Ha llegado el momento de tratar de unir todos los hilos. En los capítulos anteriores he pretendido sugerir algunos aspectos de la investigación biológica, para ilustrar su carácter particular y, a la vez, describir en pocas pinceladas la investigación como una actividad humana.
Lo que da a la investigación biológica su carácter especial es la acción continuada de la selección natural. Cada organismo, cada célula y cada una de las grandes moléculas bioquímicas son el resultado final de un proceso largo e intrincado que a menudo se remonta a miles de millones de años. Esto hace que la biología sea una disciplina diferente de la física. La física más básica, como el estudio de las partículas fundamentales y sus interacciones, o sus ramas más aplicadas, como la geofísica o la astronomía, son muy diferentes de la biología. Es cierto que en estas dos últimas ramas tenemos que tratar con cambios ocurridos en períodos comparables y que lo que vemos puede ser el resultado final de un largo proceso histórico. Las capas de rocas superpuestas que se observan en el Gran Cañón del Colorado serían un ejemplo. Sin embargo, si bien es cierto que las estrellas pueden «evolucionar», no lo hacen por selección natural. Si no es en biología, no veremos nunca el proceso de la replicación exacta, la cual, junto con la aparición de mutantes, lleva a que los sucesos extraños se vuelvan normales. Aunque en ocasiones vislumbremos una aproximación a tal proceso, no ocurre a menudo, lo que añade complejidad a la complejidad.
Otra característica clave de la biología es la existencia de muchos ejemplos idénticos de estructuras complejas. Por supuesto, muchas estrellas deben ser similares entre sí. Muchos cristales de las rocas geológicas tienen que tener una estructura básicamente similar. Pero en ninguno de ambos casos encontramos masas de estrellas o cristales idénticos hasta en los más mínimos detalles. En cambio, un tipo de molécula de proteína con frecuencia existe en muchas copias absolutamente idénticas. Si ello se hubiera producido únicamente por azar, sin la ayuda de la selección natural, se consideraría casi infinitamente improbable. La física es también diferente porque sus resultados pueden ser expresados como poderosas y profundas leyes generales que a menudo parecen contradecir la intuición general. En biología no hay nada parecido a la relatividad especial o general, ni a la electrodinámica cuántica o incluso a sencillas leyes de conservación como son las de la mecánica newtoniana: la conservación de la energía, de la cantidad de movimiento o del momento angular. La biología tiene sus «leyes», como las de la genética mendeliana, pero a menudo no son más que generalizaciones muy amplias con significativas excepciones. Se cree que las leyes de la física son las mismas en cualquier parte del universo. Es improbable que esto pueda aplicarse a la biología. No tenemos ni idea de en qué se parecerá la biología extraterrestre (si existe) a la nuestra. Si bien podemos considerar probable que esté a su vez gobernada por la selección natural o algo semejante, sólo se trata de una hipótesis plausible.
En biología encontramos mecanismos, mecanismos construidos con componentes químicos y a menudo modificados por mecanismos posteriores que se añaden a los primitivos. Mientras que la navaja de Occam es una herramienta útil para las ciencias físicas, puede ser un instrumento peligroso para la biología. Por ello es muy prudente utilizar la sencillez y la elegancia como guías para la investigación biológica. Recordemos que el DNA puede ser considerado a la vez simple y elegante. Casi con toda certeza, el DNA se originó muy cerca del origen de la vida, cuando las cosas eran necesariamente sencillas, ya que de lo contrario no habrían podido continuar funcionando.
Los biólogos deben tener constantemente presente que lo que ellos ven no ha sido diseñado, sino que más bien ha evolucionado. Ello nos llevaría a pensar que los razonamientos evolutivos han jugado un papel importante para guiar la investigación biológica, pero nada está más lejos de ser verdad. Bastante difícil es estudiar lo que está ocurriendo ahora. Más difícil aún resulta imaginar qué ocurrió exactamente en la evolución. Por tanto, los argumentos evolutivos pueden ser usados de manera útil como pistas para sugerir posibles líneas de investigación, pero es muy peligroso confiar demasiado en ellos. Es demasiado fácil caer en deducciones equivocadas, a menos que los procesos de que se trata sean ya bien conocidos.
