Pero volvamos a mi carrera. Aún tenía que entrevistarme con Max Perutz. A finales de los años cuarenta, regresaba a Cambridge después de una visita a Londres, habiendo concertado previamente una cita con Perutz en el laboratorio de física donde éste trabajaba. Durante el trayecto de tren desde Londres no ocurrió nada digno de mención. Miraba el paisaje pero mis pensamientos estaban en otro lugar, centrados principalmente en mi inminente visita al laboratorio Cavendish. Para un físico británico, el Cavendish tenía un atractivo especial. Tomaba el nombre del físico del siglo XVIII Henry Cavendish, un genio solitario de la experimentación. El primer director había sido el físico teórico escocés Clerk Maxwell, de las ecuaciones que llevan su nombre. Cuando el laboratorio se estaba construyendo, él hacía los experimentos en la cocina de su casa, mientras su mujer hervía agua en cazuelas para elevar la temperatura de la habitación.
En el Cavendish, J.J. Thomson «descubrió» el electrón al determinar las medidas de su masa y carga. Thomson constituía un caso interesante de investigador: era tan torpe que sus colegas intentaban alejarlo de sus propios elementos de trabajo, por miedo a que los rompiera. Ernest Rutherford, recién llegado de Nueva Zelanda, empezó allí su principal carrera investigadora, y más tarde volvió para suceder a J.J. Thomson como director. Bajo su dirección, Cockroft y Walton «aplastaron el átomo» por primera vez, es decir, que produjeron la primera desintegración atómica artificial. Su acelerador original seguía allí. Y a principios de los años treinta, James Chadwick (a quien conocí más tarde como director del Caius College) descubrió el neutrón en pocas semanas. En aquella época el Cavendish estaba a la vanguardia en la investigación de física básica.
Otro director del Cavendish fue Sir Lawrence Bragg (conocido por sus amigos como Willie), quien formuló la ley de Bragg de difracción de rayos X. Ha sido el Premio Nobel más joven, ya que contaba con veinticinco años cuando lo compartió con su padre, Sir William Bragg. No era de extrañar que yo sintiera un temor reverencial ante esta institución mundialmente famosa y que estuviera emocionado ante la perspectiva de visitarla.
En la estación decidí coger un taxi. Después de colocar mis paquetes me recliné en el asiento y dije: «Lléveme al laboratorio Cavendish».
El conductor volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro. «¿Y dónde está eso?», preguntó.
Me di cuenta, y no por primera vez, que no todo el mundo estaba tan interesado por la ciencia básica como yo. Después de revolver en mis papeles, encontré la dirección. «En Free School Lane», respondí, «donde quiera que esté eso». «No lejos de Market Square», dijo el taxista, y hacia allí nos dirigimos.
Max Perutz, con quien me había citado, era austríaco de nacimiento. Obtuvo su primera licenciatura, en química, en la Universidad de Viena. Deseoso de trabajar bajo las órdenes de Gowland Hopkins, el fundador de la Cambridge School de Bioquímica, Perutz pidió a Herman Mark, especialista en polímeros, cuando éste hizo una corta visita a Cambridge, que intercediera por él. En su lugar, Mark corrió a ver a J.D. Bernal [conocido por sus amigos íntimos como «Sage» (sabio), porque parecía saberlo todo]. Bernal dijo que le encantaría tener a Perutz trabajando con él; y así fue como Max se convirtió en cristalógrafo. Todo esto ocurría antes de la Segunda Guerra Mundial. En la época de mi visita a Perutz, éste trabajaba en la estructura tridimensional de las proteínas bajo la relajada supervisión de Bragg. Tal como he explicado en el capítulo anterior, las proteínas pertenecen a una de las familias fundamentales de las macromoléculas biológicas. La función de cada proteína depende de su exacta estructura tridimensional. Por tanto, es de fundamental importancia descubrir dichas estructuras de un modo experimental. Hasta entonces, la mayor molécula orgánica cuya estructura tridimensional había sido determinada por difracción de rayos X, era dos órdenes de magnitud más pequeña que una proteína típica. A la mayoría de cristalógrafos les parecía casi imposible o, en el mejor de los casos muy lejana, la determinación de la estructura en tres dimensiones de una proteína. Bernal siempre se había mostrado entusiasmado por ello, pero él era un visionario. Sin embargo, también tenía cierto atractivo para el realista Bragg, puesto que representaba un reto. Como había empezado su carrera descifrando la sencilla estructura del cloruro de sodio (la sal de mesa corriente), Bragg esperaba coronar sus logros resolviendo una de las mayores estructuras posibles.
