CAPÍTULO VI

Mi nueva vida se deslizaba tan quieta, tan tranquila, que me parecía estar entre reclusos. Viví en casa de mis protectores durante más de ocho años, y no recuerdo que durante aquel tiempo, salvo muy raras excepciones, hubiera una velada, un almuerzo o una reunión de amigos o parientes. Aparte de dos o tres personas que acudían muy de tarde en tarde —el músico B…, amigo de la casa, y los demás visitantes que iban a ver al marido de Alejandra Mijailovna para tratar de sus negocios—, en la casa no se recibía a nadie.

Al marido de Alejandra Mijailovna, siempre ocupado en sus asuntos y en su servicio, le quedaba muy poco tiempo libre, que repartía por igual entre su familia y la vida mundana. Importantes relaciones que le era imposible abandonar, le obligaban a mostrarse en sociedad. Casi en todas partes se hablaba de su ambición sin límites, si bien gozaba reputación de hombre serio para los negocios, pues ocupaba un alto puesto; y aunque la suerte y el éxito parecían sonreírle, la opinión pública no le regateaba su simpatía. Es más, todo el mundo sentía hacia él una simpatía particular que, en cambio, se negaba en absoluto a su mujer.

Alejandra Mijailovna vivía en el más completo aislamiento, pero se mostraba satisfecha de su suerte. Su carácter dulce parecía formado exclusivamente para la vida solitaria.

Se había consagrado a mí con toda su alma. Empezó por amarme como a su propia hija, y en cuanto a mí, que lloraba aún la separación de Catalina, me abandoné en los brazos maternales de mi bienhechora. Luego mi amor ardiente hacia ella no se desmintió. Era para mí una madre, una hermana, una amiga; me reemplazaba a todo el mundo y fue el apoyo de mi juventud.

No tardé en darme cuenta también, por virtud de una especie de instinto, de que su suerte no era tan envidiable como podía creerse a primera vista, juzgando su vida sosegada y de apariencia tranquila, su libertad y la límpida sonrisa que emanaba a menudo de su semblante; a medida que me iba desarrollando, observaba algo nuevo en la vida de mi bienhechora, algo que mi corazón adivinaba lentamente, penosamente. Mi cariño hacia ella aumentaba y se fortificaba cada vez más, al mismo tiempo que adquiría la conciencia de la tristeza de su destino.

Tenía un carácter tímido y débil. Contemplando los rasgos claros y tranquilos de su rostro, no cabía suponer, a simple vista, que una turbación cualquiera pudiese alterar su ecuanimidad. No parecía que pudiera dejar de amar al prójimo: la piedad llenaba siempre su alma, a despecho de la aversión. Sin embargo, tenía pocos amigos y vivía en plena soledad. Era apasionada e impresionable por naturaleza; pero al mismo tiempo sentía miedo a sus impresiones, como si vigilara su corazón y no le permitiera expansionarse, ni aun durante el sueño. A veces, en las horas más serenas, veía de pronto asomar las lágrimas a sus ojos, como si algún triste recuerdo atormentara su conciencia y se inflamara súbitamente en su espíritu, recuerdo que velaba su alma y la turbaba. Y cuando parecía más dichosa, cuando más claro y tranquilo era el momento presente de su vida, más aguda era también su angustia, más amarga era su repentina tristeza, y las lágrimas, como en una crisis, se escapaban de sus ojos. No recuerdo, a lo largo de ocho años, un solo mes exento de semejante sufrimiento.

Su marido parecía amarla mucho. Ella le adoraba. Pero desde luego se recibía la impresión de que algo inexplicable existía entre ellos. Había en su vida un misterio, o al menos, así lo supuse desde los primeros días.

El marido de Alejandra Mijailovna produjo en mí, al pronto, una impresión indefinible que no se borró nunca. Era un hombre alto, delgado, que diríase ocultaba de intento su mirada tras unas grandes gafas verdes. Era poco comunicativo y frío, y aun a la vista de su mujer, parecía no encontrar nada que decir. La gente le molestaba visiblemente. No me prestaba atención alguna, y sin embargo, cuantas veces nos encontrábamos reunidos los tres en el salón de Alejandra Mijailovna para tomar el té, me sentía molesta en su presencia.

Yo miraba a hurtadillas a Alejandra Mijailovna y observaba con angustia cómo, al parecer, medía cada uno de sus movimientos, y cómo palidecía si se daba cuenta de que su marido se mostraba un tanto grave y taciturno o cómo de pronto enrojecía, cual si esperara o adivinara alguna alusión en las palabras de su esposo. Se comprendía que a ella se le hacía penoso estar con su marido, y aun así, se veía que no podía vivir un solo minuto sin tenerle cerca. Yo estaba asombrada de las extraordinarias atenciones que ella le guardaba. A cada palabra y a cada ademán parecía emplear sus energías en complacerle, temiendo no haber sabido adivinar lo que su marido esperaba de ella, como si mendigara su aprobación. La menor sonrisa en el semblante de su esposo, cualquier palabra afectuosa la hacían feliz, cual en los primeros momentos de un amor todavía tímido y sin esperanza. Cuidaba de su marido como si estuviera gravemente enfermo; y cuando él se trasladaba a su despacho, después de haber estrechado la mano de Alejandra Mijailovna, para, según se me antojaba siempre, asegurarle su compasión hacia ella, aparecía por completo transformada: sus mohines se tornaban al punto más libres y su conversación se hacía más alegre.

