En junio de 1966, la reunión anual del laboratorio de Cold Spring Harbor trató el tema del código genético. Se señaló el fin de la biología molecular clásica, ya que la definición detallada del código genético —el pequeño diccionario— había demostrado que básicamente las ideas fundamentales de la biología molecular eran correctas. Para mí y para mucha más gente, dentro y fuera de la profesión, era extraordinario que hubiésemos llegado hasta ese punto tan rápido. Cuando comencé a investigar temas biológicos, en 1947, no tenía la menor sospecha de que las grandes cuestiones que me interesaban —¿de qué está hecho un gen?, ¿cómo se replica?, ¿cómo se pone en marcha y cómo se para?, ¿qué es lo que hace?— serían contestadas a lo largo de mi vida científica. Había seleccionado un tema o una serie de temas que según suponía rebasarían mi carrera científica activa y me encontré con la mayoría de mis ambiciones satisfechas.
Es evidente que no todas estas cuestiones habían recibido respuestas detalladas. Todavía no sabíamos la secuencia de bases de ningún gen. Nuestras ideas sobre la bioquímica de la replicación de los genes eran muy primitivas. Sólo sabíamos cómo estaba controlado un gen en las bacterias e incluso en este caso faltaban los detalles moleculares. No conocíamos casi nada sobre control de los genes en los organismos superiores. Y aunque sabíamos que el RNA mensajero dirigía la síntesis de proteínas, el lugar donde se cumplía esta —el ribosoma— era para nosotros poco más que una caja negra. Sin embargo, hacia 1966 nos dimos cuenta de que los fundamentos de la biología molecular estaban suficientemente establecidos y que podían ser usados como base segura para la prolongada tarea de completar los muchos detalles que faltaban.
Sydney Brenner y yo pensamos que era el momento de dirigirnos hacia un nuevo campo. Seleccionamos la embriología, que ahora se llama, en un sentido más amplio, biología del desarrollo. Sydney, tras mucho hablar y pensar, escogió un pequeño gusano nemátodo Caenorhabditis elegans como el organismo apropiado para estudiar, ya que crece rápido, es fácil de criar en el laboratorio y tiene una genética extraña pero atractiva. (Se trata de un hermafrodita que se autofecunda). Casi todo el trabajo que se ha venido haciendo sobre este pequeño animal (se utiliza incluso para estudios sobre el envejecimiento) proviene de los trabajos pioneros de Sydney.
Decidí que una característica básica del desarrollo eran los gradientes, fueran lo que fuesen. De alguna manera, una célula de un epitelio (una capa de células) parecía saber que estaba en esta capa. Se suponía que ello se debía a la existencia de «gradientes» de algún tipo, posiblemente el cambio regular de la concentración de un producto químico de una parte de la capa a la otra. La naturaleza de estos gradientes postulados era entonces totalmente desconocida. Más o menos en aquel momento, Peter Lawrence se unió a nosotros y yo seguí muy de cerca su trabajo sobre los gradientes en la cutícula de los insectos, que había comenzado Michael Locke. Mis colegas Michael Wilcox y Graeme Mitchison estudiaron un sistema todavía más simple, el patrón de las células en las largas cadenas de células formadas por una de las algas verdeazuladas (ahora llamadas bacterias). A pesar de estos esfuerzos, se demostró que era imposible tener un indicativo sobre la base bioquímica del problema —qué moléculas se usan para formar tal o cuál gradiente— y acabé interesándome en otros aspectos del tema. Me fijé en las histonas, las pequeñas proteínas asociadas con el DNA en los cromosomas de los organismos superiores y seguí muy de cerca el trabajo de mis colegas Roger Kornberg, Aaron Klug y otros sobre la estructura de los nucleosomas, las pequeñas partículas sobre las que se enrolla el DNA de los cromosomas.
En 1976 decidí pasar el año sabático en el Salk Institute. El Salk (cuyo nombre completo es Salk Institute for Biological Studies) está situado detrás de los acantilados que dominan el océano Pacífico en La Jolla, un suburbio de San Diego en California del Sur. Durante doce años, desde poco después de su puesta en marcha oficial, el 1 de diciembre de 1960, yo había sido miembro no residente (de hecho, miembro de un comité visitante) y había estado involucrado en él incluso antes de que comenzara. En los inicios «Bruno» Bronosky y yo volábamos de Londres a París para discutir con Jonas Salk, Jacques Monod, Mel Cohn y Ed Lennox sobre temas tan fascinantes como los reglamentos del propuesto instituto.
El presidente del Salk Institute, Dr. Frederic de Hoffman, hizo grandes esfuerzos para lograr que me quedara. Persuadió finalmente a la fundación Kiekhefer de que financiara una cátedra para mí. Entonces me di de baja del Medical Research Council y Odile y yo adoptamos como residencia California del Sur, donde vivimos desde entonces.
California está limitada por el desierto en el este, por el Pacífico al oeste, en el sur por México y en el norte por el estado de Oregón, donde parece llover la mayor parte del tiempo. Dobla casi a Gran Bretaña en extensión, tiene una población algo menor que la del Reino Unido y es sustancialmente más rica. Tiene un sistema de universidades amplio e impresionante. Odile y yo somos residentes extranjeros (es decir emigrantes) pero conservamos nuestra ciudadanía británica. Los emigrantes no tienen voto pero sí todos los derechos y los deberes de los ciudadanos estadounidenses, incluido el pago de los impuestos.
Personalmente, me siento a mis anchas en California del Sur. Me gusta su prosperidad y su estilo de vida relajado. El fácil acceso al mar, las montañas y el desierto es parte de su atractivo. Hay kilómetros de playas maravillosas para pasear, que fuera de temporada están casi totalmente desiertas. Las montañas están sólo a una hora de distancia y son más altas que las de las Islas Británicas (lo cual no quiere decir mucho) y a menudo están nevadas. Las más altas miran hacia el desierto. En primavera, si ha llovido suficientemente durante el invierno, el desierto se llena de flores. Incluso en otras épocas tiene una extraña fascinación, en parte debido a los sutiles colores y a la inmensa extensión del cielo.
A pesar del clima casi ideal, aquí los científicos trabajan duro. De hecho, algunos de ellos trabajan tanto que no tienen tiempo para pensar seriamente. Deberían hacer caso del proverbio: «Una vida atareada es una vida desperdiciada». En el resto de los Estados Unidos me siento mucho menos cómodo. Nueva York me parece algo tan remoto, en distancia y en clima, como Londres. Mis sentimientos sobre Nueva York y California son todo lo contrario de los de Woody Allen. Woody ama Nueva York y odia California. Según él «la única ventaja cultural (en California) es que uno puede girar a la derecha cuando la luz está roja». Pero en cambio parece divertirse con lo que en el Oeste llamamos «la tensión de la costa Este».
