CAPÍTULO III
EL VIAJE HACIA ABAJO

«Mira y mira bien. ¡Hay que tomar lecciones de abismo!».

El carácter iniciático de las novelas de aventuras que tienen un viaje por argumento es ampliamente reconocido incluso por los críticos más reacios a la mitologización de la narrativa. Bien mirado, el ochenta por ciento de las aventuras revisten explícita o implícitamente la forma de un viaje, desglosable siempre con suma facilidad en pasos hacia la iniciación. El esquema es obvio: el adolescente, todavía en el ámbito placentario de lo natural, recibe la llamada a la aventura, en forma de mapa, enigma, relato fabuloso, objeto mágico…; acompañado por un iniciador, figura de energía demoníaca a quien juntamente teme y venera, emprende un trayecto rico en peripecias, dificultades y tentaciones; debe superar sucesivamente pruebas y, finalmente, vencer a un monstruo o, más generalmente, afrontar a la Muerte misma; al cabo, renace a una nueva vida, ya no natural, sino artificial, madura y de un rango delicadamente invulnerable. Este esbozo es tan conocido[10] que sólo me permito recordarlo al lector como aclaración del sólito uso que hago de la palabra «iniciación», empleada en su sentido menos pretencioso y más habitual. En este libro se habla de numerosos viajes iniciáticos: La isla del tesoro, El mundo perdido, El señor de los anillos, Los primeros hombres en la Luna, El peregrino de la estrella o los dos de que trata este capítulo. Un repaso mental a las obras enumeradas basta para probar que el mismo esquema de iniciación puede servir a propósitos hondamente distintos y que el resultado del ritual puede ser tanto la virilidad como la resignación, el enriquecimiento de posibilidades o la aceptación de su finitud. Lo mismo el viaje de Gilgamesh que la búsqueda del Grial son relatos iniciáticos: el desenlace del primero es la inexorabilidad de la muerte, el del segundo la inmortalidad. El viaje es siempre visto como algo significativo por la sabiduría épica: para el narrador, nunca se peregrina impunemente. Pero los estatutos del iniciado varían desde el triunfo más irrefutable de la fuerza hasta el acatamiento no menos decidido de la debilidad, de la soledad o del aniquilamiento. La iniciación no tiene lección unívoca; a su más alto nivel no le es ajena ni la sabiduría ni la ignorancia. Todas estas perspectivas han sido ya minuciosamente recensionadas por los críticos modernos. Quisiera insistir aquí en algunos aspectos de la materialidad misma del viaje, en una de sus variantes posibles: el descenso.

Bajar es abismarse en lo que nos sustenta, es desfondar el fundamento que nos subyace. Peligrosa misión, incluso enloquecedora, pues todo parece indicar que el suelo nos sostiene precisamente en tanto conserva su opacidad, su terca cerrazón a nuestra mirada indagadora; abrirlo, de cualquier modo, es inutilizarlo en tanto que apoyo: la pesquisa que lo descubre a nuestros ojos, lo hurta por ese mismo gesto a nuestros pies. Pero no sólo nuestra estabilidad física, sino también nuestro equilibrio mental, la razón misma, pueden llegar a tambalearse en este empeño; al bajar radicalmente —es decir, no al bajar de una escalera, que es algo elevado, sino al bajar a lo que realmente está abajo— perdemos nuestras más estables coordenadas y debemos invertir extrañamente nuestros puntos de referencia. Lo que nos sostenía pasa a ser lo que nos cubre; lo cerrado nos rodea y nos deja paso, mientras que lo abierto cobra una lejana indeterminación