Entré en la biblioteca —esto constituirá siempre para mí un hecho memorable—, de donde cogí una novela de Walter Scott, Las aguas de Saint-Roñan, la única obra de este autor que aún no había leído. Recuerdo que una tristeza sin motivo me atormentaba; era como una especie de presentimiento. Sentía deseos de llorar. La estancia aparecía muy iluminada por los rayos oblicuos del sol poniente. Todo estaba silencioso. En las habitaciones próximas no había un alma. Piotr Alexandrovich no estaba en casa, y Alejandra Mijailovna se encontraba enferma y acostada. Yo lloraba. Cuando abrí el libro por la segunda parte, lo hojeé, tratando de hallar sentido a las frases que se ofrecían a mis ojos. Parecía adivinar que iba a distraerme abriendo un libro así. Recuerdo que acababa de cerrar el volumen para abrirlo después al azar, con el fin de leer, pensando en mi porvenir, la página por donde se abriera. Al abrir el libro encontré una hoja de papel de cartas hecha cuatro dobleces y muy bien plegada, como si hubiera sido puesta en aquel volumen desde hacía varios años y permaneciese allí olvidada.
Con una gran curiosidad empecé a examinar mi hallazgo. Era una carta sin dirección y firmada con dos iniciales: S. O. Mi atención aumentó. Abrí la tal carta, cuyas hojas estaban casi pegadas, y las cuales, a causa de su prolongada permanencia entre las páginas, habían señalado sobre ellas un claro rectángulo. Los pliegos estaban amarillentos. Se veía que, en otro tiempo, había sido leída con frecuencia y guardada como un tesoro. Algunas frases atrajeron mi mirada, y mi corazón palpitó de emoción. Daba vueltas entre mis manos a aquella misiva, como para retrasar a propósito el momento de la lectura. La trasladé furtivamente hacia la luz. Sí, sobre aquellas líneas había huellas de lágrimas; habían dejado manchas sobre el papel, y en algunos sitios, habían borrado los caracteres. ¿De quién serían aquellas lágrimas?… Por fin, no pudiendo contenerme más, leí la mitad de la primera página, y un grito de asombro se escapó de mi pecho.
Coloqué el libro en su sitio, volví a cerrar la biblioteca, y con la epístola en el pecho, corrí hacia mi habitación. Me encerré en ella y comencé a leer de nuevo la carta. Mi corazón latía tanto, que las palabras danzaban ante mis ojos. Necesité largo rato para empezar a enterarme. Aquella misiva me descubría una parte del misterio. Me hirió como un rayo, pues comprendí a quién iba dirigida. Sabía que, leyendo aquella carta, casi cometía un crimen; pero mi curiosidad era más fuerte que yo. La carta estaba dedicada a Alejandra Mijailovna. Comprendí con vaguedad lo que contenía, y durante mucho tiempo obsesionó penosamente mi imaginación. Desde aquel día comenzó para mí una nueva vida. Mi corazón acababa de ser conmovido para luengos años, casi para siempre. Había adivinado con precisión mi porvenir.
Aquella carta era una última, una desgarradora despedida. Cuando la leí sentí una gran opresión en el corazón, como si yo misma lo hubiera perdido todo, como si todo hubiese huido para mí, como si nada me quedara, salvo la vida, que ya no se me hacía necesaria. ¿Quién era el que escribió aquella cuita?… ¿Cuál hubo de ser su vida después?… En la epístola había tantas alusiones, que quien leyera no podía equivocarse, y al mismo tiempo, contenía tantas preguntas, que no podía perderse en conjeturas. Yo apenas me equivoqué. Además, el estilo revelaba muchas cosas; descubría el carácter de la amistad que uniera dos corazones. He aquí la carta. La transcribo casi literalmente:
Has dicho que no me olvidarás. Te creo, y de ahora en adelante toda mi vida está en esas palabras. Necesitamos separarnos: ha llegado nuestra hora. Lo sabía desde hace mucho tiempo, encanto mío; pero hasta ahora no lo he comprendido. Durante toda nuestra época, durante toda la época en que me has amado, mi corazón ha sufrido por nuestro amor, y créelo, ahora me siento más ligero. Sabía desde hace mucho tiempo que esto tendría su fin; que era fatal que así fuese. Escúchame, Alejandra: nosotros somos desiguales, y yo lo he comprendido así siempre, siempre… Soy indigno de ti y solo yo debía ser castigado por la felicidad vivida.
Di, ¿qué era yo para ti antes de conocerte?… ¡Dios mío!… Han transcurrido ya dos años, y hasta ahora he sido como un hombre sin conocimiento; hoy mismo no puedo comprender por qué me has amado. Acuérdate de lo que yo era en comparación contigo. ¿Era yo digno de ti? ¿Poseía algún mérito particular? Ante ti resultaba grosero y torpe; mi carácter era triste y taciturno. No deseaba otra vida ni pensaba en ella; no la anhelaba ni quería anhelarla. Todo en mí se hallaba oprimido, y no veía nada en el mundo más importante que mi trabajo cotidiano y maquinal. No me cuidaba del mañana; hasta para este cuidado me mostraba indiferente. Antes —hace mucho tiempo de esto— pensé en algo. Pensé como un tonto. Pero luego transcurrieron muchos días y comencé a vivir solo, severamente, tranquilamente, sin sentir siquiera el frío que helaba mi corazón. Todos mis ensueños estaban adormecidos. Sabía —lo había decidido— que nunca otro sol brillaría para mí. Lo creía y no me indignaba, porque debía ser así. Cuando pasaste por delante de mí, no comprendí que pudiera atreverme a levantar los ojos hasta ti. Era como un esclavo en tu presencia. Mi corazón no temblaba junto a ti, no me decía nada de ti. Estaba seteno. Mi alma no reconocía la tuya, aunque sentía la dulzura junto a su hermana maravillosa.
Lo supe, lo comprendí súbitamente. Aquello podía sentirlo, porque el sol luce para el más insignificante de los insectos, le da calor y lo acaricia, como a la flor más admirable junto a la cual se encuentra. Cuando lo supe todo —¿te acuerdas de aquella tarde?—, después de las palabras que trastornaron mi alma, me sentí cegado, emocionado, todo se ensombrecía en mí, y tú sabes que me hallaba tan aburrido que no creía comprenderte. Nunca te hablé de esto; tú no sabías nada…
Si hubiera podido, si me hubiera atrevido a hablarte, te lo habría confesado todo hace mucho tiempo; pero me callé…
Y ahora lo diré todo con el fin de que sepas a quién abandonas, de qué hombre te separas. ¿Sabes que te comprendí desde luego?… La pasión me invadió como el fuego, se infiltró en mi sangre como un veneno y turbó todas mis ideas, todos mis sentimientos. Estaba embriagado, estaba como mareado, y a tu amor puro, misericordioso, no respondí como de igual a igual, como si fuese digno de tu amor, sigo sin comprender ni sentir. No te comprendí. Te respondí como a la mujer que, ante mi condición, hasta se olvidaba de mí, y no como a la que quisiera elevarme hasta ella.
¿Sabes qué era lo que había sospechado, lo que significaba olvidarse de mí?… Pero no, no te ofenderé con mi confesión. Te diré solo que estas profundamente equivocada con respecto a mí. ¡Nunca, nunca habría podido elevarme hasta ti! No podía contemplarte en tu amor ilimitado hasta que te hube comprendido. Sin embargo, esto no borra mi falta. Mi pasión intensa hacia ti no era amor. El amor no lo tenía; no me atrevía a amarte. En el amor existe reciprocidad, igualdad, y yo era indigno de eso. ¡No sabía lo que existía en mí!
¡Oh! ¿Cómo explicártelo? ¿Cómo hacértelo comprender?… Al principio, no creí en ello… ¿Te acuerdas de que cuando mi primera emoción fue calmada, cuando mi primera mirada se iluminó, cuando no quedaba más que un solo sentimiento —el más puro—, entonces mi primer gesto fue de asombro y de miedo? ¿Recuerdas cómo, sollozando, de improviso me arrojé a tus pies?… ¿Recuerdas cómo, confusa, asustada, con lágrimas en los ojos, me preguntaste qué tenía?… Me callé; no podía responderte; pero mi alma se desgarraba, mi felicidad me oprimía como una carga insoportable, y mis sollozos decían en mí: ¿Por qué? ¿Por qué he merecido esto? ¿Por qué he merecido la felicidad? ¡Oh! ¡Cuántas veces —tú lo sabías—, cuántas veces, a escondidas, besé tu ropa, porque me consideraba indigno de ti!… Y entonces, mi corazón latía despacio, con fuerza, como si quisiera detenerse para siempre… Cuando estrechaba tu mano, me tornaba pálido y tembloroso. Me encontraba turbado por la pureza de tu alma.
