6.
Cómo vivir con una hélice dorada

A decir verdad, la doble hélice es una molécula admirable. El hombre moderno tal vez tenga 50 000 años de antigüedad, la civilización ha existido 10 000 años escasos y los Estados Unidos sólo poco más de 200 años; pero el DNA y el RNA han existido por lo menos durante varios miles de millones de años. A lo largo de todo este tiempo la doble hélice ha estado presente y activa; sin embargo, somos las primeras criaturas de la Tierra conscientes de su existencia.

Se ha escrito tanto sobre nuestro descubrimiento de la doble hélice que me es difícil añadir algo a lo ya dicho. Como cualquier colegial sabe, el DNA es un mensaje químico muy largo escrito en un lenguaje de cuatro letras. Las cuatro letras —las bases— están unidas al esqueleto a intervalos regulares. Normalmente la estructura consiste en dos cadenas separadas, enrolladas una sobre la otra para formar la doble hélice, pero la hélice no es el verdadero secreto de la estructura. Este reside en el modo en que las bases están apareadas; la adenina se aparea con la timina, la guanina con la citosina. Abreviando, A = T, G ≡ C, en que cada guión representa un enlace químico débil, el puente de hidrógeno. La base del proceso de replicación reside en el apareamiento específico entre las bases de las hebras opuestas. Sea cual fuere la secuencia escrita en una de las cadenas, la otra contiene la secuencia complementaria, determinada por las leyes del apareamiento. La bioquímica se basa principalmente en el ensamblaje entre las moléculas químicas orgánicas. El DNA no es ninguna excepción. (Para mayor detalle véase el apéndice A.)

Hace treinta años, DNA no era un término familiar, pero tampoco un perfecto desconocido. El físico-químico Paul Doty me contó que poco después de ponerse de moda las chapas, estando en Nueva York, vio con gran sorpresa una con el rótulo DNA. Creyendo que se refería a otra cosa, preguntó al vendedor qué significaba. «Cómprate una, colega», replicó con un marcado acento neoyorquino, «esto es el gen».

Actualmente casi todo el mundo sabe lo que es el DNA y quien lo ignora, supone que debe de ser una palabrota, como «químico» o «sintético». Afortunadamente, la gente que recuerda que existen dos personajes llamados Watson y Crick, no suele saber cuál es cuál. En muchas ocasiones, admiradores entusiastas me han comentado lo mucho que les ha gustado mi libro… refiriéndose, claro está, al de Jim. A estas alturas he aprendido que más vale no intentar aclararlo. Aún más curioso fue un pequeño incidente que me sucedió cuando Jim volvió a trabajar en Cambridge en 1955. Un día que me dirigía al Cavendish me encontré a Neville Mott, el nuevo director del laboratorio (Bragg ya se había ido a la Royal Institution de Londres), por el camino. «Me gustaría presentarle a Watson», le dije, «puesto que trabaja en su laboratorio». Me miró sorprendido. «¿Watson?» dijo él, «¿Watson? Creí que su nombre era Watson-Crick».

Hay gente que aún encuentra difícil entender el DNA. Una cantante de un club de Honolulú me dijo que cuando era una colegiala nos había maldecido a Watson y a mí, a causa de las cosas difíciles sobre el DNA que tenía que aprender en las clases de biología. En realidad, las ideas necesarias para comprender su estructura, si se exponen de un modo adecuado, son ridículamente sencillas puesto que no van en contra del sentido común, contrariamente a lo que sucede con la mecánica cuántica y la relatividad. Creo que hay una buena razón que explica la simplicidad de los ácidos nucleicos. Probablemente datan de los tiempos del origen de la vida, o por lo menos se hallan próximos a él. En aquel tiempo los mecanismos tenían que ser muy simples, pues de lo contrario la vida no hubiera empezado. Es obvio que la propia existencia de moléculas químicas sólo puede explicarse por la mecánica cuántica, pero afortunadamente la forma de una molécula química puede fácilmente englobarse en un modelo mecánico, y esto es lo que facilita la comprensión de las ideas.

Para aquellos que aún no saben cómo fue descubierta la doble hélice, el siguiente esbozo puede serles de ayuda. Astbury, en la Universidad de Leeds, había obtenido unas fotografías de fibras de DNA por difracción de rayos X, que aunque no eran muy buenas resultaban sugestivas. Después de la Segunda Guerra Mundial, Maurice Wilkins, que trabajaba en el laboratorio de Randall en el King’s College de Londres, consiguió otras bastante mejores. Entonces Randall contrató a una cristalógrafa con experiencia, Rosalind Franklin, para ayudar a descifrar su estructura. Por desgracia, trabajando juntos Rosalind y Maurice tuvieron problemas. Él quería que ella se dedicara más a la forma hidratada (la llamada forma B) que daba un patrón de rayos X más simple, pero más revelador que el producido por la forma ligeramente más seca (la forma A), aunque esta última daba unas fotografías de rayos X más detalladas.

Por entonces yo trabajaba en Cambridge en mi tesis doctoral sobre la difracción de rayos X en proteínas. Jim Watson, un visitante norteamericano de veintitrés años, estaba decidido a descubrir qué eran los genes y esperaba que descifrar la estructura del DNA facilitara las cosas. Así que dimos prisa a los investigadores de Londres para que fabricaran modelos utilizando la aproximación que Linus Pauling había empleado para descifrar la hélice α;. Nosotros mismos construimos un modelo totalmente erróneo, tal como le sucedió a Linus Pauling un poco más tarde. Finalmente, y después de muchos altibajos, Jim y yo conjeturamos cuál sería la estructura correcta, empleando algunos de los datos experimentales del grupo de Londres junto con las reglas de Chargaff sobre la abundancia relativa de las cuatro bases en distintos tipos de DNA.

