En el capítulo anterior he expuesto los distintos intentos teóricos para resolver el problema del código. En éste me propongo describir algunos problemas experimentales. La cuestión era la misma de antes: ¿controlan los genes (el DNA) la síntesis de proteínas? Y si es así, ¿cómo?
Ahora parece obvio que la secuencia de aminoácidos de una proteína está determinada genéticamente y en particular por la secuencia de bases de un fragmento de DNA (o RNA), pero no siempre ha estado tan claro. Tras descubrirse la doble hélice la idea parecía mucho más atractiva, de modo que Jim y yo empezamos a considerarla como un hecho. El paso siguiente fue demostrar que el gen y la proteína que codifica son colineales. Quiero decir con esto que la secuencia de bases en este fragmento de ácido nucleico sigue paso a paso las secuencias de aminoácidos correspondientes en la proteína concreta que codifica, de la misma forma que un fragmento de código Morse es colineal con el mensaje correspondiente en la lengua escrita.
En aquellos tiempos parecía imposible secuenciar DNA o RNA directamente, pero pensábamos que en circunstancias favorables sería posible ordenar una serie de mutantes sobre un gen usando métodos genéticos usuales. Puesto que era probable que las distancias genéticas fueran bastante pequeñas, cabía esperar que las frecuencias de recombinación que intervenían fueran mucho menores que las que los geneticistas miden normalmente. Esto significaba que muchas progenies debían ser examinadas, sugiriendo que sería necesario usar algún tipo de microorganismo como una bacteria o un virus.
Una vez se tuvieran los mutantes ordenados, el paso siguiente consistía en concretar el cambio de aminoácido debido a cada mutante. Aunque la secuenciación de una cadena proteínica era entonces algo laboriosa, Fred Sanger había demostrado que podía hacerse y esperábamos que para una pequeña proteína no fuera imposible.
Un día, en el verano de 1954, explicaba estas ideas al geneticista polaco Boris Ephrussi mientras estábamos sentados en la hierba en Wood’s Hole. Boris, que entonces trabajaba en París, estaba particularmente interesado en los genes de levadura que parecían encontrarse fuera del núcleo de la célula. Ahora sabemos que estos genes citoplasmáticos están codificados por el DNA de la mitocondria de la célula, pero en aquel entonces todo lo que se sabía era que no se comportaban como genes nucleares. Boris estaba indignado. «¿Cómo se sabe» preguntó, «que la secuencia de aminoácidos no está determinada por un gen citoplasmático y que lo único que hacen los genes nucleares es plegar correctamente la proteína?»
No pienso que Boris creyera necesariamente en ello (por cierto, yo no lo creía) pero esta pregunta me hizo percatarme de que, en primer lugar, necesitábamos demostrar que un mutante concreto en un gen nuclear modificaba la secuencia de aminoácidos de la proteína para la que codificaba, probablemente mediante el cambio de un único aminoácido. A mi vuelta a Cambridge decidí que éste sería el próximo paso a seguir.
No estaba claro de qué organismo había que partir ni qué proteína había que estudiar. Poco después Vernon Ingram entró a trabajar con nosotros en el Cavendish. Su tarea principal consistía en añadir átomos pesados a la hemoglobina o la mioglobina para ayudar al trabajo de rayos X, pero él y yo decidimos hacer un intento con el problema genético. Nos dimos cuenta de que para el primer paso no necesitábamos localizar el gen con detalle. Bastaba con la suficiente información genética para demostrar que un mutante se heredaba de forma mendeliana y que por tanto pertenecía, probablemente, a un gen nuclear. Tampoco necesitábamos precisar el aminoácido que había cambiado en la secuencia. Sólo era necesario demostrar que se había dado un cambio en la secuencia debido al mutante. Pensamos que esto simplificaría las cosas, ya que entonces sólo sería necesario estudiar la composición de aminoácidos de las proteínas. Si la proteína era lo suficientemente pequeña, con suerte detectaríamos un cambio tan ínfimo como la alteración de un sólo aminoácido.
A fin de trabajar con una proteína que fuera fácil de obtener, escogimos la proteína lisozima. La lisozima es un enzima pequeño y básico (lo que significa que está cargado positivamente), caracterizado originalmente por Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina. Fleming había descubierto que se encontraba en las lágrimas y que abundaba en la clara de huevo. El enzima lisa (rompe) a cierta clase de bacterias y en los dos medios actúa atacando la infección bacteriana. Hay una bacteria en particular especialmente sensible a ella y que puede ser utilizada como una manera de ensayar el enzima.