La biología molecular no ha estado detenida en los diez años transcurridos desde 1966, aunque fundamentalmente ha sido un período de consolidación. Quizás el descubrimiento más importante ha sido el de los retrovirus, virus de RNA que fueron transcritos a DNA y después se incorporaron en el DNA cromosómico. El descubrimiento esencial fue realizado independientemente por Howard Temin y David Baltimore. Por ello, les fue concedido el premio Nobel de Medicina en 1975, compartiéndolo con Renato Dulbecco, quien está ahora en el Salk Institute. (El virus que causa el SIDA es un retrovirus. Sin este trabajo pionero habría sido muy difícil saber nada sobre el SIDA).
Aunque yo no me daba cuenta, la biología molecular estaba a punto de dar un inmenso salto adelante debido a tres nuevas técnicas: el DNA recombinante, la secuenciación rápida del DNA y los anticuerpos monoclonales. Los críticos que previamente habían dicho que se podían esperar muy pocos resultados prácticos de la biología molecular, tuvieron que callar cuando comprendieron que con estas nuevas técnicas se podía ganar dinero. No describiré aquí estos importantes avances en detalle, ni los impresionantes resultados que están apareciendo ahora casi a diario, sobre todo porque yo no estoy involucrado directamente en ellos.
Decidí que mi traslado al Salk Institute era una oportunidad ideal para interesarme de nuevo por los trabajos sobre el cerebro. Durante muchos años había seguido a distancia lo que se iba haciendo en ese campo. (Tuve conocimiento por primera vez del trabajo de David Hubel y Jorsten Weisel sobre el sistema visual a partir de una nota a pie de página en un artículo de la revista literaria Encounter). Me di cuenta de que si alguna vez estudiaba el cerebro más de cerca debía ser ahora o nunca, ya que por entonces acababa de rebasar los sesenta años.
Me tomó varios años separarme de mis antiguos intereses, sobre todo porque en biología molecular ocurrían cosas sorprendentes a cada momento. Una de esas sorpresas fue el descubrimiento de que en muchos casos un trozo de DNA que codifica para una única cadena polipeptídica no es continuo, como habíamos supuesto, sino que está interrumpido por largos trozos de las que parecían las secuencias «sin sentido». Estas secuencias, que ahora llamamos intrones, son eliminadas del RNA mensajero por un proceso llamado splicing. El RNA mensajero que resulta de juntar todos los pedazos con sentido (denominados exones) es exportado al citoplasma de manera que puede dirigir la síntesis de la proteína por la que codifica el ribosoma.
Estos intrones se encontraron principalmente en los organismos superiores. En nuestros propios genes las secuencias sin sentido (los intrones) son a menudo mucho más largas que las que tienen sentido (los exones). Los intrones son mucho más raros en los organismos superiores, como la mosca del vinagre Drosophila, que tiene poco DNA. En los organismos primitivos como las bacterias casi no hay intrones y en esos casos sólo en lugares muy especiales (pequeños intrones en los genes de RNA de transferencia).
Se descubrió también que no todos los trozos de DNA entre genes son necesarios para que el conjunto tenga sentido. Mucho de nuestro DNA, quizás hasta el 90%, parecía a primera vista basura innecesaria. Si a pesar de todo tenía algún uso, su función probablemente no dependía de los detalles exactos de su secuencia. Leslie Orgel y yo escribimos un artículo sugiriendo que en gran parte era «DNA egoísta» (una expresión más acertada sería «DNA parásito») que no estaba allí para beneficio del organismo sino para su propio beneficio. Richard Dawkins había hecho ya esta sugerencia de manera breve en un libro, que tituló El gen egoísta.
Leslie y yo sugerimos que este DNA egoísta se había originado, en momentos muy distintos, como DNA parásito que saltaba de un lugar a otro en el cromosoma, dejando réplicas suyas en el DNA huésped. Después de cierto tiempo muchas de aquellas secuencias quedarían sin sentido por mutaciones fortuitas y luego gradualmente, durante un largo período, serían eliminadas de la célula huésped. Mientras tanto, nuevas secuencias parásitas podrían empezar a invadir el DNA huésped hasta que finalmente se llegaría a cierto equilibrio entre el DNA huésped y el DNA parásito. Aún no se ha demostrado.
La posible existencia de este DNA egoísta es exactamente lo que podría esperarse de la teoría de la selección natural. Estamos familiarizados con la existencia de un parásito como la tenia, pero quizá sea más difícil aceptar la idea de que una molécula puede ser también un parásito viviente en nuestros propios cromosomas. ¿Pero por qué no?
Debe tenerse en cuenta que la existencia de los intrones había llegado casi como una completa sorpresa. Nadie había postulado su existencia antes de que los experimentalistas tropezaran con ellos por accidente. Probablemente habrían sido los intrones descubiertos antes si hubieran existido con un nivel apreciable en E. coli o en los fagos de E. coli. No había indicios de ellos en la genética clásica, ni siquiera en un organismo como las levaduras, de las cuales se había llevado a cabo un mapa genético de resolución relativamente alta. Los intrones son exactamente el tipo de cosa que a menudo se pierde por una aproximación de caja negra. Esto es, cuando únicamente se mira el comportamiento de un organismo en lugar de mirar dentro del organismo mismo.
Durante este período, escribí un libro de divulgación científica sobre el origen de la vida. En una reunión científica sobre la comunicación con la inteligencia extraterrestre (CETI), que tuvo lugar en septiembre de 1971 en Yerevan, en la Armenia Soviética, Leslie Orgel y yo tuvimos la idea de que quizá la vida sobre la Tierra se había originado a partir de organismos enviados en una nave no tripulada procedente de una civilización superior de alguna otra parte. Dos datos hicieron nacer en nosotros esta teoría. Uno era la uniformidad del código genético, que nos sugería que en algún momento la vida había evolucionado a través de una pequeña población produciendo un cuello de botella. La otra era el hecho de que la edad del Universo parecía ser dos veces mayor que la de la Tierra, con lo cual había tiempo para que ésta hubiera evolucionado dos veces a partir de sus simples comienzos, hasta llegar a la inteligencia de alta complejidad.
Llamamos panspermia dirigida a nuestra teoría. Panspermia, término empleado por vez primera por el físico sueco Svante Arrhenius en 1907, es la idea según la cual ciertos microorganismos habían llegado a la Tierra a través del espacio y originado la vida. Nosotros utilizamos el término «dirigida» para indicar que alguien los había enviado deliberadamente aquí de alguna manera.
