Nací en 1916, en plena Primera Guerra Mundial. Mis padres, Harry Crick y Anne Wilkins Crick, eran una pareja de clase media y vivían cerca de la ciudad de Northampton, en los Midlands ingleses. En aquella época la industria principal de Northampton giraba en torno a la piel y la manufactura del calzado —tanto era así que el equipo local de fútbol se llamaba The Cobblers (los Zapateros remendones)—. Mi padre y su hermano mayor, Walter, dirigían una fábrica de botas y zapatos fundada por mi abuelo.
Nací en casa. Lo sé por un curioso incidente relacionado con mi nacimiento. Aunque mi madre no era una supersticiosa convencida, le gustaba cultivar ciertas prácticas supersticiosas. Cada Año Nuevo intentaba que la primera persona que cruzaba nuestro umbral fuera morena y no rubia. Esta práctica —ignoro si todavía se conserva— se llama first footing [primera pisada] y se supone que trae buena suerte durante el año.
Después de mi nacimiento, ella ordenó a su hermana menor, Ethel, que me llevara a lo más alto de nuestra casa. Mi madre esperaba que esta pequeña ceremonia aseguraría que más adelante yo «llegara a la cima». La mayoría de las prácticas supersticiosas revelan sobre quienes las ejercitan más de lo que ellos suponen y esta leyenda familiar muestra claramente que mi madre, como cualquier otra madre, era ambiciosa respecto a su primogénito, incluso antes de tener algún indicio de mi carácter y capacidades.
Tengo pocos recuerdos de mis primeros años. Ni siquiera recuerdo que mi tía Ethel, que era maestra, me enseñara a leer. Según las fotografías, yo era un niño muy normal. A mi madre le gustaba decir que parecía un arzobispo. No creo que jamás hubiera visto alguno —no era católica ni pertenecía a la Iglesia de Inglaterra—, pero es posible que viera alguna fotografía en el periódico. Es muy poco probable que a los cuatro o cinco años tuviera un aspecto tan venerable. Lo que sospecho que ella quería decir, aunque se frenaba, era que yo parecía un ángel —muy rubio, ojos azules, una expresión «angélica» de benevolente curiosidad—, pero con algo adicional. Odile (mi actual mujer) conserva un medallón de esta época, regalo de mi madre. Contiene dos pequeñas fotografías redondas y en color, una de mi hermano menor, Tony, y la otra mía. En cierta ocasión le comenté que por mi aspecto parecía haber sido un niño bastante angelical. «No exactamente», replicó. «Fíjate en esos ojos penetrantes». Y hablaba con convicción puesto que a lo largo de nuestros largos años de convivencia se había visto sometida a la misma mirada crítica e inquisitiva.
Otro indicio respecto a mi carácter de niño proviene de Michael, el hijo que tuve con mi primera mujer, Doreen. Cuando él tenía aproximadamente la misma edad, vivió una temporada con mi madre. En más de una ocasión, me di cuenta de que contestaba a sus explicaciones replicando: «Pero esto no puede ser cierto». Mi madre preguntaba extrañada: «¿Y por qué no?», a lo que Michael daba una respuesta simple y lógica que era obviamente la correcta. Sospecho que yo también hacía este tipo de comentarios a mi madre —lo que no era difícil, puesto que ella no tenía una mente precisa—, que le resultarían a la vez desconcertantes y fascinantes. En cualquier caso, ahora veo claramente que mi madre creía (como otras muchas madres) que su hijo mayor poseía un talento excepcional, y al provenir de la sólida clase media, hizo todo lo posible para que este talento fuera desarrollado.
Puesto que mis padres carecían de formación científica, tuvieron que comprarme la Enciclopedia de los Niños de Arthur Mee para eludir mis constantes preguntas sobre el mundo. Estaba publicada por tomos, de modo que en cada volumen se mezclaban arte, ciencias, historia, mitología y literatura. Lo leí entero con gran avidez, aunque lo que más me atraía eran las ciencias. ¿Cómo era el universo? ¿Qué eran los átomos? ¿Cómo crecían las cosas? Asimilé muchas explicaciones, deleitándome en lo inesperado de todas ellas, a juzgar por el mundo que diariamente veía a mi alrededor. ¡Qué maravilla haber descubierto tales cosas! Debe de haber sido entonces cuando decidí ser científico. Pero entreveía un obstáculo. Cuando fuera mayor —¡y qué lejos parecía!— todo habría sido descubierto. Confié mis temores a mi madre, que me tranquilizó. «No te preocupes, Ducky», me contestó. «Aún quedarán muchas cosas para que tú puedas descubrir alguna».