opaca; los saltos nos aproximan a la piedra mientras que las caídas nos acercan al aire… La cabeza necesita sólidos cimientos, no menos que los pies, y este ejercicio de perversión geográfica puede trastornarla. En todo tiempo, sin embargo, lo que está abajo ha sido particularmente tentador: allí se encuentra el reino de los muertos, pero también los tesoros ocultos; allí los entresijos de todas las cosas, que nos permitirán controlarlas mejor cuando volvamos a la superficie; allí lo más profundo, lo más hondo, que por intuición verbal se nos antoja lo más estimable; ahí yace todo lo podrido, pero también lo olvidado, lo temido, lo que debe ocultarse, es decir, ser enterrado; ahí nos esperan las tinieblas más opacas —muertos o vivos acabaremos yendo a ellas, bajar vivos nos previene y prepara para el descenso definitivo, —todo lo negado a la luz del día; ahí, por último, abajo, debe estar el centro, pues no podemos olvidar que reptamos sobre una esfera— y ese centro no es tanto una equidistancia geométrica como un punto de poder espiritual, el terrible ombligo divino, que acapara el significado del mundo. —De lo inferior, de lo oscuro, de lo cerrado, de la tierra salimos un día; a ello volveremos cualquier noche. Se baja para surgir de nuevo otra vez, es decir, para renacer; este segundo natalicio nos proporciona fuerzas renovadas, una disposición vital impecable que el contacto con el infierno ha templado y una familiaridad con lo fundamental que hacer perder su horrible prestigio a lo irremediable.

Tomaremos nuestros ejemplos de esta peregrinación esencial en Julio Verne. Curiosamente, mientras hay quien ve en Verne el paradigma mismo del novelista iniciático (vid. Simone Vierne, Jules Verne et le román initiatique, Ed. du Sirac, París, 1973), un crítico tan agudo como Michel Foucault niega el carácter de iniciación a sus relatos, arguyendo que al final de sus viajes «nada ha cambiado, ni sobre la Tierra, ni en la profundidad de ellos mismos». Quizá aquí hubiese que distinguir entre el relato de una iniciación y un relato iniciático: La isla del tesoro pertenece claramente a la primera categoría y las novelas de Verne a la segunda (con relativas matizaciones, que luego veremos). El relato que narra una iniciación es la crónica de las peripecias que ocurren a un personaje en su camino hacia la luz y la madurez iniciáticas; en el relato iniciático, el iniciado es el lector. Efectivamente, los personajes de Verne suelen ser pura exterioridad, ojos que ven o manos que agarran, termómetros de los cambios de temperatura o fuelles que acusan las carencias de oxígeno; su mínimo trasfondo interior sólo se apunta en fenómenos primarios como la resistencia a la aventura (el Axel del Viaje al centro de la Tierra) o el misterio: el capitán Nemo no tiene psicología, sino un secreto. Tras la iniciación que indudablemente tiene lugar en sus novelas, acusan tan pocas modificaciones como el cuentakilómetros de un automóvil tras las veinticuatro horas de Le Mans: registran la distancia recorrida, pero siguen estando en la misma disposición de la que partieron. Pero han cumplido su misión de ser ojos y oídos del lector durante la iniciación. De aquí el carácter documental de tantas novelas de Verne, su obsesión de proporcionar al lector datos fidedignos sobre las circunstancias de una aventura que le concierne más a él que a los personajes que supuestamente la viven y que, en realidad, no son más que los sensorium dei del Señor que lee.