La primera vez que oí hablar de Jim fue en labios de Odile. Un día, al volver a casa, ella me dijo: «Ha estado aquí Max con un joven norteamericano que quería presentarte y… ¿sabes una cosa? ¡No tenía un solo pelo!». Se refería a que Jim llevaba el pelo al rape, entonces toda una novedad en Cambridge. A medida que el tiempo pasaba, el pelo de Jim fue creciendo para adaptarse al ambiente local, aunque nunca llegó a los extremos de la moda de los años sesenta.

Jim y yo dimos en el clavo en seguida, en parte porque nuestros intereses eran sorprendentemente parecidos, y en parte porque de un modo natural nos invadió una cierta arrogancia juvenil, junto a una reacción implacable e impaciente hacia los razonamientos poco sistemáticos. Jim era claramente más abierto que yo, pero nuestros razonamientos se asemejaban. Pero era distinta nuestra formación anterior. Entonces yo sabía bastante sobre proteínas y difracción de rayos X. Jim conocía mucho menos estos temas, pero me superaba en los trabajos experimentales sobre fagos (virus bacterianos) y en concreto aquellos asociados con los del Grupo Fago, dirigido por Max Delbruck, Salva Luria y Al Hershey. Jim también conocía mejor la genética bacteriana. Calculo que nuestros conocimientos sobre genética clásica eran equiparables.

No es extraño que pasáramos mucho tiempo juntos comentando los problemas, lo que no pasó inadvertido. Nuestro grupo del Cavendish había empezado con muy poco; en 1949, durante un breve período, llegamos a trabajar en una sola habitación. Cuando Jim se incorporó, Max y John Kendrew tenían un despacho privado minúsculo. Entonces nos ofrecieron una habitación más. Inicialmente no estaba claro quién debía ocuparla, hasta que un día Max y John, frotándose las manos, anunciaron que nos la cederían a Jim y a mí, «… para que podáis hablar entre vosotros sin molestar a los demás», dijeron. Resultó ser una decisión afortunada.

Cuando nos conocimos, Jim ya se había doctorado, mientras que yo, unos doce años mayor que él, todavía era estudiante graduado. Maurice Wilkins, en Londres, había realizado la mayor parte del trabajo inicial de rayos X, que más tarde Rosalind Franklin prosiguió y amplió. Jim y yo nunca habíamos hecho trabajo experimental con DNA, aunque habláramos de la cuestión ininterrumpidamente. Siguiendo el ejemplo de Pauling, creíamos que la manera de descifrar la estructura consistía en construir modelos. Los investigadores de Londres seguían un camino más duro.

Nuestro primer intento con un modelo fue un desastre, porque yo supuse erróneamente que la estructura contenía muy poca agua. Este error fue debido en parte a mi ignorancia —debería haberme dado cuenta de que era probable que el ion sodio estuviera altamente hidratado— y en parte a la interpretación equivocada de Jim con respecto a un término cristalográfico que Rosalind empleó en un seminario. (Confundió «unidad asimétrica» con «célula unidad»).

Este no fue el único error. Despistado por la expresión formas tautoméricas, asumí que determinados átomos de hidrógeno en la periferia de las bases estarían en una de las diversas posiciones posibles. Finalmente, Jerry Donohue, un cristalógrafo estadounidense que compartía un despacho con nosotros, nos dijo que algunas fórmulas de los libros de texto estaban equivocadas y que cada base existía casi exclusivamente en una forma determinada. A partir de entonces, todo fue fácil.

El descubrimiento clave fue la determinación, por parte de Jim, de la naturaleza exacta de los pares de bases (A con T, G con C). No lo logró por lógica, sino por casualidad. (El camino lógico —que habríamos seguido con seguridad de haber sido necesario— hubiera sido: en primer lugar, considerar que las reglas de Chargaff eran correctas y por ende sólo tener en cuenta los pares sugeridos por estas reglas; en segundo lugar, buscar la simetría diádica sugerida por el grupo espacial C2 que aparecía en los patrones de las fibras. Esto nos hubiera conducido a los pares de bases correctos en poco tiempo). En cierto modo, el hallazgo de Jim fue cuestión de suerte, pero la mayoría de los descubrimientos tienen un elemento azaroso. Lo más importante es que Jim estaba buscando algo significativo y que inmediatamente reconoció el significado de los pares correctos cuando los vio por azar… «el azar favorece a la mente preparada». Este episodio también ilustra que muchas veces, en la investigación, es importante jugar.

Durante la primavera y verano de 1953, Jim Watson y yo escribimos cuatro artículos sobre la estructura y la función del DNA. El primero apareció en Nature el 25 de abril junto con dos artículos del King’s College de Londres, el primero de Wilkins, Stokes y Wilson, y el otro de Franklin y Gosling. Cinco semanas más tarde publicamos un segundo artículo en Nature, esta vez sobre las implicaciones genéticas de la estructura. (El orden de los nombres de los autores de este artículo fue echado a suertes con una moneda). En el volumen de Cold Spring Harbor Symposium de aquel año se publicó una discusión general, cuyo tema eran los virus. También publicamos la técnica detallada del desarrollo de la estructura, con coordinadas aproximadas, en una revista poco conocida a mediados de 1954.