Nuestro principal objetivo era la clara de huevo, pero probamos también con las lágrimas humanas. Cada mañana, cuando llegaba al laboratorio el ayudante, tomaba una pequeña muestra de mis lágrimas. Como no era un actor, no me resultaba fácil llorar a voluntad, así que mi ayudante debía sostener una rodaja de cebolla cruda debajo de un ojo. Yo colocaba la cabeza de lado, para impedir que la lágrima escapara hacia el lagrimal y ella recogía las lágrimas con una pequeña pipeta Pasteur, según iban cayendo de la otra parte del ojo. Incluso así era difícil producir más de una o dos lágrimas, aunque según pude comprobar, el proceso se facilitaba con pensamientos tristes. Es curioso, pero nunca he llorado espontáneamente en momentos trágicos o tristes, pero un final feliz me hace llorar de forma incontrolada. Al final, la novia avanza triunfal por la nave mientras el órgano suena con júbilo, e inmediatamente las lágrimas me corren por la cara a pesar de mi intensa irritación y desconcierto.
El efecto de una sola lágrima puede ser espectacular. Una débil suspensión de bacterias como las que usábamos aparece turbia, aunque no tan densa como la leche. Si se añade una única lágrima y se remueve el fluido en el tubo de ensayo, la suspensión se vuelve completamente clara en un instante. Todas las bacterias se han lisado reduciendo inmediatamente la difusión de la luz que causaba la turbiedad. Desde luego, usábamos un ensayo más cuantitativo, pero el fenómeno era básicamente el mismo.
Debido a que la lisozima de pollo tiene una carga positiva fuerte, es posible cristalizarla en la misma clara de huevo sin purificarla más. Para un bioquímico es sorprendente ver cristales dispuestos en algo tan viscoso como la clara de huevo. Por esta razón era relativamente fácil separar la lisozima en columnas sencillas de intercambio iónico, que por aquel entonces habían sido desarrolladas para separar proteínas.
Me encantaría poder decir que separamos un mutante, pero en realidad no obtuvimos éxito alguno. Ensayamos la lisozima de forma bastante cruda comprobando su carga y cómo absorbía la luz ultravioleta y así pudimos demostrar que la lisozima de pollo era diferente de la lisozima de la gallina de Guinea y que ambas eran muy distintas de la lisozima de mis lágrimas. Aunque estudiamos una docena de razas de pollos amablemente cedidos por el geneticista de pollos local, probando un centenar de huevos, no pudimos detectar ninguna diferencia. Probamos las lágrimas de media docena de personas del laboratorio, pero éstas parecían muy similares entre sí. También quería probar las lágrimas de mi hija Jacqueline, que entonces tenía dos años, pero Odile no me lo permitió. ¡Qué locura! ¡Usar su preciosa hija para un experimento! Me prohibió terminantemente intentarlo.
Supongo que habríamos continuado, pero en aquel momento se produjo un progreso sensacional. Max Perutz trabajaba entonces en las hemoglobinas, entre ellas las humanas. Algunos años antes, Harvey Itano y Linus Pauling habían demostrado que la hemoglobina de una persona con anemia falciforme era electroforéticamente distinta de la hemoglobina normal. Acertadamente, Pauling la consideró una enfermedad genética. Un colega suyo de Cal Tech midió su composición de aminoácidos y comunicó que no había diferencia entre la hemoglobina normal y la falciforme. Esta conclusión estaba mal expresada. Lo que quería decir era que no había en la composición diferencia ninguna que él pudiera detectar con seguridad, pero ya que la hemoglobina es una proteína relativamente grande, un cambio en un único aminoácido se podría pasar por alto al utilizar un método de medida relativamente burdo.
Sanger había desarrollado un método al que denominó huella dactilar de las proteínas. Digería una proteína con un enzima (tripsina) que cortaba la cadena polipeptídica sólo en lugares específicos. El número limitado de fragmentos peptídicos que se producían podía separarse en un sistema de cromatografía bidimensional en papel que repartía los péptidos por el papel. Vernon se dio cuenta de que éste era el método que necesitábamos para detectar alteraciones en una proteína. Por suerte Max había recibido algo de hemoglobina falciforme y le dio un poco a Vernon para que probara. Afortunadamente, las huellas dactilares de la hemoglobina falciforme y de la normal diferían en un solo péptido.