Antes de la guerra, Bernal fundó el estudio de los cristales de proteínas por difracción de rayos X. Cierto día, observaba las propiedades ópticas de un cristal de proteína mediante el microscopio óptico (en realidad el microscopio de luz polarizada). El cristal descansaba sobre un portaobjetos de vidrio, con un poco del licor madre del cristal (la solución en la que se ha formado el cristal). Lentamente el agua del licor madre se evaporó en el aire, hasta que finalmente el cristal quedó seco. A medida que esto sucedía, Bernal observó cómo se deterioraban las propiedades ópticas, puesto que los cristales secos transmitían la luz de un modo más confuso que antes. Inmediatamente se percató que era imposible mantener los cristales de proteína mojados y procedió a montar un cristal en un pequeño tubo de sílice, sellado por sus extremos con una cera especial. Afortunadamente el sílice interfirió muy poco con la difracción de rayos X del cristal. En los anteriores intentos para obtener una fotografía de la difracción de rayos X en cristales de proteínas sólo se habían conseguido unas pocas manchas en la placa fotográfica, puesto que los cristales utilizados se habían secado con el aire. En el laboratorio de Bernal, la excitación fue enorme cuando el cristal mojado produjo una gran cantidad de hermosas manchas. El estudio de la estructura de proteínas había dado un primer paso decisivo.
Antes de visitar a Max Perutz en el Cavendish, leí los artículos que había publicado recientemente en Proceedings of the Royal Society sobre los estudios de difracción de rayos X en cristales de una variedad de hemoglobina. La hemoglobina es la proteína que transporta el oxígeno en nuestra sangre y hace que los eritrocitos sean rojos, pero la variedad que Perutz estudió provenía del caballo, y sucede que la hemoglobina del caballo forma cristales que son especialmente adecuados para los estudios con rayos X. Ahora sabemos que cada molécula de hemoglobina consta de cuatro subunidades bastante parecidas, cada una con 2500 átomos aproximadamente, ordenados según una estructura tridimensional precisa.
Puesto que no es fácil concentrar los rayos X, es imposible fotografiarlos a la manera en que se utiliza una lente para hacer fotografías con la luz visible o concentrando electrones como en el microscopio electrónico. Sin embargo, la longitud de onda de los rayos X adecuados es aproximadamente igual a la distancia entre dos átomos cercanos en una molécula orgánica. Por esta razón, el patrón de los rayos X dispersados por las moléculas puede aportar, en circunstancias óptimas, suficiente información para que el investigador determine la posición de todos los átomos de la molécula. Más correctamente, el diagrama muestra la densidad de los electrones que rodean cada átomo, los cuales, al tener tan poca masa, dispersan los rayos X más eficazmente que el núcleo atómico, que es más pesado. Se utiliza un cristal porque los rayos X dispersados por una simple molécula serían demasiado débiles. Si se emplean tiempos largos de exposición para salvar esta dificultad, la elevada dosis de rayos X dañaría demasiado la molécula y quedaría literalmente frita, antes de que se hubiera dispersado una cantidad de rayos X suficiente para ser de utilidad.
Entonces los rayos X eran registrados mediante una película fotográfica especial, que se revelaba de un modo similar al de los negativos fotográficos comunes. Actualmente los rayos X son recogidos y medidos con contadores. En aquella época una máquina especial tenía que mover el cristal en el haz, junto con la película de rayos X, para poder registrar simultáneamente una determinada porción de los datos de difracción.
