Tal fue el segundo y último período de mi enfermedad.
Cuando volví a abrir los ojos, vi un rostro infantil que se inclinaba hacia mí. Era una chiquilla de mi edad, y mi primer impulso fue el de tenderle la mano. Al dirigir hacia ella mi primera mirada, toda mi alma se colmó de dicha, con un dulce presentimiento. Imaginaos un rostro idealmente agradable y de una notable belleza, uno de esos rostros ante los cuales nos detenemos de pronto, llenos, a la vez, de asombro, de entusiasmo y de reconocimiento, porque tal belleza existe, porque ha pasado junto a nosotros y hemos podido contemplarla.
Era Catalina, la hija del príncipe, que acababa de volver de Moscú. Sonrió al observar mi gesto, y mis débiles nervios se calmaron en seguida. La princesita llamó a su padre, que se hallaba a dos pasos de distancia y hablaba con el doctor.
—¡Loado sea Dios, loado sea Dios! —exclamó el príncipe. Y en su rostro brilló una alegría sincera—. Soy feliz, muy feliz —continuó, hablando de prisa, según su costumbre—. Aquí tienes a Catalina, mi hija. Haced amistad. Aquí tienes una amiga para ti… Cúrate pronto, Niétochka… ¡Cómo me asustas!…
Mi curación adelantaba a grandes pasos. Algunos días después pude levantarme. Todas las mañanas, Catalina se acercaba a mi lecho; siempre sonriente y alegre.
Esperaba su aparición como un feliz acontecimiento. Hubiera querido abrazarla. Pero la linda muchachita solo permanecía a mi lado algunos instantes. No podía estarse quieta; hallarse siempre en movimiento, correr, saltar, hacer ruido en toda la casa constituía para ella una necesidad absoluta. Así, pues, desde el primer momento me declaró que le aburría estar sentada a mi lado, y que, por consiguiente, solo acudiría de cuando en cuando; que, si acudía, era porque me tenía lástima, y que estuviere completamente restablecida ya sería otra cosa. Todas las mañanas, su primera frase era:
—¡Qué! ¿Estás ya curada?…
Y como yo me encontraba siempre delgada y débil, y rara vez la sonrisa iluminaba mi triste semblante, la princesa fruncía las cejas, movía la cabeza y golpeaba con el pie, disgustada:
—¿Pero no te dije ayer que estabas mejor?… ¿Acaso no te dan de comer?
—Sí; me dan muy poco —respondía yo, tímidamente, pues ella me intimidaba.
Sentía un gran deseo de agradarla, y por eso, temía pronunciar cualquier frase y realizar cualquier movimiento. Su aparición provocaba siempre en mí el mayor entusiasmo. No apartaba de ella los ojos, y cuando se iba, contemplaba, como en éxtasis, la dirección que había seguido. La veía en sueños. Cuando no estaba presente, inventaba largas conversaciones de ambas: era amiga, jugaba con ella, lloraba con ella cuando se nos reñía por cualquier travesura… En una palabra, pensaba en ella como una enamorada. Deseaba con ahínco curarme y engordar lo más rápidamente posible, conforme ella me aconsejaba…
Cuando Catalina acudía junto a mí por la mañana exclamaba: ¿Todavía no estás curada?… ¡Siempre tan delgada!, temblaba yo cual una culpable… Nada tan serio como el asombro de Catalina ante la idea de que yo no pudiese restablecerme en un solo día, y terminaba por enfadarse.
—¿Quieres que te traiga pasteles hoy? —me preguntó un día—. Come, y así engordarás más pronto…
—Sí; tráelos —respondí, ante la idea de volver a verla una vez más.
Después de informarse acerca de mi salud, la princesita se sentaba enfrente de mí, en una silla, y sus ojos negros me examinaban de arriba abajo. Al principio, los primeros días de nuestra amistad me miraba a cada instante, de pies a cabeza, con un asombro de los más ingenuos; pero no llegábamos a conversar juntas. Yo me intimidaba ante Catalina, y sus reflexiones me desconcertaban; sin embargo, sentía un deseo enorme de hablar.
—¿Por qué no dices nada? —comenzaba Catalina, después de un silencio.
—¿Cómo está tu papá? —preguntaba yo, satisfecha de encontrar una frase con la cual podía empezar siempre la conversación.
—Papá está bien… Hoy no me he bebido solo una taza de té, sino dos… ¿Y tú, cuántas?…
—Una sola.
Un breve silencio.
—Hoy, Falstaff[1] ha querido morderme.
—¿Falstaff? ¿Es un perro?
—Sí, un perro. ¿No lo has visto?
—Sí, le he visto.
Y cuando yo no sabía qué decir, la princesa me miraba de nuevo, con asombro.
—¿No te gusta que te hable? —dijo.
—Sí, me gusta mucho. Ven más a menudo.
—Me han dicho que te gustaba que viniera a verte… Pero levántate pronto… Hoy te traeré pasteles… ¿Por qué permaneces callada todo el tiempo?
—¡Qué sé yo!
—¿Quizá reflexionas siempre?
—Sí; pienso mucho.
—A mí me dicen que hablo mucho y reflexiono poco. ¿Acaso es malo hablar?
—No; yo me pongo muy contenta cuando hablas…
—¿Eh?… Se lo preguntaré a la señora Léotard; lo sabe todo… Y, ¿en qué piensas?
—En ti —dije, después de un silencio.
—¿Y eso te gusta?
—Sí.
—Entonces, ¿me quieres?
—Sí.
—Pues yo no te quiero todavía… ¡Estás tan delgada!… Te traeré pasteles… ¡Hasta luego!
Y la princesita, tras de haberme besado, desapareció de la estancia, casi corriendo.
Después del almuerzo, en efecto, me llevó un trozo de pastel.
Corría como una loca, gritando de júbilo y diciendo que me llevaba para que comiese una cosa que me tenían prohibida.
—Come más, come mucho… Es un trozo de pastel… Yo no he comido… ¡Hasta luego!
Apenas tuve tiempo de verla.
Otra vez acudió a mi lado a raíz del almuerzo. Sus rizos negros aparecían revueltos como si los hubiese alborotado el viento; sus mejillas estaban empurpuradas y brillaban sus ojos. Era indicio de que había corrido y saltado durante una o dos horas.
—¿Sabes jugar al volante? —inquirió de prisa, deseosa de salir.
—No —contesté con un gran pesar por no poder decirle que sí.