¡Oh!… No puedo expresarte todo lo que se acumula en mi corazón, y que tanto deseo decirte… ¿Sabes que tu cariño constante hacia mí me era doloroso? Sufría. Cuando me besaste —solo una vez, y no lo olvidaré nunca— una niebla veló mis ojos y mi alma entera se conmovió. ¿Por qué no caí muerto, en aquel instante a tus pies?… Te tuteo por primera vez, a pesar de que tú me lo pediste muchas veces. ¿Comprendes lo que quiero decir?… Quiero decírtelo todo, y te lo diré. Sí, me amas; me has amado, como una hermana ama a su hermano; me has amado como a tu creación, porque has resucitado mi corazón, has despertado mi espíritu y has vertido en mi alma la dulce esperanza. Y yo no podía, no me atrevía… Hasta hoy, jamás te llamé hermana mía, porque yo no podía ser tu hermano, porque no somos iguales, porque te equivocas conmigo…
Ya ves, solo hablo de mí. Ahora mismo, en este momento de terrible desgracia, no pienso más que en mí, aunque sé, no obstante, que sufres por causa mía. ¡Oh, mi querida amiga, no te atormentes por mí! ¡Si supieras cuán humillado me siento hoy a mis propios ojos!… ¡Todo se ha descubierto, y ha producido tanto escándalo! A causa mía se te repudiará, se te arrojará a la cara el desprecio, la burla, porque a los ojos de los demás, yo soy muy ruin… ¡Oh! ¿Soy culpable de no ser digno de ti? Si fuese algo importante, si inspirara más respeto, te perdonarían… Pero soy ruin, soy insignificante, soy ridículo, y nada existe peor que ser ridículo… ¿Sabes en qué situación me encuentro ahora?… Me burlo de mí mismo, y me parece que todos tienen razón, pues yo mismo me encuentro ridículo y odioso. Lo comprendo. Odio mi figura, mis costumbres, mis maneras… Las he odiado siempre… ¡Oh! Perdona mi grosera desesperación. Te he perdido… He dirigido hacia ti la cólera y la burla, porque era indigno de ti…
Y he aquí que esta idea me atormenta. Me corroe el corazón; me parece siempre que tú amas en mí no al hombre, tal como soy, sino al que creías encontrar, y te has equivocado… Esto me es insoportable; esto es lo que me atormenta de momento hasta la demencia…
¡Adiós, pues; adiós!… Ahora que todo se sabe, ahora que corren rumores y murmuraciones procaces «yo los he oído», ahora que me siento humillado ante mis propios ojos, ahora que estoy maldito, ahora, para tranquilidad mía, necesito huir, desaparecer… Así se me exige… No volverás a verme nunca. Es necesario. ¡Lo quiere el destino!… Había recibido mucho: era un error de la suerte, y ahora lo ha reparado; me lo retira todo… Nos encontramos, nos reconocimos, y vamos a separarnos hasta el futuro encuentro. ¿Dónde nos encontraremos? ¿Cuándo tendrá este encuentro lugar?… Toda mi alma se siente plena de ti. ¡Oh!… ¿Por qué, por qué todo esto?… ¿Por qué nos separamos?… Dime, ¿cómo desgarrar la vida en dos pedazos, cómo arrancarse el corazón del pecho y vivir sin corazón?… ¡Oh! ¡Cuando pienso que no volveré a verte nunca, nunca!… ¡Dios mío! ¡Qué gritos terribles se han lanzado!… ¡Cómo temo por ti!…
He vuelto a encontrar a tu marido… Los dos somos indignos de él, aunque los dos somos inocentes ante él… Lo sabe todo, nos ve, lo comprende todo, y aun antes, todo para él estaba tan claro como la luz del día. He intercedido, heroico, por ti. Te salvará. Te defenderá contra los clamores y los gritos. Te ama y te estima infinitamente. ¡Es tu salvador, en tanto que yo huyo!… Me dirigí hacia él… Quería besarle las manos… Me ha ordenado partir desde luego… Está decidido… Se dice que, por tu causa, ha reñido con todos… Allá todos están en contra tuya… Se le reprocha su complacencia, su debilidad… ¡Dios mío, lo que todavía hablan de ti!… No saben, no pueden comprender… Perdónalos, querida mía, como yo los perdono, aun cuando me han hecho más daño que a ti…
Mi cerebro se extravía; no sé ya lo que escribo… ¿Qué fue lo que me permití decirte ayer?… Todo lo he olvidado. Me hallaba fuera de mí; tú llorabas… ¡Perdóname aquellas lágrimas! ¡Soy tan débil! Quería decirte aún algo… ¡Oh! ¡Besar una vez más tus manos; cubrirlas de lágrimas, como ahora cubro de lágrimas estas páginas!… ¡Arrojarme una vez más a tus pies!… ¡Si solo supieran que tu sentimiento es tan grande!… Pero están ciegos; sus corazones son soberbios y orgullosos; no ven ni verán nunca. No creerán que tú eres inocente, aunque todo en la tierra se lo demostrara… ¿Qué mano te lanzaría la primera piedra?… ¡Oh!… Eso no les preocupará. Lanzarán millares de piedras; las lanzarán todas a la vez, y se creerán libres de pecado. ¡Oh! ¡Si supieran lo que han hecho!… Ahora estoy desesperado. Los calumniaré quizá, y acaso te comunique mi temor. ¡No temas, no temas, querida mía! Se te comprenderá. Por fin, ya hay alguien que te ha comprendido: tu esposo. ¡Adiós, adiós! No te doy las gracias. ¡Adiós para siempre!
S. O.
Mi confusión era tan grande, que estuve mucho tiempo sin saber lo que me había pasado. Me sentí trastornada y espantada. La realidad acababa de cogerme de improviso, en medio de la vida fácil de los ensueños, donde me había sumido desde hacía tres años. Con temor comprendía que tenía un gran secreto entre mis manos, y que aquel secreto encerraba ya toda mi existencia. ¿Cómo?… Lo ignoraba aún; pero comprendía que, a partir de aquel minuto, comenzaba para mí un nuevo porvenir. Entonces, involuntariamente, me creí un miembro activo entre la vida y las relaciones de las gentes que hasta aquel día constituían para mí el mundo entero, y temía por mí. ¿Conque llegaba yo, extraña no invitada?… ¿Qué aportaba?… ¿Cómo se desenlazarían aquellos vínculos que de una manera tan inesperada me ligaban al secreto de los demás? ¿Cómo saberlo?… ¿Acaso mi nuevo papel sería penoso para ellos y para mí?… Con todo, no podía ya separarme ni aceptar aquel papel… ¿Qué sería de mí?… ¿Qué había aprendido?… Millares de preguntas, aún oscuras y vagas, surgían en mi mente y me oprimían el corazón. Me consideraba perdida.
Recuerdo cómo me asaltaban en otros momentos impresiones nuevas, extrañas, que jamás había experimentado. Me parecía que algo se escapaba de mi pecho; la angustia que llenaba mi corazón desaparecía de pronto, dando entrada a algo nuevo, por lo cual no sabía si debía entristecerme o regocijarme. Entonces era como el que, para siempre, abandona su casa y su vida, hasta aquel día tranquila y sin nubes, a fin de emprender un viaje lejano y desconocido. Por última vez mira a su alrededor, diciendo mentalmente adiós a su pasado, mientras un triste presentimiento por el porvenir que le espera, quizá severo y hostil, se despierta en su corazón.
Por fin, se escaparon de mi pecho sollozos convulsivos. Necesitaba ver, escuchar a alguien, abrazarlo fuertemente, muy fuertemente… No podía, no quería yo permanecer ya sola. Corrí a reunirme con Alejandra Mijailovna, y me quedé con ella durante toda la velada. Estábamos solas. Le rogué que no hiciera nada, y me negué a cantar, a despecho de su insistencia. Todo de súbito se me tornaba doloroso, y no podía detenerme en nada. Creo que lloramos. Solo recuerdo que le daba miedo. Me observaba ansiosa, diciéndome que estaba enferma, que no debía trabajar demasiado… Por último, la abandoné, toda trastornada. Me hallaba como si delirase, y me acosté con fiebre. Pasaron algunos días antes de haberme restablecido, antes de haber podido ver más clara mi situación.
En aquella época vivíamos las dos «Alejandra Mijailovna y yo» completamente aisladas. Piotr Alexandrovich no estaba en Petersburgo. Había sido llamado para un asunto a Moscú, donde pasó tres semanas. No obstante la poca duración de aquella ausencia, Alejandra Mijailovna se sumió en una tristeza horrible. A veces se quedaba más tranquila; pero se encerraba sola, pues yo misma era un estorbo para ella.
Por mi parte, buscaba también la soledad. Mi cerebro, repleto de niebla, funcionaba como en un estado enfermizo. A veces me parecía que alguien se burlaba de mí por lo bajo, que algo había entrado en mí y turbaba y envenenaba cada uno de mis pensamientos. No podía desembarazarme de las imágenes penosas que se me aparecían a cada instante y no me dejaban reposo. Me parecía padecer una enfermedad larga, insólita, soportando el martirio, el sacrificio, dolorosa e inútilmente. Me parecía ver a un criminal que perdonaba a un justo sus pecados, y se desgarraba mi corazón. Al mismo tiempo deseaba, con todas mis energías, desembarazarme de aquella suposición. Me maldecía, me odiaba, porque mis convicciones no eran, en suma, sino presentimientos, porque no podía justificar mis impresiones ante mi conciencia.
Después analizaba en mi espíritu ciertas frases, y aquel último grito del terrible adiós. Me representaba a aquel hombre —el inferior—; me esforzaba por penetrar el sentido penoso de esta palabra; me conmovía ante aquel adiós doloroso. Soy ridículo, y yo mismo me avergüenzo de tu elección. ¿Qué significaba aquello? ¿Quiénes serían aquellas gentes?… ¿Por qué sufrían?… ¿Qué habrían perdido?… Leía de nuevo aquella carta, en la cual se expresaba tanta desesperación, y cuyo sentido era tan extraño, tan indescifrable para mí… En fin, todo aquello debía resolverse de alguna manera; pero yo no veía el desenlace, o temía verlo.
Me sentía verdaderamente enferma cuando, un día, se dejó oír el ruido de un coche al entrar en el patio. Era Piotr Alexandrovich, que volvía de Moscú. Alejandra Mijailovna, lanzando un grito de júbilo, salió al encuentro de su marido. En cuanto a mí, permanecí en mi sitio, como si estuviese allí clavada. Recuerdo que yo misma me horroricé de mi súbita emoción. Sin poderlo evitar, huí a mi cuarto. No sabía por qué había sentido miedo de repente.
