hecho de que compartiese nuestros gustos, nuestros deberes y nuestras limitaciones nos permitía gozar, como propios, de sus triunfos. Todo lo que le alejase de nuestra cotidianidad le debilitaba, tendía a hacerle un fenómenos propio de tierras remotas. Mowgli era asombroso, pero había que tener en cuenta que era indio y había sido criado entre lobos; Ivanhoe era inolvidable, pero no todo el mundo tiene la suerte de haber nacido caballero de la Corte hurtada a Ricardo Corazón de León. Con estos personajes se podía soñar o incluso imitarlos, pero salvando siempre las distancias: las aventuras de Guillermo estaban hechas para ser vividas plenamente, sin mediación alguna. Con Guillermo no había distancias, nada nos separaba del modelo: era un evangelio sin énfasis ni intervenciones sobrenaturales que dificultasen la identificación con el salvador. En una ocasión, Francois Mauriac, preguntado al final de su vida quién hubiera querido ser, repuso: «Moi méme, mais réussi». Guillermo era lo mismo, pero completamente logrado, yo en mi mejor momento, en la plena crecida de mi vigor y de mi suerte. Si no hubiera sido así, todo se habría quedado en simple literatura. Guillermo no era un ideal más o menos inalcanzable, sino el cumplimiento gozoso de la mejor de mis posibilidades. Su primera y quizá su mayor hazaña fue borrar todas las diferencias entre su ambiente y el nuestro, es decir, conservarlas como peculiaridades concretas de la aventura, pero no como rasgos exóticos que disipasen sus contornos o circunstancias en su verosimilitud. Yasí todos buscamos nuestro viejo cobertizo en la villa veraniega o intentamos infructuosamente destilar esa hidromiel fabulosa, el agua de regaliz. No se trataba de «jugar a ser Guillermo», como se jugaba a ser Tarzán o Sitting Bull: se trataba de jugar con Guillermo y, en homenaje a los aditamentos habituales de sus hazañas (aditamentos innecesarios, pues los nuestros hubieran valido tanto como ellos, pero simpáticamente reconocibles), bebíamos agua manchada con regaliz a la salud de los proscritos.

Al releer algunos libros de Guillermo, antes de escribir estas páginas, he advertido, con cierto asombro, que están compuestos de breves aventuras independientes; aunque parezca asombroso, no lo recordaba. Guardo en mi memoria la saga del gran proscrito, como una perfecta continuidad, en la que se borran no sólo los capítulos, sino incluso los distintos libros y sólo quedan las diversas jornadas de mi vida con Guillermo, como las mañanas y las tardes de nuestra amistad. Los lectores adultos de Richmal Crompton son capaces de señalarme tal o cual peripecia de Guillermo como particularmente afortunada, mientras que otras les parecen sosas o aburridas. Supongo que, en tanto que lectores, no se les puede pedir más. Pero estos juicios nada valen, comparados con el recuerdo mágico de la amistad con Guillermo, experiencia que se tiene cuando se le lee a la edad adecuada: entonces lo que gusta es estar con él, aunque sea sin hacer nada, y uno incluso disfruta los remansos menos vibrantes o más fallidos, como esos jueves por la tarde, en que intentábamos tres o cuatro juegos con la pandilla y ninguno salía bien, pero quedaba el calorcillo agradecido a los amigos por estar ahí y haberlo intentado juntos. Guillermo no enseñaba a pedir, sino a estar alerta, con paciencia y vocación de buena suerte. Bastaba que él estuviera presente para que la aventura contase con las máximas probabilidades favorables; era un pararrayos de la fortuna, el gran proveedor de la sorpresa, el señor indiscutible de la oportunidad aprovechada. ¿Era? Me cuesta hablar de Guillermo en presente: será que temo contagiarle de mi miseria actual, de la abyecta sumisión de quien ha crecido… ¿Complejo de Peter Pan, síndrome de Guillermo Brown? No faltan nombres a los idiotas para envilecer la punzada abrasadora de la rebelión contra el tiempo, para justificar como «normalidad» la decadencia de la carne y del alma, el pacto con la resignación y el acomodo al espanto, la dimisión de la vocación de riesgo, de la opción por la hermandad, la entrega al prestigio abstracto de lo irremediable, la traición a la generosidad: el olvido culpable de Guillermo.