Aunque había aprendido todo esto durante mis estudios para la licenciatura de física, había olvidado la mayor parte, de modo que sólo pude hacerme una vaga idea de lo que Perutz había estado haciendo. Supe que los cristales de proteínas suelen contener mucha agua, oculta en los intersticios del cristal entre una molécula grande y sus vecinas. En una atmósfera más seca el cristal podía encogerse algo, a medida que las proteínas se empaquetaban más cercanas entre sí, y eran estos estadios de contracción los que Perutz había estado estudiando. Si la atmósfera era demasiado seca, el empaquetamiento de las moléculas se veía alterado, puesto que las de mayor dimensión tratarían en vano de acercarse lo más posible. Entonces, el patrón de difracción de rayos X, con muchos puntos discretos y definidos, se deterioraba y sólo unas pocas manchas aparecían en la película de rayos X. Tal como explicó Bragg muchos años antes, en la difracción las estructuras tridimensionales regulares producen una serie completa de puntos discretos.
También conocía el problema más importante de la cristalografía de rayos X. Incluso si se midiera la fuerza de los innumerables puntos de rayos X (en aquella época una ardua tarea) y si los átomos del cristal fueran tan regulares que los puntos de rayos X correspondientes a detalles minúsculos fueran también registrados, aun así las matemáticas demostraron claramente que los puntos contenían la mitad de la información necesaria para poder determinar la estructura tridimensional. (En términos técnicos, los puntos daban la intensidad de los numerosos componentes de Fourier pero no sus fases). Si por casualidad se conociera la posición de cada átomo, entonces sería posible (aunque de un modo muy laborioso en aquella época) calcular exactamente cómo sería el patrón de difracción de rayos X, y también calcular la información que faltaba: las fases. Pero partiendo sólo de los puntos, la teoría demostró que muchas, muchísimas disposiciones tridimensionales de densidad electrónica podían dar exactamente los mismos puntos, y no existía una forma fácil de decidir cuál era la correcta.
Recientemente, y sobre todo gracias al trabajo de Jerome Karke y Herbert Hauptman, se ha demostrado que esto puede lograrse con moléculas pequeñas, introduciendo en los cálculos matemáticos algunas limitaciones bastante lógicas. Por este trabajo se les concedió a ambos el Premio Nobel de Química en 1985. Pero ni siquiera actualmente estos métodos pueden, por sí solos, aplicarse a moléculas tan grandes como la mayoría de las proteínas.
Por lo tanto, no es de extrañar que a finales de los cuarenta Perutz no hubiera progresado demasiado. Escuché atentamente la explicación sobre su trabajo e incluso me aventuré a formular algunos comentarios. Con ello logré dar la impresión de ser más perceptivo y rápido de lo que en realidad era en la asimilación. En cualquier caso, conseguí impresionar a Perutz lo suficiente como para que aprobara la idea de que me uniera a él, siempre y cuando el MRC me financiara.
En 1949 me casé con Odile. Nos conocimos durante la guerra, cuando ella era oficial naval, para ser exactos oficial WREN (el equivalente británico de las WAVES, el servicio naval femenino). Durante los últimos años de la guerra trabajó en el cuartel general del Ministerio de Marina en Whitehall (la calle de Londres donde reside el gobierno), traduciendo documentos alemanes interceptados. Después de la guerra retomó sus estudios de arte, esta vez en el St. Martin’s School of Art, en Charing Cross Road, no lejos de Whitehall. Entonces yo trabajaba en Whitehall, en la Naval Intelligence, así que podíamos vernos con facilidad. En 1947 Doreen y yo estábamos divorciados. Por entonces Odile se había matriculado en un nuevo curso de diseño de modas en el Royal College of Art, pero después del primer año decidió que prefería casarse a seguir estudiando.
Pasamos nuestra luna de miel en Italia. Al volver descubrí que el Primer Congreso Internacional de Bioquímica había tenido lugar en Cambridge durante nuestra ausencia. En aquel tiempo no había ni muchísimo menos la cantidad de congresos científicos que existen hoy en día. Como principiante en la investigación, casi un simple aficionado, no estaba particularmente enterado de los pocos que había. Creo que en el fondo de mis pensamientos consideraba que la ciencia era una ocupación para caballeros (incluso si estaban necesitados). Aunque parezca mentira, no me había percatado de que para muchos era una carrera altamente competitiva.