Un cuarto de hora después, me llamaron y me entregaron una carta del príncipe. En el salón encontré a un señor que había llegado de Moscú con Piotr Alexandrovich. Por algunas palabras que oí, comprendí que venía a instalarse con nosotros para mucho tiempo. Era el apoderado del príncipe. Había llegado a Petersburgo para resolver importantes asuntos concernientes a la familia del príncipe, de los cuales se ocupaba, desde hacía mucho tiempo, Piotr Alexandrovich. Me entregó la carta del príncipe, diciéndome que la joven princesa había querido escribirme también y había afirmado, hasta el último momento, que escribiría su carta; pero le había dejado partir con las manos vacías, rogándole me comunicara que no tenía absolutamente nada que contarme, que en una carta no se podía decir nada, que había inutilizado cinco hojas de papel y las había roto, y por último, que se requería reanudar una amistad para mantener su correspondencia. Por otra parte, le habían encargado anunciarme que nos veríamos muy pronto. El emisario respondió a mi pregunta impaciente que, en efecto, era cierto que nos veríamos en breve, pues la familia no debía tardar en llegar a San Petersburgo.
Al saber aquella noticia, no pude contener mi júbilo. Corrí a mi habitación, me encerré en ella, y deshaciéndome en llanto, abrí la carta del príncipe. El príncipe me prometía un próximo encuentro con él y con Catalina. De un modo cordial, me felicitaba por mi talento, y al cabo me bendecía para mi porvenir, por el cual me prometía velar. Lloré al leer aquella carta, y a mis dulces lágrimas se mezclaba una angustia tan insoportable, que tuve miedo de mi. No sabía lo que me pasaba. Transcurrieron algunos días. En la habitación próxima a la mía, donde antes se alojaba el secretario de Piotr Alexandrovich, se alojaba entonces el recién llegado, que trabajaba durante toda la mañana, y con frecuencia por la tarde, y también hasta muy avanzada la noche. Otras veces se encerraba en el despacho de Piotr Alexandrovich, y ambos trabajaban juntos.
Un día, después de comer, Alejandra Mijailovna me rogó que fuese al despacho de su marido y le preguntara si tomaría el té con nosotras. No encontré a Piotr Alexandrovich, y creyendo que no tardaría en volver, me quedé a esperarle. En uno de los muros, estaba colgado su retrato. De pronto, me estremecí y me puse a examinarlo atentamente. Estaba bastante alto; además, en la estancia había poca luz, y para verlo mejor, coloqué convenientemente una silla y me subí a ella. Buscaba algo en él, como si pretendiera encontrar allí la solución de mis dudas. Recuerdo que, sobre todo, me conmovían los ojos de aquel retrato. También me extrañaba el hecho de que casi nunca había visto los ojos de aquel hombre, quien los ocultaba siempre tras sus gafas.
Cuando todavía era niña, por una prevención incomprensible y extraña, no me agradaba su mirada. Pero entonces, aquella prevención parecía justificarse. Mi imaginación trabajaba. Se me antojó de súbito que los ojos del retrato evitaban, confusos, mi mirada penetrante, que se esforzaban por conseguirlo que se leían en ellos la mentira y el engaño… Creía haberlo adivinado, y no sé por qué, me invadió un misterioso júbilo.
De improviso un ligero grito se escapó de mi pecho. Detrás de mi había oído un leve ruido. Me volví. En mi presencia estaba Piotr Alexandrovich. Me miraba atentamente. Me pareció que había enrojecido de pronto. Enrojecí a mi vez y me bajé de la silla.
—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó con voz severa—. ¿Por qué está usted aquí?
Yo no sabía qué replicar. Cuando me repuse un poco, le transmití, balbuceando, la invitación de Alejandra Mijailovna. No recuerdo lo que me respondió ni cómo salí de su despacho, pero, cuando llegué donde estaba Alejandra Mijailovna, había olvidado totalmente la respuesta que ella esperaba y sin vacilar le dije que iría.
—¿Qué tienes, Niétochka —me preguntó—, que estás tan sofocada?… Mírate al espejo. ¿Qué tienes?…
—No sé… He venido demasiado de prisa —tartamudeé.
—¿Qué ha dicho Piotr Alexandrovich? —inquirió, turbada.
No respondí.
En aquel momento, se dejaron oír los pasos de Piotr Alexandrovich, e inmediatamente salí del salón. Esperé, angustiada, durante dos horas. Por fin, fueron a buscarme de parte de Alejandra Mijailovna. Estaba silenciosa y preocupada. En cuanto entré, me dirigió una mirada escrutadora; pero al punto bajé los ojos. Me pareció que en su semblante se reflejaba una contrariedad. Desde luego comprendí que estaba malhumorada. Hablaba poco, no me miraba, y respondiendo a las preguntas de B… se quejaba de tener dolor de cabeza. Piotr Alexandrovich estaba más locuaz que nunca, aunque casi no hablaba más que con B…
Alejandra Mijailovna se acercó distraídamente al piano.
—Cántenos algo —pidió B…, dirigiéndose a mí.
—Sí, Anita; cántanos tu nueva canción —apoyó Alejandra Mijailovna, como si se encontrara satisfecha con aquel pretexto.
La miré. Ella me observaba en una inquieta espera.
Pero yo no sabía reprimirme. En vez de aproximarme al piano y cantar algo, me sentí contrariada, confusa, y no sabía cómo contenerme. A la postre, llena de despecho, rehusé resueltamente.
—¿Por qué no quieres cantar? —indagó Alejandra Mijailovna, contemplándome con gravedad y dirigiendo al mismo tiempo una mirada furtiva a su marido.
Aquellas dos miradas colmaron mi nerviosismo. Me levanté de la mesa, muy turbada, y ya sin disimular, temblando de emoción incomprensible, repetí con calor que no quería, que no podía cantar, que me hallaba indispuesta. Después de decir esto, los miré a todos a los ojos; pero solo Dios sabe cuánto deseaba en aquel momento estar en mi habitación y ocultarme de todos ellos. B… estaba asombrado. Alejandra Mijailovna, muy angustiada, no pronunciaba una palabra. Piotr Alexandrovich pretextó que se había olvidado de hacer una cosa, se levantó de su silla y salió apresuradamente de la estancia, diciendo que tal vez volviera. Sin embargo, como distraído, le estrechó la mano a B… en señal de despedida.
—Pero ¿qué le pasa? —me interrogó B…—. Parece usted realmente enferma…
—Estoy mala; muy mala —confirmé impacientemente.
—En efecto, estás pálida desde hace algunos minutos, y antes estabas muy sofocada —observó Alejandra Mijailovna, que se calló de pronto.
—Basta —dije, acercándome a ella y mirándola, fija, a los ojos.
Cogí su mano y la besé. Alejandra Mijailovna me miró con un júbilo visible e ingenuo.
—Perdóneme por haber sido tan mala hoy —repuse con emoción—; pero de veras me siento indispuesta. ¿Quiere usted dejarme que me retire a mi cuarto?
—Somos todos unos niños —notó ella, esbozando una tímida sonrisa—. Yo también soy una niña, y aún más niña que tú. Vete, cuídate, y sobre todo, no te enfades conmigo…
—¿Por qué? —pregunté, conmovida, ante aquella suposición ingenua.
—¿Por qué? —repitió ella, toda turbada—. ¿Ves tú, Niétochka?… No digo más que tonterías… Eres más inteligente que yo… Yo no soy más que una niña…
—Bueno, adiós… —murmuré, muy conmovida, no sabiendo qué decirle.
La besé, una vez más, y salí, presurosa, de la estancia. Experimentaba disgusto y tristeza; por otra parte, me hallaba enojada conmigo misma por haber sido tan imprudente y no haber sabido contenerme. Estaba avergonzada hasta saltárseme las lágrimas sin saber en concreto por qué, y me dormí profundamente entristecida. Cuando me desperté, por la mañana, mi primera idea fue la de que todo lo sucedido la víspera era una pesadilla, un espejismo; no habíamos hecho sino fingir, unos y otros; habíamos tomado en serio aquellas bagatelas, y todo era debido a nuestra falta de experiencia, a nuestra poca costumbre de recibir las impresiones exteriores. Comprendí que todo se debía a aquella carta que exaltaba demasiado mi imaginación y decidí que lo mejor sería no pensar en ello para lo sucesivo. Después de haber calmado así, con una facilidad aparente, toda mi angustia, y convencida de que ejecutaría con la misma facilidad lo que había resuelto, me quedé más tranquila y acudí a dar mi lección de canto, tan alegre.
El aire de la mañana me despejó definitivamente la cabeza. Me agradaban mucho aquellas salidas matinales para ir a casa de mi profesor. ¡Era tan agradable atravesar la ciudad, que a eso de las nueve de la mañana se hallaba ya muy animada y reanudaba su acostumbrada vida!… Atravesábamos de ordinario las calles más concurridas, las más bulliciosas, y aquella parte de mi vida artística me satisfacía muchísimo. El contraste entre las pequeñeces del día y el arte, que me esperaba a dos pasos de allí, en el tercer piso de una inmensa casa, llena de vecinos que, al parecer, no se interesaban por el arte lo más mínimo, era un contraste muy divertido… Yo, con mi música debajo del brazo, pasando por entre los transeúntes atareados; la vieja Natalia, que me acompañaba, sin que yo lograse adivinar lo que pensaba de todo aquello; por último, mi profesor, mitad italiano, mitad francés, un hombre original, a veces entusiasta, con más frecuencia pedante y casi siempre avaro; todo aquello me distraía y me ayudaba a regocijarme o a reflexionar. Por otra parte, aunque de un modo tímido, me gustaba mi arte; con una esperanza apasionada, levantaba castillos en el aire, me representaba un porvenir maravilloso, exaltándolo, al volver de mi lección, mi propia fantasía. En una palabra, durante dos horas me consideraba casi feliz…
Me hallaba precisamente en tal disposición de ánimo, cuando, a las diez, volví de mi lección a casa. Lo había olvidado todo, y recuerdo que pensaba, alegre, en algo agradable para mí. De repente, conforme subía la escalera, me estremecí como si recibiese una quemadura. Se dejó escuchar la voz de Piotr Alexandrovich, que en aquel instante bajaba por la escalera. El sentimiento de desagrado que se apoderó de mi era tan grande y el recuerdo de la víspera me conmovió tanto, que no pude disimular mi disgusto. Le saludé; pero, sin duda, mi semblante se tornó muy expresivo, pues se detuvo ante mí, extrañado. Cuando noté su actitud, enrojecí y subí a toda prisa. Él murmuró no sé qué detrás de mí, y continuó su camino.