Pero una cierta molestia permanecía en ella durante mucho tiempo, después que su marido se había retirado. En seguida comenzaba a rememorar cada una de sus palabras, como para pesarlas en su ánimo. Con frecuencia se dirigía a mí para cerciorarse de si había comprendido bien y de si Piotr Alexandrovich se había expresado exactamente, de tal o cual manera. Creía que buscaba otra interpretación a lo que él decía, y solo al cabo de una hora se serenaba por completo, convencida ya de que su marido se hallaba muy satisfecho de ella y de que ella se inquietaba en balde. Entonces, sin más ni más, se ponía contenta y alegre; me besaba, reía conmigo o se sentaba al piano e improvisaba durante dos horas. Pero a menudo su júbilo desaparecía pronto, se echaba a llorar; y cuando yo la miraba, muy turbada, aturdida y asustada, me decía al punto en voz baja, como si temiera que la oyese alguien, que aquello no era nada, que estaba muy satisfecha y que no debía inquietarme por ella.

Ocurría también que, en ausencia de su marido, empezaba súbitamente a sentirse presa de inquietud por causa de él, y mandaba a preguntar qué hacía o interrogaba a la doncella por qué su marido había dado orden de enganchar el coche, adonde quería ir, si estaría enfermo, si le encontraba alegre o triste, qué había dicho, etcétera. Acerca de sus negocios y de sus ocupaciones no se atrevía siquiera a hablarle. Cuando él le aconsejaba algo o le dirigía alguna pregunta, ella le escuchaba con tal sumisión, manifestaba tanto miedo, que hubiérase dicho era una esclava suya. Se consideraba feliz cuando él la hacía algún obsequio, como un cachivache, un libro o una obra manual cualquiera; entonces se sentía orgullosa y se ponía al instante alegre. Su júbilo, sobre todo, era infinito cuando, por casualidad, acariciaba él a los dos niños, cosa que ocurría muy pocas veces. Su rostro se transfiguraba, radiante de felicidad, y en tales momentos, se mostraba hasta demasiado contenta delante de su marido. Se tornaba tan audaz, que de pronto, ella misma, sin invitación, le proponía —por supuesto, tímidamente y con voz temblorosa— que escuchara una pieza de música que había recibido, o le preguntaba su opinión acerca de un libro, o le pedía permiso inclusive para leerle una o dos páginas de un volumen que hubiera producido poco antes en ella viva impresión.

A veces, el marido accedía de buen grado a aquellos deseos y hasta la sonreía con indulgencia, como a un niño mimado al cual no se quiere privar de un extraño capricho por temor a entristecerle y a turbar su inocencia. Pero, no sé por qué, yo me sentía indignada en el fondo de mi alma ante aquella sonrisa, ante aquella indulgencia altiva y ante aquella desigualdad que existía entre ellos. Callaba, me contenía, limitándome a observar atentamente lo que pasaba, con una curiosidad infantil, aunque también con un conocimiento prematuro y profundo.

Otras veces observaba que parecía de buenas a primeras reponerse, como si recordara involuntariamente algo doloroso, terrible e irremediable. Al momento, la indulgente sonrisa desaparecía de su rostro, y sus ojos se fijaban en su tímida mujer con tal compasión, que yo temblaba; si entonces me hubiera dado cuenta, como ahora me la doy, de que aquella compasión se producía por mi causa, me habría espantado. En aquel punto, el júbilo desaparecía del semblante de Alejandra Mijailovna. La música o la lectura cesaban y ella palidecía; pero se contenía y callaba. Seguía un rato penoso, un angustioso minuto que a veces se prolongaba mucho tiempo. Por fin, su marido ponía término a aquella situación. Se levantaba de su sitio, como si pretendiera reprimir el despecho y la emoción; daba varias vueltas por la estancia sin articular una palabra; luego acudía a estrechar la mano de su mujer, suspiraba a fondo, y turbado a ojos vistas, después de pronunciar algunas breves frases, en las que se apreciaba el deseo de consolar a su mujer, salía del aposento. Alejandra Mijailovna se deshacía en llanto o se sumía en profunda tristeza.

Frecuentemente la bendecía, como se hace con los niños, al decirle adiós por la noche, y ella recibía su bendición vertiendo lágrimas dé reconocimiento. No puedo olvidar algunas escenas —dos o tres, todo lo más, durante los ocho años— que tuvieron lugar en nuestra casa. Alejandra Mijailovna parecía entonces otra mujer. La cólera, la indignación se reflejaban en su semblante, por lo general, tan dulce, reemplazando su humildad perpetua y la adoración hacia su marido. A veces, la tempestad se preparaba durante una hora. El marido se tornaba más silencioso y taciturno que de ordinario. Por último, el corazón martirizado de la pobre mujer dejaba de sentir. Rompía a hablar con voz entrecortada por la emoción, pronunciaba, primero, frases incoherentes plenas de alusiones y reticencias, y luego, ahogándole la angustia, prorrumpía de pronto en lágrimas y sollozos, tras de lo cual continuaba la oleada de indignación, de reproches, de quejas y de desesperación, como presa de un acceso enfermizo.