El primer artículo de Nature era breve y contenido. Además de la doble hélice propiamente dicha, lo único del artículo que provocó comentarios acalorados fue esta breve frase: «No nos ha pasado por alto que el apareamiento específico que hemos postulado sugiere, de inmediato, un mecanismo posible de copia para el material genético». Esta afirmación fue calificada de «tímida», palabra que pocos asociarían con los autores, al menos con su trabajo científico. De hecho no era más que un acuerdo con el que encubríamos ciertas diferencias de opinión. Yo quería que el artículo expusiera las implicaciones genéticas. Jim estaba en contra. Periódicamente temía que la estructura estuviera equivocada y le aterraba ponerse en ridículo. Aunque cedí ante esta opinión, insistí en que se debía decir algo en el artículo, de otro modo alguien podría escribir haciendo la sugerencia, tras considerar que nosotros estábamos tan ciegos como para no verlo. En resumen, era cuestión de fuerza mayor.

Entonces ¿por qué cambiamos de opinión, y en pocas semanas redactamos el artículo mucho más especulativo del 30 de mayo? La razón principal fue que cuando mandamos la primera versión de nuestro artículo inicial al King’s College, aún no habíamos visto los artículos de los investigadores que trabajaban allí. En consecuencia, no podíamos saber lo mucho que sus pruebas con rayos X apoyaban nuestro modelo. Jim había visto la famosa foto de rayos X «helicoidal» de una forma B reproducida en el artículo de Franklin y Gosling, pero no recordaba suficientes detalles para poder reconstruir las funciones y distancias de Bessel. Yo ni había visto la fotografía. En consecuencia, nos sorprendió ligeramente descubrir que habían llegado tan lejos, y estuvimos encantados al saber lo mucho que sus pruebas sustentaban nuestra idea. De nuevo envalentonado, Jim se dejó convencer fácilmente de que teníamos que escribir un segundo artículo.

Creo que si hay algo sobre lo cual insistir en el descubrimiento de la doble hélice, es que el camino hasta ella, hablando científicamente, fue bastante común. Lo importante no era cómo se había descubierto sino el objeto descubierto, la propia estructura del DNA. Puede apreciarse hasta qué punto era así al comparar este con la mayoría de los descubrimientos científicos. Datos erróneos, ideas falsas, problemas de relaciones personales se dan en muchos, si no en todos, los trabajos científicos. Considérese, por ejemplo, el descubrimiento de la estructura básica del colágeno, la proteína más abundante de los tendones, cartílagos y otros tejidos. La fibra básica del colágeno está compuesta por tres cadenas largas enrolladas una sobre otra. Su descubrimiento poseía todos los elementos que se dieron en el descubrimiento de la doble hélice. Los personajes también eran pintorescos y variados. Los hechos fueron igualmente confusos y las soluciones falsas igualmente erróneas. El espíritu competitivo y la amistad también representaron su papel en la historia. Sin embargo, hasta el momento no se ha escrito un solo libro sobre la carrera hacia la triple hélice. Esto probablemente se debe a que, hablando estrictamente, el colágeno no es una molécula tan importante como el DNA.

Claro que ello depende, hasta cierto punto, de lo que uno considere importante. Antes de que Alex Rich y yo trabajáramos (por casualidad) sobre el colágeno, teníamos una actitud algo condescendiente sobre el tema. «Después de todo», decíamos, «no hay colágeno en las plantas». En 1955, cuando ya nos interesaba la molécula, nos encontramos diciendo: «¿Te das cuenta de que una tercera parte de la proteína del cuerpo es colágeno?» Pero se mire como se mire, el DNA es más importante que el colágeno, más trascendente para la biología y más significativo para investigaciones futuras. Así, tal como he dicho anteriormente, en la molécula es donde reside el atractivo, no en los científicos.

Una de las extrañas circunstancias de toda esta historia es que ni Jim ni yo estábamos oficialmente trabajando con DNA. Yo intentaba escribir una tesis sobre la difracción de rayos X en polipéptidos y proteínas, mientras que Jim aparentemente había venido a Cambridge para ayudar a John Kendrew a cristalizar la mioglobina. Al ser amigo de Maurice Wilkins yo había aprendido mucho sobre su trabajo referente al DNA —el cual estaba oficialmente reconocido— mientras que Jim se había interesado por el problema de la difracción después de asistir a una conferencia de Maurice en Nápoles.

La gente nos suele preguntar cuánto tiempo estuvimos Jim y yo trabajando con el DNA. Todo depende de lo que uno quiera decir con trabajar. Durante dos años discutimos el problema con frecuencia, tanto en el laboratorio como en nuestro paseo diario a la hora del almuerzo por los Backs (los jardines del College que bordean el río) o en casa, ya que Jim se dejaba caer ocasionalmente por allí, con mirada famélica, a la hora de cenar. Algunas veces, en verano, cuando el tiempo era especialmente tentador, nos tomábamos la tarde libre y paseábamos en bote por el río hasta Grantchester. Ambos estábamos convencidos de que el DNA era importante, aunque no creo que nos diéramos cuenta de lo importante que llegaría a ser. Inicialmente yo opinaba que descifrar los patrones de rayos X de las fibras de DNA era un trabajo para Maurice y Rosalind, y sus colegas del King’s College de Londres, pero a medida que el tiempo pasaba Jim y yo nos fuimos impacientando con sus lentos progresos y sus métodos pedestres. La frialdad entre Rosalind y Maurice tampoco mejoraba las cosas.

La diferencia más importante de nuestro enfoque es que Jim y yo teníamos un conocimiento profundo del modo en que se descubrió la hélice α. Nos dábamos cuenta del gran conjunto de limitaciones que imponían las distancias y los ángulos interatómicos y cómo al postular que la estructura era una hélice regular se reducía drásticamente el número de parámetros libres. Los investigadores del King’s se resistían a ceder ante esta aproximación. Rosalind, en particular, quería utilizar al máximo sus datos experimentales. Creo que ella pensaba que dilucidar la estructura probando varios modelos, empleando un mínimo de datos experimentales, era demasiado superficial.