Los Perutz vivían en un minúsculo apartamento amueblado situado, muy convenientemente, cerca del centro de Cambridge y sólo a unos minutos a pie del Cavendish. Ahora planeaban mudarse a una casa en las afueras para tener más espacio, y nos ofrecieron ocupar el apartamento. La idea nos encantó y en seguida nos mudamos a Green Door, que era como se llamaba, un piso de dos habitaciones dobles y una sencilla con una cocina pequeña, sobre The Old Vicarage, junto a la iglesia St. Clement en Bridge Street, entre el extremo de Portugal Place y Thompson’s Lane. El dueño, un estanquero, y su mujer vivían en la parte principal de la casa y nosotros ocupábamos el ático. La auténtica Green Door (puerta verde) estaba en los bajos, en la parte trasera, y conducía a una escalera estrecha que subía hasta nuestras habitaciones. El lavabo estaba a media escalera y la bañera, cubierta con una plancha con bisagras, se encontraba dentro de la pequeña cocina. Si uno quería bañarse era necesario retirar una variada colección de cazuelas y de platos. Una habitación se utilizaba como sala de estar, la otra como dormitorio, y la más pequeña era el dormitorio de mi hijo Michael cuando venía a casa durante las vacaciones del pensionado.
Odile y yo desayunábamos pausadamente junto a la ventana de la pequeña sala de estar, mirando por encima del cementerio hacia Bridge Street y, más allá, hacia la capilla del St. John’s College. En aquellos días no había tanto tráfico de coches, aunque sí muchas bicicletas. Algunas veces, por la noche, oíamos un mochuelo ulular desde uno de los árboles del colegio mayor. Nuestros ingresos eran muy reducidos pero afortunadamente el alquiler también era bajo, a pesar de que el apartamento fuera amueblado. El dueño se disculpó mucho cuando se vio obligado a subir el alquiler de treinta chelines semanales a treinta chelines y seis peniques. Odile se deleitaba en su recién estrenado tiempo libre, leyendo novelas francesas delante del pequeño hornillo de gas, y asistiendo de un modo informal a algunas clases de literatura francesa, mientras yo disfrutaba con la aventura de hacer verdadera investigación, y con la fascinación por mi nueva especialidad.
En primer lugar tuve que estudiar cristalografía de rayos X, tanto la teoría como la práctica. Perutz me aconsejó libros de texto y me fueron mostrados los elementos para montar cristales y hacer fotografías de rayos X. La simple inspección de zonas del patrón de difracción de rayos X me solía dar, poniéndolo de un modo llano, no sólo las dimensiones físicas de la célula unidad —la unidad espacial repetida— sino que también me revelaba algo sobre su simetría. Como las moléculas biológicas suelen ser «isoméricas» —su imagen complementaria ante un espejo no suele encontrarse en los organismos vivos—, ciertos elementos simétricos (inversión a través de un centro, reflexión, y los planos de deslizamiento relacionados) no pueden darse en los cristales de proteínas. Esta limitación reduce drásticamente el número posible de combinaciones simétricas, o de grupos de espacio, como se les suele llamar.
Existe también una limitación muy conocida en los ejes de rotación. El papel de la pared puede tener dos ejes de rotación —es exactamente como si hubiera hecho un giro de 180 grados— o tres, o cuatro, o seis. Todos los demás ejes de rotación son imposibles, incluyendo el de cinco. Esta restricción es válida para cualquier patrón extenso de simetría bidimensional, denominado grupo plano, y así también para una simetría tridimensional extendida, o grupo espacial. Es evidente que un simple objeto puede tener una simetría quíntuple. El dodecaedro regular y el icosaedro, que poseen un eje de rotación quíntuple, ya eran conocidos por los griegos, pero aquello que es posible en un grupo de puntos (que no tiene dimensiones) es imposible para un grupo plano (o bidimensional) o un grupo espacial (tridimensional). El arte musulmán, que por razones religiosas tiene prohibida la representación de personas o animales (puesto que el Profeta era hostil al paganismo), es de diseño muy geométrico. Uno puede imaginar al artista flirteando con la simetría quíntuple local sin tenerla nunca con una base repetida. Resulta que los caparazones proteicos de muchos pequeños virus «esféricos» (como el de la polio) suelen tener una simetría quíntuple, pero esto ya es otra historia.