Había que ver con cuánta paciencia soportaba aquello el marido, con cuánta compasión le suplicaba que se tranquilizara, besándole las manos y poniéndose, por último, a llorar con ella. Se reponía entonces repentinamente, como si su conciencia se levantara contra ella, reprochándole un crimen. Las lágrimas de su marido la trastornaban, y retorciéndose las manos con angustia, con sollozos entrecortados, imploraba a sus pies un perdón que recibía, desde luego. Pero los sufrimientos de su conciencia duraban todavía largo rato, así como sus lágrimas y las súplicas para que él la perdonase. Después de semejantes escenas, durante meses enteros, se mostraba aún más tímida y temerosa en presencia de su marido.

Yo no lograba comprender lo que significaban aquellas escenas, durante las cuales se me enviaba siempre a mi habitación, por cierto con gran torpeza. Pero no podían ocultarse de mí por completo. Yo observaba, comprobaba, adivinaba, y desde el mismo comienzo tuve la vaga sospecha de que aquello encerraba un misterio, de que las convulsiones de aquel corazón martirizado no debían de obedecer a un simple estado nervioso, de que no sin motivo el esposo tenía siempre fruncido el ceño, de que su compasión hacia su pobre mujer enferma no se producía sin fundamento y hasta de que la timidez y el temor de Alejandra Mijailovna en su presencia, aquel amor tierno y extraño que no se atrevía siquiera a manifestar delante de él, aquel aislamiento, aquella vida de reclusión, aquel enrojecimiento y aquella palidez mortal, en fin, que alternaban en su semblante cuando se hallaba en presencia de su marido, debían de obedecer a alguna razón.

Claro que semejantes escenas eran muy poco frecuentes, pues nuestra vida transcurría harto monótona. Conocía yo el detalle desde muy cerca, en tanto que crecía y me desarrollaba rápidamente; pero muchas impresiones nuevas que empezaban a despertarse en mí, aunque inconscientes, me distraían de mis observaciones. Me habitué, por último, a aquel género de vida y a los caracteres de quienes me rodeaban. Sin duda, me era imposible no reflexionar a ratos, mirando a Alejandra Mijailovna; pero no llegaba a obtener una conclusión. La quería mucho, respetaba sus desdichas y temía herir su corazón con mi curiosidad. Ella me comprendía, y muchas veces estuvo a punto de darme las gracias por mi afecto. Ora, percatándose de mis cuidados, sonreía, y por momentos, a través de las lágrimas, se burlaba de sí misma, viéndose llorar tan a menudo; ora se complacía de pronto en decirme que era muy feliz, muy feliz: todo el mundo se mostraba muy bueno para ella, todas las personas que había conocido hasta entonces la querían mucho; pero que lo que la atormentaba era ver cómo Piotr Alexandrovich estaba siempre triste por su causa, en tanto que ella, por el contrario, era muy feliz, muy feliz… Y me besaba con un cariño tan intenso, se iluminaba su rostro con tanto amor, que mi corazón, si así puedo expresarme, se sentía enfermo de compasión hacia ella.

Sus facciones no se borrarán jamás de mi memoria. Eran regulares, y la delgadez y la palidez realzaban más aún el encanto grave de su belleza. Unos cabellos negros muy espesos, recogidos sobre la nuca, ponían una sombra severa y clara sobre sus mejillas; pero lo que sobre todo me encantaba y conmovía, por contraste, era la mirada tierna de sus grandes e infantiles ojos azules, su mirada reflejaba a ratos tanta ingenuidad, que parecía repercutir cada sensación y cada transporte del corazón, todos sus instantes de tranquilidad, como también sus continuas melancolías.

Pero durante las horas de júbilo y reposo, en aquella mirada que penetraba el corazón, había tanta claridad, y sus ojos, azules como el cielo, brillaban con tanto amor, miraban con tanta dulzura, reflejaban un sentimiento tan profundo de simpatía hacia todo lo noble, hacia cuanto movía a la compasión, que el alma involuntariamente a ellos y de ellos parecía recibir la claridad, la tranquilidad moral, la paz y el amor. Del mismo modo, a veces, contemplando el cielo azul, nos sentimos dispuestos a permanecer durante horas enteras en una contemplación feliz, y parece que el alma se hace más libre, más serena, cual si en ella se reflejara la inmensa bóveda celeste. Con frecuencia, cuando la animación coloreaba su rostro y su pecho temblaba de emoción, sus ojos se convertían en luz, como si su alma, casta guardiana de la llama pura de lo bello, se transportase a ellos. En tales momentos, aparecía como inspirada.

Desde los primeros días después de mi llegada a aquella casa, me di cuenta de que ella se encontraba satisfecha al verme en su soledad —entonces solo tenía un niño de un año—. Me trató como a una hija; no estableció nunca diferencia alguna entre sus hijos y yo. ¡Con cuánto ardor se consagró a mi educación! Al principio ponía tanto interés, que la señora Léotard se divertía.

En efecto, lo habíamos comenzado todo a la vez, de suerte que ni la una ni la otra nos entendíamos ya… Así, pues, empezó a enseñarme ella misma varias cosas a un mismo tiempo, con un ardor en el cual había más impaciencia que verdadera utilidad. Al pronto se entristeció un poco ante mi escaso saber; pero después de haber reído juntas comenzamos de nuevo, pues, a pesar de su primer fracaso, Alejandra Mijailovna se declaraba abiertamente contraria al sistema de la señora Léotard.