Se ha hablado de las desventajas que Rosalind tuvo que sufrir por ser científica y mujer a la vez. Indudablemente había restricciones muy irritantes —no podía tomar café en una de las salas de la facultad que estaba reservada a los hombres—, pero sólo eran trivialidades, o al menos así me lo parecían entonces. En lo que yo pude apreciar, sus colegas trataban por igual a los científicos hombres y mujeres. Había otras mujeres en el grupo de Randall —por ejemplo Pauline Cowan, (actualmente Harrison)— y además la asesora científica era Honor B. Fell, una eminencia en cultivo de tejidos. La única oposición de la que tuve conocimiento corresponde a la propia familia de Rosalind. Procedía de una sólida familia de banqueros convencidos de que una guapa chica judía debía casarse y tener niños, y no consagrar su vida a la investigación científica, pero ni siquiera ellos opusieron una resistencia activa a su elección.

A pesar de esta libertad para dedicarse a la investigación como quisiera, creo que había obstáculos más sutiles. Parte del problema que Rosalind tenía con Maurice eran sus sospechas de que él en realidad la quería como ayudante y no como investigadora independiente. Rosalind no escogió el estudio de DNA porque lo creyese biológicamente importante. John Randall le había ofrecido inicialmente un trabajo para estudiar la difracción de rayos X de proteínas en solución. El trabajo previo de Rosalind sobre difracción de rayos X en el carbón era muy adecuado para introducirse en este estudio. Después, Randall cambió de opinión y sugirió que, teniendo en cuenta que el trabajo sobre las fibras de DNA (que Maurice había realizado) se hacía interesante, sería mejor que ella trabajara en eso. Dudo de que Rosalind supiera mucho del DNA antes de que Randall le sugiriera que trabajara ese campo.

Algunas veces las feministas han intentado convertir anticipadamente a Rosalind en una mártir de su causa, pero no creo que los hechos apoyen esta interpretación. Aaron Klug, que conocía bien a Rosalind, me comentó una vez, haciendo referencia a un libro de una feminista, que «Rosalind lo hubiera detestado». No creo que a Rosalind le hubiera gustado verse como un cruzado o una pionera. Pienso que tan sólo pretendía que la trataran como a una científica seria.

De todos modos, el trabajo experimental de Rosalind era de primera categoría. Es difícil pensar cómo podría ser mejorado. Sin embargo, no se sentía tan a gusto en la interpretación de las fotografías de rayos X. Todo lo que hacía era perfecto, casi demasiado perfecto. Carecía del empuje de Pauling. Y creo que una de las causas de ello, aparte de las diferencias de temperamento, era que consideraba que una mujer debía demostrarse a sí misma que era plenamente profesional. Jim no tenía estas inquietudes sobre su capacidad. Tan sólo quería saber la respuesta, y no le preocupaba en lo más mínimo métodos perfectos o improvisados. Todo lo que quería era llegar y cuanto antes mejor. Se ha dicho que todo se debe a que éramos muy competitivos, pero los hechos escasamente lo demuestran. En nuestro entusiasmo por la construcción de modelos, no sólo sermoneamos a Maurice sobre lo que debía hacer, sino que incluso le prestamos nuestras plantillas para construir las partes imprescindibles del modelo. Reconozco que en algunos aspectos nos portamos de un modo insufrible (nunca utilizaron nuestras plantillas), pero no todo se debió a la competitividad, sino a que nosotros deseábamos ardientemente conocer los detalles de la estructura.

Así, contábamos con una fuerza poderosa a nuestro favor. Creo que como mínimo había dos más. Ni Jim ni yo sufríamos una presión externa para solucionar el problema. Esto significaba que podíamos dedicarnos a él durante un período y después dejarlo por un tiempo. Otra ventaja era que habíamos desarrollado métodos de colaboración tácitos pero provechosos, algo que no existía en el grupo de Londres. Si alguno de los dos sugería una idea, el otro, tomándola en serio, intentaría rebatirla abiertamente pero sin hostilidad. Esto resultó fundamental.

Al resolver problemas científicos de este tipo, es casi imposible no caer en un error. Ya he mencionado algunas de mis ideas equivocadas. Ahora bien, llegar a la solución correcta del problema, si no es una solución fácil y diáfana, suele requerir una secuencia lógica de pasos. Si uno de éstos es erróneo, la respuesta suele quedar oculta, puesto que el error normalmente nos pone sobre una pista falsa. Por lo tanto, es sumamente importante no quedar atrapado por las propias ideas equivocadas. La ventaja intelectual de la colaboración es que ayuda a que uno se dé cuenta de las suposiciones que son falsas. Un ejemplo típico es la insistencia inicial por parte de Jim en suponer que los fosfatos debían de estar en la parte interna de la estructura. Su razonamiento era que de este modo los largos aminoácidos básicos de las histonas y protaminas (proteínas asociadas con el DNA) podrían extenderse en el interior de la estructura para contactar los grupos fosfato ácidos. Argumenté extensamente que esta razón era muy endeble y que debíamos pasarla por alto. «¿Y por qué no, le dije a Jim una noche, construir modelos con los fosfatos en el interior?» «Porque», contestó él, «eso sería demasiado fácil» (quería decir que había demasiados modelos que podrían hacerse así). «Entonces, ¿por qué no intentarlo?» dije, mientras Jim subía las escaleras y se perdía en la noche. Quería decir con ello que hasta entonces no habíamos sido capaces de construir ni un solo modelo satisfactorio, de modo que incluso un modelo aceptable sería un progreso, aunque resultara no ser único.