La teoría de la difracción de los rayos X es sencilla, tanto que los físicos más modernos la encuentran insípida. Aunque es preciso manejar detalles algebraicos, pronto descubrí que podía encontrar la solución de muchos de estos problemas matemáticos con un poco de imaginación y lógica, y sin tener que recurrir a las matemáticas.
Algunos años más tarde, cuando Watson se unió a nosotros en el Cavendish, utilicé varios de estos métodos visuales, basados en las matemáticas más serias, para enseñarle las nociones generales de la difracción de rayos X. Incluso consideré la posibilidad de escribir un pequeño libro didáctico sobre el tema, que se titularía «Las transformadas de Fourier para los Observadores de Aves» (Jim se dedicó a la biología a causa de su interés inicial por las aves), pero tenía muchas ocupaciones y nunca llegué a escribirlo.
En aquella época no había ningún libro de texto accesible y fácil sobre este tema. En su mayoría, los textos existentes seguían un método progresivo, basado en gran parte en la ley de Bragg y en el desarrollo histórico del tema. Para alguien como yo, esto sólo lo hacía más difícil y obviamente más tedioso, ya que un método elemental suele suscitar en el aprendiz cuestiones más profundas y estas preocupaciones impiden que uno progrese en el aprendizaje. Suele ser mejor, al menos con los alumnos más brillantes, ir directamente al tratamiento más avanzado e intentar sobrepasar los formalismos más importantes, al tiempo que se intenta vislumbrar lo que está sucediendo. En mi caso no había otra alternativa que aprender difracción de rayos X por mi cuenta. Esto me fue provechoso porque adquirí un conocimiento amplio y profundo. Además, como Perutz estaba estudiando las etapas de la contracción de cristales constituidos por moléculas grandes, aprendí a desenvolverme con la difracción de una molécula única, y sólo después ordenar las moléculas según una malla cristalina regular, en lugar de seguir el camino más convencional de empezar con las moléculas ya en la malla. Más adelante esto me fue de utilidad.
Armado de estos nuevos conocimientos, releí los artículos de Perutz y durante un tiempo estuve pensando en cómo se podía resolver el problema de la estructura de las proteínas. Perutz había sugerido provisionalmente que la forma de una molécula era algo así como una caja anticuada de sombrero de mujer, y había incluido un diagrama de ello en su segundo artículo. (Los diagramas de modelos suelen ser difíciles de diseñar satisfactoriamente, ya que si no se toman precauciones, suelen expresar más de lo que se pretende). Por varias razones consideré que la caja de sombreros no era plausible, e intenté encontrar pruebas a favor de otras posibles formas. Debe recordarse que los datos más relevantes de rayos X no podían por sí solos indicar cuál era la forma, pero que cualquier forma propuesta podía utilizarse para calcular los datos de rayos X. La forma sólo tiene influencia sobre las escasas reflexiones de rayos X que corresponden a la estructura burda del cristal. Su fuerza depende del contraste entre la elevada densidad electrónica de la proteína y la densidad electrónica menor del «agua» (en realidad una solución salina) existente entre las moléculas. Incluso si se lograra un patrón de baja resolución de la densidad electrónica, ello no indicaría de inmediato la forma de una molécula única, ya que en varios lugares las moléculas se hallan en íntimo contacto. No era posible ver dónde acababa una molécula y dónde empezaba la siguiente. Por fortuna, Perutz había estudiado una serie de empaquetamientos similares —los diversos estadios de contracción— y asumiendo que las moléculas proteicas son relativamente rígidas y que en los diversos estadios se empaquetan con sólo pequeñas diferencias, era posible restringir el margen de formas posibles.
