2.
El test del chismorreo

Durante la mayor parte de la guerra trabajé en el diseño de minas magnéticas y acústicas —minas a distancia—, inicialmente bajo la dirección de un físico teórico bien conocido, H.S.W. Massey. Estas minas eran lanzadas por nuestra aviación en los canales navegables del Báltico y del Mar del Norte, que eran relativamente poco profundos. Ahí se quedaban, silenciosa y secretamente sobre el fondo marino, hasta que explotaban a causa de un rastreo del enemigo o bien porque hacían volar uno de sus barcos. El objetivo en el diseño de sus circuitos era hacerles distinguir de algún modo la diferencia entre los campos magnéticos y los sonidos procedentes de un rastreo y los de un barco. En esto tuve bastante éxito. Estas minas especiales eran cinco veces más efectivas que las minas a distancia normales. Después de la guerra se calculó que las minas hundieron o dañaron gravemente unos mil barcos mercantes enemigos.

Cuando por fin terminó la guerra, yo no sabía qué hacer. En aquella época trabajaba en el cuartel general del Ministerio de Marina en Whitehall, en el anexo sin ventanas conocido como la Ciudadela. Hice lo más obvio y solicité una plaza de funcionario científico. Al principio dudaron en aceptarme, pero finalmente, después de la presión del Ministerio de Marina y de haber realizado una segunda entrevista —el presidente del jurado era el novelista C.P. Snow—, me ofrecieron un empleo fijo. A esas alturas, yo estaba seguro de que no quería pasarme el resto de mi vida diseñando armas, pero tampoco sabía qué quería hacer. Estudié las posibilidades que me ofrecían mis méritos profesionales. Una licenciatura no demasiado buena, en parte compensada por mis logros en el Ministerio de Marina. Un conocimiento restringido a algunas áreas del magnetismo y la hidrodinámica, disciplinas por las que no sentía el más mínimo entusiasmo. Ningún artículo publicado. Los pocos y cortos informes que había realizado en el Ministerio, en Teddington, tendrían poco peso. Tan sólo de un modo gradual comprendí que esta falta de méritos podría ser una ventaja. La mayoría de los científicos, cuando llegan a los treinta años, están atrapados por su propia especialización. Han invertido tantos esfuerzos en un campo determinado que llegado este punto de su carrera les resulta extremadamente difícil hacer un cambio radical. Yo, por otro lado, no tenía nada, a excepción de una formación básica algo anticuada en física y matemáticas, y la capacidad de cambiar a nuevas áreas. En el fondo estaba seguro de que prefería hacer investigación básica más que investigación aplicada, a pesar de que mi experiencia en el Ministerio de Marina era más adecuada para un trabajo aplicado. Pero ¿tendría la capacidad necesaria?

Entre mis amigos había dudas al respecto. Algunos creían que me convendría más el periodismo científico; tal vez, sugirió uno de ellos, debería tratar de entrar en la plantilla de Nature, la publicación científica semanal más prestigiosa. (No sé qué hubiera opinado sobre esto el actual director, John Maddox). Consulté con el matemático Edward Collingwood, para quien había trabajado durante la guerra. Como siempre, me alentó y ayudó. No veía ninguna razón por la cual yo no pudiera triunfar en la investigación básica. También pedí consejo a mi íntimo amigo Georg Kreisel, hoy un distinguido lógico matemático. Nos conocimos cuando entró, con sólo diecinueve años, a trabajar para Collingwood en el Ministerio de Marina. El primer artículo de Kreisel —un ensayo sobre una aproximación al problema de minar el Báltico utilizando los métodos de Wittgenstein— fue prudentemente archivado por Collingwood en su caja fuerte. Entonces yo ya conocía bien a Kreisel, por lo que estaba seguro de que su consejo no sería arbitrario. Él reflexionó unos instantes y dio su parecer: «He conocido a gente mucho más estúpida que tú y que ha triunfado en esto».

Alentado de este modo, mi problema siguiente fue decidir qué área debía escoger. Como en esencia no sabía nada, tenía una libertad de acción casi completa. Esto, tal como descubriría más tarde la generación de los sesenta, sólo dificulta la decisión. Medité tristemente sobre este problema durante varios meses. Estaba en un momento demasiado tardío de mi carrera y sabía que debía hacer la elección correcta al primer intento. Era prácticamente imposible que probara una especialidad durante dos o tres años y que después cambiara a otra completamente distinta. Cualquiera que fuese la elección, tendría que ser definitiva, al menos durante algunos años.