A los diez o doce años, era un especialista en experimentos caseros; mis padres debían haberme comprado un libro de texto de química. Intenté hacer seda artificial: un fracaso. Introduje una mezcla explosiva en botellas y las hice estallar con ayuda de la electricidad: un éxito espectacular que, lógicamente, preocupó a mis padres. Llegamos a un acuerdo. Podía hacer volar una botella siempre y cuando estuviera sumergida en un cubo de agua. Obtuve un premio en la escuela —mi primer premio— por una colección de flores silvestres. Había recogido muchas más especies que cualquier otro, pero entonces vivíamos cerca del campo, mientras que todos mis compañeros de clase vivían en la ciudad. Me sentí un poco culpable, aunque acepté sin vacilar el premio, un librito sobre los insectos que se alimentan de plantas. Redacté y mecanografié una revista para entretener a mis padres y amigos. A pesar de todo esto, no recuerdo haber sido especialmente precoz o haber hecho algo realmente excepcional. Era bastante bueno en matemáticas, pero nunca deduje por mí mismo un teorema importante. En resumen, sentía curiosidad por el mundo, era lógico, emprendedor y estaba dispuesto a trabajar duro si algo suscitaba mi entusiasmo. Si cometía un error, era porque cuando comprendía algo con facilidad, creía que ya lo había entendido por completo.
En mi familia todos jugaban al tenis. Mi padre jugó muchos años con el Northamptonshire, un condado inglés, y una vez participó en Wimbledon. Mi madre también jugaba, aunque con menos habilidad y con una afición moderada. Mi hermano menor, Tony, era un jugador mucho más entusiasta; se clasificaba con buena puntuación en el Campeonato Júnior del condado, y formaba parte del equipo de su colegio. Aunque ahora casi no puedo creerlo, de niño yo estaba loco por el tenis. Aún recuerdo el día que mi madre me despertó temprano y me dijo (¡qué alegría!) que aquel día podía saltarme la escuela, ya que nos íbamos a Wimbledon. Mi hermano y yo nos sentábamos, a veces durante horas, junto a las pistas del club de tenis local, esperando a que parara la llovizna y que al menos una de las pistas se secara lo suficiente para jugar. Practiqué otros deportes (fútbol, rugby, cricket, etc.), pero sin sobresalir en ninguno.
Mis padres eran religiosos de un modo muy discreto. Nada de rezos familiares, aunque iban a misa los domingos por la mañana, y cuando mi hermano y yo fuimos suficientemente mayores los acompañábamos. La suya era la Iglesia Protestante no Conformista, como se llama en Inglaterra, y disponía de un gran edificio en Abington Avenue. Como no teníamos coche íbamos andando hasta la iglesia, aunque a veces hacíamos parte del trayecto en autobús. Mi madre sentía mucha admiración por el pastor, debido a su rectitud. Durante mucho tiempo mi padre fue secretario de la iglesia (se encargaba del papeleo financiero), pero nunca tuve la impresión de que ninguno de los dos fuera especialmente devoto. Lo cierto es que no tenían una visión estrecha de la vida. Algunas veces mi padre jugaba al tenis en domingo por la tarde, y mi madre me avisaba que no lo mencionara a los otros miembros de la congregación, ya que muy probablemente no hubieran aprobado una conducta tan pecaminosa.
Acepté todo esto como una parte de nuestra vida tal como suelen hacer los niños. No puedo precisar exactamente en qué momento perdí la fe religiosa. Casi seguro que fue antes del inicio de la pubertad. Tampoco recuerdo qué fue lo que me llevó a un cambio tan radical. Sí me acuerdo de haberle dicho a mi madre que no quería ir más a la iglesia, y haber notado que quedaba visiblemente preocupada. Imagino que influyó mi interés creciente por la ciencia, sumado al nivel intelectual más bien bajo del predicador y su congregación, aunque dudo que hubiera sido distinto de haber conocido otras creencias cristianas más sofisticadas. Cualquiera que fuese el motivo, a partir de entonces he sido un escéptico, un agnóstico con una fuerte inclinación hacia el ateísmo.
Esto no me evitó asistir a los oficios cristianos en la escuela, sobre todo en el internado al que fui más tarde, donde había un servicio obligatorio cada mañana y dos los domingos. Durante el primer año incluso canté en el coro, hasta que mi voz cambió. Escuchaba los sermones con objetividad e incluso me divertían si no eran demasiado pesados. Por fortuna, como iban dirigidos a colegiales, solían ser breves, aunque con excesiva frecuencia se basaban en exhortaciones morales.