La gran dificultad al escribir un libro de divulgación sobre el origen de la vida es que se trata en lo esencial de un problema de química, mayormente de química orgánica. Y a casi ninguna persona sin formación científica le gusta la química. «Lo entiendo todo», me dijo una vez mi madre sobre una revisión que le había dado a leer «excepto estos jeroglíficos». Sin embargo, el objeto de mi libro no era resolver el problema de los orígenes de la vida, sino comunicar la idea de los muchos tipos de ciencia que están involucrados en el problema y que van desde la cosmología y la astronomía hasta la biología y la química.
Personalmente tenía una visión bastante crítica de la panspermia dirigida —todavía la tengo— e incluso escribí un pasaje en el libro diciendo cómo debería ser una buena teoría y por qué la nuestra, aunque quizá pudiera probarse, era evidentemente muy especulativa. El libro, publicado por Simon and Schuster en 1981, se titulaba Life Itself (La vida misma). A pesar de que yo consideraba que este libro tenía un título demasiado amplio en relación con su contenido, el editor insistió en él.
Pero volvamos al cerebro. Cuando decidí estudiarlo en detalle, pensaba que ya sabía casi todo sobre la mayoría de sus problemas, al menos en sus términos generales. En Cambridge había tratado a Horace Barlow durante muchos años —nos presentó mi amigo Georg Kreisel, el matemático— y en la década de los cincuenta lo había oído hablar en el Club Hardy sobre el ojo de la rana, con su postulado acerca de los «detectores de insectos». En el Club Hardy había oído también a Alan Hodgkin y Andrew Huxley hablándonos de su famoso modelo del potencial axónico en el calamar. Más tarde, en 1964, encontré al neurofisiólogo David Hubel en una pequeña reunión organizada en el Salk Institute. El propósito de esta reunión era informar a los miembros del Salk sobre la marcha de la neurobiología, por si queríamos introducir en el Salk el estudio de esta rama.
En esa misma reunión me encontré por primera vez con el neurofisiólogo Roger Sperry y con el neuroanatomólogo Walle Nauta. Había alrededor de una docena de conferenciantes y el mismo número de oyentes, ya que en aquel tiempo el Salk era relativamente nuevo. Sin embargo, los oyentes constituían un grupo formidable, incluyendo por ejemplo a Jacques Monod y al físico Leo Szilard. Era un público tan exigente que el último conferenciante estaba temblando visiblemente cuando subió al estrado. Ojalá el Salk hubiera podido empezar a trabajar en neurobiología en aquel entonces. Si bien las consideraciones financieras lo hicieron imposible en ese momento, ahora casi la mitad del trabajo se refiere a la neurobiología.
Pronto descubrí que lo que había aprendido servía para muy poco. Aparte de que se había avanzado mucho en anatomía y neurofisiología, en el momento en que empecé a interesarme por estos temas había áreas completas, como la psicofísica, de las cuales yo no sabía absolutamente nada. (La psicofísica no es una nueva religión de California. Es un viejo término que designa la psicología que se ocupa de medir la respuesta de una persona o animal a los impulsos físicos como la luz, el sonido, el tacto, etc).
Por otra parte, descubrí que había un nuevo tema llamado ciencia cognitiva. (Se ha dicho de manera un poco cruel que cualquier disciplina que lleva la palabra «ciencia» en su enunciado, probablemente no lo es). La ciencia cognitiva constituía una parte de la rebelión contra el conductismo. Los conductistas piensan que uno debe estudiar únicamente el comportamiento animal y no tener en cuenta modelos —ni hacerlos— sobre cualquier proceso mental que ocurre en el animal. El conductismo se convirtió en la escuela dominante de la psicología en la primera parte de este siglo, especialmente en los Estados Unidos.
Los científicos cognitivos, en oposición a las visiones estrechas de los conductistas, piensan que es importante hacer modelos explícitos de los procesos mentales, especialmente de los humanos. La lingüística moderna es una importante parte de la ciencia cognitiva que hace justamente esto. Sin embargo, no hay demasiado entusiasmo por mirar dentro del cerebro propiamente dicho. Muchos científicos cognitivos tienden a mirar el cerebro como una «caja negra» que más vale no abrir. De hecho, alguna gente define la ciencia cognitiva como aquellos estudios que no tienen en cuenta cosas como las células nerviosas. En la ciencia cognitiva el proceso usual es aislar algún fenómeno psicológico, hacer un modelo teórico de los procesos mentales postulados y después comprobar el modelo mediante la simulación por computadora, para asegurarse de que funciona como el autor pensaba que lo haría. Si encaja al menos con algunos hechos psicológicos, se piensa que es un modelo útil. El hecho de ser bastante improbable que sea correcto no parece molestar a nadie.
Todo esto me pareció muy extraño y todavía pienso así. Básicamente se trata de la actitud filosófica de un funcionalista, una persona que cree que el estudio del funcionamiento de la persona o animal es importante y puede ser estudiado de una manera abstracta, sin preocuparse de qué tipo de fragmentos y piezas dan lugar en realidad a la función que estudia. Observé que esta actitud está muy extendida entre los psicólogos. Algunos van tan lejos como para negar que conocer exactamente lo que ocurre dentro de la cabeza nos diga algo útil sobre la psicología. Y están dispuestos a pegar con los puños sobre la mesa para sustentar tales afirmaciones.
Cuando se les presiona para saber por qué piensan así, normalmente dicen que la caja de sorpresas es tan endiabladamente complicada que no es probable que salga nada bueno si se mira de cerca. La respuesta evidente a todo ello es que si efectivamente es tan complicada ¿cómo esperan desentrañar su funcionamiento mirando únicamente lo que entra y lo que sale, ignorando lo que pasa entre medio? La única respuesta que he obtenido a esta pregunta es que es esencial estudiar los organismos a niveles superiores y que el estudio de las neuronas por sí mismo (la cursiva es mía) jamás resolverá estos problemas. Estoy completamente de acuerdo con esto, pero no veo qué es lo que justifica hacer caso omiso de las neuronas. Normalmente no es ventajoso tener una mano atada a la espalda cuando uno aborda un trabajo difícil de verdad.
Mis propios prejuicios son exactamente opuestos a los de los funcionalistas: «Si quieres entender la función, estudia la estructura», creía haber afirmado en mis tiempos de biología molecular. (Creo que en aquel momento estaba navegando). Me parece que estos problemas se deben atacar en todos los niveles, como se hacía en biología molecular. La genética clásica, después de todo, es un problema de caja negra. Lo importante era combinarla con la bioquímica. En la naturaleza, las especies híbridas son verdaderamente estériles, pero en ciencia normalmente se cumple lo contrario. Los temas híbridos son con frecuencia sorprendentemente fértiles, mientras que si una disciplina científica permanece pura, normalmente languidece.