Ambas discutían, riendo; mi nueva educadora se oponía al empleo de todo sistema. Convenía que juntas, tanteando, encontrásemos el buen camino; no se debía atiborrar el cerebro de conocimientos inútiles; todo el éxito dependería de mi capacidad y de la habilidad para desarrollar en mí la buena voluntad. En definitiva, tenía razón, y consiguió una completa victoria. Primero, para empezar, las relaciones de alumna a profesora fueron del todo suprimidas. Trabajábamos de consuno, y a veces ocurría inclusive que era yo la que adoptaba la actitud del profesor. Así, pues, entre nosotras se suscitaban discusiones; yo me esforzaba cuanto podía para demostrar que comprendía bien e imperceptiblemente. Alejandra Mijailovna me traía a la razón; por fin, cuando obteníamos la verdad, yo adivinaba desde luego el procedimiento y lo demostraba. Y tras de haberme dado cuenta de los cuidados que me prodigaba durante horas enteras, me arrojaba a su cuello y la abrazaba con fuerza.

Mi sensibilidad le asombraba y le conmovía de una manera infinita. Empezaba a preguntarme con curiosidad acerca de mi pasado, deseando conocerlo; y siempre, a raíz de mis relatos, se tornaba más afectuosa y más grave conmigo, pues a causa de mi desdichada infancia, le inspiraba una compasión respetuosa. Después de mis relatos, entablábamos prolongadas conversaciones, en el transcurso de las cuales me explicaba mi pasado de tal manera que parecía revivirlo en efecto y mostrarme muchas cosas nuevas. La señora Léotard encontraba a menudo aquellas conversaciones demasiado serias, y al ver mis lágrimas las juzgaba de todo punto injustificadas. Pero yo pensaba justo lo contrario, pues tras de aquellas lecciones me encontraba tan satisfecha, tan ligera como si en mi suerte no hubiese habido ninguna desgracia. Además, estaba muy agradecida a Alejandra Mijailovna, porque cada día me obligaba a quererla más. La señora Léotard no comprendía que así, poco a poco, se fundiera de modo armónico cuanto en otro tiempo había conmovido prematuramente mi alma.

El día comenzaba de esta suerte: Nos reuníamos en la nursery[3]. Despertábamos al niño; luego le lavábamos, le vestíamos, le dábamos algo de comer, le distraíamos y le enseñábamos a hablar; por último, abandonábamos al niño para ponernos a trabajar. Trabajábamos mucho, pero Dios sabe lo que significaban aquellos estudios… Lo abarcaban todo, y al mismo tiempo, no definían nada. Leíamos juntas y cambiábamos impresiones. Abandonábamos el libro para dedicarnos a la música, y transcurrían las horas enteras sin que nos diésemos cuenta de ello. A menudo, por la tarde, llegaba B…, el amigo de Alejandra Mijailovna. La señora Léotard acudía también. Casi siempre se entablaba una conversación animada acerca del arte, de la vida, de la realidad y el ideal, del pasado y el porvenir, y a menudo nos ocurría quedarnos hablando hasta muy entrada la noche. Yo escuchaba ávidamente, me entusiasmaba con los demás, reía o me entristecía. En el transcurso de aquellas entrevistas me enteré al detalle de cuanto concernía a mi padre y a mi madre y a mi primera infancia.

Entre tanto, seguía creciendo. Se me proporcionaron algunos profesores, con los cuales, sin Alejandra Mijailovna, no hubiese aprendido nada. Con el profesor de geografía no lograba más que estropearme la vista buscando en el mapa las ciudades y los ríos, mientras que, con Alejandra Mijailovna, emprendíamos magníficos viajes, visitábamos un país, contemplábamos sus maravillas, vivíamos horas entusiastas y fantásticas. Nuestro interés era tan grande, que los libros que ella había leído no eran ya suficientes y nos veíamos obligadas a recurrir a nuevos volúmenes. Bien pronto pude yo misma demostrarle al profesor cómo había aprendido todo lo que él deseaba. Sin embargo, debo hacerle justicia diciendo que hasta el último momento conservo sobre mí la ventaja de conocer imperturbablemente la longitud y la latitud de cualquier ciudad, así como también la cifra de su población.

Al profesor de historia se le pagaba muy escrupulosamente; pero cuando había salido, Alejandra Mijailovna y yo estudiábamos la historia a nuestra manera. Cogíamos libros y leíamos, a veces hasta hora muy avanzada de la noche, o más bien, para decir verdad, era Alejandra Mijailovna la que leía, aunque cumplía también con las funciones propias del censor. No experimenté nunca mayor entusiasmo que al final de aquellas lecturas. Las dos nos animábamos, como si fuésemos nosotras mismas los héroes. Sin duda, leíamos mucho entre líneas. Además, Alejandra Mijailovna relataba muy bien; hubiérase dicho que cuanto narraba había ocurrido en su presencia. Aunque aquel entusiasmo era muy extraño, yo sabía que conmigo se tranquilizaba.

Recuerdo que, frecuentemente, reflexionaba al contemplarla y adivinaba sus pensamientos, pues aun antes de haber empezado a vivir conocía mucho la vida.