—Pues bien: cuando estés curada, te enseñaré. Solo he venido para preguntártelo. Ahora estoy jugando con la señora Léotard… Hasta luego… Me esperan…
Por fin pude abandonar el lecho; pero me hallaba aún muy débil. Mi primera idea fue la de no separarme de Catalina. Me atraía irresistiblemente. Mis ojos resultaban insuficientes para contemplarla. Esto extrañaba a Catalina. La atracción que yo sentía hacia ella era tan grande, me entregué a aquel nuevo sentimiento con tanto ardor, que ella no podía apreciarlo. Al pronto le pareció una extravagancia extraordinaria. Recuerdo que una vez, mientras jugábamos, no pudiendo contenerme, me arrojé a su cuello y empecé a besarla. Ella se separó de mí, me cogió de las manos, y frunciendo las cejas como si la hubiera ofendido, me interrogó:
—¿Qué tienes? ¿Por qué me besas?
Me sentí tan confusa, como una culpable. Me estremecí al oír su rápida pregunta, y no supe qué replicar.
La princesita se encogió de hombros en señal de desagrado —movimiento que le era habitual—, pellizcó muy seriamente sus delicados labios, abandonó el juego, y se sentó a un extremo del diván, desde donde comenzó a examinarme muy atenta y a reflexionar, como si quisiera responderse a una nueva pregunta que había acudido de pronto a su imaginación.
Esta era también su costumbre en todos los casos difíciles.
Por mi parte, durante mucho tiempo no pude habituarme a aquellas extrañas manifestaciones de su carácter.
De primera intención me acusaba a mí misma, y pensaba que, en efecto, yo también tenía muchas excentricidades; pero aunque esto era verdad me notaba, no obstante, muy atormentada.
¿Por qué no podía trabar amistad con Catalina y agradarle de una vez para siempre? Sus repulsas me ofendían hasta hacerme sufrir, y sentía ganas de llorar ante cualquier frase un poco violenta de Catalina o ante sus miradas de desconfianza. Mi dolor no era por días, sino por horas, pues tratándose de Catalina, todo iba acelerado. Al cabo de algunos días observé que no me quería mucho, y hasta que experimentaba cierta aversión por mí.
Todo, en aquella niña, se desarrollaba rápidamente, brevemente —otro diría groseramente—; en los impulsos, rápidos como el relámpago, de aquel carácter recto, ingenuo, sincero no existía verdadera gracia, verdadera nobleza.
Al principio, lo que sintió hacia mí fue desconfianza, y luego, desprecio, porque no conocía yo ningún juego. A la princesa le gustaba correr, divertirse; era fuerte, inquieta, hábil. Yo, por el contrario, era débil —aún estaba enferma—, sosegada, pensativa; el juego no me distraía. En una palabra, me faltaba todo lo que necesitaba para agradar a Catalina. Además, se me hacía insoportable que se enfadaran conmigo; me ponía en seguida triste, abatida, y ya no me sentía con fuerzas para reparar mi falta, para cambiar ventajosamente la impresión desagradable que había producido: es decir, me perdía por completo…
Catalina no podía comprender aquello. Primero se asustó un poco de mí; me examinaba con asombro, como tenía por costumbre cuando, al cabo de una hora de explicaciones para enseñarme a jugar al volante, se daba cuenta de que no había entendido nada. Entonces se entristecía de súbito, hasta el punto de que las lágrimas acudían a sus ojos. Después de reflexionar sin obtener resultado alguno de sus reflexiones, me abandonaba del todo y se ponía a jugar sola, sin invitarme ya a ello durante dos días enteros y sin hablarme siquiera. Su desprecio me lastimaba tanto, que apenas podía soportarlo. Mi actual soledad era para mí más penosa que la primera; de nuevo me ponía triste, tornaba a reflexionar y las ideas lúgubres invadían mi corazón.
La señora Léotard, que nos vigilaba, acabó por notar aquel cambio en nuestras relaciones, y cuando se dio cuenta de mi soledad forzosa, se dirigió a la princesita y la riñó por no saber conducirse conmigo. La princesa frunció las cejas, se encogió de hombros y declaró que no podía hacer carrera de mí, que yo no sabía jugar, que pensaba siempre en otra cosa, y que valdría más aguardar a que su hermano Alejandro volviera de Moscú, porque sería mejor para las dos.
Pero la señora Léotard, poco satisfecha con esta respuesta, hizo observar a Catalina que me dejaba sola estando aún enferma, que yo no podía ser tan alegre como ella, y que, además, creía preferible esto, pues ella era, realmente, demasiado inquieta, cometía muchas tonterías, y por eso días antes el perro había querido devorarla. En una palabra, la señora Léotard la regañó con aspereza y terminó por enviarla hacia mí, con orden de que hiciésemos las paces sin tardanza.
Catalina escuchó a la señora Léotard con gran atención, como si, en efecto, comprendiera que existía algo de razonable y justo en su reprimenda. Abandonando el aro que hacía rodar por el salón, se acercó a mí, y mirándome muy seria, me preguntó asombrada:
—¿Quiere usted jugar?
—No —contesté, con miedo de mí y de Catalina, porque la señora Léotard le había reñido.
—¿Qué quiere usted, entonces?
—Me quedaré aquí. Me cuesta trabajo correr. Solo deseo que no se enfade conmigo, Catalina; porque yo la quiero mucho.
—Pues bien: en ese caso, jugaré sola —dijo Catalina afablemente, lentamente, como si comprendiera con asombro que ella no, era culpable—. Adiós; no me enfadaré con usted.
—Adiós —respondí, levantándome y tendiéndole la mano.
—¿Desea usted besarme? —interrogó, después de reflexionar un poco, recordando, probablemente, nuestra escena y procurando serme lo más agradable posible.
—Como usted guste —respondí, con una tímida esperanza.
Se acercó a mí, y muy seria, sin sonreír siquiera, me besó. Así, hizo cuanto se exigía de ella; hizo, inclusive más de lo necesario para proporcionar el mayor placer a la pobre niña, hacia la cual la habían enviado… Se alejó de mi satisfecha y alegre, y bien pronto en todas las habitaciones resonaron de nuevo las risas y sus gritos, hasta que, fatigada, sin poder respirar casi, se dejó caer en el diván, con objeto de reposar y hacer provisión de nuevas fuerzas. Durante toda la tarde estuvo mirándome con aspecto intrigado; le parecía, sin duda, muy original y muy extraña. Se veía que deseaba hablar conmigo, aclarar algún punto oscuro, respecto a mí; pero aquella vez, no sé por qué, se abstuvo.
De ordinario, por la mañana, Catalina daba sus lecciones. La señora Léotard le enseñaba francés. La enseñanza consistía en recitar la gramática y leer a La Fontaine.