Vernon aisló el péptido alterado, determinó su secuencia y demostró que, efectivamente, la diferencia era debida al cambio de un único aminoácido. Una valina había sido sustituida por ácido glutámico. Recuerdo que en cierto punto pensó que habían cambiado quizá dos aminoácidos. Jim y yo nos negamos a creerlo. «Vuelve a probarlo, Vernon», le dijimos, «encontrarás que sólo se trata de un cambio», y así era.
Este resultado constituyó una sorpresa desde dos puntos de vista. La anemia falciforme es una enfermedad en la que la hemoglobina alterada forma cierto tipo de cristal en el interior de los glóbulos rojos de la sangre cuando entrega su oxígeno en las venas. A menudo esto causa la abertura de los glóbulos rojos de forma que los pacientes tienen un defecto crónico de hemoglobina en su sangre y en muchos casos mueren en la adolescencia. Este efecto letal se produce por una pequeña alteración en uno de los muchos genes del organismo (ahora sabemos que es debido al cambio de una única base). Esencialmente, sólo dos moléculas son defectuosas, una heredada del padre y otra de la madre. ¿Cómo un cambio tan pequeño puede matar a alguien? La razón es la cascada de amplificación. Cada gen defectuoso se copia muchas, muchas veces, ya que cada célula del cuerpo debe tener su propia copia. Entonces, en las precursoras de cada glóbulo rojo, cada gen se copia muchas veces en RNA mensajero y cada RNA mensajero dirige la síntesis de muchas moléculas defectuosas de proteína. El diminuto defecto atómico se amplifica y amplifica hasta que hay una cantidad considerable de la proteína defectuosa en el cuerpo del paciente, suficiente para matarle si las circunstancias son desfavorables.
El otro aspecto sorprendente era el científico. Aunque parezca extraño, hasta aquel momento la mayoría de los geneticistas y de los químicos de proteínas no habían considerado seriamente que sus respectivos campos estuvieran relacionados. Desde luego, algunos individuos con mayor amplitud de miras, como Hermann Muller y J.B.S. Haldane, eran conscientes de esta probable conexión, pero ambas disciplinas perseguían sus objetivos con poco conocimiento de la otra. El resultado de Ingram produjo un espectacular cambio de actitud. En aquel tiempo encontré a Fred Sanger, creo que en un tren que iba a Londres. Me dijo que él y su pequeño equipo creían que debían aprender un poco de genética, tema del que hasta entonces apenas conocían algo más que su existencia.
Me comprometí a que tuviéramos una reunión una tarde por semana en mi despacho de la Hélice Dorada. Sydney Brenner y Seymour Benzer estuvieron de acuerdo en dirigir estas clases. Recuerdo muy vivamente la primera. Sydney llegó un poco antes que los demás. Le pregunté qué se proponía decir. Dijo que empezaría con Mendel y los guisantes. Le insinué que quizás esto estaba algo anticuado. ¿Por qué no comenzar con los organismos haploides (los que tienen sólo una copia de material genético) como las bacterias, en lugar de los ratones o el hombre, que son diploides (es decir, que tienen dos copias en cada célula) y que por tanto son más complicados? Sydney estuvo de acuerdo. Dio una clase brillante centrada en la diferencia entre genotipo y fenotipo, e ilustrada con ejemplos de bacterias y virus bacterianos. Fue tanto más impresionante cuanto que yo sabía que según avanzaba iba improvisando.
En mi opinión, todo esto encierra una lección para aquellos que quieren construir un puente entre dos campos distintos pero claramente relacionados (un claro ejemplo moderno sería la psicología y la neurobiología). No estoy seguro de que construyendo razonamientos, por muy buenos que sean, se pueda hacer ningún bien. Estos pueden producir la conciencia de una conexión posible, pero no mucho más. Nunca había sido posible convencer a muchos geneticistas de que aprendieran química de proteínas, por ejemplo, sólo porque un grupo de gente lista creyera que era por ahí por donde debía ir la genética. Creían (como muchos funcionalistas creen hoy) que la lógica de su disciplina no dependía de conocer todos los detalles bioquímicos. El geneticista R.A. Fisher me dijo un día que lo que debíamos explicar era por qué los genes estaban dispuestos como perlas en un collar. No creo que jamás se le ocurriera que eran los propios genes los que constituían el collar.
Lo que hace que la gente se dé cuenta realmente de la conexión entre dos campos es algún resultado nuevo y sorprendente que los conecta de forma espectacular. Un buen ejemplo vale más que una tonelada de razonamientos teóricos. Cuando esto ocurre, el puente entre los dos campos pronto se llena de investigadores deseosos de unirse al nuevo enfoque.