Leer a Verne es como subir en un globo sin lastre, como cabalgar en un cometa, como dejarse arrastrar al abismo por una insondable catarata: y todo ello, dentro del más estricto y hasta prosaico sentido común. Es soñar, desde luego, pero sin renunciar por ello al cálculo, a la reflexión e incluso al proyecto; es aliarse con el delirio y poner el mito a nuestro servicio, para llegar al realismo más pleno e irrefutable, para aposentarnos irrevocablemente en la estricta cotidianidad que nos rodea asumida como imaginación realizada. Digamos, para entendernos de algún modo, que hay fantasías duras y fantasías blandas. Estas últimas son divagatorias, acumulativas, invertebradas, como su prototipo, la Historia verdadera de Luciano; las cosas portentosas, inverosímiles, o concebibles sólo en último extremo por una sensatez generosa, se suceden con la sospechosa arbitrariedad de un mundo en que todo es posible menos el orden. Es el reino no tanto de lo caótico, que postula al menos un cosmos ausente, con el que contrasta, sino de lo amorfo. Como es el único tipo de fantasía que conciben las personas sin imaginación y como consiente cierta dañina proclividad a lo alegórico, ha producido bodrios insoportables y pretenciosos, tales que ciertos subproductos del romanticismo alemán o algunas revenes francesas; recordemos mejor las obras maestras que ha propiciado: Alicia en el país de las maravillas, Los cuentos de un soñador, de Dunsany; La búsqueda de Kaddath, de Lovecraft… La fantasía dura, por el contrario, prefiere lo que Borges llamaría «las secretas aventuras del orden» y abomina de la peripecia gratuita tanto como de los prestigios de la inverosimilitud o del absurdo. En ella el asombro nace del rigor, no de la incongruencia, y lo más prodigioso es precisamente la gradación familiar por la que nos acercamos a lo improbable. Se dictan y se respetan unas reglas de juego, ciertamente más amplias que las habituales, pero profundamente deudoras de éstas, de las que son juntamente extrapolación y contrapunto. En la fantasía dura, las realidades más estrictamente legisladas, como la moral o la ciencia, pueden llegar a ser el núcleo del argumento novelesco: recordemos con un escalofrío de agradecimiento El extraño caso del doctor Jekyll y Míster Hyde, las obras de Wells o de Olaf Stapledon, la Cita con Rama, de Artur C. Clarke… ¿Hace falta decir que Julio Verne es el paradigma mismo de la fantasía dura, que su obra admirable no sólo pretende lograr el efímero triunfo de la perplejidad, sino también las magias más perdurables y hondas de la profecía, el ritual iniciático y la liberación utópica?

Aparentemente, Verne es todo lo contrario de un escritor maldito. Su obra gozó del más amplio eco popular casi desde el comienzo de su carrera y esta fama se ha mantenido intacta, o acrecentada, hasta el día de hoy, en que sus libros han sido ya múltiples veces editados en todas las lenguas cultas. Pero no sólo el público común lo apoyó en espontáneo y permanente plebiscito; algunos de sus contemporáneos más ilustres no dudaron en proclamar con infrecuente acuerdo su genio, tanto Tolstoi como Alfred Jarry, lo mismo Kipling o Gorki que Paul Claudel, Raymond Roussel o los surrealistas. La crítica francesa actual, los Butor, Michel Foucault, Roland Barthes o Claude Roy, han «redescubierto» —terminacho de moda— a Julio Verne, abrumando la sencilla limpidez de su obra bajo montañas de interpretaciones freudianas, diagramas estructurales o divagaciones sociológicas. Esfuerzo en el que tanto cabe admirar el ingenio como la repetición o la superfluidad; pero no insisto, porque quizá yo mismo estoy incurriendo en esta página —en este libro— en tales defectos, faltándome más que a otros aquel don. Verne era un desconocido, nos dicen, el prestigio que conquistó nace de un malentendido: confundido con un autor «menor», tomado por un simple escritor de novelas de aventuras o de anticipación científica, se ignoró su valor simbólico, los niveles míticos y políticos que