Me sentía a punto de llorar de coraje, y no podía comprender qué me pasaba. Durante toda la mañana estuve completamente desorientada, sin saber qué hacer para acabar con todo aquello. Mil veces me prometí ser más prudente y mil veces el temor se apoderó de mí. Comprendía que odiaba al marido de Alejandra Mijailovna, y a la vez, que me inquietaba por mí misma.
Aquella vez me puse seriamente enferma y no lograba reponerme. Me quedé en mi habitación toda la mañana y no fui siquiera a ver a Alejandra Mijailovna. Ella fue la que acudió a buscarme. Cuando me vio, no pudo menos de lanzar un grito. Yo estaba tan pálida, que cuando me miré en el espejo me dio miedo. Alejandra Mijailovna permaneció conmigo durante una hora entera, cuidándome como a un niño.
Pero me encontraba tan triste, sus atenciones y sus caricias me eran tan penosas, sufría tanto al recibirlas, que le rogué, por fin, que me dejara sola. Se fue, muy inquieta por mí. Al cabo, mi angustia se resolvió en una crisis de lágrimas. Al anochecer, me sentí mejor. Me sentía mejor, porque estaba decidida a ir a ver a Alejandra Mijailovna, a arrojarme a sus pies de rodillas, a devolverle la carta que había perdido, a confesárselo todo, a declararle todos los sufrimientos que había padecido, todas mis dudas y a abrazarla con todo el amor infinito que sentía hacia ella; a decirle que yo era su hija, su amiga, y que mi corazón estaba abierto para ella, quien con solo mirarlo vería todo el afecto ardiente e inquebrantable que le profesaba… ¡Dios mío!… Sabía, comprendía que yo era la última persona a la cual pudiese abrir su alma; pero precisamente por eso me parecía el éxito más seguro. Comprendía, aunque con vaguedad, su angustia, y mi corazón se colmaba de indignación ante la idea de que ella pudiera enrojecer delante de mí a causa de mis juicios… Todo esto quería decirle llorando a sus pies. El sentimiento de la justicia se había revelado en mí. No sé lo que hubiera hecho. Solo me repuse después, cuando el azar nos hubo salvado, a ella y a mí, de nuestra perdición, deteniéndome en los primeros pasos.
He aquí lo que ocurrió:
Estaba ya cerca de su habitación cuando por una puerta lateral salió Piotr Alexandrovich. No me había visto, y pasó sin decir nada. Iba también a ver a Alejandra Mijailovna. Me paré, como aturdida. Aquel era el último hombre que debía encontrar en tal momento. Quise huir; pero la curiosidad me obligó a permanecer en el sitio. Se había detenido delante del espejo para reparar sus cabellos, y con gran asombro mío, de pronto le oí cantar. Inmediatamente, un recuerdo lejano de la infancia acudió a mi memoria. Para hacer que se comprenda la extraña impresión que recibí, diré algunas palabras acerca de aquel recuerdo.
El primer año de mi estancia en aquella casa, un acontecimiento me conmovió profundamente. Solo entonces se esclareció mi conciencia, porque solo entonces comprendí cuál era el origen de la antipatía inexplicable que me inspiraba aquel hombre. Ya he dicho que su presencia me era penosa. Ya he explicado qué clase de expresión entristecedora tenían para mí su aspecto de hombre minucioso y gruñón, su semblante a menudo taciturno y cuál era el peso que me parecía sentir después de haber pasado algunas horas con él en torno a la mesa cuando tomábamos el té con Alejandra Mijailovna, y por último, qué clase de angustia había henchido mi corazón cuando, por dos o tres veces, fui testigo de las escenas extrañas y violentas de que he hablado al comienzo. Me ocurría entonces encontrarme con él, como entonces, en el mismo sitio y a la misma hora, cuando se dirigía, como yo, a la habitación de Alejandra Mijailovna. Experimentaba una timidez infantil si me encontraba sola con él, y me acurrucaba en un rincón, como si fuese una culpable, rogando a Dios que no me viese.
Lo mismo que a la sazón, se detenía delante del espejo, y yo me estremecía con un sentimiento vago, que no tenía nada de infantil. Me parecía que transformaba su semblante antes de acercarse al espejo. Veía su sonrisa, no vista por mí en ningún otro momento, pues —recuerdo que esto era lo que me impresionaba más— no sonreía nunca en presencia de Alejandra Mijailovna. De pronto, apenas había dirigido una mirada al espejo, su semblante se transformaba en absoluto, la sonrisa desaparecía al punto, y una expresión de amargura, de un sentimiento que parecía dejarse apreciar irresistiblemente, que no se podía ocultar mediante ningún esfuerzo, aparecía sobre sus labios. Un ceño de preocupación plegaba su frente y reunía sus cejas; la mirada se ocultaba bajo las gafas, y, en un instante, como por encanto, se tornaba otro hombre. Recuerdo que siendo todavía niña, temblaba ante el temor de comprender lo que veía, y luego, aquella impresión penosa y desagradable no se borró de mi corazón. Después de haberse contemplado durante un minuto en el espejo, bajaba la cabeza, se inclinaba, como hacía de ordinario cuando se presentaba ante Alejandra Mijailovna, y de puntillas entraba en la habitación.
Este era el recuerdo que acababa de acudir a mi imaginación. Entonces, como ahora, creía estar solo cuando se detenía ante el espejo. Ahora, como entonces, con una impresión desagradable, me encontraba yo no lejos de él. Y cuando oí aquel canto —lo cual no se podía esperar de él— me conmoví de una manera tan inesperada, que me quedé como si se me hubiera clavado en aquel sitio, y en el mismo instante, la memoria me recordó una escena de mi infancia. Todos mis nervios se estremecieron, y respondiendo a aquella torpe canción, solté una carcajada. El pobre cantante dio un grito, saltó a dos pasos del espejo, y pálido como si hubiera sido cogido en flagrante delito, me miró lleno de horror, de asombro y de furia. Su mirada obró sobre mí maléficamente. Respondí a ella con una risa nerviosa, y sin cesar de reír, entré en la habitación de Alejandra Mijailovna.
Sabía que él estaba detrás de la cortina, que vacilaba antes de entrar, que el furor y el temor le habían dejado quieto en aquel sitio, y con una impaciencia provocativa, esperaba que se decidiera. Me hallaba dispuesta a apostar algo a que no entraría y habría ganado. Llegó medía hora después. Alejandra Mijailovna, durante un momento, me miró muy asombrada. Por más que me preguntó qué me pasaba, no pude responderle: me ahogaba. A la postre, comprendió que tenía un ataque de nervios y me miró, inquieta. Cuando me serené un poco, le cogí las manos y comencé a besárselas. Solo entonces me repuse.
Piotr Alexandrovich entró.
Le miré a hurtadillas. Parecía que no había pasado nada entre nosotros, pues estaba severo y taciturno como siempre; pero por la palidez de su rostro y por el ligero temblor de sus labios comprendí que disimulaba con dificultad su emoción. Saludó fríamente a Alejandra Mijailovna y se sentó en su sitio, silencioso. Su mano temblaba cuando tomó la taza del té. Yo esperaba la explosión y me invadió el miedo. Deseaba irme; mas no me decidía a abandonar a Alejandra Mijailovna, cuyo rostro palidecía cuando miraba a su marido. Ella también presentía algo malo. Por fin ocurrió lo que con tanto temor esperaba. En medio del profundo silencio, levanté los ojos y vi que las gafas de Piotr Alexandrovich estaban dirigidas hacia mí. Encontré aquello tan inesperado, que me estremecí, y faltó poco para que exhalase un grito. Bajé los ojos. Alejandra Mijailovna observó aquel movimiento.
—¿Qué le pasa a usted? ¿Por qué ha enrojecido? —estalló la voz grosera y ruda de Piotr Alexandrovich.
No respondí. Mi corazón latía tan fuertemente, que no pude pronunciar una palabra.
—¿Por qué ha enrojecido? ¿Por qué enrojece siempre? —preguntó, dirigiéndose a Alejandra Mijailovna, y señalándome con descaro.
La indignación me cortaba el aliento. Dirigí una mirada a Alejandra Mijailovna. Ella me comprendió. Sus pálidas mejillas se tiñeron de púrpura.
—Anita —me dijo con voz firme que yo no esperaba—, vete a tu cuarto, y dentro de un instante iré a reunirme contigo para que pasemos juntas la velada.
—¿Me ha oído usted? ¿Sí o no? —interrumpió Piotr Alexandrovich, alzando la voz, como si no oyera él lo que decía su mujer—. ¿Por qué enrojece usted cuando se encuentra conmigo?… Responda…
—¿Por qué la hace enrojecer y a mí también? —preguntó Alejandra Mijailovna a su vez con voz entrecortada por la emoción.