Es cierto que cuando se estudia un sistema complicado ni siquiera se ven los problemas a menos que se estudien los niveles superiores del sistema, pero la demostración de cualquier teoría sobre niveles superiores normalmente necesita datos detallados sobre los niveles inferiores si se trata de establecerla más allá de toda duda razonable. Además, los datos exploratorios del estudio de los niveles inferiores sugieren a menudo vías importantes para construir nuevas teorías de niveles superiores. Más aún, con frecuencia se puede obtener información útil sobre los componentes de niveles inferiores estudiándolos en animales simples con los que es más fácil trabajar. Un ejemplo serían los recientes trabajos sobre el mecanismo de la memoria en los invertebrados.
El primer problema fue decidir en qué tipo de animal me debía concentrar. Algunos de mis compañeros de biología molecular habían escogido animales pequeños bastante primitivos. Como he mencionado, Sydney Brenner había escogido un nemátodo. Seymour Benzer eligió estudiar la genética del comportamiento en la mosca del vinagre Drosophila, en parte porque ya había muchos estudios de genética básica sobre ella.
Pensé que mi interés a largo plazo se centraba en el problema de la conciencia, aunque me di cuenta de que sería algo alocado empezar por allí. La conciencia es más evidente en el hombre: al menos yo sé que estoy consciente y tengo razones para sospechar que el lector también lo está. Pero no sabemos si una mosca del vinagre es consciente. Existen sin embargo graves problemas experimentales para trabajar sobre los seres humanos, ya que muchos experimentos son imposibles por razones éticas. Parece razonable, pues, concentrarse en animales cercanos al hombre en la evolución, es decir mamíferos y, en particular, primates como los monos.
El siguiente problema consistió en escoger algún aspecto particular del cerebro de los mamíferos. Como sabía muy poco, decidí hacer la elección más obvia y concentrarme en el sistema visual. El hombre es un animal visual (igual que los monos) y ya se había trabajado mucho en diversos aspectos de la visión.
¿Cómo se puede estudiar la visión del hombre trabajando con monos? Lo más aproximado es hacer lo que uno puede con el hombre y, en paralelo, estudiar el mismo sistema en un mono o en otro mamífero. En trabajos sobre la percepción se está volviendo práctica usual utilizar argumentos que proceden de estudios psicofísicos detallados sobre el hombre (junto a estudios psicofísicos bastante sencillos sobre el mono), combinados con todo el conocimiento neuroanatómico y neurofisiológico disponible sobre la parte pertinente del cerebro del mono. En ocasiones pueden utilizarse otros datos sobre el hombre, por ejemplo los potenciales evocados (un tipo de onda cerebral) o diversos barridos con scanner que resultan bastante caros, sin embargo incluso estos tienen una resolución mucho menor, ya sea en el espacio o en el tiempo y además dan en general mucha menos información.
Por esta razón, para alguien como yo, el sistema visual es atractivo, ya que en la medida en que es posible afirmarse, un macaco ve de un manera muy parecida a como vemos nosotros. Hay desde luego pocos temas más importantes para nosotros que el lenguaje, ya que es una de las diferencias fundamentales entre el hombre y los animales inferiores. Lamentablemente por esta misma razón no hay un animal adecuado para este tipo de estudios. De ahí, en mi opinión, la lingüística moderna, por muy sofisticada que sea, llegará a una barrera infranqueable, a menos que se descubra más acerca de lo que ocurre dentro de nuestras cabezas cuando hablamos, oímos a alguien que habla y leemos. Si el lenguaje es algo tan complejo como la visión (lo que parece mucho más que probable), la posibilidad de descubrir la manera en que funciona realmente, sin este conocimiento adicional me parece mínima. No es sorprendente que los lingüistas normalmente encuentren inaceptable este argumento.
Decidí también que, al menos al principio, no intentaría hacer experimentos. Aparte de que técnicamente son a menudo muy difíciles, pensé que mi ayuda sería mayor desde un punto de vista teórico. Me pareció que podía llevar a cabo una función útil estudiando el problema de la visión desde el mayor número de perspectivas que fuera posible. Esperaba que pudiera ayudar a construir puentes entre varias disciplinas científicas que estudian el cerebro desde un punto de vista u otro. Tenía pocas esperanzas de producir alguna idea teórica radicalmente nueva a mi edad avanzada, pero pensé que podría interaccionar con jóvenes científicos de forma fructífera. En cualquier caso, esperaba que el tema resultara interesante y a mi edad tenía derecho a hacer cosas para mi diversión, siempre y cuando pudiera hacer alguna contribución útil de vez en cuando.
Una vez decidido que podría aprender algo sobre el sistema visual de los mamíferos, mi siguiente problema fue seleccionar qué aspecto debía estudiar en primer lugar. No había estudiado medicina, por lo tanto mi conocimiento de la neuroanatomía era casi nulo. Decidí abordarla en primer lugar, ya que esperaba que fuera la parte más aburrida del tema. Pensé que me lo sacaría de encima antes de pasar a otros temas más interesantes.
Para mi sorpresa, pronto descubrí que había habido una pequeña evolución en la neuroanatomía árida. Gracias principalmente a la introducción de varias técnicas bioquímicas bastante sencillas, ahora era posible descubrir cómo se relacionaban entre sí distintas regiones del cerebro. Las técnicas no eran sólo poderosas sino considerablemente más fiables que muchos de los métodos antiguos. Por desgracia, gran parte de ellas no pueden ser usadas sobre humanos (al final del experimento no se puede «sacrificar» al estudiante que ha estado actuando como sujeto por razones éticas evidentes, lo que sí se puede hacer con los animales). De este modo se ha llegado a la situación de que se conoce más sobre las conexiones neuronales en el cerebro de un macaco que sobre las que se dan en el cerebro humano. De hecho, pronto conoceremos tanto sobre el patrón general de conexiones del macaco y sobre la localización en el cerebro de varios transmisores químicos y sus receptores, que la única manera de integrar esta nueva información será almacenarla en los ordenadores de tal manera que pueda ser expresado de forma gráfica clara para su comprensión.