lecturas más «adultas» de su obra posibilitan. Su traductor al castellano, Miguel Salabert, acusa decididamente de este ocultamiento a los mismos lectores de Verne: «Los lectores de “libros de aventuras” son malos lectores. Llevados por el interés de la peripecia, de la línea argumental, se saltan, sin escrúpulos, todo aquello que no les parece esencial. Las descripciones y digresiones aburren a los chicos». Vamos, que los lectores de libros de aventuras son malos lectores porque les gustan las buenas historias bien contadas, sin falsos rellenos; a los buenos lectores, en cambio, les gusta sufrir con lo superfluo. Pues allá ellos… pero ¿de dónde se sacará Salabert que a los chicos no les gustan las descripciones y digresiones? El chico que esto escribe leía a Salgari con otros chicos como él y no era infrecuente que corriesen a ampliar alguna de las fichas técnicas de animales o árboles que salpimentan sus relatos en las páginas del Espasa. Nadie más minucioso que los niños lectores, amigo Salabert. En casos como el de Verne, los críticos literarios son particularmente víctimas de sus limitaciones intrínsecas: son ellos los que han decidido que los escritores de aventuras o anticipación son «menores», son ellos quienes decretan que los adolescentes no gustan más que de lo pintoresco o lo venial, son ellos los que el siglo pasado limitaron el interés de Verne a su capacidad de prever avances científicos y de hilvanar peripecias curiosas… Son ellos los que siempre se han equivocado con Verne; los niños, en cambio, acertaron desde el primer momento. Ahora se trata de rescatar a Verne no de sus entusiastas, sino de los prejuicios de la crítica «seria» contra la literatura «menor». Pero hasta en medio de este rescate aprovechan los críticos para culpar de sus tics a quienes conservan una frescura ante el valor de los cuentos que ellos han perdido ya en buena parte. Naturalmente que no es imprescindible la oligofrenia o el infantilismo para que un adulto se interese por Verne: basta con que no haya perdido la capacidad de gozar leyendo. Pero eso no quita para que, efectivamente, Julio Verne sea un escritor de aventuras fantásticas y por ello poseedor de un magnífico ánimo poético y mítico, tal como otros muchos escritores «menores»: Stevenson, Kipling, Wells, Salgari, Conan Doyle… Sea en el fondo del mar, en las nubes, en las selvas imposibles de nuestros terrores nocturnos o en la Luna, la voz de Julio Verne reitera su himno secreto que canta poderosamente los avatares del coraje, los milagros del razonamiento y también —¿por qué no?— los paradójicos goces de la resignación.

La primera de las dos novelas de Verne que elijo para ilustrar el viaje hacia abajo es Viaje al centro de la Tierra, una de las más portentosas e imborrables del ciclo. Todo Verne está en ella: el escenario insólito, la empresa prodigiosa, el adolescente tímido y renuente, pero emprendedor, el adulto enérgico que lleva a cabo la iniciación, las fuerzas indomables de lo oculto, la significación implícitamente metafísica del riesgo y del descubrimiento…

El profesor Lidenbrock decide dar lecciones de abismo a su sobrino Axel: su proyecto es nada menos que hacerle bajar hasta el centro mismo de la Tierra. La aventura comienza cuando encuentran un antiguo manuscrito escrito en ininteligibles signos rúnicos: es la palabra del Viajero, del Alquimista, que llega desde lejos, revestida de un ceremonial de ocultamiento, digno de Poe. Axel no quiere contestar a este llamado; sus objeciones reproducen las de una sensatez que pudiéramos llamar superficial, puesto que su principal argumento es que todo lo que le interesa en el mundo está en su superficie y que nada se le ha perdido en el centro remoto. Lidenbrock, sin embargo, le convence de que llegar al centro es lo que mejor le permitirá posesionarse de los placeres de la superficie. Es cierto lo que dijo Valéry: «Lo más profundo es la piel»; la verdad de este apotegma reside en que para reconquistar la piel hay que pasar antes