Miró él con asombro a Alejandra Mijailovna. La vehemencia de su observación me resultó, por el momento, incomprensible.
—¿Soy yo quien le hace enrojecer?… ¿Yo?… —prosiguió Piotr Alexandrovich, quien también pareció asombrarse, subrayando particularmente la palabra yo—. ¿Es a causa mía por lo que enrojece? ¿Acaso yo pude hacerle enrojecer por mi mismo?… ¿Cuál de nosotros debe enrojecer? ¿Usted o yo?… ¿Qué le parece?…
Aquella frase, tan clara para mi, fue pronunciada con un tono tan burlón, que lancé un grito y me volví hacia Alejandra Mijailovna. El asombro, el sufrimiento, el reproche, el horror se reflejaban en su rostro, pálido como el de la muerte. Miré a Piotr Alexandrovich, juntando las manos en actitud suplicante. Parecía haberse repuesto ya; pero el furor que le arrancara aquella frase no había pasado todavía. No obstante, cuando observó mi muda súplica, se turbó. Mi gesto decía a las claras que sabía muchas cosas secretas para ellos y que había comprendido perfectamente sus palabras.
—Anita, retírate a tu habitación —repitió Alejandra Mijailovna con voz débil, aunque firme, levantándose—. Necesito hablar con Piotr Alexandrovich.
Parecía tranquila; pero yo temía más aquella tranquilidad que otra emoción cualquiera. Estuve a punto de no atender a sus palabras y quedarme allí. Empleé todas mis energías para leer en su semblante lo que en aquel momento pasaba por su alma. Me pareció que no había comprendido mi gesto ni mi exclamación.
—Mire usted lo que ha hecho —indicó Piotr Alexandrovich, cogiéndome por un brazo y mostrándome a su mujer.
¡Dios mío!… No había presenciado yo nunca una desesperación semejante a la que leí entonces en su rostro. Me cogió por un brazo y me arrojó fuera de la estancia. Los miré por última vez. Alejandra Mijailovna, estaba de pie, acodada sobre la chimenea, con la cabeza oculta entre sus manos. Toda la actitud de su cuerpo reflejaba un sufrimiento intolerable. Cogí la mano de Piotr Alexandrovich y se la estreché con fuerza.
—¡Por Dios, por Dios, tenga usted piedad! —supliqué con voz entrecortada.
—No tema, no tema —dijo, mirándome extrañamente—. ¡No es nada!… ¡Es una crisis!… ¡Vaya, vaya!…
Cuando llegué a mi habitación me eché en el diván y oculté el rostro entre las manos. Permanecí así durante tres horas mortales. Al cabo, no pudiendo resistir más, mandé a preguntar si podía ir a visitar a Alejandra Mijailovna. La señora Léotard fue la que me llevó la respuesta. Piotr Alexandrovich enviaba a decir que la crisis había pasado, que no había peligro alguno, pero que Alejandra Mijailovna necesitaba reposo.
No me acosté hasta las tres de la madrugada. Estuve reflexionando durante todo el tiempo y paseándome por el cuarto. Mi situación era más difícil que nunca, y sin embargo, me sentía más tranquila, tal vez porque me consideraba como la más culpable. Me metí en el lecho, esperando con impaciencia el día siguiente.
Pero al día siguiente, con gran asombro mío, observé en Alejandra Mijailovna una frialdad inexplicable. Primero me pareció que aquella pura y noble criatura sufría al encontrarse en mi compañía, después de la escena sostenida la víspera con su marido, escena de la cual, sin querer, había sido testigo. Sabía que era capaz de enrojecer delante de mí y aun de pedirme perdón en caso de que la desdichada escena de la víspera hubiera ofendido mi corazón. Pero bien pronto noté en ella otro cuidado y un despecho que se manifestaba de modo muy torpe. Ora me respondía fría, secamente; ora se traslucía en sus palabras un sentido particular; ora, en fin, de pronto se tornaba muy cariñosa conmigo, como si se reprochara a si misma aquella severidad que no podía albergar en su corazón y sus frases afectuosas adquirían la entonación de un reproche. Por último, le pregunté, sin embargo, si tenía algo que decirme. Mi brusca pregunta la turbó un poco al principio; pero en seguida, levantando hacia mí sus grandes y dulces ojos, mirándome con una afectuosa sonrisa, me contestó:
—Nada, Niétochka. Pero la pregunta ha sido tan inesperada… ¿sabes?…, que me he aturdido un poco… Porque tu pregunta ha sido muy brusca, te lo aseguro… Bueno; escúchame, hija mía, y dime la verdad: ¿sientes en tu corazón algo que te habría hecho turbarte, si se te hubiera interrogado tan bruscamente y de improviso?…
—No —negué, mirándola francamente.
—Está bien. ¡Si supieses, amiga mía, cómo te agradezco esa respuesta!… No es porque pueda suponer en ti algo malo; eso, nunca… No me perdonaría semejante pensamiento… Pero ya ves: cuando te acogí, eras una niña, y ahora tienes diecisiete años. Repara en que estoy enferma y soy como una niña a quien se ha de cuidar aún… No he podido, pues, reemplazar a una madre, aunque te quiero mucho. Si ahora hay algo que me atormenta, no eres tú, por cierto, la culpable de ello, sino yo… Perdóname, por tanto, esta pregunta, no he cumplido todas las promesas que te hice a ti y a mi padre cuando te acogí para que vinieras conmigo… Eso me ha inquietado muy a menudo, querida mía.
La besé y lloré.
—¡Muchas gracias, muchas gracias por todo! —dije—. Pero no me hable así. Usted ha sido para mí más que una madre. ¡Dios la bendiga por cuanto los dos, usted y el príncipe, han hecho por mí, pobre abandonada!… ¡Querida mía, querida mía!…
—¡Basta, Niétochka, basta!… Abrázame muy fuerte; eso es… ¿Ves tú? Dios sabe por qué me parece que esta va a ser la última vez que me abraces…
—¡No, no! —exclamé, sollozando como una niña—. ¡No; eso, no!… Será usted dichosa. Créame; seremos felices…
—Muchas gracias por tu afecto… Ahora tengo a mi lado pocas personas que me quieran… ¡Todos me han abandonado!…
—¿Que la han abandonado?… ¿Quiénes?
—En otro tiempo tenía otras personas a mi lado. Tú no sabes, Niétochka… Todos me han abandonado… Todos se han desvanecido ante mí como si fueran visiones… ¡Y yo los he esperado de tal manera!… Mira, Niétochka… Se acerca la sombra del otoño; muy pronto nevará, y al caer la primera nieve moriré… Sí. Pero no estoy triste… ¡Adiós!…
Su rostro aparecía pálido y enjuto; sus mejillas estaban enrojecidas; sus labios temblaban y los secaba un fuego interior.
Se acercó al piano y le arrancó algunos acordes. En aquel momento, se rompió una cuerda y se apagó su sonido, tembloroso y prolongado…
—¿Has oído, Niétochka; has oído?… —dijo de pronto, sintiéndose inspirada y señalando al piano—. Esa cuerda estaba demasiado tensa, no ha podido soportarlo y se ha roto… ¿Has oído cómo el sonido se ha apagado quejumbrosamente?
Hablaba con dificultad. Un sordo mal interior se reflejaba en su semblante. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Bueno, Niétochka; basta, amiga mía; basta… Tráete a los niños…
Los llevé. Parecía reposar mientras los contemplaba. Al cabo de una hora los dejó salir.
—Cuando yo muera, no los abandones, Anita —me recomendó en voz baja, como si temiese que estuvieran escuchándonos.
—¡Basta! ¡Me matará usted!…
No encontré otra cosa que responder.
—Me quejaba —repuso ella tras de un corto silencio. Y sonriendo añadió—: ¿Y tú lo has creído?… A veces, solo Dios sabe lo que digo. Ahora soy como una niña; hay que perdonármelo todo…
Me miró tímidamente, como si tuviera miedo de pronunciar algo… Algo que yo esperaba…
—Ten cuidado… No le asustes —dijo, por fin, con los ojos bajos, con un ligero rubor en su cara, y tan bajo, que apenas lo oí.
—¿A quién? —pregunté, asombrada.
—A mi marido… ¡Acaso se lo cuentes todo!…
—¿Por qué?… ¿Por qué?… —repetí, cada vez más asombrada.
—No, no es nada. Basta… Me quejaba.
Mi corazón se oprimía cada vez más.
—Sólo que… Escucha… Los querrás cuando yo muera, ¿no es verdad? —agregó con seriedad, y adoptando de nuevo un tono misterioso—: Los querrás como querrías a tus propios hijos… Acuérdate de que te he considerado siempre como a una hija y no he establecido diferencia alguna entre ellos y tú…
—Sí, sí —asentí, sin saber lo que decía, ahogada por las lágrimas y la angustia.
Un beso abrasador, recibido en la mano, me sorprendió antes de darme tiempo a retirarla.
¿Qué tiene? ¿Qué piensa? ¿Qué ocurrió ayer entre ellos? Tal fue la idea que acudió a mi imaginación.
Un instante después se quejaba de estar fatigada.