En los excelentes libros de Carlos Castaneda sobre Don Juan —quizá debiéramos hablar de libros de Don Juan sobre Castaneda; sea como fuere, constituyen el núcleo literario más profundo y original, entre los editados desde hace muchos años en Estados Unidos— se presenta como concepto fundamental el de «guerrero impecable», que Don Juan se aplica con frecuencia a sí mismo y a Don Genaro. Este concepto, más fácil de describir que de definir suficientemente (como ocurre con todas las nociones que no sólo se refieren a relaciones entre términos, sino que exigen también para ser entendidas el concurso de un ejemplo de acción), remite al vigor sin fallas de quien logra reunir toda su energía para conseguir un objetivo que lo esquiva, aunando el respeto inteligente e incluso el miedo ante las leyes de lo dado con la conciencia perfectamente despierta y la plena confianza en sí mismo en el momento de la acción. Pues bien, si ha habido alguna vez en este mundo un guerrero impecable, ése es Guillermo Brown. La única diferencia entre él y los personajes de Castaneda es que éstos llegan a su privilegiada condición a través de una exigente ascesis y de una autodisciplina dirigida por el conocimiento, mientras que Guillermo es un guerrero impecable innato o, al menos, fruto de una experiencia incodificable, tan privada y exclusivamente satisfactoria como la masturbación. La moral guerrera que rige a Guillermo es tan vigorizante o más que la virtud de fortaleza que, según Platón, debía sofrenar el ánima irascible del guardián de la Ciudad Ideal. Es valiente e incluso temerario en ocasiones, pero tiene fría conciencia de sus propios límites y siempre procura que su arrojo no le precipite de la diversión al martirio; disfruta con lo que la violencia tiene de desentumecimiento físico y de perspicacia en la finta, pero nunca con su aspecto cruel: la magnanimidad con el vencido es la única gloria que el triunfador no debe, ciertamente, a la suerte; es impetuoso, pero le entusiasman los calculados meandros de la estrategia; busca antes el júbilo del descubrimiento y el desafío del riesgo que el botín; prefiere los botines espirituales —la sonrisa agradecida de una rubia de ojos azules, la admiración enorgullecida de su banda— que los acumulativos y contables: estos últimos, los busca antes para los demás que para sí mismo. Después de todo, él siempre tiene la recompensa de ser Guillermo. Es sufrido, pero no ascético; fantástico, pero con lógica; romántico hasta donde esta enfermedad es compatible con la ironía, el pragmatismo y la afición a los buñuelos de crema. Según cuenta la leyenda, la diosa Atenea quería tanto al guerrero Tideo, padre de Diomedes, domador de caballos, que tenía decidido concederle la inmortalidad; esperó a verle caído en el campo de batalla y entonces corrió hacia él para darle a beber la ambrosía que le sustrayese para siempre de la muerte; pero vio con horror y repulsión cómo el feroz luchador, llevado por el arrebato inhumano del combate, aprovechaba sus últimas fuerzas para intentar devorar el cerebro escalfado que asomaba por las fracturas del cráneo de un enemigo caído: indignada, Atenea vertió la ambrosía en el suelo y dejó morir a Tideo. No concibo que Guillermo le hubiese dado pie para esta rabieta: es de esa raza luminosa de capitanes para quienes un enemigo caído deja de tener interés, incluso alimenticio. Obviamente, el canibalismo es el tipo de idea que suele despertar auténtico entusiasmo en Guillermo, pero no como dieta o venganza, sino como aventura. Aunque Robert Graves nos recordó en una ocasión que los héroes homéricos desconocían el dulce y centraban sus preferencias en los fuertes asados, nuestro guerrero impecable siente una decidida afición por la repostería: es un Aquiles goloso, un Héctor inclinado a los bombones rellenos…