Cumplí los trece años. La salud de Alejandra Mijailovna empeoraba por días. Se tornaba irritable, con accesos de tristeza largos y agudos. Las visitas de su marido se hacían más asiduas. Se quedaba con ella, aunque, como antes, sin decir una palabra y cada vez más ceñudo. Su vida comenzaba a interesarme mucho. Había salido ya de la infancia; diversas impresiones nuevas se formaban en mí; observaba, daba vueltas a mi imaginación, y suponía… El misterio de aquella familia me atormentaba cada vez más. En ciertos momentos me parecía comprender algo de aquel misterio. Otras veces me volvía indiferente, apática, aburrida; olvidaba mi curiosidad al no hallar solución para ninguna de mis preguntas. Por último, cada vez con más frecuencia, experimentaba la extraña necesidad de quedarme sola y reflexionar, reflexionar incesantemente, como en la época en que vivía aún con mis padres, cuando, antes de trabar amistad con mi padre, me oculté durante un año en un rincón para pensar, para meditar, para observar, de suerte que me volví por completo salvaje al vivir entre los vecinos fantásticos creados por mi imaginación. La única diferencia consistía en que, a la sazón, tenía más impaciencia, más angustia, mayor deseo de movimiento, hasta el extremo de que no podía ya concentrarme en un solo punto como en otro tiempo.

En cuanto a Alejandra Mijailovna, parecía alejarse de mí. A mi edad yo apenas podía ser ya su camarada. Ya no era una niña. Interrogaba acerca de demasiadas cosas y a ratos la miraba de tal manera, que ella se veía obligada a bajar los ojos delante de mí. Había momentos extraños. Yo no podía ver sus lágrimas, y a menudo las mías acudían a mis ojos al mirarla. Me arrojaba a su cuello y la besaba con ardor. ¿Qué podía responderme? Yo comprendía que era una gran carga para ella. En otros momentos —y esto era siempre penoso y triste— ella misma, como desesperada, me besaba fuertemente, pareciendo buscar mi simpatía, como si no pudiera soportar su soledad, como si yo la comprendiese ya, como si hubiéramos sufrido juntas.

No obstante, existía un misterio entre nosotras, y yo misma comenzaba a alejarme de ella. Su presencia se me hacia penosa; además, pocas cosas nos reunía entonces: solo la música; pero el médico se la había prohibido. ¿Los libros? Cada vez se iba haciendo aquello más difícil; no se hallaba en estado de leer conmigo. Los habríamos detenido en la primera página: cada palabra podía ser una alusión; cada frase, un equívoco. Evitábamos la conversación directa, calurosa e íntima.

Pero justamente en aquel momento, la suerte, tan imprevista, proporcionó, de la manera más extraña, otra orientación a mi vida. Mi atención, mis sentimientos, mi corazón, mi espíritu, en una tensión que llegaba al entusiasmo, tomaron otro rumbo. Sin notarlo me encontré transportada a un mundo nuevo. No tenía tiempo de retroceder, de mirar en torno mío, de reflexionar: podía perderme, yo misma lo comprendía; pero la tentación era más fuerte que el temor, y me abandonaba al azar con los ojos cerrados. Me resistía por mucho tiempo a aceptar aquella existencia que empezaba a constituir para mí una carga, y en la cual, con tanta avidez e inutilidad, había buscado una huida. He aquí lo que sucedió:

El comedor tenía tres salidas. Por una se llagaba a las habitaciones de recepción; por otra, a la cocina y a la nursery, y por la tercera, a la biblioteca. En la biblioteca, otra puerta daba al despacho donde permanecía ordinariamente el secretario de Piotr Alexandrovich, que era a la vez su amanuense, su apoyo y su hombre de confianza. Él guardaba la llave de la biblioteca. Separaba mi cuarto de esta aquel despacho. Un día en que el secretario no estaba en casa, después de comer, encontré la llave de la biblioteca. Me invadió la curiosidad, y aprovechando mi hallazgo, entré en ella. Era una pieza bastante grande, con mucha luz, donde había ocho grandes armarios llenos de libros. Piotr Alexandrovich recibió la mayor parte de aquellos libros en una herencia. Otra parte fue adquirida por Alejandra Mijailovna, que compraba volúmenes sin cesar.

Hasta entonces no se me había dejado leer sino con la mayor circunspección, y adivinaba fácilmente que se me ocultaban muchas cosas, las cuáles constituían para mí un misterio. Así, pues, con una gran curiosidad, en un transporte de temor y júbilo, presa de un sentimiento particular; abrí el primer armario y cogí la primera obra que cayó en mis manos. En aquel armario había novelas. Tomé una, volví a cerrar el armario y trasladé el libro a mi cuarto. Experimenté una sensación extraña; me latía el corazón con fuerza, como si presintiera que un gran cambio se operaba en mi existencia. Tan pronto como llegué a mi habitación, me encerré y abrí la novela. Pero no podía leer. Otra cosa me preocupaba. Necesitaba primero asegurarme definitivamente la posesión de la biblioteca; era menester que nadie pudiese concebir dudas, con el fin de que yo lograra en cualquier momento coger los libros que quisiera. Para conseguirlo, aplacé mi placer hasta un instante más propicio. Coloqué el libro en su sitio y oculté la llave en mi habitación. Aquel era el primer acto malo que cometía.