—Estoy enferma desde hace ya mucho tiempo; pero no quería asustaros a los dos —murmuró—. Los dos me queréis, ¿verdad?… Hasta luego; déjame, Niétochka… Pero esta tarde no dejes de venir… ¿Vendrás?…
Se lo prometí, sintiéndome feliz al marcharme. No podía resistir más. ¡Pobre, pobre!… ¡Aquel prolongado sufrimiento que entonces conocía totalmente, aquella vida sin luz, aquel amor tímido…, y todavía adoptaba la actitud de una criminal, temía el menor reproche, se había forjado un nuevo dolor, sometiéndose ya a él, y se había resignado!…
Por la tarde, durante el crepúsculo, aprovechando la ausencia de Ovroff —el recién llegado de Moscú—, entré en la biblioteca. Abrí un armario y empecé a buscar entre los libros algo para leérselo en alta voz a Alejandra Mijailovna. Quería distraerla de sus lúgubres ideas y escoger alguna cosa alegre… Estuve buscando distraídamente durante mucho tiempo. Caía la noche y aumentaba mi angustia. En mis manos se hallaba de nuevo el libro, abierto por la misma página sobre la cual se veían las huellas de la carta que a la sazón no me abandonaba nunca, de aquella carta que encerraba un secreto, a partir de cuyo conocimiento mi existencia parecía romperse. ¿Qué será de nosotros? —pensé—. El nido donde he sido tan feliz, donde he hallado tanto calor, se vacía; el espíritu puro y claro que veló por mi juventud, me abandona… ¿Cuál será el porvenir?
Olvidé por el momento todo mi pasado, que ahora no es tan caro como para prever mejor el porvenir desconocido que me amenazaba… Recuerdo aquel minuto cual si lo viviera de nuevo: tan fuertemente se grabó en mi memoria.
Tenía en mi mano la carta y el libro abierto. Mi rostro estaba humedecido por las lágrimas. De repente, sentí un estremecimiento de miedo y oí una voz conocida. En el mismo instante noté que me arrebataban la carta de la mano. Lancé un grito y me volví. Piotr Alexandrovich estaba en mi presencia. Me cogió por un brazo, obligándome a permanecer quieta en mi sitio. Con el brazo derecho extendido hacia la luz, trató de leer la carta. Lancé un grito. ¡Antes morir que dejar entre sus manos aquella carta! Por su sonrisa de triunfo, comprendí que había podido leer las primeras líneas. Perdí el juicio. Me precipité sobre él sin saber lo que hacía y le arranqué la carta de las manos. Todo aquello ocurrió tan rápidamente, que yo misma no comprendí cómo la carta se encontraba de nuevo en mi poder. Suponiendo su intención de quitármela, la oculté, presurosa, en mi pecho y retrocedí unos tres pasos. Durante medio minuto nos contemplamos en silencio uno a otro. Me estremecí de miedo una vez más. Él, pálido, con los labios temblorosos y amoratados de cólera, fue el primero en romper la pausa.
—¡Basta! —dijo con voz sorda por la emoción—. Supongo que no preferirá usted que emplee la violencia… Deme, pues, de buen grado esa carta.
Sólo entonces fue cuando me rehíce. La ofensa, la vergüenza, la indignación contra su brutalidad me había trastornado. Lágrimas abrasadoras corrieron por mis empurpuradas mejillas. Temblaba de emoción, y durante cierto tiempo me fue imposible pronunciar una palabra.
—¿Ha oído usted? —preguntó, dando dos pasos hacia mí.
—¡Déjeme, déjeme! —protesté, alejándome de él—. Ha obrado usted ruinmente. Está usted equivocado… ¡Déjeme pasar!
—¿Cómo? ¿Qué significa eso?… ¿Todavía se atreve usted a adoptar esa actitud?… ¡Deme esa carta, repito!
Avanzó de nuevo hacia mí; pero al dirigirme una mirada, vio en mis ojos tal resolución, que se detuvo, como si hubiera reflexionado.
—Bueno —repuso al cabo secamente, como si hubiera tomado una decisión—. Todo llegará… Primeramente…
Dirigió una mirada circular.
—Y usted… ¿Quién la ha dejado entrar en la biblioteca?… ¿Por qué está abierto este armario?… ¿De dónde ha cogido usted la llave?
—No responderé —le dije—. No puedo hablar con usted… ¡Déjeme, déjeme!…
Avancé hacia la puerta.
—Permítame —intervino, cogiéndome por una mano—. No se irá usted como si tal cosa…
Sin decir una palabra, separé la mano, y nuevamente inicié un movimiento hacia la puerta.
—Está bien… Sin embargo, no puedo permitirle que reciba en mi casa las cartas de sus amantes.
Volví a gritar y le miré como una loca.
—Porque…
—¡Cállese! —exclamé—. ¿Cómo puede usted?… ¿Cómo puede usted hablar así?… ¡Dios mío, Dios mío!…
—¡Cómo! ¿Conque me amenaza usted, además?…
Le miré, pálida, loca de desesperación.
Aquella escena que se desarrollaba entre nosotros había llegado al último grado del odio. Le supliqué con la mirada que no continuara. Me hallaba dispuesta a perdonar la ofensa con tal que se detuviera. Me miraba, fijo, y visiblemente, vacilaba.
—No me obligue usted a nada más —murmuré, horrorizada.
—No; es menester acabar con esto —dijo, por fin, como rehaciéndose—. Le confieso que esa mirada me hace vacilar —añadió con una sonrisa extraña—; pero, desgraciadamente, está claro: pude leer el comienzo de la carta, y es una carta de amor… No, no me convencerá usted. Si he podido dudar un momento, eso prueba solo que a todas sus buenas cualidades debe agregar la capacidad de mentir a maravilla… Por lo cual, le repito…
A medida que hablaba, la cólera deformaba cada vez más su semblante. Palidecía; sus labios temblaban, de suerte que las últimas palabras las pronunció con suma dificultad. Caía la tarde. Yo me hallaba sin defensa, sola, delante de un hombre que podía insultar a una mujer. Todo estaba, pues, contra mí. Sufría de vergüenza; no podía comprender la cólera de aquel hombre. Sin responderle, fuera de mí por el terror, salí de la biblioteca y no me detuve hasta que llegué al umbral de la habitación de Alejandra Mijailovna. En aquel momento, oí pasos. Ya iba a entrar, cuando me detuve, como alcanzada por un rayo.
—¿Qué voy a hacer? —pensé—. ¡Esta carta!… ¡No! ¡Todo, antes que asestar este golpe a su corazón!…
Y di un paso hacia atrás. Pero era demasiado tarde. Él estaba a mi lado.
—Vamos donde usted quiera; pero aquí no, aquí no —murmuró, cogiéndome por un brazo—. Tenga piedad de ella… Volveré a la biblioteca, si usted quiere… ¡La mataría usted!…
—Usted sería el que la matara —contesté, separándome de él.
Toda mi esperanza se desvaneció. Comprendí que quería precisamente trasladar la escena a la habitación de Alejandra Mijailovna.
—¡Por Dios! —imploré, reteniéndole con todas mis fuerzas.
Pero en aquel momento se levantó la cortina, y Alejandra Mijailovna apareció ante nosotros. Nos miró. Nos miró, asombrada. Su rostro estaba más pálido aún que de costumbre; sus piernas apenas podían sostenerla. Se veía que había hecho grandes esfuerzos para llegar hasta nosotros, cuando oyó nuestras voces.
—¿Qué ocurre? ¿De qué hablaban ustedes? —preguntó, mirándonos con extrañeza.
El silencio duró algunos minutos. Alejandra Mijailovna estaba pálida como una muerta. Me arrojé sobre ella, la abracé fuertemente y la conduje hacia su gabinete.
Piotr Alexandrovich nos siguió. Yo ocultaba mi rostro en el pecho de Alejandra Mijailovna y la abrazaba cada vez más fuerte.
—¿Qué te pasa? ¿Qué les pasa a ustedes? —preguntó por segunda vez.
—Pregúnteselo a ella… ¡Ayer la defendió usted con tanto calor!… —dijo Piotr Alexandrovich, dejándose caer pesadamente sobre una butaca.
Yo temía cada vez más por Alejandra Mijailovna.
—¡Dios mío!… Pero ¿qué ocurre? —inquirió esta, de todo punto horrorizada—. Están ustedes excitados los dos. Ella tiembla y llora… Anita, dime: ¿qué ha pasado entre vosotros?
—No; permítame a mí antes… —terció Piotr Alexandrovich, acercándose a nosotras.
Me cogió por un brazo y me separó de Alejandra Mijailovna.
—Quédese ahí —ordenó, señalando al centro de la estancia—. Quiero juzgarla en presencia de ella, que la ha cuidado como una madre. Y usted, tranquilícese y siéntese —añadió, ayudando a Alejandra Mijailovna para que se sentara en una butaca—. Lamento no poder librarla de esta penosa explicación; pero es necesaria…
—¡Dios mío! ¿Qué podrá ocurrir? —suspiró Alejandra Mijailovna, angustiada a más no poder, y dirigiendo su mirada, alternativamente, hacia mí y hacia su marido.
Yo me retorcía las manos, presintiendo el momento fatal. De él, no esperaba piedad alguna.
—En una palabra —prosiguió Piotr Alexandrovich—; quiero que la juzgue usted, juntamente conmigo… Siempre «y esta es una de sus fantasías», siempre ha creído usted… Pero no sé cómo expresarme… Me avergüenzo de tales suposiciones… En una palabra: usted la defendía y me acusaba a mí de una severidad excesiva… Aludía usted a otro sentimiento que, digámoslo así, provocaba esta severidad… Usted… Pero no sé por qué dominar mi turbación ante la idea de sus hipótesis, por qué no he de hablar claro delante de ella… En suma, usted…
—¡Oh! ¡Usted no hará semejante cosa! No, no lo dirá… —interrumpió Alejandra Mijailovna, toda conmovida, roja de vergüenza—. No; tendrá lástima de ella… He sido yo quien ha imaginado todo eso. Ahora no me queda la menor sospecha. Perdóneme, discúlpeme. Estoy enferma, y hay que perdonarme… No le diga usted nada… No… Anita —repuso, adelantándose hacia mí—, vete de aquí… ¡Pronto, pronto!… Bromeaba… He sido yo la culpable de todo… Se trata de una broma pesada…
—En suma, usted se sentía celosa de ella —dijo Piotr Alexandrovich, dejando caer las palabras, sin piedad alguna, en respuesta de la súplica de ella.