por lo profundo. Axel tardará en admitir esto: tardará exactamente toda la novela, pues aun cuando al final del viaje ya parece tener tanto interés como el propio Lidenbrock por llegar al centro de la Tierra, ese interés parece ser una especie de «borrachera de las profundidades», más suicida que regeneradora. El centro, después de todo, marca sólo la mitad del viaje: lo cierto es que se ha bajado para subir, esta vez con sentido profundo, a la superficie. Hemos hablado de La isla del tesoro como de una reflexión sobre la audacia; podemos, sin duda, considerar el Viaje al centro de la Tierra como una epopeya del esfuerzo. Pocos relatos son tan palpablemente afanosos, tan rendidamente elogiosos del forcejeo y la perseverancia. Bajar, queda bien claro, es, ante todo, cuestión de empeño. Axel debe conocer todas las pruebas que el esfuerzo afronta: el hambre y la sed, la fatiga, el vértigo, la soledad en las tinieblas, los traumatismos, las quemazones, la desorientación, el vuelta a empezar, el pánico a lo desconocido, a los monstruos inferiores, la tormenta, el poder del rayo, las aguas encrespadas, el vendaval… Y también los caminos obstruidos y los callejones sin salida. Sólo la obstinación en lo emprendido permite sacar, en cada caso, de la flaqueza esas fuerzas imprescindibles para superar airosamente la prueba. En la crónica de otras hazañas resplandece ante todo la pericia o el valor de los héroes; en ésta, destaca su terquedad. Salvo las constataciones de su paso que el remoto Arne Saknussen quiso hacer que jalonaran el camino hacia abajo y las indicaciones positivas de su manuscrito, ninguna particular iniciativa inteligente guía el descenso de los expedicionarios, que en lo fundamental se dejan llevar por la terca inercia. Más que bajar, parecen caer. Y su ascenso por el volcán no será menos indeliberado y ostentará el automatismo neumático del corcho disparado por la botella de champán. A los viajeros sólo les queda soportar el zarandeo de los diversos avatares del viaje, mientras sienten gravitar sobre sus cabezas esos miles de kilómetros de roca que, milagrosamente, no se deciden a aplastarlos. En el profesor Lidenbrock, la perseverancia es una segunda naturaleza, mientras que la perspicacia de su ciencia ya es bastante menos patente. Pero en este empeñoso descenso, la sabiduría está de más. Sólo se trata de querer, no de saber ni tan siquiera de poder.

Según desciende, Axel va encontrando más y más espacio libre donde todo debiera ser opaco, según suponemos. Tal como la moderna física atómica ha pulverizado la solidez de la materia, igualándola a la dispersa vacuidad de los espacios estelares, así las cada vez más generosas cavernas que hallan los exploradores de Verne reproducen la abierta amplitud de la superficie que habían dejado atrás. Como advirtió Hermes Trismegisto, «lo que está arriba es igual que lo que está abajo». Tras descender muchos kilómetros, Axel recupera la brisa y el mar, las nubes y la vegetación. Todo es lo mismo, pero todo no puede ser más diferente. El mundo inferior es el pasado del superficial, su mar es lo que nuestros mares han olvidado, su vegetación nos remite al perdido jurásico o más atrás, sus bestias formidables ya no fatigan el rostro exterior de la Tierra. Un gigantesco pastor antediluviano arrea un rebaño de mastodontes, entre heléchos gigantes; el polvo que cubre el suelo proviene de los calcáreos restos de moluscos prehistóricos. Tal como los recuerdos de la muda infancia se apilan en nuestro inconsciente, que es nuestra profundidad, así el pasado de la Tierra se estratifica y yuxtapone en el interior de ella. El hercúleo apacentador de mastodontes es Utnapishtim, el Antepasado Eterno, al que Gilgamesh acudió en su busca de la inmortalidad. Lo que parecía definitivamente perdido —el pasado— sólo está enterrado, hundido, a fin de proporcionar un basamento sólido a nuestro presente. Bajar es retroceder. Lo que nos sostiene es lo que nos precede. Axel no logrará llevarse a la superficie