No se la abrumaba de trabajo, pues apenas se había llegado a obtener de ella que estudiara durante dos horas diarias. Había consentido a instancias de su padre y por orden de su madre, y lo hacía muy concienzudamente, porque había dado su palabra. Tenía magníficas aptitudes. Aprendía pronto y con gran facilidad; pero le ocurría una cosa rara: cuando no comprendía algo, se ponía a reflexionar acerca de ello sola por completo, pues detestaba tener que pedir explicaciones y parecía encontrarlo humillante. A veces, permanecía durante todo un día pensando en un tema cualquiera que no podía resolver, desesperándose por no poder comprenderlo sin la ayuda de alguien; solo en casos extremos, cuando no podía conseguir nada, iba a buscar a la señora Léotard, y le suplicaba que la ayudase a resolver la difícil cuestión. Era igual para todos sus actos. Reflexionaba mucho, aunque a primera vista pareciese lo contrario; pero, al mismo tiempo, era demasiado infantil, con relación a su edad. Tan pronto decía grandes tonterías, como sus palabras denotaban un gran acierto y una gran penetración.
Por fin, cuando pude ocuparme de algo, la señora Léotard, tras de haberme hecho sufrir un examen, y en vista de que leía bien y escribía muy mal, juzgó que era de todo punto necesario que aprendiera inmediatamente el francés. No opuse objeción alguna, y una mañana me encontré sentada con Catalina frente a su mesa de trabajo. Aquel día, como si lo hiciera adrede, Catalina estuvo más torpe y más distraída, hasta el extremo de que la señora Léotard no la reconocía. En cuanto a mí, luego de la primera lección, sabía ya todo el alfabeto francés, pues tenía un gran deseo de agradar a la señora Léotard con mi aplicación. Al terminar la lección, la señora Léotard se enfadó mucho con Catalina.
—Ahí la tiene usted —dijo, señalándome—; una niña enferma, que estudia por primera vez, y adelanta diez veces más que usted… ¿No le da vergüenza?
—¿Sabe más que yo? —indagó Catalina asombrada—. Acaba de aprender el alfabeto.
—¿Y en cuánto tiempo aprendió el alfabeto usted?
—En tres lecciones.
—Ella, en una sola. Luego aprende tres veces más de prisa que usted, y la adelantará dentro de poco… Ya ve…
Catalina reflexionó un instante; luego, de pronto, se puso roja como el fuego. Estaba convencida de lo justa que era la observación de la señora Léotard. Enrojecer, arder de vergüenza era siempre la consecuencia de su disgusto cuando se le hacían ver sus defectos, cuando se hería su amor propio, a cada momento. Aquella vez, le faltó poco para llorar; pero se contuvo, y se limitó a lanzar sobre mí una mirada furibunda. Comprendí al punto de qué se trataba. La pequeña era en extremo soberbia y ambiciosa.
Cuando terminó la lección de la señora Léotard, procuré hablar a Catalina para disipar cuanto antes su rencor y demostrarle que yo no era culpable de las palabras de la francesa; pero Catalina fingió no oírme, y se calló. Una hora después, entró en la habitación donde yo estaba sentada ante un libro, siempre pensando en Catalina, sorprendida y entristecida otra vez porque ella no quería hablarme. Me miró de soslayo; se sentó, como de ordinario, en el diván, y durante media hora, no quitó de mí los ojos.
Por fin, no pudiendo contenerme más, la miré en actitud interrogativa.
—¿Sabe usted bailar? —preguntó Catalina.
—No; no sé.
—Yo sí sé.
Silencio.
—¡Y el piano! ¿Sabe usted tocar el piano?
—No.
—Pues yo lo toco. Cuesta mucho trabajo aprender.
Me callé.
—La señora Léotard dice que usted es más inteligente que yo.
—La señora Léotard está enfadada con usted —observé.
—¿Y papá se enfadará también?
—No sé —respondí.
Un nuevo silencio. La princesa golpeaba con el pie sobre el suelo.
—Entonces, ¿se burlará usted de mí porque comprende las cosas mejor que yo? —preguntó por fin, no pudiendo contener su despecho.
—¡Oh!… ¡No, no! —protesté, levantándome de mi sitio para arrojarme sobre ella y abrazarla.
—¿No le da a usted vergüenza, princesa, pensar así y hacer semejantes preguntas? —interrogó de pronto la señora Léotard, que hacía ya cinco minutos observaba y escuchaba nuestra conversación—. ¡Debería darle vergüenza! Envidia usted a esta pobre niña y se vanagloria delante de ella por saber bailar y tocar el piano… Eso está muy feo… Se lo diré todo al príncipe.
Las mejillas de la princesita enrojecieron.
—Ese es un mal sentimiento… La ofende usted con esas preguntas. Sus padres eran pobres, y no podían pagar una institutriz. Lo aprendió todo sola, porque tiene buen corazón. Usted debería quererla, y pretende disgustarse con ella. ¡Eso resulta vergonzoso, vergonzoso!… Es huérfana, no tiene a nadie… Podría usted jactarse de ser princesa, porque ella no lo es… La dejo. Reflexione en lo que acabo de decirle, y corríjase.
La princesa estuvo reflexionando durante dos días justos. Durante aquellos dos días, no se oyeron sus risas ni sus gritos. Habiéndome despertado una vez a medianoche, oí que, aun en sueños, continuaba discutiendo con la señora Léotard. Adelgazó y palideció durante aquellos dos días.
Por fin, al tercer día, volvimos a encontrarnos abajo, en el gran salón. La princesa venía de haber estado con su madre. Al verme, se detuvo y se sentó no muy lejos, enfrente de mí. Yo esperaba con miedo lo que iba a pasar, y todo mi cuerpo temblaba.
—Niétochka, ¿por qué me regañaron por su causa? —interrogó a la postre.
—No fue por causa mía, Catalina —contesté para justificarme.
—La señora Léotard dice que la he ofendido a usted.
—No, Catalina; usted no me ha ofendido.
La princesa se encogió de hombros, asombrada.
—¿Por qué llora usted tanto? —preguntó tras de un breve silencio.
—No lloraré, si usted no quiere —respondí a través de las lágrimas.
De nuevo se encogió de hombros.
—¿Antes lloraba usted como ahora?
No respondí.
—¿Por qué vive usted en nuestra casa? —preguntó de pronto la princesa, después de un silencio.
La miré con asombro, y me pareció que algo se clavaba en mi corazón.
—Porque soy huérfana —respondí al fin.
—¿No tiene usted padre ni madre?
—No.
—¿La querían a usted?
—No… Sí…, me querían —respondí con tristeza.
—¿Eran pobres?
—Sí.
—¿Muy pobres?
—Sí.
—¿Y no le enseñaron a usted nada?
—Me enseñaron a leer.
—¿Tenía usted juguetes?
—No.
—Y pasteles, ¿tenía usted?
—No.
—¿Cuántas habitaciones tenían ustedes? —Una.
—¿Una sola habitación?
—Sí.
—Y criados, ¿tenían ustedes?
—No, no teníamos criados.
—¿Y quién les servía, entonces?
—Yo misma iba a hacer la compra.