Alejandra Mijailovna exhaló un grito, palideció y se apoyó en una silla. Sus piernas no podían ya sostenerla.
—¡Dios le perdone! —articuló, por fin, con voz débil—. Perdóname, Niétochka; perdón para él… Yo he sido la culpable de todo… Estaba enferma, y…
—¡Eso es una titanía! ¡Eso es una vergüenza, una infamia! —protesté, loca de ira, comprendiéndolo al cabo todo, explicándome por qué había querido juzgarme en presencia de su mujer—. Es usted digno del desprecio…
—¡Anita! —invocó Alejandra Mijailovna, aterrada, tomándome de una mano.
—Comedia, comedia, y nada más —advirtió Piotr Alexandrovich, muy conmovido—. Comedia, le digo —continuó, mirando con fijeza a su mujer—. Y en esta comedia, la única perjudicada es usted… Crea que nosotros… —indicó, sofocado, y señalando hacia mí—. Crea que nosotros no tenemos miedo a semejantes explicaciones… Crea que no somos ya tan castos… para ofendernos, enrojecer y taparnos los oídos cuando se nos habla de ciertas cosas… Dispénseme: me expreso claramente, groseramente quizá; pero así es menester… ¿Está usted segura, señora, de la buena conducta de esta… señorita?…
—¡Dios mío! ¿Qué le pasa?… Desvaría usted… —extrañó Alejandra Mijailovna, horrorizada, muerta de miedo.
—Le ruego… que no haga frases —continuó en tono despectivo Piotr Alexandrovich—. No me gusta eso. La cosa es sencilla, vulgar, desprovista de toda complejidad… Le interrogo acerca de su conducta. ¿Conoce usted?
Pero yo no le dejé acabar. Cogiéndole por un brazo, tiré de él con violencia. Un momento más, y todo podría estar perdido.
—No hable de la carta —murmuré rápidamente a su oído—. La mataría usted en el acto. No puede juzgarme, porque lo sé todo… ¿Comprende?… Lo sé todo…
Me miró fijamente, con una curiosidad salvaje, y se desconcertó. La sangre se le agolpó en las mejillas.
—Lo sé todo, todo… —repetí.
Vacilaba aún. La pregunta estaba próxima a escaparse de sus labios. Le previne:
—He aquí lo que ha ocurrido —dije en alta voz, dirigiéndome a Alejandra Mijailovna que nos contemplaba, muy asombrada—. Yo sola soy la culpable… Hace ya cuatro años que la engañé a usted. Me apropié de la llave de la biblioteca, y durante cuatro años vengo leyendo a escondidas. Piotr Alexandrovich me ha sorprendido leyendo un libro que no podía…, que no debía ser puesto en mis manos… Temiendo por mí, ha exagerado el peligro ante sus ojos… Pero no me justifico… Soy culpable… La tentación era más fuerte que yo, y una vez cometida la falta, me avergüenzo de mi acción… Eso es todo, casi todo lo que ha pasado entre nosotros…
—¡Bien urdido! —murmuró a mi oído Piotr Alexandrovich.
Alejandra Mijailovna me escuchaba con una atención profunda; pero la desconfianza se reflejaba en su rostro. Miraba tan pronto hacia mí como hacia su marido. Se hizo el silencio. Apenas podía respirar. Ella inclinó la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos, reflexionando, por lo visto, en cada una de las palabras que yo había pronunciado. Por último, levantó la cabeza y me miró fija.
—Niétochka, hija mía, estoy convencida de que no sabes mentir —concluyó—. ¿Es eso todo, absolutamente todo lo que ha pasado?…
—Todo —respondí.
—¿Es eso todo? —preguntó a su marido.
—Sí, sí —confirmó él, haciendo un esfuerzo—; todo. Respiré.
—¿Me das tu palabra, Niétochka?
—Sí —asentí sin vacilar.
Pero no pude menos de mirar a Piotr Alexandrovich. Sonreía al oírme empeñar así mi palabra. Enrojecí, y mi turbación no pasó inadvertida para la pobre Alejandra Mijailovna. Una angustia indecible se reflejaba en su semblante.
—Está bien —dijo tristemente—. Os creo. No puedo dejar de creeros.
—Entiendo que esa palabra basta —manifestó Piotr Alexandrovich—. ¿La ha oído?…
Alejandra Mijailovna no replicó. La escena se hacía cada vez más penosa.
—Mañana mismo revisaré todos los libros —continuó Piotr Alexandrovich—. No sé qué hay allí; pero…
—¿Y qué libros ha leído? —preguntó Alejandra Mijailovna.
—¿Qué libros?… Responda usted —dijo Piotr Alexandrovich, dirigiéndose a mí. Usted sabrá explicarse mejor… Explíquese— añadió, con una sonrisa prolongada.
Me hallaba confusa y no podía pronunciar una palabra. Alejandra Mijailovna enrojeció y bajó los ojos. Se produjo una larga pausa. Piotr Alexandrovich se paseaba por la estancia.
—No sé qué existe entre ustedes —insinuó, por último Alejandra Mijailovna, pronunciando temerosamente sus palabras—; pero si no es más que eso —repuso—, no comprendo por qué hemos de estar tan tristes y tan desesperados… Solo yo soy la culpable de todo, y ello me atormenta… He descuidado su educación, y solo yo debo responder de todo… Ella debe perdonarme… Yo me acuso de todo, y no me atrevo a reñirla… Pero ¿por qué desesperarnos de nuevo?… Ha pasado el peligro… Mírela —dijo, animándose cada vez más y dirigiendo una mirada escrutadora a su marido—. Mírela… ¿Ha tenido ese acto imprudente algunas consecuencias?… ¿Acaso no conozco a mi niña, a mi hija?… ¿Acaso no sé que su corazón es puro y noble, que en esta linda cabecita —prosiguió, acariciándome y atrayéndome hacia ella— la inteligencia es clara, y que su conciencia tiene miedo a la mentira?… Basta, amigos míos…; basta… Seguramente, otra cosa se ha deslizado entre nosotros y ha interpuesto su sombra hostil; pero nosotros triunfaremos mediante el amor y el mutuo acuerdo. Tal vez nos hemos dicho demasiadas cosas, y esta falta solo a mi puede imputárseme… Yo soy la primera que me he ocultado, yo soy la que he tenido Dios sabe qué sospechas… Sin embargo… Puesto que nos hemos explicado algo, deben ustedes perdonarme, porque…, en fin…, no es un gran pecado que haya presumido…
Después de hablar así, miró a su esposo tímidamente, enrojeciendo, y angustiada, aguardó sus palabras. A medida que él la escuchaba, una sonrisa burlona se iba dibujando en sus labios. Dejó de caminar, y se detuvo, erguido, delante de ella. Parecía gozar con su confusión.
Aquella mirada, fija en ella, la desconcertó. Esperó un momento, como preguntándose qué pasaría después. La turbación de Alejandra Mijailovna iba en aumento. A la postre, él interrumpió la penosa escena, prorrumpiendo en una carcajada prolongada y burlona.
—La compadezco a usted, pobre mujer —dijo, por fin, seriamente, cesando de reír—. Ha asumido una tarea que sobrepasa sus fuerzas. ¿Qué pretendía usted?… Quería mortificarme con su discurso, anonadarme con nuevas sospechas o más bien con viejas sospechas, que ha ocultado mal en sus palabras… El sentido de sus frases dice que no hay por qué enfadarse con ella, que es buena, aun después de la lectura de libros inmorales, cuya moral parece que ha dado ya sus frutos, y además, que usted misma responde de ella, ¿no es cierto?… Luego, después de haber expuesto eso, alude usted a alguna otra cosa… Le parece que mi desconfianza y mi severidad obedecen a otro sentimiento… Ayer mismo hizo usted una alusión… Le ruego que no me interrumpa; me gusta hablar claro… Ayer hizo usted alusión a que, en algunas personas, el amor no puede manifestarse sino por la dureza, por sospechas y persecuciones… No recuerdo bien si fueron exactamente estas las palabras que empleó ayer… Vuelvo a rogarle que no me interrumpa… Conozco bien a su pupila y puede oírlo todo… Se lo repito por centésima vez: todo… Está usted equivocada… Pero no sé por qué le gusta insistir en hacer de mí un hombre así, por qué quiere atribuirme esa apariencia grotesca… No es propio de mi edad el amor de esta muchacha… En fin, créame, señora, conozco mi deber, y estoy convencido de lo que he dicho otras veces; que el crimen será siempre el crimen, que el pecado será siempre el pecado… Y basta, basta ya; no quiero oír ya hablar más de esas cosas viles.
—Pues bien: todo eso lo soporto yo sola —declaró Alejandra Mijailovna, sollozando y abrazándome—. Sean mis sospechas vergonzosas… Pero tú, pobrecita mía, ¿por qué estás condenada a escuchar semejantes ofensas?… Y yo no puedo defenderte… No tengo derecho a hablar… ¡Dios mío!… No puedo callarme, Señor. ¡No soportaré todo esto!… Su conducta es desatinada…
Alejandra Mijailovna lloraba.
—Basta, basta —murmuré, procurando calmar su emoción y temiendo que aquel golpe cruel le hiciese perder la paciencia.
—Pero, mujer ciega… —terció Piotr Alexandrovich—. ¿No sabe usted, no ve usted que…?
Se detuvo un momento.
—¡Váyase! —ordenó, dirigiéndose a mí y separando mi mano de la de Alejandra Mijailovna—. No le permitiré que toque a mi mujer. La mancha usted, la ofende con su presencia… Yo también —agregó— lo diré todo, todo… Escuche —continuó, dirigiéndose a Alejandra Mijailovna—, escuche…
—¡Cállese! —corté, adelantándome hacia él.