Comencé leyendo artículos experimentales y revisiones. Encontré que no era difícil aproximarse a los experimentadores siempre y cuando uno estuviera genuinamente interesado en su trabajo e hiciera algún esfuerzo por descubrir en qué se estaba ocupando a partir de sus publicaciones. De esta manera hice muchos amigos, demasiados para dar la lista aquí. Tuve la suerte de encontrar en La Jolla a mucha gente interesada en la visión o en la teoría. Un grupo del departamento de psicología de la Universidad de California en San Diego (UCSD) estudiaba principalmente la psicofísica de la visión, bajo la dirección de Bob Boyton. Otros psicofísicos que conocí fueron Don MacLeod y V.S. («Rama») Ramachandran cuando éste fue a San Diego desde Irvine. También frecuenté a otro grupo del mismo departamento, dirigido entonces por David Rumelhart y Jay McClelland, que hacían un trabajo teórico. Después de un tiempo, el departamento me nombro profesor adjunto de psicología a pesar de mi conocimiento superficial del tema.
En 1980 Max Cowan se integró al Salk para dirigir un gran grupo de neurociencias. Algunos, como Richard Andersen (ahora en el M.I.T.) y Simón LeVay hacían trabajo experimental en el sistema visual. Aunque Max se fue en 1986, el Salk todavía tiene un enorme interés en las neurociencias y ha contratado recientemente a Tom Allbright, un experimentador de Princeton.
Otra bendición fue la llegada, en 1984, de los filósofos canadienses Paul y Pat Churchland para encargarse de cátedras en el departamento de filosofía de la UCSD. No es frecuente encontrar filósofos siquiera remotamente interesados en el cerebro, así que es una gran ayuda contar con el consejo de dos personas que tienen un interés real en él. Ambos habían escrito positivamente sobre el reduccionismo (una palabra malsonante para algunos, especialmente para los que me ven a mí como un archirreduccionista). Más recientemente, Pat ha escrito una extensa obra titulada Neurofilosofía publicada por la sección Bradford Books de M.I.T. Press y que presenta sus nuevos puntos de vista sobre los aspectos experimentales teóricos y filosóficos. Su subtítulo es: «Hacia una ciencia unificada de la mente y el cerebro».
Ramachandran y Gordon Shaw (un físico de la Universidad de California en Irvine) fueron los cofundadores del Club Helmholz llamado así en homenaje al físico alemán del siglo XIX, pionero en el estudio científico de la percepción. Los miembros se reunían una vez cada mes, empezando a la hora de comer y terminando con la cena. Entretanto, manteníamos coloquios con dos conferenciantes sobre los temas más relacionados con el sistema visual. Este tipo de horario dejaba mucho tiempo para la discusión. Las reuniones se desarrollaron en Irvine, que está a medio camino entre Los Angeles y San Diego, de manera que los miembros y sus huéspedes de otras universidades podían llegar fácilmente.
No hay lugar aquí para describir lo que sabemos ahora sobre el sistema visual —me tomaría al menos un libro completo—, para no hablar del resto del cerebro. Me restringiré simplemente a comentarios bastante generales. En primer lugar, para mucha gente no es obvio que necesitemos estudiar la visión. Ya que vemos de manera tan clara y sin esfuerzo aparente, ¿cuál es el problema? Resulta ser preciso enterarse de que para construir nuestra representación mental viva del mundo exterior, el cerebro tiene que desarrollar actividades complejas (llamadas a menudo computaciones) de las que somos casi completamente inconscientes.
Sucumbimos de manera demasiado fácil a la «Falacia del Homunculus», según la cual, en algún lugar de nuestro cerebro existe un hombrecito que está mirando todo lo que ocurre. Muchos neurocientíficos no lo creen (Sir John Eccles es una excepción) y piensan que nuestra visión del mundo y de nosotros mismos se debe solamente a neuronas que desencadenan procesos químicos o electroquímicos en el propio cuerpo. Lo que queremos descubrir exactamente es cómo estas actividades nos dan una visión tan clara del mundo y de nosotros mismos, y por tanto nos permiten actuar.
La función principal del sistema visual consiste en construir una representación mental de los objetos del mundo que nos rodea. Tiene que hacerlo a partir de señales complejas que llegan a la retina de nuestros ojos. Aunque estas señales tienen mucha información implícita en ellas, el cerebro necesita procesar esta información para obtener representaciones explícitas de lo que interesa. Así, los fotorreceptores de nuestros ojos responden a la longitud de onda de la luz que llega a partir del objeto. Pero en lo que el cerebro está principalmente interesado es en la reflectividad (el color) del objeto y puede extraer esta información incluso bajo diferentes condiciones de iluminación de ese objeto.
El sistema visual ha evolucionado para detectar muchos aspectos del mundo real que en la evolución han sido importantes para sobrevivir, como el reconocimiento de la comida, de los depredadores y posiblemente de los cónyuges. Está especialmente interesado en los objetos que se mueven. La evolución se habrá fijado en las características que darán una información útil. En muchos casos el cerebro tiene que realizar estas operaciones de la forma más rápida posible. Las primeras neuronas son bastante lentas (comparadas con los transistores en un ordenador digital) y por tanto el cerebro tiene que estar organizado para llevar muchas de sus «computaciones» lo más rápidamente posible. Exactamente cómo lo hace es algo que todavía no entendemos.
Es muy fácil convencer a alguien de que por mucho que piense en cómo funciona su cerebro, éste no tiene por qué funcionar de esa forma. Este malentendido puede demostrarse a partir de los efectos producidos por lesiones en el cerebro humano, por experimentos psicofísicos sobre humanos no dañados o considerando lo que sabemos sobre los cerebros de los monos. Lo que parece un proceso uniforme y simple es en realidad el resultado de acciones elaboradas entre sistemas, subsistemas y sub-subsistemas. Por ejemplo, un sistema determina cómo vemos el color, otro cómo vemos en tres dimensiones (aunque sólo recibimos información en dos dimensiones de cada uno de nuestros dos ojos) y así sucesivamente. Uno de los subsistemas de este último depende de la diferencia de las imágenes entre nuestros dos ojos; lo que se llama estereopsis. Otro tiene que ver con la perspectiva. Otro usa el hecho de que los objetos a una cierta distancia se observan con un ángulo menor que cuando están más cerca de nosotros. Otros se ocupan de la oclusión (un objeto ocluye parte del objeto que está detrás de él), de la forma que se deduce de la sombra y así sucesivamente. Cada uno de estos subsistemas puede necesitar sub-subsistemas para funcionar.
Normalmente todos los sistemas producen aproximadamente la misma respuesta, pero usando trucos como, por ejemplo, construir escenas visuales artificiales, podemos oponer los unos a los otros y producir así una ilusión visual. Si una persona con un ojo mira a través de un pequeño agujero hacia el interior de una habitación construida con perspectivas falsas, un objeto en un punto de la habitación puede parecer más pequeño que el mismo objeto en otra ubicación. Una habitación así, a tamaño natural, llamada Ames Room, existe en el Exploratorium de San Francisco. Cuando estaba mirándola aparecieron algunos niños corriendo de una parte a otra. En un sitio parecían ser más altos y se hacían más pequeños cuando volvían corriendo hacia el otro lado. Desde luego, sé muy bien que los niños nunca cambian de altura de esta manera, pero la ilusión, sin embargo, era del todo convincente.