Las preguntas de la niña me indignaban cada vez más. Mis recuerdos, mi soledad, el asombro de la princesa, todo aquello me molestaba, hería mi corazón, que sangraba. Temblaba toda de emoción, y me ahogaban los sollozos.
—¿Entonces está usted satisfecha de vivir con nosotros?
Me callé.
—¿Tenía usted un vestido bonito?
—No.
—¿Era feo?
—Sí.
—He visto su vestido. Me lo han enseñado.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta usted? —exclamé, toda temblorosa ante aquella nueva sensación, desconocida para mí, y levantándome de mi sitio—. ¿Por qué me pregunta? —insistí, roja de indignación—. ¿Por qué se burla usted de mí?
La princesa enrojeció y se levantó también; pero inmediatamente dominó su emoción.
—No… No me burlo —dijo—. Quería solo saber si de veras sus padres eran pobres.
—¿Por qué nombra usted a mis padres?… —interrogué, llorando—. ¿Por qué me habla así de ellos?… ¿Qué le hicieron a usted, Catalina?…
Catalina se hallaba confusa, y no sabía qué replicar. En aquel momento entró el príncipe.
—¿Qué te pasa, Niétochka? —inquirió al mirarme y ver mis lágrimas—. ¿Qué tienes? —continuó, lanzando una mirada hacia Catalina, que estaba roja como el fuego—. ¿De qué hablabais? ¿Por qué reñíais? Niétochka, ¿por qué estáis enfadadas?
No pude responder. Cogí la mano del príncipe, y deshaciéndome en llanto, la besé.
—Catalina, no mientas. ¿Qué ha pasado?
Catalina no sabía mentir.
—Le he dicho que había visto el vestido feo que llevaba cuando vivía con sus padres.
—¿Quién te lo ha enseñado? ¿Quién se ha atrevido a enseñártelo?
—Lo he visto yo sola —declaró Catalina con resolución.
—Perfectamente. No denunciarás a nadie; te conozco… Está bien. ¿Y qué más?
—Se ha echado a llorar, y me ha preguntado que por qué me burlaba de sus padres.
—¿Entonces te has burlado de ellos?
Catalina no se había burlado; pero tuvo la intención de hacerlo, como al punto lo comprendí.
No contestó nada, pues se hallaba convencida de su falta.
—Ve en seguida a pedirle perdón —ordenó el príncipe.
La princesita estaba blanca como un lienzo, y no se movía.
—¡Vamos! —apremió el príncipe.
—No quiero —pronunció, por fin, Catalina a media voz, aunque adoptando una actitud de las más decididas.
—¡Catalina!
—¡No, no quiero, no quiero! —repitió ella de pronto, con los ojos encendidos y golpeando con el pie—. Padre, no quiero pedirle perdón. No quiero, no quiero vivir con ella… No soy culpable de que esté llorando durante todo el día… ¡No quiero, no quiero!
—Ven conmigo —dijo el príncipe, cogiéndola para conducirla a su gabinete—. Niétochka, ve arriba.
Deseaba quedarme con el príncipe, interceder por Catalina; pero el príncipe repitió severamente su orden, y me fui arriba, helada de terror, pálida como una muerta. Al llegar a nuestra habitación, me eché sobre el diván. Contaba los minutos, esperaba a Catalina con impaciencia, quería arrojarme a sus pies. Por fin apareció. Pasó por delante de mí sin pronunciar una palabra, y se sentó en un rincón. Sus ojos estaban enrojecidos, y sus mejillas llenas de lágrimas. Mi resolución se desvaneció en absoluto. La miré horrorizada, sin poder moverme. Con todas mis energías me acusaba y procuraba convencerme de que era la culpable de todo. Mil veces quise acercarme a Catalina, y mil veces me contuve, no sabiendo cómo sería acogida.
Todo un día transcurrió. Al día siguiente por la tarde, Catalina se mostró más contenta y estuvo jugando con el aro en el salón. Más no tardó en abandonar su juego y fue a sentarse sola en un rincón. Antes de acostarse se volvió hacia mí de pronto, y dio algunos pasos en dirección mía. Sus labios se movieron y se abrieron para decir algo; pero se detuvo, dio media vuelta y fue a meterse en el lecho. Transcurrió de la misma suerte otro día. La señora Léotard, extrañada, acabó por interrogar a Catalina. ¿Qué tendría? ¿Estaría enferma, y por eso se habría quedado de pronto tan tranquila? Catalina respondió con algunas palabras y cogió su volante; pero cuando la señora Léotard se había alejado, enrojeció, se echó a llorar y se fue de la habitación para que yo no la viese. Por fin, a los tres días justos de haberse producido nuestro resentimiento, súbitamente, después de la comida, entró en mi cuarto y con timidez se acercó a mí.
—Papá me ha ordenado que le pida perdón —indicó—. ¿Me perdona usted?
Cogí las dos manos de Catalina, y ahogándome en emoción, asentí.
—Sí, sí.
—Papá me ha ordenado que la abrace. ¿Quiere usted abrazarme?
Como respuesta empecé a besarle las manos, que cubrí con mis lágrimas. Cuando dirigí la mirada hacia Catalina, noté en ella algo extraordinario, sus labios se movían ligeramente, su barbilla temblaba, sus ojos estaban humedecidos. Pero en un instante refrenó su emoción, y una sonrisa apareció en sus labios.
—Iré a decirle a papá que la he abrazado y que le he pedido perdón —repuso lentamente, como reflexionando—. Hace tres días que no lo he visto. Me había prohibido que me presentara a él sin haber hecho esto —añadió, después de un silencio. Y al punto descendió, tímida y pensativa, como si no estuviera segura de la acogida que su padre le dispensaría.
Arriba, una hora más tarde, vibraron risas, gritos, ruidos y el ladrido de Falstaff. Se oyó caer una cosa y romperse. Sus libros eran derribados en el suelo; el aro rodaba por todas las habitaciones… En una palabra: comprendí que Catalina se había reconciliado con su padre, y mi corazón tembló de júbilo. Pero ella no se acercaba a mí, y visiblemente evitaba hablar conmigo. En cambio, yo tenía el honor de provocar en el más alto grado su curiosidad. Se sentaba frente a mí para examinarme más a gusto, y renovaba sus observaciones cada vez con más frecuencia y con más ingenuidad.
En una palabra, la chiquilla mimada y caprichosa, a quien todos, todos, cuidaban y querían en la casa cual un tesoro, no podía comprender cómo tropezaba conmigo en su ruta, puesto que ella no había deseado encontrarme; pero poseía un buen corazoncito, que sabía volver siempre al buen camino, solo con la ayuda de su instinto.