Estas circunstancias hacen muy difícil para los físicos adaptarse a gran parte de la investigación biológica. Los físicos suelen buscar generalizaciones inapropiadas, urdir modelos teóricos demasiado pulcros, demasiado poderosos y demasiado limpios. No debe sorprender, por tanto, que estos raramente encajen bien con los datos. Para producir una teoría biológica correcta, uno tiene que tratar de ver, a través de la confusión producida por la evolución, los mecanismos básicos, percatándose de que probablemente están cubiertos por otros mecanismos secundarios. Lo que a los físicos parece un proceso terriblemente complicado puede ser aquello que la naturaleza ha considerado más simple, porque la naturaleza sólo puede construir sobre lo ya existente.
El código genético es un excelente ejemplo de lo que quiero decir. ¿Quién podría inventar una distribución tan complicada de los 64 tripletes? (véase apéndice B). Seguramente el código sin comas (págs. 118-119) era todo lo que debería ser una teoría. Una solución elegante basada en suposiciones muy sencillas… pero completamente equivocadas. A pesar de todo, hay en el código genético una simplicidad básica. Los codones tienen sólo tres bases. El código Morse, al contrario, tiene símbolos de longitudes diferentes. Los cortos codifican las letras más frecuentes. Para mí esto hace que el código sea más eficaz, pero una propiedad así habría dificultado que la naturaleza evolucionara en época tan temprana. Los argumentos sobre la «eficacia» deben ser siempre tratados con desconfianza en biología, ya que no conocemos exactamente a qué problemas han debido enfrentarse miles de millones de organismos durante la evolución. Y sin saber esto, ¿cómo podemos decidir qué tipo de eficacia es la oportuna en cada momento?
Pueden extraerse otras lecciones generales del ejemplo del código genético. Así, en biología algunos problemas pueden no ser adecuados o pueden no estar maduros para un ataque teórico por dos razones generales. La primera ya la he descrito: los mecanismos actuales pueden ser en parte el resultado de un accidente histórico. La otra es que las «computaciones» que intervienen pueden ser excesivamente complicadas. Esto parece aplicarse al problema del plegamiento de las proteínas.
La naturaleza lleva a cabo estos «cálculos» de plegamiento sin esfuerzo, de forma precisa, y en paralelo, la combinación que no podemos abrigar la esperanza de imitar exactamente. Además la evolución habrá encontrado estrategias para explorar muchas de las posibles estructuras, de manera tal de tomar atajos en los caminos hacia un plegamiento correcto. La estructura final es un equilibrio delicado entre dos grandes números, la energía de atracción entre los átomos y la energía de repulsión. Es muy difícil calcular cada una de éstos de forma precisa y si queremos estimar la energía libre de cualquier estructura posible, deberemos calcular su diferencia. El hecho de que normalmente ocurra en solución acuosa, de modo que tengamos que introducir moléculas de agua que rodean la proteína, hace que el problema se vuelva más difícil. Estas dificultades no significan que no debamos examinar los principios generales implicados (por ejemplo, una proteína que existe en solución acuosa se pliega de manera que los grupos laterales hidrofóbicos se mantengan sin contacto con el agua). Pero sí que puede ser mejor dar un rodeo a estos problemas y no tratar de abordarlos de frente con premura.
Pueden extraerse otras lecciones de la historia de la biología molecular, aunque también es fácil encontrar ejemplos en otras ramas de la ciencia. Es sorprendente cómo una idea incorrecta y sencilla puede envolver la solución en una niebla densa. Uno de estos casos fue mi error al pensar que cada una de las bases de DNA existía al menos en dos formas diferentes. Otro más grave fue la suposición de que el RNA ribosomal era el RNA mensajero. Y sin embargo, fijémonos en lo plausible que era esta idea errónea. El embriólogo Jean Brachet había demostrado que las células con un alto nivel de síntesis de proteína tenían grandes cantidades de RNA en su citoplasma. Sydney y yo sabíamos que tenía que haber un mensajero que llevara el mensaje genético desde cada gen del DNA del núcleo hasta los ribosomas del citoplasma y supusimos que éste tenía que ser RNA. En esto último estábamos en lo cierto. ¿Quién hubiera sido suficientemente arriesgado para afirmar que el RNA que veíamos ahí no era el mensajero, sino que el mensajero era otra clase de RNA que no había sido todavía detectado, que se renovaba muy rápidamente y por tanto se encontraba en cantidades ínfimas? Sólo la acumulación gradual de hechos experimentales que parecían contradecir nuestro supuesto nos llevó a abandonar la concepción inicial. Fuimos conscientes de que algo estaba fallando y estuvimos continuamente intentando encontrar qué era. Fue esta falta de satisfacción con nuestras ideas lo que hizo posible que nos diéramos cuenta de dónde estaba el error. Si no hubiéramos tenido suficientes conocimientos para desentrañar las contradicciones, no habríamos encontrado nunca la respuesta. Desde luego, tarde o temprano alguien se habría dado cuenta, pero la investigación habría avanzado más lentamente… y nosotros hubiéramos quedado como idiotas.