Temía las consecuencias; pero todo se arregló a medida de mis deseos. El secretario de Piotr Alexandrovich, después de haber buscado la llave, durante todo un día y parte de la noche, por el suelo, con una bujía, se decidió, por la mañana, llamar a un cerrajero. Así terminó el asunto, y no se volvió a hablar más de la llave perdida. Yo me conduje en aquella ocasión con tanta prudencia y astucia, que estuve esperando durante una semana antes de volver a entrar en la biblioteca, no sin haberme convencido totalmente de que no existía el peligro de que se sospechara de mí. Escogiendo un momento en que el secretario no estaba en casa, me dirigí a la biblioteca por la puerta del comedor. El secretario de Piotr Alexandrovich se contentaba con tenerla en el bolsillo, sin tener nunca contacto más directo con los libros, y sin entrar siquiera en la estancia donde permanecían guardados.

Desde entonces comencé a leer con avidez, y bien pronto la lectura constituyó mi pasión. Todas mis nuevas necesidades, todas mis aspiraciones recientes, todos los transportes vagos aún de mi adolescencia, que surgían en mi alma de una manera tan turbadora y eran provocados por mi precoz desenvolvimiento, todo aquello, de súbito, se precipitó en una dirección, pareció satisfacerse por completo con aquel alimento nuevo y hallar en él su curso normal. Al poco tiempo, mi corazón y mi cerebro se encontraron tan halagados, y mi fantasía se desarrolló tan ampliamente, que parecía olvidar cuanto me había rodeado hasta entonces. Diríase que la suerte misma me detenía en el umbral de la nueva vida a que me osaba, en la cual pensaba día y noche, y que, antes de abandonarme a emprender la prolongada marcha, me hacía ascender a una altura desde donde podía contemplar el porvenir en un maravilloso panorama, bajo una perspectiva brillante y maléfica. Me veía destinada a vivir todo aquel porvenir después de haberlo aprendido en los libros, a vivir los sueños, las esperanzas, la dulce emoción de mi espíritu juvenil. Inicié mis lecturas sin establecer método alguno, por el primer libro que cayó en mis manos. Pero el destino velaba por mí. Cuanto había aprendido y vivido hasta aquel día era tan noble, tan austero, que una página impura o mala no habría podido seducirme. Mi instinto de niña, mi precocidad, todo mi pasado velaban por mí, y entonces, mi conciencia me iluminaba toda mi vida En efecto, cada una de las páginas que leía me era conocida, parecía vivida ya, como si todas aquellas pasiones, como si toda aquella vida que se levantaba ante mí bajo formas inesperadas, en maravillosos cuadros, la hubiese experimentado antes.

¿Y cómo podía no sentirme enajenada hasta el olvido del presente, hasta el olvido de la realidad, cuando ante mí, en cada libro que leía, se concretaban las leyes de un mismo destino, el mismo espíritu de aventura que reina en la vida del hombre que proviene de la ley fundamental de la vida humana y constituye la condición de su salvación y su felicidad? Esta ley era la que yo presentía, la que procuraba adivinar con todas mis energías, con todos mis instintos y casi por un sentimiento de salvaguardia. Parecía prevenirme, como si existiera en mi alma algo profético, y cada día la esperanza crecía más, mientras al mismo tiempo aumentaba cada vez más mi deseo de entrar en aquel porvenir, en aquella vida.

Sin embargo, como ya he dicho, mi fantasía aventajaba a mi impaciencia, y a decir verdad, solo era muy audaz en sueños; ante la realidad, permanecía instintivamente tímida con respecto del porvenir.

Así, pues, inconscientemente, resolví contentarme, mientras esperaba, con el mundo de la fantasía y del ensueño, donde yo estaba sola para obrar, donde solo existían los goces y donde la desgracia, cuando era admitida, solo desempeñaba un papel pasivo, pasajero: justamente el necesario para establecer el contraste y el brusco cambio de la suerte en el desenlace afortunado de mis novelas.

Semejante vida —vida de imaginación, vida ajena a cuanto me rodeaba— duró tres años.

Aquella vida constituía mi secreto, y durante tres años enteros no supe si debía temer o no que se descubriera. Lo que viví durante aquellos tres años me fue demasiado querido, demasiado íntimo; en todas aquellas fantasías me reflejaba yo misma demasiado, hasta el punto de que llegaba a aturdirme, asustada de cualquier mirada extraña, que, por casualidad, sondeara en mi alma.

Además, todos nosotros vivíamos en la casa tan aislados, tan fuera del trato social, con tal calma monástica, que involuntariamente en cada uno de nosotros se desarrollaba la tendencia a replegarse en sí mismo. Y esto era lo que me ocurría.

Durante aquellos tres años, nada cambió en mi derredor; todo permanecía como antes. Como antes, reinaba entre nosotros una monotonía triste, que hubiera podido atormentar mi alma y orientarla hacia un camino tal vez pernicioso. La señora Léotard había envejecido, y no salía ya, apenas de su cuarto. B… resultaba muy monótono, y el marido de Alejandra Mijailovna continuaba tan severo y tan ceñudo como en otro tiempo. Entre él y su mujer reinaba, como antes, el mismo misterio, que comenzaba a parecerme cada vez más horrible, y cada día temía más por Alejandra Mijailovna. Su vida triste y monótona se extinguía a mis ojos. Su salud empeoraba de día en día. Una especie de desesperación parecía haberse apoderado de su alma. Se hallaba visiblemente bajo la impresión de algo desconocido, indefinido, de lo cual ella misma no podía darse cuenta; algo terrible, y al mismo tiempo, incomprensible, aunque lo aceptaba como la cruz de su vida condenada. Su corazón se endurecía en aquel sufrimiento sordo, y hasta su espíritu adquiría una apariencia penosa. Lo que me conmovía sobre todo, era cómo, por lo visto, a medida que yo iba creciendo, ella se alejaba de mí. Hasta en ciertos momentos recibía la impresión de que no me quería, de que yo era un estorbo para ella.