Este razonamiento tuvo como efecto importante dirigir nuestra atención hacia las bases. Mientras colocábamos los fosfatos en el interior de la estructura, podíamos permitirnos el lujo de pasar por alto la forma y posiciones de las bases. Tan pronto como quisimos ponerlas en el interior, nos vimos forzados a observarlas con más detenimiento. Cuando finalmente construimos las bases a escala, me divirtió descubrir que diferían en tamaño respecto de lo que mentalmente había imaginado —eran claramente mayores— aunque su forma era parecida a mi imagen mental.

Por tanto, no hay una respuesta concreta a la pregunta de cuánto tiempo nos llevó el descubrimiento. Pasamos por un período de construcción intensa de modelos hacia finales de 1951, pero a continuación se me prohibió hacer nada durante un tiempo, puesto que yo aún era estudiante. En el verano 1952 y durante una semana aproximadamente, hice experimentos encaminados a obtener algún indicio sobre el apareamiento de las bases en solución, pero la necesidad de trabajar en mi tesis me hizo abandonar demasiado pronto este camino. El ataque final, incluida la medida de las coordenadas de nuestro modelo, sólo nos llevó algunas semanas. Poco más de un mes después, nuestros artículos se publicaban en Nature. Parece un período de trabajo ridículamente corto si no se incluyen las horas y horas de lectura y discusión que condujeron a la realización del modelo final.

Pronto se divulgó que nuestro modelo no era correcto en sus detalles. Sólo teníamos dos puentes de hidrógeno en el par G = C, aunque reconocíamos que podía haber tres. A continuación, Pauling presentó un razonamiento decisivo en favor de tres puentes de hidrógeno y se enfadó bastante cuando la ilustración de mi artículo publicado en Scientific American sólo presentaba dos. Tal como sucedieron las cosas, esto no fue culpa mía, puesto que el director tenía tanta prisa (como normalmente suele ocurrir) que no pude ver las pruebas de los diagramas. También colocamos las bases demasiado lejos del eje de la estructura, pero estos detalles no alteran el hecho de que nuestro modelo reproducía los aspectos básicos de la doble hélice. Dos cadenas helicoidales, en posiciones antiparalelas, característica que yo había deducido de los datos de Rosalind; el esqueleto en el exterior, con las bases ancladas en el interior; y, sobre todo, la característica clave de la estructura, el apareamiento específico de las bases.

Algunos aspectos a veces se pasan por alto. Se necesitó valor (o temeridad, según el punto de vista) y cierto grado de experiencia técnica para desechar el difícil problema del desdoblamiento de la doble hélice y rechazar una estructura lado a lado. Este modelo fue sugerido por el cosmólogo George Gamow no mucho después de que el nuestro fuera publicado, y más recientemente ha sido sugerido por otros dos grupos de investigadores. Demos un salto en el tiempo para poder discutir estos dos modelos. En ambos, las dos cadenas de DNA no estaban enroscadas entre sí como en nuestro modelo, sino que se hallaban una al lado de la otra. Según ellos, así sería más fácil que las cadenas se separaran durante la replicación. Cada cadena tenía una forma semejante a la de una camisa, de modo que a primera vista, las configuraciones propuestas no parecían distintas a la nuestra. Ellos afirmaban que estos nuevos modelos encajaban con los datos de rayos X tan bien como los nuestros, si no mejor.

No creí una sola palabra de todo esto. Dudaba mucho de las afirmaciones sobre los patrones de difracción, puesto que era de esperar que dichos modelos dieran lugar a unos cuantos puntos en aquellos espacios vacíos tan característicos de los diagramas de rayos X de la fibra que produce una hélice verdadera. Además, los modelos eran horribles en el sentido de que las formas que adoptaban estaban forzadas por sus constructores y parecían existir sin ninguna razón estructural aparente.

Sin embargo, estos argumentos no eran decisivos y bien podían atribuirse a un mero prejuicio por mi parte. Ambos grupos de innovadores sintieron que se hallaban al margen del mundo científico. Y temieron que el orden establecido no los escuchara. Sin embargo, la situación era hasta tal punto distinta que todo el mundo, incluido el editor de Nature, esperaba darles la posibilidad de ser escuchados.

En este punto, Bill Pohl, un matemático puro, intervino en el asunto. Muy correctamente señaló que a no ser que sucediera algo muy especial, el resultado más probable de la replicación de un trozo de DNA circular serían dos círculos hijos entrelazados, en lugar de dos círculos separados. A partir de ahí, dedujo que las cadenas de DNA no podían estar enrolladas sobre sí mismas, tal como nosotros sugeríamos, y que tenían que estar una junto a la otra.

Nos escribimos algunas cartas y sostuvimos varias conversaciones telefónicas. Más adelante me hizo una visita. Se había informado ampliamente sobre los detalles experimentales y seguía insistiendo en su idea. En una carta le comenté que si la naturaleza de un modo ocasional hubiera producido dos círculos entrelazados, habría surgido un mecanismo especial para separarlos. Creo que lo consideró como un ejemplo atroz de argumentación y no se convenció en absoluto. Años más tarde resultó que esto es, precisamente, lo que sucede. Nick Cozzarelli y sus colaboradores demostraron la existencia de un enzima especial, llamado topoisomerasa II, que puede cortar ambas hebras de un trozo de DNA, introducir otro fragmento de DNA entre los dos extremos y después volver a unir de nuevo los extremos cortados. Así, puede separar dos círculos de DNA entrelazados e incluso puede, a concentraciones de DNA suficientemente elevadas, producir círculos entrelazados a partir de círculos separados.