Y también, quizá ante todo, es Ulises, el de la palabra alada y sutil, el que urde mil historias y para salvarse es capaz de presentarse, sea como criminal o como mendigo, el que todo lo negocia, el rey del pacto y la trapisonda, el mejor abogado de su propia causa. Los recursos de Guillermo habrían dejado pálido de envidia al astuto soberano de ítaca. La versatilidad de su talento verbal es literalmente inagotable: tan apto para el sarcasmo feroz como para la interesada zalema, no menos brillante en la hora amarga de la protesta ante la injusticia que en el ditirambo que canta el propio triunfo o exalta las gracias de la persona amada. Destaca poderosamente su arte para acertar con esa primera palabra que inicia una relación; el ciudadano medio, en ese trance, suele perderse en fórmulas convencionales que nada revelan o en alusiones recelosas, pero Guillermo pasa, inmediatamente, al centro de la cosa, abriendo el fuego con un: «¿Sabes andar con las manos? Yo sí». O informa escuetamente: «Soy un pirata». La relación menos prometedora suele hacerse interesante de golpe, por medio de semejante procedimiento. No menos admirable es su arte de seguir una conversación, cuyo sentido y contexto ignora completamente, dejando a su interlocutor hablar y respondiendo con monosílabos perfilados por adverbios, para limarles precisión: «Sí, bastante bien…», «no siempre», «pues sí, eso sí», etc. Esta habilidad se complementa con una diabólica facilidad para hacer pie en cualquier brizna de aseveración que avance su oponente (que generalmente es una señora viejecita que lo toma por su sobrino perdido, un vicario que le considera un huérfano amnésico o incluso una joven damisela, a la que ha convencido de ser un agente juvenil de Scotland Yard con misión de vigilar a un príncipe ruso). Cuando la hipnotizada criatura sugiere a Guillermo, creyendo actuar por libre albedrío, algo así como «estoy segura de que eres…», o «no me extraña que tuvieses que…», le regala el punto de apoyo necesario para que su transfiguración continúe. En modo alguno puede deducirse de esto que Guillermo sea un farsante: es, sencillamente, consciente de su pluralidad y consecuente utilizador de ella en propio beneficio. Es menos mitómano que mitológico, menos actor que visionario. Dos cualidades esenciales garantizan la aventurera calidad de cada una de sus mutaciones: en primer término, siempre respeta hasta el final la lógica interna del personaje que ha asumido, es decir, si ha decidido ser huérfano o piel roja sólo utilizará en su lucha por el triunfo los recursos propios de estas caracterizaciones; en segundo lugar, cada una de sus advocaciones conserva fielmente los rasgos morales del Guillermo eterno: no es simplemente un gánster o un oso, sino Guillermo el gánster o Guillermo el oso. De este modo, es tan fiel a lo múltiple de sí mismo como a lo uno. Durante estas transmutaciones se basa, fundamentalmente, en la palabra para convencer a los demás y en la acción para convencerse a sí mismo, es decir, para disfrutar. Sabe que un discurso adecuado puede convertir a un niño con plumas en animal del espacio o a una botella de agua de regaliz en ron, pero él necesita, además, hacer algo respecto a lo modificado por la palabra mágica para que lo simplemente descrito sea llevado a su más alta virtualidad de juego. En ese punto agudo la contradicción de la situación suele estallar, según nos profetizaba Hegel, y la ilusión se disipa en una crisis, gracias a la cual se puede comenzar a jugar a otra cosa.

En el discurso de Guillermo conviven dos fuerzas que habitualmente suelen ser malas compañeras, pero que en este caso específico se potencian: la fantasía y la lógica. Guillermo es un soñador riguroso y coherente, cuya inaquietable imaginación extrae buena parte de su poderío de la estricta vertebración de su forma de discurrir. Nada hay en él de blandengue, de flojamente gratuito: la constante invención de la realidad es la revene de quien no tiene fuerzas para afrontar la dureza de lo dado, sino la vía más rápida a la aventura para quien decide arriesgarse. Se trata de poner la fantasía en marcha: para Guillermo, en lugar de ser el sueño un refugio para huir de la práctica, es precisamente en esta última donde la capacidad soñadora encuentra manifestación y ejercicio. El vigor lógico de Guillermo sorprende por la contundencia de sus argumentaciones. La debilidad secreta del discurso dominante es elevar a exigencia lógica la inexorabilidad del dominio, condenando por esto tanto a quien lo emplea como a quien