No es fácil de explicar, a menos que uno lo haya experimentado, el sentimiento dramático de súbita iluminación cuando la idea adecuada fluye por la mente. Inmediatamente uno se da cuenta de que muchos hechos que antes no encajaban se explican claramente con la nueva hipótesis. Uno podría darse de bofetadas por no haber tenido la idea antes, ya que ahora parece tan obvia. Sin embargo antes todo estaba inmerso en una espesa niebla. A menudo se vuelve necesario un tipo diferente de experimentos para demostrar la nueva idea. A veces estos experimentos pueden llevarse a cabo en un tiempo relativamente breve y, si tienen éxito, sirven para probar la hipótesis más allá de toda duda razonable. En estas ocasiones es posible pasar desde el asombro confuso a la certeza en el plazo de un año o quizá menos.
He comentado antes (en el capítulo 10) la importancia de hipótesis generales negativas (si uno encuentra alguna suficientemente buena), el error de mezclar procesos que tienen mecanismos distintos de control y, especialmente, la importancia de no confundir un proceso menor y subsidiario con el mecanismo principal en el que uno está interesado. Sin embargo, el grave error que veo en muchos trabajos teóricos actuales es que imaginan que una teoría es realmente un buen modelo para un mecanismo natural determinado en lugar de ser simplemente una demostración, una teoría de «no te preocupes». Los teóricos casi siempre acaban ligándose demasiado a sus propias ideas, sencillamente porque viven con ellas desde hace mucho tiempo. Es difícil convencerse de que la teoría que uno ama tanto, que realmente funciona tan bien en algunos aspectos, sea del todo falsa.
El problema básico consiste en que la naturaleza es tan compleja que muchas teorías distintas pueden explicar hasta cierto punto los resultados. Si la elegancia y la sencillez son en biología guías peligrosas para la respuesta correcta ¿qué límites deben usarse como guía a través de la jungla de las teorías posibles? Me parece que los únicos límites realmente útiles son los definidos por la evidencia experimental. Incluso esta información no deja de tener sus riesgos, ya que, como hemos visto, los hechos experimentales son a menudo engañosos o incluso erróneos. De esta forma, no es suficiente tener un conocimiento aproximado de la evidencia experimental, sino un conocimiento crítico y profundo de los muchos tipos diferentes de evidencia necesarios, ya que nunca se sabe cuáles de éstos hechos acabarán ganando la partida.
Me parece que muy pocos biólogos teóricos adoptan este enfoque. Cuando se enfrentan con lo que parece ser una dificultad, normalmente prefieren remendar su teoría en lugar de buscar una prueba auténticamente decisiva. Uno debería preguntarse: ¿Qué es lo esencial en la teoría que he construido y cómo puede ser demostrada? Debe preguntárselo aunque ello requiera algún nuevo tipo de método experimental para llevarlo a cabo.
Los teóricos de biología deben comprender que es extremadamente improbable que deduzcan una teoría útil (en contraste con una simple demostración) sólo por tener una idea brillante que quizá tenga una relación distante con lo que ellos imaginan como un hecho. Es todavía más improbable que produzcan una buena teoría al primer intento. Sólo los aficionados tienen una idea brillante, bella y grandiosa que ya nunca pueden abandonar. Los profesionales saben que tienen que producir una teoría tras otra antes de dar realmente en el blanco. El proceso mismo de abandonar una teoría por otra les da el grado de distanciamiento crítico esencial para alcanzar el éxito.
La tarea de los teóricos, especialmente en biología, consiste en sugerir nuevos experimentos. Una buena teoría no sólo hace predicciones, sino también predicciones sorprendentes que más tarde se confirman. (Si estas predicciones ya son obvias para los experimentalistas ¿quién necesita una teoría?) Los teóricos se quejan a menudo de que los experimentalistas hacen caso omiso de su trabajo. Dejemos simplemente que un teórico produzca una teoría del tipo explicado antes y que el mundo llegue a la conclusión (no siempre acertada) de que tiene una visión particular sobre problemas difíciles. Se encontrará entonces abrumado por el diluvio de problemas que los experimentalistas, que antes lo ignoraban, le plantearán. Si este libro ayuda a alguien a producir buenas teorías biológicas, habrá cumplido una de sus funciones principales.