Avancé un poco con el problema principal pero finalmente me quedé atascado. Entretanto, Bragg había discurrido paralelamente sobre ello. Mientras yo seguía atascado, él progresó con rapidez. Audazmente asumió que se podía llegar a una aproximación de la forma mediante un elipsoide, un tipo determinado de distorsión esférica. A continuación, hizo una revisión de lo poco que se sabía sobre los cristales de la hemoglobina de otras especies animales, asumiendo que todos los tipos de moléculas de hemoglobina probablemente tendrían una forma parecida. Además, no se preocupó si los datos no encajaban exactamente con su modelo, puesto que era poco probable que la molécula fuera exactamente un elipsoide. En otras palabras, hizo unas suposiciones temerarias y sencillas, consideró un conjunto de datos lo más amplio posible, y sobre si su modelo encajaba con los datos experimentales fue crítico pero no quisquilloso, como yo había sido. Llegó hasta una forma que ahora sabemos que no es una mala aproximación a la forma real de la molécula, y junto con Perutz publicó un artículo sobre ello. El resultado no era de primera línea, aunque sólo fuera porque el método era indirecto y debía ser confirmado por métodos más directos, pero para mí fue una revelación en cuanto a cómo se hace la investigación científica y, lo que es más importante, cómo no debe hacerse.
A medida que sabía más sobre el problema básico, me empecé a preocupar sobre cómo podía resolverse. Tal como he dicho, los datos de rayos X sólo aportan la mitad de la información necesaria, y se sabía que parte de la información disponible probablemente era redundante. ¿Existía algún camino sistemático para utilizar los datos disponibles? En efecto, existía. Algunos años antes un cristalógrafo, Lindo Patterson, había demostrado que los datos experimentales podían utilizarse para construir un mapa especial de densidades, ahora llamado Patterson. (Todas las amplitudes de los componentes de Fourier se elevan al cuadrado y todas las fases bajan a cero).
¿Qué significaba este mapa de densidades? Patterson demostró que representaba todas las distancias posibles entre picos del mapa de densidad electrónica real, todas ellas superpuestas, de modo que si el mapa de densidades reales presentaba con frecuencia una densidad elevada a una distancia de 10 Å en una determinada dirección, entonces habría un pico a 10 Å a partir del origen en la dirección apropiada en el mapa de Patterson. (Una unidad Ångstrom equivale a una diez billonésima parte del metro). En términos matemáticos esto sería un mapa tridimensional de la función de autocorrelación de la densidad electrónica. Tomando una unidad celular con pocos átomos, y utilizando datos de rayos X de gran resolución, en algunas ocasiones era posible descifrar este mapa de todas las distancias interatómicas posibles y obtener el mapa real de la disposición atómica. Pero ¡ay!, en las proteínas había demasiados átomos y la resolución era muy baja, de modo que hacerlo era inútil. Sin embargo, las características más relevantes del Patterson podían dar una pista sobre las características generales de la disposición atómica, y en realidad Perutz había predicho que la proteína estaba plegada dando lugar a líneas de densidad electrónica en una dirección determinada, porque había observado líneas de gran densidad en aquella dirección en el Patterson. Resultó ser que las últimas líneas no eran tan elevadas como él había imaginado (entonces sólo disponía de la intensidad relativa de los puntos de rayos X, no de su valor absoluto), de modo que el plegamiento no era tan sencillo como había conjeturado.
Este cálculo del Patterson de los cristales de hemoglobina de caballo fue un trabajo difícil y laborioso, ya que entonces los métodos, tanto de recolección de datos de rayos X como los del cálculo de las Transformadas de Fourier, eran, para las pautas actuales, extremadamente primitivos. Se tenían que montar muchos cristales (ya que sólo admitían una determinada dosis de rayos X antes de deteriorarse); había que hacer muchas fotografías de rayos X, calibrarlas entre sí, medirlas visualmente y hacer correcciones sistemáticas. Los cálculos no se hacían en lo que ahora llamaríamos un computador (esto apareció más tarde) sino utilizando una máquina IBM de cinta perforada. Contrataron a un ayudante durante tres meses y trabajaron arduamente. Después todos los resultados obtenidos tenían que ser expresados en una gráfica y los contornos diseñados, hasta que finalmente se obtenían montones de hojas transparentes, cada una con una sección de la densidad de Patterson representada en forma de contorno. Si no recuerdo mal, los contornos negativos (la correlación media se consideraba como el cero) se omitieron y sólo se representaron los positivos.