Su padre, a quien adoraba, era la persona que ejercía más influencia sobre ella. Su madre la amaba apasionadamente, aunque era muy severa con ella; a su madre debía Catalina su obstinación, su soberbia y su firmeza de carácter, siquiera soportara todos los caprichos de aquella, que llegaban hasta la tiranía moral. La princesa tenía una idea extraña de la educación, y la de Catalina era una rara mezcla de mimos estúpidos y severidades despiadadas. Lo que estaba permitido un día, de pronto, sin motivo alguno, estaba prohibido al día siguiente; de modo que el sentimiento de la justicia quedaba lastimado en la niña… Pero me ocuparé de esto más adelante… Solo haré notar que la muchachita sabía muy bien definir las relaciones con su padre y con su madre. Con su padre se manifestaba natural, sin misterio, franca. Por el contrario, con su madre se mostraba desconfiada, reservada y obediente en absoluto; pero no obedecía con sinceridad y por convicción, sino por sistema. Ya me explicaré a su tiempo.
Por otra parte, en honor de Catalina, debo decir que terminó por comprender a su madre. La obedecía después de haberse dado cuenta de su infinito amor, que a veces revestía un carácter enfermizo, y la princesita, magnánima, tenía en cuenta esta circunstancia. ¡Ay!, aquel cálculo debía ayudaría muy poco a causa de su cabecita atolondrada.
Pero yo apenas comprendía lo que pasaba conmigo. Todo mi ser se hallaba emocionado por una sensación nueva, inexplicable; no exagero diciendo que sufría y me atormentaba aquel nuevo sentimiento. Un verdadero amor —y perdóneseme la palabra— me impulsaba hacia Catalina. Si, era amor, efectivo amor, un amor con lágrimas y goces, un amor apasionado… ¿Qué me atraía a ella? ¿Por qué nació aquel amor?… Comenzó desde el primer instante, cuando todos mis sentidos se conmovieron ante la presencia de una niña, bella como un ángel. Todo era hermoso en ella, y no tenía ningún defecto; cuantos pudieran aparecer en su persona eran adquiridos, y luchaba consigo misma. En todo lo suyo se apreciaba una gran originalidad que tomaba por un momento falsa apariencia; pero, al comenzar la lucha brillaba de esperanza y presagiaba un espléndido porvenir. Todos la admiraban, y no era yo sola quien la amaba, sino cada cual. Cuando, a veces, salíamos a pasearnos a las tres de la tarde, todos los transeúntes se detenían como admirados, apenas la veían, y a ratos un grito de asombro estallaba ante su presencia.
Había nacido para la felicidad, debió nacer para la felicidad; esta era la primera impresión que se recibía en presencia suya. Quizá fuese la primera que había conmovido mi sentimiento estético, al despertarse para apreciar la belleza; quizá fuese esta la razón del amor que hacia ella experimentaba.
El defecto principal de la princesita, o mejor dicho, el rasgo principal de su carácter, era la soberbia. Esta soberbia se manifestaba en los detalles más insignificantes, transformándose en amor propio, hasta el punto de que cualquier contradicción no la ofendía, no la molestaba, sino solo provocaba en ella asombro. No podía comprender que una cosa se hiciera de un modo distinto a como ella lo deseaba. Sin embargo, el sentimiento de la justicia dominaba siempre en su corazón. Se daba cuenta de que era injusta, en cuanto se detenía a examinar su conciencia, sin objeciones ni subterfugios. El hecho de que hasta aquel día desechara este principio en sus relaciones conmigo, se explica, a mi juicio, por una antipatía incomprensible que turbaba de momento la armonía de todo su ser. Y se comprendía. Era demasiado apasionada en sus transportes, y no siempre el ejemplo y la experiencia le mostraban la verdadera senda. Los resultados de sus intenciones debían ser muy hermosos y verdaderos; pero se producían con omisiones y perpetuos errores.
Catalina, tras de observarme lo bastante, resolvió dejarme tranquila. No tuvo para mí una palabra de más, sino las de todo punto necesarias. Yo había desaparecido ante sus ojos, y no había desaparecido bruscamente, sino hábilmente, como si yo misma lo hubiera querido. Nuestras lecciones continuaban, y me ponían a ella como ejemplo de inteligencia y bondad. Yo no tenía ya el honor de ofender su amor propio, tan susceptible, que hasta nuestro perro, sir John Falstaff, era capaz de ofenderlo.
Falstaff serio y flemático; pero cuando se encolerizaba, se tornaba feroz como un tigre, feroz hasta el punto de desconocer el poder de su amo. Otro rasgo: no quería a nadie; pero su enemigo principal era, incontestablemente, la anciana princesa. También relataré esta historia.
La orgullosa Catalina empleaba todos sus esfuerzos en vencer la animosidad de Falstaff. Se le hacía desagradable que existiese en la casa un ser que desconociera su poder y su fuerza, que no se inclinara ante ella y no le amase. Quería dominar a todo el mundo; ¿cómo, pues, Falstaff iba a escapar de ello?… Pero el mal perro no cedía…
Un día, después del almuerzo, estábamos sentadas ambas abajo, en el gran salón, y el perro fue a echarse en medio de la habitación, gozando perezosamente su reposo, después de la comida. En la princesita surgió de súbito la idea de someterle a su poder. Acto seguido abandonó su juego, y andando de puntillas, llamando a Falstaff con los nombres más afectuosos e invitándole con la mano, comenzó poco a poco a aproximarse a él. Pero Falstaff, ya retraído, enseñaba sus terribles dientes. Catalina se detuvo. Su intención era la de acercarse a él, acariciarle —lo cual no se lo permitía a nadie, no siendo a la princesa, de la cual era favorito— y obligarle a seguirla.
Se trataba de una empresa difícil y peligrosa, pues Falstaff no se guardaba de arrancarle la mano o desgarrársela, si lo juzgaba necesario. Era fuerte como un oso. Yo seguía desde lejos, con inquietud y temor, la maniobra de Catalina. Pero no era fácil disuadirla al primer intento, y ni siquiera los dientes de Falstaff, que este enseñaba, despiadado, bastarían para ello. Convencida de que no podía acercarse a él directamente, la princesita dio una vuelta alrededor de su enemigo. Falstaff no se movía. Catalina trazó un círculo más estrecho en torno suyo, y luego otro; y cuando llegó al sitio que a Falstaff le parecía el extremo límite al cual podía permitirle que llegase, le enseñó de nuevo sus colmillos. La princesita golpeó con el pie en el suelo, se alejó despechada y se sentó en el diván. Diez minutos después, inventó una nueva tentativa. Salió, y volvió al poco rato con rosquillas y pasteles. Cambiaba, pues, de táctica.