la flor de la inmortalidad, como tampoco pudo conseguirlo Gilgamesh; la sombra de Utnapishtim, congelada y fundacional, despierta su horror y postula un descenso aún más radical, del que ya no será capaz. Sólo el joven, realmente, ha cumplido el compromiso del viaje, pues el profesor Lidenbrock pertenece a la abstracta esfera científica de la disputa de las formas y el descenso le ha afectado principalmente como verificación o rechazo de las teorías vigentes. En cuanto a Hans, pertenece de lleno al silencio feroz de lo primitivo, tal como se revela en la travesía de la balsa a la luz mágica del fuego de San Telmo: «Hans no se mueve. Sus largos cabellos desordenados por el viento le dan una extraña fisonomía, al erizarse sus puntas de haces luminosos. La espantosa máscara en que así se transforma su rostro hace de él un hombre antediluviano, contemporáneo de los ictiosaurios y de los megaterios». Sólo Axel ha bajado realmente, tras las huellas del alquimista Arne Saknussen, pero no logra completar el periplo del iniciado impecable. El centro del mundo, que quizá es definitivamente fuego, le permanece vedado; la apresurada violencia de los explosivos indignará a las entrañas de la Tierra contra él y provocará su expulsión. En realidad, es la única iniciativa que toma en todo el trayecto y causa el final de la iniciación, antes de cumplirla. Bajar es verdaderamente tarea de tenaces, no de emprendedores. El mismo Verne nos propone otra versión del viaje hacia abajo esencialmente distinta de la que acabamos de comentar. En esta segunda, lo que se abre bajo nosotros no es la solidez terráquea, sino la agitada piel del mar. Aquí el descenso reviste características de penetración en otro mundo paralelo al nuestro, no de buceo en las simas que subyacen y posibilitan el suelo sobre el que nos movemos. Veinte mil leguas de viaje submarino promete, desde su mismo título, un periplo completo por este nuevo territorio. Mundo paralelo, reflejo cualitativamente invertido de la superficie sólida que habitamos. Ahora ya no se baja para luego subir, como en el caso anterior, sino para instalarse definitivamente en pleno corazón de lo diferente. La profundidad marina es literalmente para desterrados. Los que la eligen, mueren a todos los efectos implicados en su vida anterior. La tripulación de ese buque errante y fantasma, el Nautilus, está formada exclusivamente por muertos. Su capitán ha perdido su anterior nombre y rango para llamarse Nadie, como Ulises; pero un Ulises que no realiza esta renuncia a su nombradía, como subterfugio para mejor recuperarla después, sino que por este desnombramiento quiere proclamar su definitivo abandono de la ilusión de ítaca. Descender en el mar es un paso decisivo que no admite componendas: significa decantarse por la absoluta libertad. Así lo declara Nemo en su apasionado elogio del mar: «El mar no pertenece a los déspotas. En su superfi cie pueden todavía ejercer sus derechos inicuos, allí pueden luchar, devorarse y trasladar ahí todos los horrores terrestres. ¡Pero a treinta pies por debajo de su nivel, su poder cesa, su influencia se apaga, su poderío desaparece! ¡Ah, señor mío, viva, viva usted en el seno de los mares! ¡Solamente aquí hay independencia! ¡Aquí no reconozco amos! ¡Aquí soy libre!». Pero esta libertad se conquista tras una previa muerte a ojos del dominio, precio que no están dispuestos a pagar ninguno de los tres huéspedes forzosos que Nemo ha recogido de la superficie del mar. Por otro lado, ese azul y frío paraíso es pródigo en espantos, y para sobrevivir en él hay que convertirse en una amenaza no menos formidable. Tomado en un principio por un gigantesco narval o algún otro tipo de peligrosa bestia marina, el Nautilus ostenta, efectivamente, un albedrío de fiera: su independencia se confunde con el ejercicio de la ferocidad. No de otro modo puede compartirse la anegada jungla con el horror centímano de los pulpos gigantes, los carniceros cachalotes —«que no son más que boca y dientes»— o la veloz