Ya he dicho que me alejé de ella voluntariamente, y que, una vez lejos, me encontré como contaminada por el misterio de su propio carácter. He aquí por qué cuanto viví durante aquellos tres años, cuanto nacía en mi alma, en mis ensueños, en mis esperanzas, en mis entusiasmos apasionados, todo aquello permanecía en mí.

Desde el día en que nos separamos una de otra, no habíamos vuelto a reunirnos nunca. No obstante, creía quererla cada día más. Ahora no puedo recordar, sin que las lágrimas acudan a mis ojos, hasta qué punto me hallaba unida a ella, hasta qué punto había prendido en mi corazón para prodigarme.

Todos los tesoros de amor que encerraba, y para cumplir hasta el final su abnegación al constituirse en mi madre. Claro que su propio dolor la separaba a veces de mí por mucho tiempo; parecía entonces olvidarme, tanto más cuanto que yo misma procuraba no acordarme de ella, y por esto mis dieciséis años llegaron sin que nadie lo notara. Pero, a momentos, Alejandra Mijailovna empezaba de pronto a inquietarse por mí, me llamaba, me dirigía multitud de preguntas, como para conocerme mejor; adivinaba mis deseos y me prodigaba sus consejos a cada instante. Pero se había acostumbrado ya a prescindir demasiado de mí, pues a veces obraba harto ingenuamente, y yo lo notaba y lo comprendía todo.

Un día —no tenía yo aún dieciséis años—, habiendo examinado uno de mis libros, me interrogó acerca de mis lecturas, y advirtiendo que yo no había salido aún de las obras para niños, pareció horrorizarse de repente. Yo la comprendía y la seguía atenta. Durante dos semanas enteras, pareció prepararme y darse cuenta del grado de mi desarrollo y mis necesidades. Por fin, se decidió a tomar una determinación, y sobre nuestra mesa apareció Ivanhoe, de Walter Scott, que yo había leído hada mucho tiempo, lo menos tres veces. Al principio, con una atención tímida, siguió mis impresiones, escrutándolas, como si tuviera miedo de ellas. Por último, desapareció aquella tensión, sobrado forzada; nos entusiasmamos las dos, y me consideré tan feliz, tan feliz, que no pude ya ocultarme a ella. Cuando llegamos al final de la novela, ella se hallaba tan entusiasmada como yo. Cada una de mis observaciones era juiciosa; cada impresión, precisa. A sus ojos, yo aparecía ya desarrollada del todo. Poseída por mi entusiasmo, se dedicó alegremente a seguir mi educación. Se prometía no separarse ya de mí; pero no dependía de ella. Bien pronto nos separó de nuevo la suerte e impidió nuestra reconciliación. Bastó para ello el primer acceso de su enfermedad, su dolor perpetuo, y después, de nuevo, se interpuso el misterio, la desconfianza, quizá también, el odio.

Sin embargo, aun en tales momentos, había minutos que se escapaban a nuestro poder. La lectura, algunas palabras de simpatía cambiadas entre nosotras, la música, nos hacían olvidarlo todo, y nos decíamos demasiado; luego nos sentíamos molestas una frente a otra. Tras de haber reflexionado, nos mirábamos como asustadas, con una curiosidad plena de sospechas y desconfianza. Cada una de nosotras conservaba su límite hasta el cual podíamos llegar a franquearnos, pero ni lo deseábamos siquiera.

Una tarde, al anochecer, leía yo distraídamente un libro en el gabinete de trabajo de Alejandra Mijailovna. Ella estaba sentada delante del piano, improvisando sobre uno de sus motivos favoritos de la música italiana. Cuando pasó, por fin, a la pura melodía, transportada por la música que me penetraba el corazón, comencé tímidamente, a media voz, a tararear aquel aire. Bien pronto, arrebatada por completo, me levanté de mi sitio y me acerqué al piano. Alejandra Mijailovna, como si hubiera adivinado mi intención, continuó acompañándome, siguiendo con amor cada nota de mi voz. Parecía emocionada ante su riqueza. Hasta aquel día no había cantado nunca delante de ella y yo misma no sabía si tenía voz. Pero aquella tarde, de pronto, las dos nos excitamos; yo subía la voz cada vez más, y el asombro de Alejandra Mijailovna estimulaba en mi más aún la fuerza y la pasión. Por fin terminó mi canto con tanta vida y fuerza, que, entusiasmada, me cogió las manos y me miró con júbilo.

—Anita, tienes una voz admirable —dijo—. ¡Dios mío!, ¿cómo no lo habré notado antes?

—Yo misma no lo sabía —respondí, enajenada de placer.