Cuando trabajaba en el ministerio tenía varios amigos entre los oficiales de la Marina. Ellos se interesaban por la ciencia, pero sabían menos aún que yo. Un día reparé en que les estaba comentando con cierto entusiasmo los últimos avances realizados con los antibióticos: la penicilina y otros. Hasta la noche no se me ocurrió pensar que ni yo mismo conocía bien estos temas, aparte de lo que había leído en Penguin Science o en otras publicaciones similares. Me di cuenta de que en realidad no les hablaba de ciencia. Estaba chismorreando. Esta visión fue una revelación para mí. Había descubierto el test del chismorreo: uno chismorrea sobre aquello por lo que realmente se interesa. Sin vacilar, lo apliqué a mis conversaciones inmediatamente anteriores. Estreché con rapidez mi abanico de intereses a dos áreas principales: la frontera entre lo viviente y lo no viviente, y el funcionamiento del cerebro. Las introspecciones siguientes me indicaron que estos dos temas tenían en común el hecho de tratar problemas que, en muchos aspectos, parecían estar más allá del poder de explicación de la ciencia. Obviamente, la incredulidad en el dogma religioso era una parte importante de mi naturaleza. Siempre he creído que el estilo de vida del científico, así como el del religioso, requiere un elevado grado de devoción y que uno no puede dedicarse a algo si no cree en ello apasionadamente.

A estas alturas yo estaba encantado con mis progresos. Parecía haber encontrado el modo de saltar barreras interminables de áreas de conocimiento y de vislumbrar adonde quería ir. Pero aún tenía que decidir cuál de las dos áreas —ahora las llamaría biología molecular y neurobiología— debía escoger, lo que resultó mucho más sencillo. No fue difícil convencerme de que mi formación científica sería mucho más aplicable al primer problema —la frontera entre lo viviente y lo no viviente— y sin más vacilaciones decidí que ésta sería mi elección.

No debe suponerse que yo no sabía absolutamente nada sobre estas dos especialidades. Después de la guerra había ocupado gran parte de mi tiempo libre en la lectura de temas básicos. El ministerio me había concedido permiso, generosamente, para asistir una o dos veces por semana, durante mis horas laborables, a seminarios o cursos de física teórica en la universidad. Algunas veces me sentaba en mi mesa del ministerio y con disimulo leía un libro de texto de química orgánica. De los tiempos de la escuela me acordaba un poco de los hidrocarburos, e incluso algo sobre alcoholes y cetonas, pero ¿qué eran los aminoácidos? Había leído un artículo en el Chemical and Engineeríng News, escrito por una autoridad, que profetizaba que el puente de hidrógeno sería muy importante en la biología, pero yo no sabía qué era eso. El autor tenía un nombre poco corriente —Linus Pauling— y me era totalmente desconocido. Leí el librito de Lord Adrian sobre el cerebro y lo encontré fascinante. También el de Erwin Schrödinger, ¿Qué es la vida?; sólo más adelante logré ver sus limitaciones —como la mayoría de los físicos, su autor no sabía nada de química—, pero sin duda creaba la sensación de que cosas importantes estaban a la vuelta de la esquina. Leí La célula bacteriana de Hinshelwood, pero lo entendí poco (Sir Cyril Hinshelwood era un físico-químico muy distinguido, que más tarde fue presidente de la Royal Society y Premio Nobel).

A pesar de todas estas lecturas, insisto en que sólo tenía un conocimiento muy superficial de las dos especialidades elegidas. En realidad no había profundizado en ninguna de ellas. Lo que las hacía atractivas para mí era que cada una albergaba un gran misterio: el misterio de la vida y el de la conciencia. Quería saber de un modo más exacto lo que estos misterios significaban en términos científicos. Pensaba que sería maravilloso si finalmente podía hacer una pequeña aportación a su esclarecimiento, aunque esto me parecía demasiado lejano para preocuparme.

En esa época pasé por una crisis repentina. ¡Me ofrecieron un empleo! No una simple beca, sino un trabajo real. Hamilton Hartridge, un fisiólogo eminente aunque algo inconformista, había persuadido al Medical Research Council de que montara una pequeña unidad para él, con objeto de trabajar sobre el ojo humano. Debía de estar al corriente de que yo buscaba una salida, porque me pidió que fuera a verle.