La concepción del sistema visual como una caja de sorpresas ha sido propuesta por Rama Ramachandran como resultado de sus elegantes e ingeniosos estudios psicofísicos. Llama a su punto de vista la teoría utilitaria de la percepción y escribe:
Quizá no sea demasiado inverosímil sugerir que el sistema visual utiliza un asombroso conjunto de trucos hechos a medida y a propósito y de reglas empíricas para resolver sus problemas. Si esta visión pesimista de la percepción es correcta, la tarea de los investigadores de la visión debería ser descubrir estas reglas en lugar de atribuir al sistema un grado de sofisticación que simplemente no posee. Buscar principios de largo alcance puede ser un ejercicio de futilidad.
Esta aproximación es como mínimo compatible con lo que sabemos de la organización del córtex en los monos y con la idea de François Jacob de la evolución como un remendón. Es desde luego posible que por debajo de los diversos trucos haya justamente algunos algoritmos básicos del aprendizaje que producen esta complicada variedad de mecanismos que se construyen sobre las estructuras esenciales producidas por la genética.
También descubrí que aunque se conoce mucho sobre el comportamiento de las neuronas, en muchas partes del sistema visual (al menos en los monos) nadie tiene una idea clara de cómo se ve realmente cualquier cosa. Esta triste situación apenas se menciona a los estudiantes del tema. Los neurofisiólogos entrevén cómo el cerebro deshace la imagen, cómo áreas separadas de nuestro córtex cerebral procesan el movimiento, el color, la forma, la posición en el espacio, etc. Lo que no se entiende todavía es cómo el cerebro junta todo esto para darnos nuestra imagen unitaria del mundo.
Descubrí también otro aspecto del tema que, se supone, no debe mencionarse. Se trata de la conciencia. En realidad, el interés sobre este tema se tomaba normalmente como una señal de que se aproximaba la senilidad. Este tabú me sorprendió mucho. Desde luego, sabía que hasta poco tiempo atrás muchos de los experimentos sobre el sistema visual de los animales se hacían cuando éstos estaban inconscientes bajo un anestésico, de manera que hablando de forma estricta no podían ver nada de nada. Durante muchos años esto no parecía estorbar a los experimentalistas, ya que encontraron que, incluso bajo estas condiciones restrictivas, las neuronas del cerebro se comportaban de manera bastante interesante. Recientemente se ha trabajado mucho con animales despiertos. Aunque estos animales son mucho más difíciles de estudiar técnicamente, hay compensaciones, ya que después de un día normal de trabajo los animales vuelven a sus jaulas y los experimentos y los experimentadores pueden irse a casa a cenar. Estos animales se pueden estudiar durante muchos meses antes de ser sacrificados. (Los experimentos con animales anestesiados suelen ser mucho más pesados, ya que por lo general se trabajan muchas horas seguidas y después el animal se sacrifica directamente). Curiosamente, no se había hecho casi ningún experimento sobre los mismos tipos de neuronas en el mismo animal, primero despierto, y después bajo el efecto de la anestesia.
No sólo a los neurofisiólogos les disgustaba hablar sobre conciencia. Lo mismo se aplicaba a los psicofísicos y a los científicos cognitivos. Hace aproximadamente un año, el psicólogo George Mandler organizó un ciclo de seminarios en el departamento de psicología de la UCSD. Los seminarios demostraron que no había casi ningún consenso sobre el estado del problema, por no hablar de cómo resolverlo. Muchos de los conferenciantes parecían pensar que no había solución posible en un futuro próximo y simplemente hablaban, sin profundizar en el tema. Sólo David Zipser (otro ex biólogo molecular ahora en la UCSD) pensaba como yo, es decir que la conciencia probablemente implicaba un mecanismo neuronal desconocido, quizá distribuido sobre el hipocampo y sobre muchas áreas del córtex, y que no era imposible descubrir mediante experimentos, al menos, la naturaleza general del mecanismo.
Curiosamente, en biología son a veces estos problemas básicos que parecen imposibles de resolver los que se descubren de manera más fácil. Esto es así porque es posible que haya tan pocas soluciones remotamente posibles, que puede ocurrir que uno sea llevado inexorablemente a la respuesta correcta. (Un ejemplo de estos problemas se discute al final del capítulo 3.) Los problemas biológicos realmente difíciles de resolver son aquellos para los cuales hay una infinidad de respuestas posibles y uno tiene que tratar de distinguirlas cuidadosamente.
Una de las principales desventajas del estudio experimental de la conciencia es que mientras la gente puede decirnos de qué es consciente (si ha perdido de golpe su visión del color, por ejemplo, y ahora sólo puede ver todo en sombras grises), resulta difícil obtener esta información de los monos. Ciertamente, los monos pueden ser entrenados laboriosamente para que aprieten una llave si ven una línea vertical y otra si ven una línea horizontal, pero podemos pedir a la gente que imagine el color o que imagine que está moviendo sus dedos. Es difícil enseñar a los monos a que hagan esto. Y sin embargo podemos observar el interior de la cabeza de un mono con un detalle mucho mayor que la cabeza de una persona. Es por tanto bastante importante tener alguna teoría de la conciencia aunque sea aproximada, para guiar a la vez los experimentos en los humanos y en los monos. Sospecho que la conciencia puede ser capaz de funcionar sin un sistema de memoria a largo plazo que actúe a pleno rendimiento, pero un sistema de memoria a corto plazo es indispensable. Esto sugiere en seguida que deberíamos observar las bases moleculares y celulares de la memoria a corto plazo, un tema bastante abandonado y que puede hacerse en los animales, incluso en un animal relativamente sencillo y barato como un ratón.
¿Y qué hay acerca de la teoría? Es fácil ver que una teoría de algún tipo es esencial ya que cualquier explicación del cerebro tiene que implicar grandes números de neuronas que interaccionan de formas complicadas. Además el sistema es claramente no lineal y de este modo es fácil adivinar exactamente cómo funcionaría cualquier tipo de modelo complejo.