No me cabe la menor duda, tal como se verá más adelante, de que esta pérdida de la fe en la religión cristiana y mi creciente interés por la ciencia han jugado un papel primordial en mi carrera científica, no tanto en lo cotidiano como en la elección de aquellas cosas que consideraba interesantes e importantes. Poco después comprendí que el conocimiento científico detallado hace que ciertas creencias religiosas sean insostenibles. El conocimiento de la edad real de la Tierra y de los restos fósiles hace imposible que un intelecto equilibrado crea literalmente que sean ciertos cada uno de los pasajes de la Biblia, tal como sucede con los fundamentalistas. Y si algunas partes de la Biblia son erróneas ¿por qué habría que aceptar automáticamente las restantes? Cuando se formula una creencia, no sólo debe ser estimulante para la imaginación, sino que también debe encajar correctamente con todo lo conocido hasta el momento. No obstante, dicha creencia puede acabar pareciendo ridícula al descubrirse nuevos hechos a través de la ciencia. ¿Hay algo más descabellado que basar la propia visión de la vida en ideas que, por más plausibles que fueran en su época, ahora parecen considerablemente erróneas? ¿Y hay algo más importante que encontrar nuestro lugar en el universo, eliminando uno a uno estos infortunados vestigios de creencias anteriores? Sin embargo, es evidente que hay algunos misterios que aún no se han explicado en términos científicos. Mientras sigan sin explicación, pueden servir de refugio fácil para la superstición religiosa. Yo consideraba que era de primordial importancia identificar en primer lugar estas áreas de conocimiento aún no explicadas y trabajar para su comprensión científica, aunque ello finalmente confirmara o refutara creencias religiosas existentes.
Aunque encontraba absurdas muchas creencias religiosas (un buen ejemplo es la historia de los animales del arca de Noé), solía justificarlas suponiendo que originalmente tenían una base racional. En numerosas ocasiones esto me condujo a suposiciones injustificables. Conocía el relato del Génesis en el que Dios crea a Eva de una costilla de Adán. ¿Cómo pudo originarse esta creencia? Evidentemente sabía que los hombres, al menos en algunos aspectos, eran anatómicamente distintos de las mujeres. Nada más natural que dar por sentado que el hombre tenía una costilla menos que la mujer. Un pueblo primitivo que supiera esto podía fácilmente creer que la costilla faltante había sido utilizada para crear a Eva. Nunca se me ocurrió comprobar si mi hipótesis tácita se correspondía con la realidad. Sólo años más tarde, probablemente cuando aún no me había licenciado, revelé a un amigo mío estudiante de medicina que, por lo que sabía, las mujeres tenían una costilla más que los hombres. Para mi sorpresa, en lugar de asentir reaccionó enérgicamente ante esta idea y me preguntó por qué lo creía así. Cuando le di mis razones casi se cae de la silla de risa. De esta forma tan burda aprendí que cuando se trata de mitos uno no debe ser demasiado racional. Mi educación no tuvo muchos aspectos insólitos. Durante varios años fui a la Northampton Grammar School. A los catorce años obtuve una beca para la Mill Hill School, en la zona norte de Londres, una escuela «pública» (en el sentido inglés significa privada) para varones, la mayoría de ellos internos. Mi padre y sus tres hermanos habían asistido a esta escuela. Afortunadamente, allí la enseñanza de las ciencias era buena y adquirí una base sólida en física, química y matemáticas.
Mi actitud hacia las matemáticas puras era la normal, ya que sobre todo me interesaban los resultados matemáticos. La disciplina exacta de pruebas rigurosas no ejercía ningún atractivo sobre mí, aunque disfrutaba con la elegancia de las pruebas simples. Tampoco me entusiasmaba la química que, tal como se enseñaba entonces a los colegiales, se parecía más a un conjunto de recetas que a una ciencia. Mucho más tarde, cuando leí la Química General de Linus Pauling, la encontré cautivadora. A pesar de ello, nunca intenté dominar la química inorgánica, y mis conocimientos sobre química orgánica son aún muy irregulares. Me gustó la física que me enseñaron en la escuela. Había un curso de biología médica (preparatorio para la licenciatura en medicina), pero nunca me interesó estudiar los animales más comunes del curso: el gusano de tierra, la rana y el conejo. Creo que conocía los elementos de la genética mendeliana, aunque no creo que me los enseñaran en la escuela. Practicaba —o estaba obligado a practicar— muchos deportes, pero era bastante flojo en todos ellos, con excepción del tenis. Logré formar parte del equipo de tenis de la escuela durante mis dos últimos años de estancia. Cuando terminé la escuela comprobé que ya no podía jugar por diversión, de modo que lo dejé y casi no he jugado desde entonces.