—Escuche…
—¡Cállese, en nombre de…!
—¿En nombre de quién, señorita? —me atajó vivamente, mirándome a los ojos—. ¿En nombre de quién? Sepa usted que le he arrebatado de entre sus manos la carta de su amante… Esto es lo que ocurre en nuestra casa… Esto es lo que pasa a nuestro lado… Esto es lo que no ha visto usted ni ha sospechado nunca…
Apenas podía tenerme en pie. Alejandra Mijailovna estaba pálida como una muerta.
—¡No es posible! —musitó con voz apenas apreciable.
—He visto esa carta, señora; la he tenido en mis manos, he leído las primeras líneas y no me he equivocado. ¡La carta era de su amante!… Me la ha arrebatado de las manos, y ahora es ella la que guarda esa carta. Está claro, no cabe la menor duda, y si duda usted aún, no tiene más que mirarla…
—¡Niétochka! —exclamó Alejandra Mijailovna, dirigiéndose hacia mí—. ¡No, no! ¡No hables! No quiero saber cómo ha sido… ¡Dios mío, Dios mío!…
Sollozaba y permanecía con el rostro oculto entre sus manos.
—No… ¡No es posible! —exclamó de nuevo—. Se ha equivocado usted… Tengo… Sé lo que eso significa —recalcó, mirando fijamente a su marido—. No me engañarás; tú no puedes engañarme… Cuéntamelo todo, sin ocultarme nada… Se ha equivocado, ¿verdad? Ha visto otra cosa… Está ciego, ¿no es cierto?… Escucha, Anita, hija mía, ¿por qué no has de decírmelo todo?…
—Responda, responda usted —insistió Piotr Alexandrovich—. ¿He visto la carta entre sus manos?… ¿Sí o no?…
—Sí —afirmé, ahogándome de emoción.
—¿Es una carta de su amante?
—Sí.
—¿Duran aún sus relaciones?
—¡Sí, sí, sí! —repetí, sin comprender nada y respondiendo afirmativamente a todas sus preguntas para poner fin a aquella tortura.
—Ya lo ha oído usted… ¿Y qué?… ¿Qué dice usted ahora?… Créame, su corazón es demasiado bueno, demasiado confiado —añadió, tomando la mano de su mujer—. Vea usted ahora quién es esta… señorita… Hace mucho tiempo que lo había notado, y al cabo me siento satisfecho de mostrársela tal cual es… Me era penoso verla a nuestro lado, que se sentara a nuestra mesa, que estuviera en mi casa… Me indignaba su ceguera… He aquí por qué, únicamente por qué fijaba mi atención en ella: la vigilaba… Y esta atención es la que usted notó, y sabe Dios qué clase de sospechas concibió por ello… Pero ahora la situación está clara; todo se ha disipado, y mañana, mañana mismo, la señorita dejará de habitar esta casa —terminó, dirigiéndose a mí.
—Espere… —dijo Alejandra Mijailovna, levantándose de su asiento—. No creo esa historia… No me mire tan terriblemente ni se burle… Anita, hija mía, ven junto a mí, dame tu mano. Todos somos pecadores —repuso con voz temblorosa, mirando, humilde, a su marido—. ¿Quién de nosotros puede rechazar una mano que necesita socorro?… Dame tu mano, Anita, mi querida niña… No soy más digna ni mejor que tú… No puede ofenderme con tu presencia, porque yo también soy una pecadora…
—¡Señora! —exclamó Piotr Alexandrovich, asombrado—. ¡Deténgase!… No olvide que…
—No olvido nada… No me interrumpa; déjeme acabar… Ha visto usted entre sus manos una carta, y usted mismo la ha leído… Dice usted, y ella lo confiesa, que es una carta del hombre a quien ama… ¿Prueba eso, acaso, que ese amor sea criminal?… ¿Acaso eso le autoriza a usted para tratarla así en presencia de su mujer?… Si… ¿Acaso sabe usted cómo ha ocurrido eso?…
—Entonces, solo me resta pedir perdón. ¿Es eso lo que quiere usted? —dedujo Piotr Alexandrovich—. He perdido la paciencia escuchándola… ¡Piense lo que dice! ¿Sabe usted, quizá, de qué se le habla? ¿Sabe a quién defiende?… Yo lo veo todo…
—Y no ve lo principal, porque la cólera y la soberbia le ciegan… Usted no ve qué defiendo yo y de qué quiero hablar. No es el vicio lo que defiendo; tal vez no haya usted comprendido que esta niña es inocente… No, no defiendo el vicio… No… Si ella fuese esposa y madre y hubiera olvidado sus deberes, entonces estaríamos de acuerdo. Usted ve que yo no falto a ellos. Pero ¿y si ella ha recibido esa carta sin pensar en el mal? ¿Y si hubiera sido arrastrada por un sentimiento inexperto, sin que nadie haya hecho por detenerla?… ¿Y si hubiera sido yo la principal culpable por no haber vigilado su corazón?… ¿Y si usted, con sus groseras sospechas, hubiese manchado su sentimiento más precioso?… ¿Y si hubiese usted manchado su imaginación con sus cínicas observaciones relativas a esa carta?… ¿Y si usted no hubiera apreciado ese pudor virginal que brilla en su semblante y que yo veo ahora, que he visto cuando, sufriendo, sin saber qué decir, respondía con la confesión a sus preguntas inhumanas?… Sí, sí; eso es inhumano, eso es cruel… No se lo perdonaré nunca… ¡nunca, nunca!
—¡Tenga piedad de mi! ¡Tenga piedad de mí! —rogué, estrechándola entre mis brazos—. Créame, no me rechace…
Caí a sus pies de rodillas.
—¿Y si, por último —continuó ella con voz entrecortada—, usted la hubiese horrorizado con sus palabras, hasta el punto de que la pobre niña se creyera culpable?… ¿Y si hubiese usted turbado su conciencia, su alma y el reposo de su corazón?… ¡Dios mío!… ¡Ha querido echarla de la casa!… ¿Sabe usted acaso a quién trata de esa suerte? ¿Sabe usted acaso que, si la echase a ella, nos echaría a las dos, a ella y a mí?… ¿Me ha oído usted?…
Sus ojos brillaban; jadeaba su pecho; su excitación llegaba al paroxismo.
—Basta, señora; ya la he oído. ¡Basta! —pidió, por fin, Piotr Alexandrovich—. Si la idea de abandonar mi casa le agrada…, entonces solo me resta decirle que hizo usted mal al no poner en ejecución ese proyecto cuando era el momento oportuno… Si usted lo había olvidado le recordaré cuántos años hace…
Miré a Alejandra Mijailovna. Se apoyaba en mí. Sus ojos estaban casi cerrados; un instante más, y caería al suelo sin conocimiento…
—¡Por Dios! Tenga usted piedad de ella esta vez… No pronuncié una palabra más —exclamé, olvidando que así me delataba.
Pero ya era demasiado tarde. Un débil grito respondió a mis frases, y la pobre mujer se desvaneció y cayó al suelo.
—¡Muerta! ¡Usted la ha matado! —dije—. Llame a la gente… Sálvela, si es posible… Le espero en su despacho… Necesito hablarle… Se lo contaré todo…
—¿Qué, qué?
—Después.
El síncope y la crisis duraron dos horas. Toda la casa se hallaba en movimiento. El doctor movía la cabeza. Al cabo de aquellas dos horas, fui al despacho de Piotr Alexandrovich. Acababa de abandonar a su mujer; se paseaba por la habitación y se mordía las uñas hasta hacerse sangre. Estaba pálido… Nunca le había visto así.
—¿Qué quiere usted decirme? —preguntó con voz ronca.
—Aquí está la carta que me arrebató. ¿La reconoce usted?
—Sí.
—Tómela.
Tomó la carta. Yo le observaba atenta. Al cabo de algunos minutos volvió rápidamente la cuarta página y leyó la firma. Vi cómo la sangre se agolpaba a sus mejillas.
—¿Qué significa esto? —me interrogó, profundamente asombrado.
—Hace tres años que encontré esa carta en un libro. Comprendí que ella la había olvidado. La leí y me enteré de todo. Desde entonces, esa carta no me abandonó nunca, porque no sabía a quién entregársela. A ella no debía… A usted… Pero usted no puede ignorar el contenido de esa carta y toda esa triste historia…
No sé por qué ha fingido; no logro aún penetrar en su alma oscura. Querría usted conservar alguna superioridad sobre ella; pero ¿para qué? ¿Para triunfar de la imaginación turbada de una enferma, para probarle que estaba equivocada y que usted era más irreprochable que ella?… Ha conseguido usted su objeto… Su sospecha era la idea fija de una inteligencia que se extingue. Era quizá la última queja de un corazón roto por la injusticia de un designio humano. ¡Qué importa que la haya usted amado! He aquí lo que decía, lo que quería demostrarle. Su soberbia, su egoísmo celoso no experimentaron piedad… Adiós. No necesito explicaciones… Pero tenga cuidado, ahora que le conozco, porque no le olvidaré…
Me fui a mi habitación, dándome apenas cuenta de lo que ocurría. Ovroff, el secretario de Piotr Alexandrovich, me detuvo junto a la puerta.
—Deseo hablarle —dijo, saludándome respetuosamente.
Le miré, casi sin entender no que me decía.
—Más tarde. Dispénseme… Estoy mala —alegué por fin, retirándome—. Está bien. Hasta mañana —murmuró, saludándome con una sonrisa ambigua.
Tal vez fuese una figuración mía.
Todo aquello pasó ante mis ojos como a través de espesa niebla…
Fin.