Inmediatamente leí su artículo sobre la visión en color, publicado durante la guerra; recuerdo que sostenía, basándose en su trabajo sobre la psicología de la visión, que probablemente había siete tipos de conos en el ojo, y no únicamente los tres tradicionales. En la entrevista me fue bien y me ofreció el trabajo. Mi problema era que tan sólo la semana anterior había resuelto que mi nuevo campo de investigación sería la biología molecular, y no la neurobiología. La decisión fue muy dura. Por último me dije que mi preferencia por la frontera entre lo viviente y lo no viviente tenía una base sólida, que no tendría otra oportunidad para embarcarme en una nueva carrera y que no debía desviarme por el hecho de que accidentalmente alguien me ofreciera un trabajo. Un poco a regañadientes escribí a Hartridge y le comuniqué que a pesar de que su oferta era muy atractiva, debía rechazarla. Tal vez fue mejor así, porque a pesar de que él tenía un carácter vivo y simpático, para mí quizás era demasiado enérgico y no estaba del todo seguro de que fuéramos a congeniar. También tengo mis dudas sobre si hubiera sido comprensivo en el caso de que mi trabajo hubiera puesto de manifiesto que sus ideas eran erróneas, tal como se ha demostrado con el tiempo.

A continuación debía encontrar algún modo de introducirme en mi nueva especialidad. Me acerqué a la universidad para ver a Massey, a cuyas órdenes había trabajado durante la guerra, para hablarle de mi situación y pedirle ayuda. Cuando le dije que pretendía dejar el Ministerio de Marina, supuso que lo que yo quería era que me consiguiera un empleo en energía atómica (así se llamaba entonces), campo en el que había trabajado en Berkeley durante los últimos tiempos de la guerra. Se sorprendió cuando le hablé de mi interés por la biología, pero fue muy amable y redactó dos valiosas cartas de recomendación. La primera era para A.V. Hill, también de la universidad, fisiólogo de Cambridge que había alcanzado una sólida reputación estudiando la biofísica del músculo, especialmente los aspectos térmicos de la contracción muscular. Por ello había sido galardonado con el Premio Nobel en 1922. Le pareció bien la idea de que me reconvirtiera a la biofísica y tal vez, a la larga, trabajara sobre el músculo. Me hizo una carta de presentación para Sir Edward Mellanby, el poderoso secretario del Medical Research Council (el MRC). También me dio algunos consejos. «Deberías ir a Cambridge», me dijo, «ahí encontrarás tu nivel».

Massey también me aconsejó que fuera a ver a Maurice Wilkins. Al tiempo que me lo decía sonreía, lo que me hizo presentir que Maurice era, en algunos aspectos, fuera de lo corriente. Habían trabajado juntos en Berkeley, en la separación de isótopos para la bomba atómica. Wilkins había vuelto a trabajar con su antiguo jefe, John Randall, en el departamento de física del King’s College de Londres, y ahí fue donde lo visité, en las habitaciones del sótano donde trabajaban.

Randall había logrado convencer al MRC para que apoyara la incorporación de físicos a la biología. Durante la guerra, los científicos habían adquirido mucha más influencia de la que tenían anteriormente. A Randall, uno de los inventores del magnetrón (novedad fundamental para las aplicaciones militares del radar), no le fue difícil argumentar que, considerando la influencia decisiva que los físicos habían tenido en los resultados de la guerra, ahora podían dirigir sus esfuerzos hacia algunos de los problemas biológicos fundamentales que estaban en la base de la investigación médica. En resumen, había dinero disponible para «biofísicos», y el MRC había montado una de sus unidades de investigación en el King’s College, con Randall al frente como director.

No estaba del todo claro qué era exactamente un biofísico, o cuál podía ser su utilidad. En el King’s opinaban que un paso importante sería la aplicación de las técnicas modernas de la física a los problemas biológicos. Wilkins había estado trabajando en un nuevo microscopio de luz ultravioleta, utilizando espejos en lugar de lentes. Las lentes hubieran tenido que ser de cuarzo, ya que el cristal normal absorbe la luz ultravioleta. No estaba claro qué pretendían descubrir con este nuevo instrumento, pero la opinión general era que cualquier observación nueva conduciría, inevitablemente, a nuevos descubrimientos.