Pero Falstaff continuaba muy tranquilo. Estaba, sin duda, harto por completo, pues no miró siquiera el trozo de pastel que le arrojaban; y cuando la princesita se encontró de nuevo junto al límite que Falstaff consideraba como su frontera, manifestó una oposición más enérgica aún que la primea vez: levantó la cabeza, enseñó sus dientes, gruñó sordamente e hizo un movimiento como si se preparase a saltar sobre ella. Catalina se puso roja de ira; abandonó el pastel, y volvió a sentarse en su sitio. Estaba excitada: su pie golpeaba la alfombra, sus mejillas habían enrojecido, y hasta aparecieron lágrimas en sus ojos. Cuando por casualidad, dirigió su mirada hacia mí, toda la sangre afluyó a su cerebro. Saltó, resuelta, de su sitio, y con paso decidido se dirigió hacia la terrible bestia.
El asombro que produjo aquella vez en Falstaff fue, sin duda, demasiado grande. Dejó que su enemiga franqueara la frontera, y solo se hallaba ya a dos pasos de él, cuando la saludó con un gruñido terrible. Catalina se detuvo un instante —solo un instante—, y luego avanzó con decisión. Creí morir de espanto. La princesita estaba excitada como nunca; sus ojos brillaban ante el sentimiento de la victoria, del triunfo, del poder… Sostuvo con audacia la mirada terrible del perro furioso, y no se estremeció al ver sus espantosas fauces. Se irguió el animal. De su pecho salió un horrible gruñido. Un momento más, y se arrojaría sobre ella. Catalina colocó, orgullosa, sobre él su manecita, y por tres veces, triunfalmente, le acarició el lomo. El perro tuvo un momento de vacilación. Aquel instante fue el más atroz. De pronto, Falstaff se levantó despacio, se estiró, y pensando quizá que para aquel asunto no necesitaba emplear sus dientes, salió tranquilo de la habitación. La princesita, triunfante, permaneció en su puesto conquistado, y lanzó sobre mí una mirada indefinible, una mirada saturada, embriagada de victoria. Yo estaba blanca como un papel. Ella lo notó, y sonrió. Sin embargo, una palidez mortal cubría ya sus mejillas. Con gran trabajo, llego hasta el diván, donde se dejó caer, casi desvanecida.
Mi pasión por ella no tuvo entonces límites. A partir de aquel día en que tanto temí por ella, no fui ya dueña de mí. Languidecía de angustia y estuve mil veces a punto de lanzarme a su cuello; pero el temor me lo impedía. Recuerdo que procuré alejarme de ella, a fin de que no se diera cuenta de mi emoción. Y cuando, por casualidad, entraba en la estancia donde yo me había refugiado, me estremecía y mi corazón comenzaba a latir tan fuertemente, que se me iba la cabeza. Hasta creo que la traviesa niña lo notó, puesto que, durante dos días, me pareció un poco confusa. Pero bien pronto se acostumbró a aquello.
Durante todo un mes estuve sufriendo así a escondidas. Mis sentimientos tenían una elasticidad incomprensible, si así puede expresarse. Mi naturaleza es paciente en el más alto grado; de modo que el transporte, la manifestación espontánea de los sentimientos, solo se produce en mí en último extremo. Debo hacer notar que, en todo aquel tiempo, no cambiamos Catalina y yo más de cinco frases. Poco a poco observé, por algunos indicios imperceptibles, que aquella actitud para conmigo no reconocía por causa el olvido o la indiferencia, sino que era consciente, como si la princesita se hubiera propuesto mantenerse en ciertos límites. Pero yo no podía ya dormir durante la noche, y por el día no lograba ocultar mi disgusto, ni siquiera ante la señora Léotard.
Mi amor hacia Catalina llegaba, incluso, a la excentricidad. Una vez, cogí a escondidas uno de sus pañuelos; otra vez, una cinta que ella se ponía en los cabellos, y toda la noche estuve besando y humedeciendo con mis lágrimas aquellos objetos. Al principio, la indiferencia de Catalina me había torturado y ofendido; pero a la sazón todo se embrollaba en mí, y no podía yo misma darme cuenta de mis sensaciones. Así, paulatinamente, las nuevas impresiones hacían desaparecer las antiguas; los recuerdos relativos a mi triste pasado perdían su fuerza, reemplazados en mí por una nueva vida. No se me olvidará cómo en ocasiones me despertaba a medianoche, me levantaba del lecho, y sigilosa, me aproximaba a Catalina. Durante horas enteras la veía dormir, al débil resplandor de la lamparilla. A ratos me sentaba sobre su lecho, me inclinaba hacia su rostro, y sentía su cálido aliento; entonces, con mucho cuidado, temblando de miedo, besaba sus manitas, sus hombros, sus cabellos, sus pies, cuando quedaban fuera de las sábanas.
Poco a poco, me fui dando cuenta —pues en todo un mes no quité de ella los ojos— de que Catalina cada fecha que pasaba se tornaba más pensativa. Su carácter comenzaba a perder el equilibrio. A veces transcurría todo un día sin que la oyera, en tanto que el día siguiente movía un escándalo como nunca lo había movido. Se volvía irascible y exigente; enrojecía y se enfadaba a menudo, y aun empleaba conmigo algunas crueldades. De repente, rehusaba comer a mi lado o sentarse junto a mí, como si le inspirara repugnancia; o se iba bruscamente con su madre y se quedaba con ella durante días enteros, comprendiendo quizá que yo sufría con su ausencia; de pronto, se ponía a mirarme durante algunas horas, de suerte que, terriblemente molesta, yo no sabía dónde meterme: enrojecía, palidecía, y sin embargo, no me atrevía a salir de la habitación…
Desde hacía dos días, Catalina se quejaba de tener fiebre, ella, que antes nunca había estado enferma. Una mañana, interpretando el deseo de la princesa, se dio orden a Catalina de que se instalara abajo, con su madre, quien había temido morir de sobresalto al saber que su hija tenía fiebre. Debo decir que la princesa se hallaba muy descontenta de mí, y todos los cambios que observaba en Catalina me los atribuía, debido la influencia de mi carácter taciturno, como ella lo denominaba. Hacía mucho tiempo que hubiera querido separarnos; pero demoraba esta separación, porque sabía que, con tal motivo, hubiera tenido que sostener una discusión seria con el príncipe, el cual, aunque cedía en todo, se mostraba a veces extremadamente obstinado. La princesa conocía muy bien al príncipe.
Para mi constituyó un gran golpe quedar separada de Catalina, y durante toda una semana pasé por un estado de ánimo de los más enfermizos. Me atormentaba, mortificaba mi cerebro para adivinar la causa de la aversión de Catalina hacia mí. La angustia desgarraba mi alma, y el sentimiento de la justicia y la indignación comenzaban a nacer en mi corazón ofendido. El orgullo apareció de pronto en mí, y cuando nos encontrábamos juntas Catalina y yo, a la hora del paseo, la miré con tal independencia, tan seria, de una manera tan diferente a la de otras veces, que ella se conmovió. Sin duda, semejantes cambios solo se manifestaban en mí con intermitencias, pues mi corazón empezaba a sufrir cada vez con mayor intensidad, y me volvía aún más débil, más tímida que antes.