lo soporta a la heteronomía. Pero en Guillermo la lógica no es dictamen del dominio, sino ímpetu de la libertad: es una coherencia que brota de la pasión, no una limitación que impone la necesidad. De este modo, por ejemplo, Guillermo decide que en Inglaterra debe haber pigmeos, puesto que hay bosques, que es donde los pigmeos viven; se le arguye que, de ser así, alguien los habría encontrado, a lo que replica que no es forzoso, dado su pequeño tamaño y su habilidad para esconderse; entonces se le responde que él tampoco podrá encontrarlos, a lo que inmediatamente retruca que él es precisamente la persona idónea para hallarlos, dado que su tamaño y habilidad para esconderse son idénticos a los de los pigmeos; pero ¿no será peligroso tropezar con esos salvajes? No, dice Guillermo, pues «yo también puedo ser salvaje si ellos lo son». Resultado: los proscritos, encabezados por su invicto capitán, se ponen inmediatamente en marcha y encuentran sin demasiado esfuerzo a los pigmeos en pleno corazón de Inglaterra. Es que los pigmeos no son una categoría antropológica, ni un determinado ámbito geográfico, ni siquiera una cierta clase de cerdos (pigs) como Guillermo creyó en un principio, sino decididamente una llamada a la emoción, una posibilidad de aventura, objetivo final de la impecable lógica de Guillermo Brown. La vida de Guillermo transcurre en dos ámbitos que se contraponen casi punto por punto bajo todo ángulo de enfoque: por un lado, su familia y, enfrente, los proscritos. La lista de radicales oposiciones podría ser larga: lo cerrado frente a lo abierto, lo monótono frente a lo diverso, lo impuesto frente a lo elegido, lo previsible frente a lo imprevisto, lo ridículo frente a lo sublime, lo arbitrario frente a lo pleno de sentido, el deber frente al placer… En general, la carencia, en todos los aspectos —miseria emocional, estrechez en el gasto, limitación en las expectativas—, frente a la abundancia, considerada de modo no menos general —riqueza pasional, derroche, infinitud de lo posible—. Pero esta contraposición es demasiado rígida y podría suscitar un maniqueísmo simplista, según el cual la familia sería un compendio de todos los males, frente a la perfección sin mácula de los proscritos. De ahí a trivializar a Guillermo, convirtiéndole en un rebelde contra la tiranía familiar, no hay más que un paso, que quizá cierto gusto «progresista» sancionaría. El desprecio por los padres, sin embargo, es una vocación miserable, que la magnanimidad apasionada de Guillermo no consiente. Guillermo adora a su familia con todo el intenso vigor de que su espíritu brioso es capaz; la adora sin dejar de luchar contra sus limitaciones ni cejar en su activa protesta contra lo impuesto. La familia entera está, sin ella saberlo, bajo la protección de Guillermo, lo que suele ser fuente de preocupaciones para ambas partes. Las amenazas que gravitan sobre las finanzas del estoico señor Brown o sobre la salud de su lánguida y poco perspicaz esposa, los pretendientes embarazosos o irresistibles de Ethel y las actividades artísticas, políticas o mundanas de Roberto, sin contar los innumerables problemas o apariencia de tales (a juicio de Guillermo) que afligen a los pintorescos tíos, primos, tías-abuelas, etc., del clan, todo este conflictivo universo encierra un sinfín de tribulaciones que Guillermo se plantea con absoluta seriedad y afronta con una emprendedora eficacia, que los beneficiados suelen considerar demasiado expeditiva. Guillermo no es el disolvente, sino el tónico de este mundo familiar y no es culpa suya si a menudo resulta que tan gastado ámbito no logra sobrevivir a los radicales tratamientos que él le administra. La espontaneidad de nuestro héroe está, en cualquier caso, por encima de toda sospecha. Guillermo es perfectamente consciente de sus raíces y les está agradecido —su fuerza es incompatible con el resentimiento de los mal nacidos, que siempre encuentran demasiado cerca a los culpables de sus males—, pero no está dispuesto a permitir que eso le inmovilice o le mutile. Es demasiado fiel como para limitarse sencillamente a la obediencia, ama demasiado a los suyos como para consentir parecerse a ellos.