—¡Dios te bendiga, mi querida niña! ¡Dale las gracias por haberte concedido ese don!… ¡Quién sabe!… ¡Oh, Dios mío, Dios mío!…

Estaba tan conmovida ante aquel hallazgo inesperado, tan loca de júbilo, que no sabía cómo decírmelo, cómo acariciarme. Se presentaba uno de aquellos minutos de revelación de la mutua simpatía, de la aproximación que desde hacía mucho tiempo no habíamos tenido. Una hora después, como si se hiciera fiesta en la casa, se mandó llamar a B… Mientras le esperábamos, cogimos al azar otro trozo de música que yo conocía mejor. Aquella vez temblaba de miedo. Temía destruir la primera impresión. Pero en breve mi propia voz me animó y me devolvió la confianza. Yo misma me hallaba sorprendida de su fuerza, y aquella segunda experiencia disipó todo temor. En su acceso de júbilo impaciente, Alejandra Mijailovna hizo acudir a sus hijos y hasta a la niñera, y por último, en el paroxismo de su entusiasmo, fue a buscar a su marido al despacho, lo cual no se había atrevido a hacer nunca en ningún otro momento.

Piotr Alexandrovich escuchó la noticia con una gran benevolencia; me felicitó y fue el primero en decir que convenía que se me dieran algunas lecciones. Alejandra Mijailovna, satisfecha y agradecida, como si se tratara de ella, le besó las manos. Al cabo apareció B… El viejo se mostraba muy contento. Me quería mucho. Se acordaba de mi padre y de su pasado. Canté en su presencia dos o tres pasajes. Entonces, en actitud seria y cuidadosa, y aun con cierto misterio, declaró que, indiscutiblemente, yo tenía facultades e incluso talento, y que le era imposible no hacerme trabajar. Más tarde, como reponiéndose, los dos —él y Alejandra Mijailovna—, considerando peligroso alabarme demasiado al principio, comenzaron a hacerse señas con los ojos; pero su conjuración era tan ingenua y tan torpe, que la advertí desde luego. Reí durante todo el tiempo, al ver cómo, después de cada nuevo pasaje, se esforzaban por reprimirse y adrede ponían reparos en alta voz acerca de mis defectos. Mas no pudieron contenerse mucho tiempo, y B…, otra vez emocionado de júbilo, llegó a contradecirse.

Yo no había dudado jamás de que me quería mucho. Durante toda la velada aquello constituyó la conversación más amigable y más deliciosa. B… refería anécdotas acerca de los cantantes y de los artistas conocidos, y luego habló con entusiasmo, casi con adoración, de uno. Después, la conversación volvió a recaer sobre mí, sobre mi infancia, sobre el príncipe y su familia, de la cual había oído hablar muy pocas veces, a partir de nuestra separación. Alejandra Mijailovna misma conocía muy pocas cosas sobre aquel particular. B… era el mejor informado, porque había ido varias veces a Moscú; pero al tocar este punto, la conversación adquirió un tono misterioso e incomprensible para mí. Dos o tres observaciones relativas al príncipe me llamaron la atención particularmente. Alejandra Mijailovna preguntó por Catalina; pero B… no podía decir nada a aquel respecto, y hasta con intención, se callaba.

Aquello me extrañó. No solo no había olvidado a Catalina; no solo mi antiguo afecto hacia ella no se había extinguido, sino que, por el contrario, no podía pensar siquiera que hubiese podido producirse un cambio en Catalina. La separación, aquellos largos años vividos en el aislamiento, durante los cuales ninguna habíamos tenido la menor noticia de la otra, la diferencia de nuestra educación y de nuestros caracteres desaparecían para mí. En una palabra, Catalina no había desaparecido nunca de mi imaginación. Me parecía que había vivido siempre conmigo, sobre todo durante mis ensueños y en mis novelas; en mis aventuras fantásticas íbamos juntas, cogidas de la mano. Me imaginaba ser la heroína de cada novela que leía; situaba inmediatamente junto a mí a aquella amiga de mi infancia, y desdoblaba la novela en dos partes, de las cuales, una era creada por mí, relacionándola con mis autores favoritos.

Por último, en nuestro consejo de familia se decidió llamar a un profesor de canto. B… nos recomendó al más conocido, al mejor. Al día siguiente, el italiano D… se presentó en nuestra casa. Me hizo cantar y se manifestó de la misma opinión que su amigo B…; pero declaró que me sería mucho más provechoso ir a trabajar a su clase con los demás alumnos, que la emulación y las múltiples ocasiones de instruirme serían favorables al desarrollo de mi voz. Alejandra Mijailovna aceptó, y a partir de aquel día, tres veces por semana asistí a la clase, a las ocho de la mañana, acompañada por una doncella.

Referiré ahora un acontecimiento que produjo en mí una gran impresión y señaló un nuevo período de mi existencia.

Tenía entonces dieciséis años cumplidos. En mí, de pronto, se manifestaba una apatía incomprensible. Todos mis sueños, todos mis entusiasmos, todas mis excentricidades habían desaparecido. Una fría indiferencia había reemplazado el antiguo ardor de mi alma. El arte mismo perdió para mí su atractivo, y lo abandoné. Nada me distraía ya, hasta el punto de que sentía indiferencia hacia Alejandra Mijailovna. Mi apatía era interrumpida por tristezas sin causa y por lágrimas. Buscaba la soledad… A la sazón, un suceso extraño trastornó mi alma y trocó aquella negligencia en una verdadera tempestad. He aquí lo que ocurrió.