Pronto me di cuenta de que se estaba realizando mucho trabajo teórico. Tendía a hacerse en escuelas separadas, cada una de ellas estaba poco dispuesta a mencionar el trabajo de las otras. Normalmente esto es característico de una disciplina que no produce conclusiones definitivas. (La filosofía y la teología pueden ser buenos ejemplos). Volví a encontrarme con el teórico David Marr (a quien había conocido en Cambridge) cuando llegó con otro teórico, Tomaso (Tommy) Poggio, al Salk, durante el mes de abril de 1979 para hablar sobre el sistema visual. Por desgracia, David murió a la temprana edad de treinta y cinco años, pero Tommy (ahora en el M.I.T.) sigue vivo y bien y se ha convertido en un gran amigo mío. Conocí a muchos de los teóricos que trabajaban en el cerebro (demasiado numerosos para poner la lista aquí), en su mayoría en las conferencias. Conocí mejor a otros en visitas personales.
Una gran parte de este trabajo teórico se hacía sobre redes neuronales, es decir sobre modelos en los cuales grupos de elementos (algo así como las neuronas) interaccionan de maneras complejas para realizar alguna función que tiene una conexión a menudo bastante remota con algún aspecto de la psicología. Se estaba trabajando mucho sobre la forma en que estas redes podrían llegar a aprender utilizando reglas sencillas —algoritmos— diseñadas por los teóricos.
Un reciente libro en dos volúmenes, titulado Procesos distribuidos paralelos (PDP), describe el trabajo hecho por una escuela de teóricos del grupo de San Diego y sus amigos. Está editado por David Rumelhart (ahora en Stanford) y Jay McClelland (ahora en Carnegie-Mellon) y publicado por Bradford Books. A pesar de ser un libro bastante académico y voluminoso, ha resultado ser un bestseller. Los resultados son tan sorprendentes que la aproximación PDP está teniendo un impacto dramático a la vez en psicólogos y en estudiosos de la inteligencia artificial (AI), especialmente aquellos que están intentando producir una nueva generación de computadores altamente paralelos. Parece probable que se convierta en una nueva ola de la psicología.
No hay duda de que se han producido muchos resultados sugestivos. Por ejemplo, podemos ver cómo una red neuronal puede almacenar la «memoria» de varios patrones funcionales de sus «neuronas» y cómo cualquier parte de uno de sus patrones (la cola) puede recordar el patrón entero. También se demuestra cómo a un sistema así se le puede enseñar a aprender reglas tácitas por experiencia (de la misma forma en que un niño primero aprende las reglas de la gramática de su lengua sin saberlo y sin ser capaz de decirlas de forma explícita). Un ejemplo de esta red, la llamada Net Talk propuesta por Terry Sejnowski y Charles Rosenberg, da una demostración bastante sorprendente de cómo esta pequeña máquina puede, por experiencia, aprender a pronunciar correctamente un texto inglés escrito, incluso uno que nunca ha visto antes. Terry, a quien conozco bien, realizó una demostración sorprendente de ello un día, durante la comida de los profesores en el Salk. (También ha hablado mucho de ello en el programa televisivo Today). Este sencillo modelo no entiende lo que está leyendo. Su pronunciación no es nunca completamente correcta, en parte porque en inglés la pronunciación muchas veces depende del sentido.
A pesar de esto, guardo serias reservas sobre el trabajo que se ha hecho hasta el momento. En primer lugar, las «unidades» utilizadas casi siempre tienen algunas propiedades que parecen poco realistas. Por ejemplo, una unidad única puede producir excitación en algunos de sus terminales e inhibición en otros. Nuestro conocimiento actual del cerebro, sin duda limitado, sugiere que esto casi nunca ocurre, al menos en el neocórtex. De esta forma es imposible probar todas estas teorías al nivel neurobiólogico, ya que fallan completamente en la primera prueba, que es la más evidente. A esto los teóricos normalmente responden que ellos podrían alterar fácilmente sus modelos para hacer este aspecto más realista, pero en la práctica nunca se han preocupado de hacerlo. Uno siente que realmente no quieren saber si su modelo es bueno o no. Además el algoritmo más poderoso que se usa (el llamado algoritmo de retropropagación) también parece bastante improbable en términos neurobiológicos. Todos los intentos para superar esta dificultad en particular me parecen bastante forzados. A mi pesar, debo concluir que estos modelos no son realmente teorías sino más bien «demostraciones». Son pruebas de que unidades que se parecen en algo a las neuronas pueden hacer en realidad cosas muy sorprendentes, pero hay muy poco que sugiera concluyentemente que el cerebro se comporta en realidad de la manera como ellos quieren.
Desde luego, es posible que estas redes y sus algoritmos puedan ser usados en el diseño de una nueva generación de computadores altamente paralelos. El principal problema técnico en este caso parece ser el de encontrar alguna manera de conseguir conexiones modificables en chips de silicio, pero este problema probablemente se solucionará dentro de poco.
Hay otras dos críticas a muchos de estos modelos de redes neuronales. La primera es que no actúan suficientemente rápido. La rapidez es un requerimiento esencial para animales como nosotros. Todavía la mayoría de los teóricos tienen que dar a la rapidez el peso que merece. La segunda concierne a las relaciones. Un ejemplo puede ayudar aquí. Imaginemos que dos letras —dos letras cualesquiera— se proyectan brevemente en una pantalla, una sobre otra. La tarea consiste en decir cuál de ellas está encima de la otra. (Este problema ha sido sugerido independientemente por los psicólogos Stuart Sutherland y Jerry Fodor). Esto se hace fácilmente con los modelos antiguos, utilizando los procesos comúnmente empleados en los modernos computadores digitales, pero los intentos para hacerlo con los procesadores paralelos me parecen muy pesados. Sospecho que lo que falta puede ser un mecanismo de atención. La atención es, probablemente, un proceso serial que trabaja por encima de los procesos PDP altamente paralelos.
Parte del problema con la neurociencia teórica es que está situada de alguna forma entre otros tres campos. En un extremo tenemos los investigadores que trabajan directamente sobre el cerebro. Esto es ciencia. Están tratando de descubrir qué mecanismos utiliza la naturaleza realmente. En el otro extremo se encuentra la inteligencia artificial. Esto es ingeniería. Su objeto es producir una máquina que trabaje de la forma deseada. El tercer campo son las matemáticas. Las matemáticas no se preocupan ni por la ciencia ni por la ingeniería (excepto como una fuente de problemas) sino únicamente de relaciones entre entidades abstractas.