sombra aciaga del tiburón. El capitán Nemo utiliza su prodigioso submarino para llevar a cabo auténticos desafíos a las fuerzas naturales. Por mucho que aborrezca de los poderes terrenos y sus abusos, hay mucho en él del ímpetu fáustico que mueve a los conquistadores de imperios o a los inventores de volcánicas máquinas de guerra. Pese a que la bandera que planta en la helada soledad polar sea negra, algo en su gesto nos lo asemeja más al orgullo de Alejandro que al humanismo de Livingstone. También Nemo, como sus enemigos, los déspotas, entiende la independencia como más fuerza y más resistencia. Esto explica su vagabundeo de tigre, su reto a la pesada y oprimente capa de los hielos, que le atrapa en un ataúd gélido, su terca aproximación al horno insoportable del volcán submarino o su desafío a las grandes presiones de la fosa de los sargazos, donde también el Nautilus cede a la tentación de bajar más y más, en busca de «esas rocas primordiales que nunca han conocido la luz de los cielos, esos granitos inferiores que forman los poderosos cimientos del globo, esas grutas profundas excavadas en la masa pétrea…». Los dibujos de De Neuville recogen bien la planta altanera de este imperioso libertario, que no se contentó con un dominio compartido y buscó para él solo el ilimitado reino del mar. Sus prisioneros nunca llegaron a compenetrarse excesivamente con él, lo que, reconozcámoslo, tampoco era fácil. Los intereses de Aronnax eran demasiado plácidos y contemplativos como para congeniar plenamente con el pirata; la archivatoria sumisión de Consejo aún debía gustarle menos. Ned Land, en cambio, tenía un carácter bastante semejante al de Nemo, pero su perpetua rebeldía no despertó en el capitán la simpatía que pudiera haberse esperado. Después de todo, Land llevaba, ya desde su nombre mismo, la tierra en el alma; era, además, sumamente escéptico y se atrevió a formular objeciones contra su propio creador: «Que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio, o en la existencia de monstruos antediluvianos que pueblan el interior del globo, todavía pase; pero ni el astrónomo ni el geólogo creen en tales quimeras». ¡Aquí se pone en solfa al mismo Verne, con su Héctor Servadac y su Viaje al centro de la Tierra! Nemo había elegido el mar porque amaba lo prodigioso y no podía conciliarse con un insumiso de signo tan frontalmente opuesto al suyo. Como iniciación, Veinte mil leguas de viaje submarino está aún más frustrada que el Viaje al centro de la Tierra; Axel sufre, al menos cierta transformación, entusiasmándose gradualmente por la empresa que su tío y él han acometido, pero los tres prisioneros de Nemo no modifican en nada su relación con él o consigo mismos en ningún aspecto fundamental, aunque Aronnax no deja de maravillarse ante los aspectos científicos del viaje del Nautilus. En sus mejores momentos, se portan como turistas y en el resto como presos ávidos de evasión.

Pero, como ya hemos dicho, el iniciado que el ritual descendente de Verne espera no es el joven Axel ni el conspicuo Aronnax, sino el lector mismo. Tua res agitur. Para ti, atrevido lector, el cóncavo diamante, la sima llena de ecos, por la que la piedra se precipita, rebotando, y el íntimo mar de los orígenes que se espera en el centro del globo, si te atreves a descender por la boca de Sneffels que la sombra del Scartaris señala antes de las calendas de julio. Para ti, lector, que no te ahogas en un vaso de agua, la turquesa ilimitada donde bullen los seres que jamás has visto ni soñado, el tembloroso espectro de las calles hundidas de Atlantis, la destellante tortura blanquiazul del hielo —que Dante reservó para lo más profundo de su infierno— contemplada desde abajo, la maldición espiral del vertiginoso maelstrom… Busca tú mismo el camino que te es propio hacia el abismo, la inicial del remoto alquimista que te precedió en el descenso o el signo desafiante del gran desterrado: las «A. S.» arañadas en la roca o la «N» de oro que triunfa en la bandera negra.