Recibí otra lección cuando Perutz describió sus resultados a un pequeño grupo de cristalógrafos de rayos X de diversas partes de Gran Bretaña que se reunieron en el Cavendish. Después de su exposición, Bernal se levantó para comentarla. Yo lo consideraba un genio. Por alguna razón tenía la idea de que todos los genios se comportaban incorrectamente. Por ello me sorprendí cuando oí que alababa a Perutz por su coraje al desarrollar un trabajo tan difícil y, en aquella época, sin precedentes, así como por la meticulosidad y persistencia en su ejecución. Sólo entonces Bernal se aventuró a expresar, del modo más delicado posible, sus reservas sobre el método de Patterson y en particular en este caso. Aprendí que si tienes que hacer una crítica a un trabajo científico, es mejor hacerlo firme pero suavemente y precederla de un elogio de sus aspectos positivos. Lamento no haberme acogido siempre a esta regla tan útil. Desafortunadamente, algunas veces me he dejado llevar por la impaciencia y me he expresado de un modo demasiado brusco y devastador.
Fue en una reunión semejante donde di mi primer seminario sobre cristalografía. Aunque tenía más de treinta años era la segunda charla que daba, y la primera de ellas había sido sobre el movimiento magnético de las partículas en el citoplasma. Cometí el típico error de principiante al tratar de decir demasiado en los veinte minutos asignados y me desconcerté al ver que Bernal se estaba moviendo nervioso y que no prestaba demasiada atención. Sólo después me enteré de que estaba preocupado por no saber dónde estaban sus diapositivas para su charla, que seguía a la mía.
Todo esto tenía poca importancia comparado con el tema de mi charla, que de un modo general venía a decir que todos ellos estaban perdiendo el tiempo y que, según mis análisis, casi todos los métodos que empleaban tenían pocas probabilidades de éxito. Revisé uno a uno todos esos métodos, incluido el de Patterson, e intenté demostrar que todos ellos, excepto uno, eran inútiles. La excepción era el llamado método de la sustitución isomórfica, que según mis cálculos tenía ciertas perspectivas de éxito, siempre y cuando se pudiera hacer químicamente.
Tal como he mencionado con anterioridad, los datos de difracción de rayos X normalmente sólo nos dan la mitad de la información necesaria para reconstruir la figura tridimensional a partir de la densidad electrónica de un cristal. Necesitamos esta figura tridimensional para que nos ayude en la localización de los muchos miles de átomos del cristal. ¿Hay algún modo de obtener los datos que faltan? Resulta que sí. Supongamos que se pueda añadir a un cristal un átomo muy pesado, como el mercurio, en cada uno de los puntos en que se hallan las moléculas de proteínas que contiene. Supongamos que esta adición no modifica el empaquetamiento de las moléculas de proteína y que sólo desplaza una o dos moléculas sueltas de agua. Entonces podremos obtener dos patrones distintos de rayos X: uno sin mercurio y el otro con mercurio. Estudiando las diferencias entre estos dos patrones podemos, con un poco de suerte, localizar dónde se hallan los átomos de mercurio dentro del cristal (estrictamente, dentro de la célula unidad). Una vez localizadas estas posiciones, podemos conseguir parte de la información que falta observando, en cada mancha de rayos X, si el mercurio ha hecho aquel punto más débil o más fuerte.
Este método se denomina de la sustitución isomórfica. «Sustitución» porque hemos sustituido un átomo o molécula ligeros, como el agua, por un átomo pesado, como el mercurio, que produce una mayor difracción de los rayos X. «Isomorfo» porque los dos cristales de proteína —uno con mercurio y el otro sin mercurio— deberían tener la misma forma (de la célula unidad). De manera imprecisa, podemos suponer que el átomo pesado añadido representa un marcador localizable para ayudar a aclararnos con los átomos restantes. Resulta que normalmente se requieren al menos dos sustituciones isomórficas distintas para recuperar la mayor parte de la información que nos falta, y a ser posible tres o más.
Este conocido método ya se había utilizado con éxito para ayudar a resolver la estructura de moléculas pequeñas. Anteriormente hubo dos tímidos intentos de utilizarlo con proteínas pero fallaron, probablemente porque la química empleada era poco sofisticada. Tampoco me ayudó el título de mi charla. Le comenté a John Kendrew el tipo de cosas que pensaba exponer y le pregunté cómo lo titularía. Me contestó: «¿Por qué no lo titulas “Qué loco propósito”?» (cita de Oda a una urna griega, de Keats). Así lo hice.