Gran parte de su trabajo estaba más relacionado con células que con moléculas. En esta época, aún no se disponía del potencial del microscopio electrónico, de modo que en la observación de las células debía aceptarse la potencia relativamente baja del microscopio óptico. La distancia entre los átomos es más de mil veces inferior a la longitud de onda de la luz visible. La mayoría de los virus son demasiado pequeños para ser vistos a través de un microscopio ordinario de potencia elevada, a excepción de una diminuta mancha de luz sobre el fondo oscuro.

A pesar del entusiasmo de Maurice y de sus cordiales explicaciones, yo no estaba del todo convencido de que éste fuera el sistema adecuado. Sin embargo, en este período sabía tan poco sobre mi nueva especialidad que sólo podía formular opiniones provisionales. Estaba interesado sobre todo en la frontera entre lo viviente y lo no viviente, estuviese donde estuviese, y la mayor parte del trabajo en el King’s parecía decantarse hacia el aspecto biológico de esta frontera.

Tal vez el resultado más útil de este contacto inicial fue mi amistad con Maurice. Ambos teníamos una base científica similar. Incluso nos parecíamos. Muchos años después, una joven de Nueva York, al ver una fotografía de Maurice en un libro de texto reproducida de modo confuso (se hallaba junto a la de Jim Watson), lo confundió conmigo, a pesar de que en aquel momento me hallaba delante de ella. Incluso pensé si no seríamos parientes lejanos, ya que el nombre de soltera de mi madre era Wilkins, aunque en cualquier caso sólo podíamos ser primos muy lejanos. En resumen, ambos teníamos aproximadamente la misma edad y habíamos realizado el mismo recorrido científico desde la física a la biología.

No me pareció que Maurice fuera especialmente raro. Si hubiera sabido que era aficionado a la música tibetana, pongamos por caso, dudo que lo hubiera considerado extraño. Odile (que más tarde se convertiría en mi segunda mujer) lo encontraba bastante extravagante porque la primera vez que fue a cenar a su apartamento de Earl’s Court se dirigió directamente a la cocina y levantó todas las tapas de las cazuelas para saber qué se cocinaba. Ella estaba acostumbrada a tratar con oficiales navales que nunca habían hecho nada semejante. Tras descubrir que no era la curiosidad impertinente de un hombre hambriento —los científicos parecían sentir curiosidad por cosas tan raras—, sino sólo el interés de Maurice por la cocina, Odile lo reconsideró bajo un nuevo aspecto.

Mi próximo problema fue decidir en qué trabajar y, no menos importante, dónde hacerlo. En primer lugar, pensé en la posibilidad de un trabajo en el Birkbeck College de Londres con el cristalógrafo de rayos X, J.D. Bernal, un hombre de carácter fascinante. Uno puede hacerse una idea muy clara de cómo era Bernal leyendo la novela científica The Search (La búsqueda), de C.P. Snow, puesto que el personaje de Constantine está obviamente inspirado en él. Es divertido ver que, en la novela, Constantine consigue la fama y logra ser F.R.S. (Miembro de la Royal Society) al descubrir cómo se sintetizan las proteínas, aunque Snow, prudentemente, no indica cuál es el proceso exacto. A lo largo del relato se pone en marcha un instituto de biofísica, y al final el narrador decide no desenmascarar a un colega científico por falsificación de resultados; en su lugar, abandona su propia carrera científica para hacerse escritor, incidente que, sospecho, está basado en algo que le ocurrió a Snow en su carrera.

Cuando visité el laboratorio de Bernal, su secretaria —un simpático ogro llamado Miss Rimmel— me desanimó. «¿Se da cuenta de que gente de todo el mundo quiere venir a trabajar con el profesor?», me dijo. «¿Por qué cree que lo cogerá a usted?» Pero la dificultad más seria fue Mellanby, quien dijo que el MRC no me financiaría si trabajaba con Bernal. Querían que hiciera algo más vinculado con la biología. Decidí seguir el consejo de A.V. Hill y probar suerte en Cambridge, por si interesaba a alguien de allí.