Los proscritos son la libertad en compañía. Tienen mucho de fratría de cazadores nómadas y bastante de tripulación de bucaneros. Guillermo es el jefe por los mismos motivos por los que Akela llegó a capitanear la manada de los lobos en la que creció Mowgli: corre siempre en cabeza, salta más alto que ninguno y tiene mejor olfato para las pistas que llevan a la presa. El enorme prestigio de Guillermo entre los suyos y la honda confianza que la banda tiene en él no dejan de ir acompañados por una permanente posibilidad de protesta de la base, que la menor contrariedad despierta: los gruñidos de sus seguidores cuando se aburren o algo sale mal sirven de permanente acicate que preserva a Guillermo de cualquier amenaza de amodorramiento o rutina. A los proscritos hay que conquistarlos todos los días: exigen así un esfuerzo permanente de su capitán, a cambio del cual le brindan su lealtad incondicional y una entrega personal que va más allá de lo exigido por el simple deber. Las órdenes de Guillermo nunca son tajantes ultimátums sin explicaciones, sino que forman parte de esa narración vivida, que es siempre el juego para los proscritos. Guillermo conserva la clave general del discurso que sustenta la diversión y reparte los papeles o propone los ejercicios en razonada relación con ella. Estos juegos no tienen nada de entretenimiento mudo ni de pasatiempo mecánico, sino que son el poético fruto de una imaginación militante. Los proscritos son indiscutibles precursores de toda otra forma de poesía en acción y Guillermo es su jefe nato, porque es quien mejor es capaz de contarles lo que están haciendo. Esta correlación vivida entre la acción como discurso y el discurso como acción es una constante definitoria en todos los momentos de la saga de Guillermo. ¿Quién ha proscrito a los proscritos? Precisamente el dominio que perpetúa una vida escindida entre la acogedora ternura de la familia y la libre camaradería de los amigos, entre los poderes de la fantasía y las exigencias de la lógica, entre la disponibilidad de la teoría y la necesidad de la práctica, entre la piedad y el coraje, entre lo que conserva y lo que intensifica… Esta escisión se propone como inexorable y fuerza a una elección mutiladora: hay que doblegarse o huir de casa, no se puede ser juntamente pirata e hijo de familia. Pero los proscritos se niegan a elegir; a favor de su edad intacta, lo eligen todo a la vez y burlan la escisión que los proscribe. No otra es su elección memorable: todo lo que perpetúa la dicotomía es falso. Tanto el conformista en zapatillas como el feroz rebelde que quema sus naves colaboran, igualmente, con un orden al que la irremediabilidad del dilema fortalece. No hay que privarse de nada, no hay que renunciar a nada: el camino que se define por exclusiones y abandonos lleva a la muerte. ¿Es esto una glorificación de la transitoria indeterminación adolescente? ¡Pero hablar así es dar por hecho que madurar es acatar la necesidad de lo necesario! Precisamente se trataba de poner en duda este tipo de sabiduría, por venerables pergaminos que la prestigien. Guillermo, Pelirrojo, Douglas, Enrique, atrincherados en su viejo cobertizo, se preparan para alguna expedición: no han de faltarles peripecias, porque la suerte no reniega de quienes han renegado de la necesidad y por ella han sido proscritos.

¿Os revelaré, finalmente, el secreto de la andadura victoriosa de Guillermo? Aquí está. En cada caso, en todo momento, Guillermo es capaz de adoptar el punto de vista del héroe. La leyenda que incesantemente cuenta, a los suyos y a sí mismo, está narrada desde el punto más alto, desde la cima triunfal, en la que todo adquiere enérgico sentido, incluso —principalmente— la derrota. Sus enemigos, los míseros Hubertos Lañes y Heribertos Franks que corren por el mundo, juegan con todas las ventajas que da el dinero adquirido sin mérito ni astucia y el apoyo incondicional de lo estatuido; pero carecen de lo más importante, de lo indispensable para la victoria, del ánimo que inmortaliza: no logran adoptar en sus manejos el punto de vista del héroe. Es una perspectiva máximamente arriesgada, que bordea constantemente lo desesperado, que debe estar incesantemente dispuesta a jugarse el todo por el todo, a no guardarse las espaldas, pero es la única que puede aspirar a la definitiva recompensa, al premio que no le viene de fuera, sino que forma parte de ella, que es ella misma, por así decirlo. Guillermo, en lo esencial, nunca vacila: ésa es su magia. Quisiera poder deciros algo de aquella anciana señora vestida de oscuro, Richmal Crompton, la institutriz inglesa que supo adoptar el punto de vista del héroe de modo tan intachable para contarnos la saga de Guillermo, pero lo cierto es que no sé nada de ella. Me parece, eso sí, sumamente significativo que haya sido una mujer quien haya acertado tan bien a animar ese sueño viril de la perfecta adolescencia predatoria que Guillermo personifica. Después de todo, las fratrías de hombres libres e irresponsables sólo son concebibles desde el matriarcado… ¡Cuántos caminos libertarios ciegan la concepción masculina del racionalismo, basada en el olvido sistemático de lo esencial! Pero sólo faltaba, después de haber hecho tanta literatura sobre Guillermo, que me dedicase ahora a hacer antropología de urgencia. El punto de vista del héroe: ahí está el secreto. Sin él, sólo se puede ser persona de provecho, hombre de mundo, reformador bienintencionado de la sociedad, pero con él se puede ser todo eso y cualquier otra cosa, pirata, piel roja, oso, conquistador, detective, dragón, rebelde, proscrito, incomprendido, genial, como Guillermo Brown.