A los dieciocho años fui al University College de Londres. En aquella época mis padres se habían mudado de Northampton a Mill Hill para que mi hermano pudiera asistir a la escuela como alumno externo. Yo vivía con ellos e iba a la universidad en autobús y metro, trayecto de casi una hora. A los veintidós años me gradué en física, con matemáticas como optativa. La física que recibí era competente, aunque un poco anticuada. Nos enseñaron la teoría del átomo de Bohr, que por aquel entonces (a mediados de los años treinta) ya estaba desfasada. La mecánica cuántica casi no se mencionaba hasta el último año, en el que se daba un cursillo de seis clases. Del mismo modo, las matemáticas que aprendí fueron las que habían sido utilizadas por la generación anterior de físicos. Por ejemplo, no me enseñaron nada sobre los valores propios ni sobre la teoría de grupos.
De todos modos, la física ha cambiado muchísimo desde entonces. En aquella época ni siquiera había indicios de la electrodinámica cuántica, por no mencionar los quarks o las supercuerdas. Así, aunque me gradué en lo que ahora se consideraría física histórica, mi conocimiento actual de la física moderna se halla sólo a nivel de Investigación y Ciencia (Scientific American).
Después de la guerra, estudié por mi cuenta los elementos de la mecánica cuántica, aunque nunca he tenido ocasión de utilizarla. En aquella época los libros sobre este tema solían titularse Mecánica de ondas. Se podían encontrar en la biblioteca de la Universidad de Cambridge bajo el nombre de Hidrodinámica. Indudablemente ahora las cosas son distintas.
Tras obtener el título de licenciado en Ciencias, empecé a estudiar en la universidad bajo la dirección del profesor Edward Neville de Costa Andrade y con la ayuda económica de mi tío Arthur Crick. Andrade me puso a trabajar en el problema más arduo que pueda imaginarse: la determinación de la viscosidad del agua, bajo presión, entre 100 °C y 150 °C. Yo vivía entonces en un apartamento alquilado, cerca del Museo Británico, que compartía con un viejo amigo del colegio, Raoul Colinvaux, estudiante de derecho.
Mi tarea principal consistía en construir un recipiente esférico de cobre, hermético (para contener agua), con un cuello que permitiera la expansión del agua. Tenía que mantenerlo a una temperatura constante y registrar en una película las oscilaciones de su bajada. No estoy dotado para las construcciones mecánicas, pero contaba con la ayuda de Leonard Walden, el ayudante más antiguo del laboratorio de Andrade y un elemento excelente en el taller del laboratorio. En realidad me gustó construir el aparato, aunque científicamente fuera una lata, siendo un alivio hacer algo después de tantos años de sólo estudiar. Probablemente esta experiencia me sirvió durante la guerra, cuando tuve que diseñar armas, pero aparte de ello fue una pérdida completa de tiempo. Lo que sí adquirí aunque fuera indirectamente, fue la seguridad intelectual del físico, la sensación de que la física como disciplina era muy fructífera, así que, ¿por qué no habrían de serlo las otras ciencias? Creo que esto me fue útil cuando finalmente, después de la guerra, me decidí por la biofísica. Fue un sano antídoto contra la actitud perseverante, más bien prudente, que reiteradamente encontré cuando empecé a frecuentar a biólogos.
Cuando en septiembre de 1939 empezó la Segunda Guerra Mundial, el departamento fue evacuado a Gales. Me quedé en casa, ocupando mi tiempo en aprender a jugar al squash. Mi hermano (que entonces era estudiante de medicina) me enseñó en las pistas de squash de Mill Hill School. Los alumnos habían sido evacuados a Gales, y el edificio de la escuela se convirtió en un hospital de emergencia. Tony y yo jugábamos con un handicap variable. Cada vez que yo perdía una partida, comenzaba el juego siguiente con un punto de más. Si ganaba la partida, mi ventaja se reducía en un punto. Al final del año estábamos casi igualados. Seguí jugando ocasionalmente, a intervalos, durante muchos años, tanto en Londres como en Cambridge. Siempre me gustó porque nunca intenté jugar en serio. Como ya no es un deporte adecuado para mi edad, ahora hago ejercicio caminando o nadando en una piscina de agua caliente bajo el sol de California del Sur.
Finalmente, a principios de 1940 me dieron un empleo civil en el Ministerio de Marina. Esto me permitió casarme con mi primera mujer, Doreen Dodd. Nuestro hijo Michael nació en Londres, durante un ataque aéreo, el 25 de noviembre de 1940. Primero trabajé en el Laboratorio de Investigación de la Marina, vecino del Laboratorio Nacional de Física, en Teddington, un suburbio del sur de Londres. Después me trasladaron al Departamento de Diseño de Minas, próximo a Havant, no lejos de Portsmouth, en la costa sur de Inglaterra. Cuando terminó la guerra me dieron un empleo en el servicio de información científica del Ministerio de Marina en Londres. Afortunadamente, una mina destruyó el aparato que tan laboriosamente había fabricado en la universidad, de modo que no me sentí obligado a volver a medir la viscosidad del agua.