Por fin, una mañana, con gran asombro y gran júbilo por mi parte, la princesita volvió arriba. Primero, entre locas risas, se arrojó al cuello de la señora Léotard y declaró que se instalaba de nuevo junto a nosotras; luego me saludó con una inclinación de cabeza y pidió permiso para no trabajar aquella mañana. Durante todo el día estuvo corriendo y jugando; nunca la había visto tan inquieta y alegre. Pero, por la noche, se tornó sosegada y pensativa, y de nuevo la tristeza se retrató en su semblante encantador.
Cuando su madre fue a verla por la noche, observé que hacía esfuerzos extraordinarios por aparecer contenta, y cuando hubo desaparecido, se deshizo en llanto. Me quedé estupefacta. Catalina, al darse cuenta de mi actitud, salió. Indudablemente, atravesaba una crisis extraordinaria. La princesa consultó a los médicos; todos los días llamaba a la señora Léotard para interrogarla al detalle acerca de Catalina. Se le dio orden de que observara cada uno de sus movimientos. Solo yo presentía la verdad, y mi corazón se hallaba lleno de esperanza.
Nuestra novelita tocaba a su fin.
Al tercer día de la nueva instalación de Catalina entre nosotras, observé que, durante toda la mañana, la mirada de sus hermosos ojos estuvo pendiente de mí. Varias veces se encontraron nuestras miradas, y siempre enrojecimos ambas, como si sintiéramos vergüenza. Por último, la princesita soltó una carcajada y se alejó de mí. Cuando dieron las tres, comenzaron a vestirnos para el paseo. Súbitamente, Catalina se me acercó.
—Tiene usted desatado el zapato —me dijo—. Espere, que se lo voy a arreglar.
Pretendí inclinarme para atármelo yo misma, y me puse roja como una cereza, porque Catalina me hablaba al cabo.
—¡Déjame! —exclamó, impaciente y soltando una carcajada. Se inclinó, me cogió el pie, que apoyó en su rodilla, y me ató el zapato.
Yo me ahogaba. No sabía qué hacer. Me hallaba invadida por un sentimiento inefable. Cuando hubo terminado, se levantó y me miró de pies a cabeza.
—Mira; llevas el cuello al descubierto —repuso, tocándome el cuello—. Ven; te lo voy a arreglar.
No hice objeción alguna. Arregló el defecto de mi cuello a su manera.
—Si no, te puedes resfriar —advirtió, esbozando una sonrisa y mirándome con sus ojos negros y húmedos.
Yo estaba fuera de mí. No sabía qué le pasaba a Catalina. A Dios gracias, nuestro paseo duró poco, pues de lo contrario no habría podido contenerme: me habría puesto a besarla en medio de la calle. Al subir la escalera, la besé furtivamente en un hombro. Ella se percató y se estremeció; pero no dijo una palabra. Por la noche, le pusieron un lindo vestido, y desapareció. La princesa tenía invitados. Aquella misma noche, se revolvió toda la casa: Catalina sufrió un ataque de nervios. El doctor, a quien habían llamado, no sabía qué decir. Naturalmente, lo atribuyeron todo a efectos propios de la edad; pero yo pensaba de otro modo.
Por la mañana Catalina volvió a aparecer entre nosotros, alegre como siempre, pletórica de salud, aunque más caprichosa y extravagante que nunca. Primero, durante toda la mañana, estuvo desobedeciendo a la señora Léotard; luego, repentinamente, expresó su deseo de visitar a la anciana princesa. Contra su costumbre, la anciana princesa, que detestaba a su sobrinita, rehusaba verla y la reñía de continuo, tuvo a bien recibirla. Al principio, todo fue bien, y durante la primera hora estuvieron de perfecto acuerdo. La revoltosa Catalina pidió perdón por todas sus faltas, por su vivacidad, por sus gritos y por las molestias que ocasionaba a la anciana. Esta la perdonó con solemnidad y con lágrimas en los ojos. Catalina prometió, arrepentida, ser humilde, y la vieja princesa quedó encantada; su amor propio se consideraba halagado ante la idea de su próxima victoria sobre Catalina, tesoro e ídolo de toda la casa, que sabía obligar a su misma madre a satisfacer todos sus caprichos.
Pero la traviesa niña fue demasiado lejos. Se le ocurrió contar las travesuras que proyectaba. Así, pues, confesó, por lo pronto, que tenía la intención de colgar con un alfiler al vestido de la anciana princesa una tarjeta de visita, y además la de poner a Falstaff sobre su cama; después, la de romper sus lentes, llevarse todos sus libros y sustituirlos por novelas francesas; también la de colocar cohetes en el suelo, etcétera, etcétera. Todas las travesuras que refería iban siendo cada vez peores. La buena señora se puso fuera de sí. Palidecía, enrojecía de cólera… Por fin, Catalina, no pudiendo ya contenerse, soltó la carcajada y huyó de la presencia de su tía. La vieja mandó llamar en seguida a la madre. Comenzó toda una historia. Durante dos horas, la princesa estuvo suplicando a su anciana pariente, con lágrimas en los ojos, que perdonase a Catalina y no insistiera en que se la castigara, teniendo en cuenta que aún se hallaba delicada. Al principio, la solterona no quiso escucharla. Decía que al otro día abandonaría la casa. Solo se tranquilizó ante la promesa de la princesa de que solo aplazaría el castigo hasta que se curara su hija, y entonces daría satisfacción a la indignación legítima de la anciana. Sin embargo, Catalina fue severamente reprendida y conducida con su madre. Pero logró escaparse después del almuerzo. Cuando yo bajaba, me la encontré en la escalera. Entreabrió la puerta y llamó a Falstaff. Comprendí desde luego que meditaba una terrible venganza. Consistía en lo siguiente:
La anciana princesa no conocía enemigo más intratable que Falstaff. Falstaff no era cariñoso con ninguno, sino soberbio, vanidoso y ambicioso. No quería a nadie; pero visiblemente exigía de todos el respeto que le era debido; y todos, en efecto, le respetaban con cierto temor. Más, de pronto, cuando llegó la anciana princesa, cambió todo y Falstaff recibió una terrible afrenta: le fue prohibido el acceso a la parte alta del edificio.