Afortunadamente, un brillante trabajo de Walter Keller y Jim Wang sobre el «número de enlaces» de las moléculas de DNA circular evidenció que todos estos modelos lineales estaban equivocados. Se demostró que las dos cadenas de DNA circular se enrollaban una sobre otra el número de veces que nuestro modelo predecía. Me había dedicado tanto tiempo a este problema, que en 1979 Jim Wang, Bill Bauer y yo escribimos una revisión titulada ¿Es realmente el DNA una doble hélice,? en el que se exponían con detalle los argumentos más relevantes.

Dudo de que con ello se pudiera convencer a un escéptico, pero en ese momento Bill Pohl tiró la toalla. Por suerte hubo un nuevo adelanto. La razón por la cual no se podía llegar a un argumento decisivo sólo a partir de los datos previos de rayos X se debía, en parte, a que las fotos de rayos X no contenían suficiente información, y también al hecho de que había que suponer un modelo provisional y después confrontarlo con los pocos datos existentes.

A finales de la década de los setenta, los químicos hallaron el modo de sintetizar eficazmente cantidades razonables de trozos cortos de DNA con la secuencia de bases deseada. Con un poco de suerte, estos trozos podrían ser cristalizados. A continuación podía determinarse su estructura por difracción de rayos X, mediante métodos no ambiguos como el de la sustitución isomórfica, que no implicaba suposiciones previas sobre los resultados. Además, las manchas de rayos X producidas por estos cristales eran de una resolución mucho mayor que los diagramas producidos por las antiguas fibras, en parte debido a que la fibra contenía DNA con una mezcla de distintos tipos de secuencias. No era extraño que las fibras dieran una imagen poco nítida de la molécula, puesto que lo que los rayos X detectan es la estructura media de todas las moléculas.

Los primeros resultados (alrededor de 1980) con estos pequeños trozos de DNA (obtenidos por Alex Rich y su grupo en el M.I.T., y también por Dick Dickerson y colaboradores en el Cal Tech) dieron lugar a una nueva sorpresa. Los rayos X demostraban una estructura zurda, anteriormente nunca vista, con un aspecto en zig-zag, que fue bautizada como Z-DNA. Su patrón de rayos X era muy distinto de los patrones clásicos de DNA, de modo que evidentemente se trataba de una nueva forma de DNA. Resulta que el Z-DNA se forma más fácilmente con un determinado tipo de secuencia de bases (purinas y pirimidinas alternas). Exactamente para qué sirve el Z-DNA en la naturaleza es todavía un asunto candente en la investigación; podría ser utilizado para secuencias control.

Las secuencias de DNA más comunes fueron pronto cristalizadas. Esta vez las estructuras resultantes se parecían mucho a las predichas por los datos de rayos X de fibras, aunque había algunas variaciones y la hélice cambiaba algo según las secuencias locales de las bases. Aún hoy todo ello se estudia activamente.

La estructura en doble hélice del DNA sólo fue definitivamente confirmada a principios de los años ochenta. Tuvieron que transcurrir veinte años para que nuestro modelo de DNA pasara de ser plausible a ser muy plausible (a causa del trabajo detallado sobre fibras de DNA), y de allí a ser prácticamente correcto. Incluso entonces sólo era correcto en términos generales, no en detalles concretos. Obviamente, quedó firmemente establecido el hecho de que las bases de la secuencia eran complementarias (la clave de su función) y que las dos cadenas corrían en direcciones opuestas bastante antes, por los trabajos químicos y bioquímicos sobre secuencias de DNA.

El asentamiento de la doble hélice podría servir como ejemplo del camino complejo por el que una teoría se convierte en «hecho». Sospecho que tras veinte o veinticinco años muchos seres humanos sienten el deseo de derrocar a la vieja ortodoxia. Cada generación necesita una música nueva. En el caso de la doble hélice, el fuerte impacto de los hechos científicos hizo que los nuevos modelos fueran inaceptables. En campos no científicos es más difícil repeler el desafío y normalmente las nuevas ideas son asimiladas, principalmente a causa de su novedad. La novedad lo es todo. En ambos casos el nuevo descubrimiento intenta conservar algunos aspectos del punto de vista anterior, ya que la innovación es más efectiva cuando se construye sobre una parte, al menos de la tradición existente.

Entonces, ¿qué mérito tenemos Jim y yo? Si merecemos alguno, es el de la persistencia y el deseo de desechar ideas cuando éstas se convierten en insostenibles. Un crítico nos consideró poco inteligentes por haber seguido tantas pistas falsas, pero no tuvo en cuenta que éste es el modo en que suelen hacerse los descubrimientos. La mayoría de intentos fallan, no por falta de cerebro, sino porque el investigador se atasca en un callejón sin salida o porque abandona prematuramente. También se nos ha criticado por no haber dominado a la perfección todas las áreas de conocimiento necesarias para acertar con la doble hélice; sin embargo, al menos intentamos dominarlas todas, que es mucho más de lo que se puede decir de algunos de nuestros críticos.