Visité al fisiólogo Richard Keynes, que habló conmigo mientras comía el bocadillo del almuerzo delante de su experimento. Trabajaba sobre el movimiento de los iones en el axón gigante del calamar. Conversé con el bioquímico Roy Markham, quien me mostró un interesante resultado que había obtenido recientemente con un virus vegetal. Me lo describió de una manera tan críptica (aún no me había familiarizado con la forma en que los ácidos nucleicos absorben la luz ultravioleta) que al principio no pude captar lo que me estaba diciendo. Ambos fueron muy atentos y cordiales, pero ninguno de los dos tenía nada que ofrecerme. Finalmente visité el Strangeways Laboratory, entonces dirigido por Honor Fell y dedicado a los cultivos celulares. Ella me presentó a Arthur Hughes. En el Strangeways había trabajado hasta entonces un físico —D.E. Lea— fallecido recientemente y cuyo puesto aún estaba vacante. ¿Me gustaría trabajar ahí? El MRC no puso impedimentos y me concedió una beca. Mi familia también me ayudó económicamente, de modo que disponía de suficiente dinero para vivir en una pensión y aún me sobraba para comprar libros.

Estuve en el Strangeways unos buenos dos años, trabajando en el problema en que ellos estaban interesados. Hughes había descubierto que los fibroblastos de pollo en cultivo podían englobar, o fagocitar, partículas minerales magnéticas. Dentro de la célula, estas partículas diminutas podían desplazarse aplicando un campo magnético. Me sugirió que utilizara sus movimientos para deducir algo sobre las propiedades físicas del citoplasma, el espacio interior de la célula. Yo no me sentía profundamente interesado por el tema, pero me di cuenta que de un modo superficial era ideal para mí, ya que los únicos campos científicos con los que estaba realmente familiarizado eran el magnetismo y la hidrodinámica. A su debido tiempo, esto daría lugar a un par de artículos, uno experimental y otro teórico, en Experimental Cell Research y que fueron mis primeros artículos publicados. Pero la ventaja principal consistía en que el trabajo no era muy absorbente y me dejaba mucho tiempo libre para leer sobre mi nueva especialidad. Fue entonces cuando de un modo muy provisional mis ideas empezaron a tomar forma.

Durante este período, en cierta ocasión me pidieron que diera una pequeña charla a algunos investigadores que habían ido al Strangeways para un curso. Me acuerdo perfectamente de la situación, ya que intenté describirles cuáles eran los problemas más importantes en la biología molecular. Esperaban expectantes, con plumas y lápices en mano, pero a medida que yo hablaba los iban dejando a un lado. Evidentemente, pensaron que aquello no era serio, que sólo se trataba de una especulación inútil. Sólo en una ocasión tomaron notas, cuando les hablé de algo experimental: la radiación con rayos X reduce drásticamente la viscosidad de una solución de DNA. Me encantaría saber exactamente qué dije en aquella ocasión. Creo saber lo que pude haber dicho, pero mi memoria está tan sobrecargada con las ideas y acontecimientos de los últimos años que no puedo confiar en ella. Ni creo, por lo que a mi respecta, que hayan sobrevivido mis notas para esta charla. Sin embargo, es probable que hablara de la importancia de los genes, de por qué se debía descubrir su estructura molecular, cómo podían estar constituidos por DNA (al menos en parte) y que lo más útil que podía hacer un gen era dirigir las síntesis de una proteína, probablemente a través de un intermediario de RNA.

Después de un año, más o menos, fui a ver a Mellanby para informarle de mis progresos. Le dije que estaba obteniendo resultados sobre las propiedades físicas del citoplasma, pero que durante la mayor parte del tiempo había estado tratando de aprender. Me miró con una expresión bastante escéptica. «¿Qué hace el páncreas?», me preguntó. Sólo tenía una vaga idea de la función del páncreas, pero me las arreglé para musitar algo sobre su producción de enzimas, añadiendo precipitadamente que mi interés no se dirigía tanto a los órganos como a las moléculas. Por el momento pareció satisfecho.

Lo había visitado en una ocasión propicia. Sobre su mesa estaban los papeles con la propuesta de establecer una unidad del MRC en el Cavendish, con el objeto de estudiar la estructura de las proteínas utilizando la difracción de rayos X. Estaría dirigido por Max Perutz, bajo la dirección general de Sir Lawrence Bragg. Para mi gran sorpresa (ya que yo era todavía principiante), me preguntó qué opinaba sobre ello. Contesté que me parecía una idea excelente. También le dije que ahora que tenía experiencia en biología, me gustaría trabajar en la estructura de proteínas, puesto que consideraba que mi preparación sería más adecuada para este enfoque. Esta vez no puso ninguna objeción, y así despejó el camino que me reuniría con Max Perutz y John Kendrew en el Cavendish.