Quienes trabajan en la teoría del cerebro son atraídos hacia diferentes direcciones. El snobismo intelectual les hace sentir que deberían producir resultados que fueran matemáticamente profundos y poderosos, y a la vez aplicables al cerebro. No es probable que esto ocurra si el cerebro es realmente una combinación complicada de sistemas simples que han evolucionado por selección natural. Si una idea que ellos conciben no contribuye a explicar el cerebro, los teóricos esperan que quizá podrá ser útil en inteligencia artificial. No hay nada que los presione para llegar a descubrir la manera en que el cerebro realmente trabaja. Es más divertido producir programas «interesantes» de ordenador y mucho más fácil conseguir dinero para este trabajo. Incluso existe la posibilidad de que puedan hacer algún dinero si sus ideas se utilizan en computadoras. No ayuda a esta situación el que la impresión generalizada acerca de la psicología sea que es una ciencia «blanca», la cual raramente produce resultados definitivos, sino que va saltando de una manía teórica a la siguiente. A nadie le gusta averiguar si un modelo es correcto ya que si lo hicieran, una gran parte del trabajo se detendría visiblemente.
Quisiera poder decir que mis propios esfuerzos han servido de mucho. Al pensar en las redes neuronales, Graeme Mitchinson y yo inventamos, en 1983, una nueva razón para la existencia del movimiento rápido del ojo (REM) durante el sueño, aunque otros grupos pensaron independientemente en el mismo mecanismo. Es muy divertido dar conferencias sobre ello, ya que casi toda la gente se interesa por el sueño y los sueños. Incluso di conferencias a físicos (incluyendo al departamento de investigación de una compañía petrolera), a clubs de señoras, a profesores de bachillerato y a numerosos departamentos académicos. La esencia de la idea es que probablemente la memoria está almacenada en el cerebro del mamífero de una manera muy diferente a como están almacenadas en el sistema de una computadora moderna. Se cree que en el cerebro la memoria está a la vez «distribuida» y de alguna manera sobreimpuesta. Las simulaciones demuestran que esto no tiene por qué plantear un problema, a menos que el sistema se sobrecargue, lo que puede dar lugar a memorias falsas. A menudo hay mezclas de memorias almacenadas que tienen algo en común.
Estas mezclas hacen pensar inmediatamente en los sueños y en lo que Freud llamaba condensación. Por ejemplo, cuando soñamos con alguien, el personaje del sueño es normalmente la mezcla de dos o tres personas bastante similares. Graeme y yo propusimos, por tanto, que en el sueño REM hay un mecanismo de corrección automática que actúa para reducir esta posible confusión de la memoria. Sugerimos que este mecanismo es la causa profunda de nuestros sueños, muchos de los cuales por otra parte no se recuerdan nunca. Si esta idea es cierta o no el tiempo lo dirá.
Escribí también un artículo sobre la base neuronal de la atención, pero esto es altamente especulativo. Todavía tengo que crear una teoría que sea a la vez nueva y que también explique muchos hechos experimentales desconectados de una forma convincente.
En retrospectiva, recuerdo cuán extraño me pareció este nuevo campo. No hay duda de que comparado con la biología molecular, la ciencia del cerebro está en un estado intelectual muy atrasado. También el progreso es muy lento y el uso de la palabra «reciente» lo atestigua. En los estudios clásicos (latín y griego) «reciente» significa en el plazo de los últimos veinte años. En neurobiología y en psicología esto normalmente significa los últimos pocos años, mientras que en la biología molecular moderna esto significa las últimas pocas semanas.
Se necesitan tres aproximaciones principales para resolver un sistema complicado. Una puede deshacerlo y caracterizar todas las partes aisladas: de qué están hechas y cómo funcionan. Otra puede encontrar exactamente dónde está localizada cada parte del sistema en relación con todas las demás partes. Es improbable que estas dos aproximaciones revelen por sí mismas cómo funciona exactamente el sistema. Para hacer esto se debe también estudiar el comportamiento del sistema y de sus componentes cuando se interfiere de forma muy delicada en sus varias partes para ver qué efecto producen las alteraciones en el comportamiento de todos los niveles. Si pudiéramos hacer esto con nuestro propio cerebro, encontraríamos de forma inmediata cómo funciona.
La biología molecular y celular debería ayudar de forma decisiva en estas tres aproximaciones. Lo primero ya ha empezado. Por ejemplo, ya han sido aislados los genes de algunas moléculas clave, han sido caracterizados y sus productos se han sintetizado de manera que puedan ser estudiados mucho más fácilmente. Se ha hecho algún progreso en la segunda aproximación, pero se necesita mucho más. Por ejemplo, sería muy útil una técnica para inyectar un marcador en una única neurona, de tal manera que todas las neuronas conectadas con ella (y sobre ella) se marcaran.
La tercera aproximación necesita de nuevos métodos, especialmente debido a que las vías normales para seccionar partes del cerebro son demasiado primitivas. Por ejemplo, sería útil poder inactivar, preferentemente de manera reversible, un único tipo de neuronas y en una única zona del cerebro. Además se necesitan maneras mucho más sutiles y poderosas para estudiar el comportamiento, a la vez del animal completo y también de grupos de neuronas. La biología molecular está avanzando tan rápidamente que pronto tendrá un impacto masivo en todos los aspectos de la neurobiología.
En el verano de 1984 me pidieron que asistiera a la Séptima Conferencia Europea sobre percepción visual en Cambridge, Inglaterra. Era una de esas ocasiones en que después de la cena a uno se le pide que entretenga y al mismo tiempo que informe. Terminé afirmando que en el lapso de una generación, muchos de los investigadores de los departamentos de psicología estarían trabajando en «Psicología molecular». Vi expresiones totalmente incrédulas en las caras de la mayoría de mi audiencia. «Si no aceptan esto», dije, «miren lo que ha ocurrido en los departamentos de Biología. Hoy en día muchos de sus científicos están haciendo Biología molecular mientras que hace una generación éste era un tema conocido sólo por especialistas». Su incredulidad se convirtió en aprensión. ¿Es esto lo que el futuro nos reserva? Los últimos dos años han demostrado que el principio de este giro ya ha llegado (los trabajos recientes sobre el receptor NMDA para el paraglutamato y su relación con la memoria es un buen ejemplo).
El presente estado de las ciencias del cerebro me recuerda al de la biología y la embriología en los años veinte o treinta. Muchas cosas interesantes han sido descubiertas, cada año se consigue progresar en muchos frentes, pero las cuestiones fundamentales están básicamente sin contestar y es improbable que esto se haga sin nuevas técnicas y nuevas ideas. La biología molecular maduró en los años sesenta, mientras que la embriología está justamente ahora empezando a convertirse en un campo bien desarrollado. Las ciencias del cerebro tienen todavía un largo camino por recorrer, pero la fascinación del tema y la importancia de las respuestas lo llevarán inevitablemente adelante. Es esencial entender nuestro cerebro con algún detalle si queremos comprender correctamente nuestro lugar en este vasto y complicado universo que vemos a nuestro alrededor.