Pero, no creo que nada de esto tenga demasiada importancia. Considero que nuestro mayor mérito, teniendo en cuenta lo temprano de nuestra carrera investigadora, fue seleccionar el problema adecuado y apegarnos a él. Es cierto que andando a ciegas tropezamos con oro, pero no por ello deja de ser verdad que buscábamos oro. Ambos habíamos tomado la decisión, independientemente uno del otro, de que el problema central de la biología molecular era la estructura química del gen. El geneticista Hermann Muller ya lo había señalado a principios de los años veinte, y desde entonces muchos otros habían hecho lo mismo. Lo que tanto Jim como yo presentíamos es que debía de haber un cortocircuito en la respuesta, que las cosas no podían ser tan complicadas como parecían. Es curioso, pero yo era de esta opinión en parte a causa de mis conocimientos sobre las proteínas. No teníamos ni idea de cuál podría ser la respuesta, pero lo considerábamos tan importante que estábamos decididos a pensar en ello constante y tenazmente, desde cualquier punto de vista que fuera relevante. Prácticamente nadie estaba preparado para hacer esta inversión intelectual, puesto que no sólo implicaba estudiar genética, bioquímica, química y química-física (incluyendo difracción de rayos X, y ¿quién estaba dispuesto a estudiar todo esto?), sino también identificar el oro en la escoria. Este tipo de discusiones, puesto que tienden a ser interminables, son muy exigentes y algunas veces intelectualmente extenuantes. Nadie que no tuviera un interés desmesurado por el problema podría resistirlas.

Sin embargo, la historia de otros descubrimientos teóricos suelen presentar el mismo patrón. En la perspectiva amplia de las ciencias exactas no discurríamos muy rigurosamente, pero sí mucho más rigurosamente que la mayoría de la gente de este rincón de la biología, ya que en aquella época, a excepción de los geneticistas y posiblemente de los componentes del Grupo de los Fagos, no se consideraba que la biología tuviera una lógica altamente estructurada.

También está la cuestión de qué hubiera pasado si Watson y yo no hubiéramos lanzado la estructura del DNA. Esto se denomina historia «de la suposición» y no está muy acreditada entre los historiadores, pero si un historiador no es capaz de dar respuestas plausibles a este tipo de preguntas, no veo de qué puede tratar el análisis histórico. Si Jim hubiera muerto por un pelotazo de tenis, estoy casi convencido de que yo no hubiera resuelto la estructura solo, pero ¿quién lo habría hecho? Jim y yo siempre pensamos que era de esperar que Linus Pauling intentara otra estructura después de ver los datos de rayos X del King’s College, pero según él mismo afirmó, a pesar de que le gustó inmediatamente nuestra estructura, le costó algún tiempo reconocer que la suya era errónea. Sin nuestro modelo, puede que nunca lo hubiera reconocido. Rosalind Franklin se hallaba a dos pasos de la solución. Sólo le faltaba darse cuenta de que las dos cadenas corrían en direcciones opuestas y que las bases, en sus formas tautoméricas correctas, se apareaban. No obstante, ella estaba a punto de dejar el King’s College y el DNA, para ir a trabajar con el Virus del Mosaico del Tabaco junto a Bernal. (Murió un lustro más tarde, con treinta y siete años de edad). Maurice Wilkins nos había anunciado, justo antes de conocer nuestra estructura, que iba a dedicarse de lleno al problema. Nuestra insistente propaganda sobre la construcción de modelos había surtido efecto, y estaba dispuesto a intentarlo. Si Jim y yo no hubiéramos tenido éxito, dudo de que el descubrimiento de la doble hélice se hubiese retrasado más de dos o tres años.

Sin embargo, existe un argumento más general, propuesto por Gunther Stent y apoyado por un pensador tan sofisticado como Peter Medawar: si Watson y yo no hubiéramos descubierto la estructura, en lugar de haber sido una revelación deslumbrante, se habría puesto de manifiesto poco a poco, y su impacto hubiera sido mucho menor. Por este tipo de razones, Stent sostiene que el descubrimiento científico es más afín de lo que generalmente se cree a una obra de arte. El estilo, afirma, es tan importante como el contenido.

Este razonamiento no me convence del todo, al menos en lo que respecta a este caso. Más que creer que Watson y Crick hicieron la estructura del DNA, yo recalcaría que la estructura hizo a Watson y Crick. Al fin y al cabo, entonces yo era completamente desconocido, y Watson era considerado, en la mayoría de los círculos, como una persona demasiado brillante para ser un científico riguroso. Además, creo que con todos estos argumentos, se tiende a pasar por alto la belleza intrínseca de la doble hélice del DNA. Es la molécula la que posee estilo, tanto o más que los científicos. El código genético no fue elucidado de golpe, pero una vez agrupadas todas las piezas no le faltó impacto. Dudo de que sea tan importante que Cristóbal Colón descubriera América. Lo importante es que hubiera gente y dinero para explotar el descubrimiento cuando éste tuvo lugar. Creo que éste es el aspecto de la historia de la estructura del DNA que requiere atención, en lugar de los elementos personales implicados en el acto del descubrimiento, por muy interesantes que sean como lección (buena o mala) para otros investigadores.