Bragg estaba furioso. Ahí estaba este recién llegado diciendo a los cristalógrafos de rayos X con experiencia, incluido él mismo, fundador de la disciplina y que había estado en la vanguardia durante casi cuarenta años, que lo que estaban haciendo probablemente no conduciría a ningún resultado útil. No me ayudó el hecho de haber entendido perfectamente la teoría y de ser locuaz respecto a ella. Un poco más tarde me encontraba sentado detrás de Bragg, justo antes de empezar otra charla, comentando irónicamente el tema a mi vecino. Bragg giró y me habló por encima del hombro. «Crick», dijo, «estás perturbando el equilibrio».
Su enfado era en parte justificado. Un grupo de personas ocupadas en una tarea difícil y algo incierta, no se sienten precisamente ayudadas por la crítica negativa constante de uno de los de su grupo. Destruye la atmósfera de confianza necesaria para conducir una empresa tan arriesgada a un éxito final. Pero también es inútil insistir en una trayectoria que probablemente fracase, especialmente si existen métodos alternativos. Tal como se demostró más tarde, yo tenía razón en todas mis críticas, excepto en una. Subestimé la utilidad de estudiar péptidos artificiales simples y repetitivos (emparentados de lejos con las proteínas), que no mucho tiempo después darían lugar a resultados de interés, pero tenía razón al predecir que sólo el método de sustitución isomórfica podía descifrar en detalle la estructura de una proteína.
En aquella época seguía siendo un estudiante graduado principiante. Dando un toque a mis colegas desvié su atención hacia la dirección correcta. En los últimos años pocos lo han recordado o han valorado mi contribución, a excepción de Bernal, que se ha referido a ello más de una vez. Claro que a la larga el tiempo me daría la razón. Todo lo que hice fue crear un ambiente en el cual las cosas sucedieran un poco antes. Nunca escribí mi crítica, aunque las notas de la charla sobrevivieron unos años. La consecuencia principal, en lo que a mí concierne, es que Bragg me consideró un pesado al que no le gustaban los experimentos y que hablaba demasiado, y de un modo demasiado crítico. Afortunadamente más tarde cambió de opinión. Casualmente, no sólo yo era de esta opinión. En aquella época la mayoría de los cristalógrafos restantes consideraban inútil la cristalografía de proteínas, o bien creían que sólo daría sus frutos en el siglo siguiente. En esto, llevaban su pesimismo demasiado lejos. Por lo menos, yo tenía un buen conocimiento del tema y podía vislumbrar una posible solución del problema. Es interesante observar la curiosa actitud mental de los científicos que trabajan en temas «inútiles». Contrariamente a lo que sería de esperar, están rebosantes de un optimismo irreprimible. A mi modo de ver, esto tiene una explicación muy sencilla. Cualquiera que no tenga este optimismo, simplemente deja el área y se dedica a otra línea de trabajo. Sólo quedan los optimistas. Así se da el curioso fenómeno de que los investigadores que trabajan en temas cuyo precio es muy elevado y las posibilidades de éxito mínimas, siempre parecen optimistas. Y ello a pesar de que, aunque parezca que se está avanzando mucho, nunca dan la impresión de acercarse a sus metas. Creo que algunas áreas de la neurobiología teórica responden exactamente a esta descripción.
Por suerte, resolver la estructura de las proteínas mediante difracción de rayos X no fue tan inútil como algunos creían. En 1962, Max Perutz y John Kendrew compartieron el Premio Nobel de Química por su trabajo sobre la estructura de la hemoglobina y la mioglobina, respectivamente. Jim Watson, Maurice Wilkins y yo compartimos el Nobel de Medicina o Fisiología aquel mismo año. La mención dice: «… por sus descubrimientos sobre la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su trascendencia en la transferencia de la información en el material vivo». Rosalind Franklin, que había realizado un trabajo muy bueno sobre los patrones de difracción de rayos X de las fibras de DNA, había muerto en 1958.