Es competencia de los historiadores de la ciencia explicar cómo fue el recibimiento que se dispensó a nuestra estructura. Esta pregunta no es fácil de responder porque naturalmente hubo un espectro de opiniones que con el tiempo fue cambiando. Sin embargo, no queda la menor duda de que tuvo un impacto considerable e inmediato sobre un grupo muy influyente de científicos activos. Por iniciativa de Max Delbruck, se distribuyeron copias de los tres primeros artículos a los asistentes al Cold Spring Harbor Symposium en 1953, y se añadió al programa la conferencia de Watson sobre DNA. Poco después, yo di una conferencia en el Rockefeller Institute de Nueva York, que al parecer produjo un considerable interés, en parte a causa de que combiné una presentación entusiasta de nuestras ideas con una fría valoración de las pruebas experimentales, siguiendo a rasgos generales la línea del artículo publicado en Scientific American en octubre de 1954. Sydney Brenner, que acababa de terminar su doctorado en Oxford bajo la dirección de Hinshelwood, se autodesignó representante nuestro en Cold Spring Harbor en 1954. Le costó cierto esfuerzo hacer comprender las ideas a Milislav Demerec, que entonces era el director. (Sidney se trasladaría desde Sudáfrica a Cambridge en 1957 y allí se convertiría en mi colega más próximo, compartiendo un despacho conmigo durante casi veinte años). Pero no todo el mundo estaba convencido. Barry Commoner (ahora estudioso del medio ambiente) afirmó, con cierta insistencia, que los físicos simplificaban demasiado la biología, en lo que no estaba totalmente equivocado. Cuando en el invierno de 1953-1954 visité a Chargaff, éste me comentó (con su acostumbrada perspicacia) que aunque nuestro primer artículo de Nature era interesante, el segundo, acerca de las implicaciones genéticas, no era nada bueno. Quedé algo sorprendido cuando en 1959 descubrí, hablando con el eminente bioquímico Fritz Lipman, quien se había ocupado de organizarme el ciclo de conferencias en el Rockefeller, que en realidad no había entendido nuestro esquema de replicación del DNA. (Esto demuestra que había hablado con Chargaff). En cualquier caso, al final del ciclo, hizo un resumen muy claro de nuestras ideas. El bioquímico Arthur Kornberg me confesó que cuando empezó a trabajar sobre la replicación del DNA, no creía en nuestro mecanismo, pero que sus brillantes experimentos pronto lo convirtieron, aunque sin dejar de ser cauteloso y crítico. Su trabajo aportó la primera evidencia experimental de que las dos cadenas corrían en direcciones opuestas. En resumen, creo que tuvimos una gran aceptación, mejor que la de Avery y, por supuesto, mucho mejor que la de Mendel.

¿Cómo era vivir con una doble hélice? Creo que casi de inmediato nos dimos cuenta de que habíamos tropezado con algo importante. Según Jim, yo me dirigí al Eagle, el pub de enfrente donde almorzábamos todos los días, y comuniqué a todo el mundo que habíamos descubierto el secreto de la vida. De esto no me acuerdo, pero sí recuerdo que fui a casa y le dije a Odile que al parecer habíamos hecho un gran descubrimiento. Diez años después me confesó que no había creído ni una sola palabra. «Siempre volvías a casa diciendo cosas por el estilo» me dijo, «así que no le di importancia». Por entonces Bragg se encontraba en la cama con gripe, pero tan pronto como vio el modelo y comprendió la idea básica, se mostró entusiasmado. Todas las desavenencias pasadas se olvidaron y se convirtió en uno de nuestros defensores más ardientes. Desde entonces tuvimos una continua afluencia de visitantes, un contingente de Oxford que incluía a Sydney Brenner, de modo que Jim pronto se cansó de mi constante entusiasmo. A veces se echaba atrás, pensando que quizá todo era un sueño imposible, pero los datos experimentales del King’s College, cuando por fin los vimos, fueron muy alentadores. Hacia el verano, la mayor parte de nuestras dudas se habían disipado y fuimos capaces de revisar fríamente la estructura, separando sus características accidentales (que eran algo inexactas) de sus propiedades realmente fundamentales, que el tiempo ha demostrado que son correctas.

Durante los años siguientes las cosas estuvieron bastante tranquilas. Bauticé mi casa de Portugal Place en Cambridge con el nombre de «La Hélice Dorada» y finalmente coloqué una simple hélice de latón en la puerta, aunque en lugar de ser doble era simple. La intención no era simbolizar el DNA sino la idea de la hélice. La califiqué de dorada por el mismo motivo por el que Apuleyo tituló su historia El asno de oro, en el sentido de hermoso. Con frecuencia me preguntaron si intenté dorarla, pero nunca fuimos más allá de pintarla de amarillo.

Finalmente, quizá debería formular la pregunta personal: ¿Estoy satisfecho de la forma en que ocurrieron las cosas? Sólo puedo contestar que disfruté de cada uno de sus momentos, tanto los buenos como los malos. Ciertamente, fue de gran utilidad para la posterior divulgación sobre el código genético. Pero para expresar mis sentimientos, lo mejor será citar lo que, hace muchos años en Cambridge, escuché en una brillante y aguda conferencia del pintor John Minton, en la cual al hablar de sus propias creaciones artísticas dijo: «Lo importante es estar presente cuando se pinta el cuadro». Yo creo que esto es cuestión de suerte por una parte y de buen criterio, inspiración y dedicación tenaz por otra.

A principios de los años cincuenta existía en Cambridge un pequeño club de biofísica algo exclusivo, Hardy Club, nombre que aludía a un zoólogo de Cambridge de la generación anterior que se había convertido en químico-físico. La lista de aquellos primeros miembros es ahora un círculo ilustre, atestado de premios Nobel y Miembros de la Royal Society, pero en aquellos tiempos éramos muy jóvenes, y la mayoría muy poco conocidos. Sólo alardeábamos de un F.R.S. —Alan Hodgkin— y un miembro de la Cámara de los Lores, Victor Rothing. Jim fue invitado a dar una charla ante este conjunto selecto. Habitualmente al conferenciante se lo invitaba a cenar antes en el Peterhouse. La comida allí solía ser buena y el conferenciante era obsequiado con jerez antes, vino durante y, si era tan imprudente como para aceptarlo, copas después de la cena. En más de una ocasión he visto a conferenciantes luchando para encontrar el camino de sus ideas a través de una nebulosa de alcohol. Jim no fue una excepción. A pesar de todo, logró hacer una descripción bastante precisa de los puntos principales de la estructura y de las pruebas que la apoyaban, pero cuando llegó al resumen estaba rendido y no encontraba las palabras. Miró el modelo con ojos legañosos. Todo lo que pudo decir fue: «Es tan hermoso, entiendan, tan hermoso». Pero por supuesto, lo era realmente.