Al principio, el perro se puso fuera de sí ante tamaña ofensa, y durante toda una semana estuvo arañando con sus patas la puerta que conducía al piso de encima. No tardó en adivinar la causa de su exilio, y al domingo siguiente, en el momento en que la anciana princesa salía camino de la iglesia, Falstaff se arrojó sobre ella, ladrando. A la vieja le costó trabajo escapar a la venganza del can ofendido, que fue preterido, en efecto, por orden suya, al declarar formalmente que no podía verlo. En lo sucesivo, el acceso a la parte alta del edificio quedó vedado para Falstaff de la manera más absoluta, y cuando iba a bajar la anciana princesa, se le llevaba lo más lejos posible. Los domésticos tenían en este asunto una responsabilidad formidable. Pero el vengativo animal halló por tres veces medio de escaparse al piso de encima. Tan pronto como se veía allá, atravesaba corriendo todas las habitaciones hasta llegar a la alcoba de la vieja. Nada podía detenerle. Por fortuna, la alcoba de la princesa estaba siempre cerrada, y Falstaff se limitaba a aullar delante de la puerta hasta que acudía alguien y le hacía volver al piso de abajo. En cuanto a la anciana princesa, todo el tiempo que duraba la visita del indómito can, gritaba como si la desollaran, y siempre se ponía enferma de terror.
Varias veces había presentado, con tal motivo, su ultimátum a la princesa, y un día acabó por declarar que ella o Falstaff abandonarían la casa; pero la princesa no deseaba separarse de Falstaff.
La princesa no era pródiga en sus afectos. Sin embargo, a Falstaff era a quien más quería en el mundo, después de sus hijos. Una vez, hacía seis años, el príncipe volvió del paseo conduciendo a un perrillo sucio, enfermo, en un estado lamentable, y que, no obstante, era un bulldog de pura raza. El príncipe le había salvado de la muerte; pero como el herido se conducía muy descortés y hasta groseramente, fue retirado al patio más lejano y atado con una cuerda. El príncipe no opuso objeción alguna. Dos años después, toda la familia se hallaba en el campo cuando el pequeño Sacha, el hermano mayor de Catalina, cayó al Neva. La princesa lanzó un grito, y su primer impulso fue el de arrojarse al agua. Costó trabajo salvarla. Entre tanto, la rápida corriente se llevaba al niño, al que solo sus vestidos mantenían en la superficie. A toda prisa se destacó una lancha; pero hubiera constituido un milagro lograr salvarle. De pronto, un gran bulldog se lanzó al río, nadó en dirección al niño, le agarró entre sus dientes y le condujo, victorioso, a la orilla. La princesa se arrojó sobre el sucio y enojoso perro para abrazarle. Sin embargo, Falstaff —que en aquella época ostentaba el nombre muy prosaico y plebeyo de Fix—, no podía soportar las caricias, y respondió a los abrazos y a los halagos de la princesa mordiéndola en un hombro. La princesa quedó señalada para toda su vida con semejante herida; pero su reconocimiento no fue, por ello, menos imperecedero.
Falstaff fue admitido en el interior de las habitaciones. Se le friccionó, se le lavó, se le puso un collar de plata muy bonito y artístico, se le instaló en el gabinete de la princesa, sobre una magnífica piel de oso, y la dama llegó luego a poder acariciarle sin tener que temer un castigo inmediato y severo.
Cuando se enteró de que su amigo se llamaba Fix, encontró este nombre muy feo, y, acto seguido, comenzó a buscar otro que tuviera una posible relación con la antigüedad. Mas los nombres de Héctor, Cerbere, etcétera, eran, en verdad, demasiado vulgares. Quería, para el favorito de la casa, un nombre perfectamente apropiado. Por fin, el príncipe, aludiendo al fenomenal apetito de Fix, propuso que se llamara al bulldog Falstaff. El nombre fue acogido con entusiasmo y se le impuso al perro para siempre.
Falstaff se conducía muy bien; como un verdadero inglés: era taciturno, grave, y no se arrojaba al primer intento sobre nadie. Solo exigía que se diera un humilde rodeo junto a su piel de oso, y que, en general, se le testimoniara el respeto debido. A ratos le acometía una especie de rencor y en tales momentos, Falstaff se acordaba con dolor de cómo su enemiga irreconciliable, que había osado atentar contra sus derechos, no había sido aún castigada. Subía entonces sigilosamente la escalera que conducía al piso de encima, y como de ordinario encontraba la puerta cerrada, se echaba en cualquier parte, no muy lejos, ocultándose en un rincón y aguardando con disimulo a que alguien, por descuido, dejara la puerta abierta. A veces, el vengativo animal permanecía tres días enteros esperando. Entonces se dieron las órdenes más severas para que se vigilara la puerta, y hacía ya dos meses que Falstaff no había subido.
—¡Falstaff, Falstaff! —llamó la princesita, abriendo la puerta y atrayendo a Falstaff hacia la escalera.
En aquel momento, al darse cuenta Falstaff de que se abría la puerta, se disponía ya a franquear el Rubicón[2].
Pero la llamada de la princesita le pareció tan inverosímil, que durante cierto tiempo renunció a creer en sus oídos. Era astuto como un gato, y para no ser cogido en falta por la persona que abría la puerta, se acercó a la ventana, colocó sus poderosas patas sobre el alféizar y pareció examinar la casa de enfrente. Hizo, pues, lo que cualquier extranjero que durante su paseo se detiene para admirar la bella arquitectura de un edificio. Pero su corazón palpitaba, sobresaltado por una dulce espera. ¡Cuáles no fueron su asombro, su júbilo y su entusiasmo cuando ante él se abrió la puerta de par en par, invitándole, suplicándole que subiese a satisfacer inmediatamente su legítima venganza!…
Lanzando aullidos de júbilo, con la boca abierta, terrible, victorioso, partió hacia arriba como una flecha.
Su emoción era tan intensa, que la silla que encontró en su camino y empujó con una de sus patas fue a caer a dos metros de distancia, después de haber dado una vuelta en el aire. Falstaff volaba con la velocidad de una bala de cañón.
La señora Léotard lanzó algunos gritos de espanto… Pero Falstaff llegaba ya junto a la puerta prohibida y la golpeaba con sus dos patas delanteras. No logró, sin embargo, abrirla y se puso a aullar como un condenado. A guisa de respuesta, estallaron los gritos de espanto de la vieja. Acudió de todas partes una legión de enemigos: todo el mundo se dirigió arriba, y Falstaff, el terrible Falstaff, con un bozal diestramente amarrado a su hocico y las cuatro patas atadas abandonó el campo de batalla, vencido y conducido con una cuerda.
Se fue a buscar a la princesa. Aquella vez no se hallaba dispuesta a otorgar perdón ni gracia. Pero ¿A quién castigar?… Lo advirtió todo en seguida. Sus ojos se dirigieron hacia Catalina. ¡Ella había sido!… Pálida, Catalina temblaba de miedo. Solo entonces comprendía la pobre princesita las consecuencias de su travesura. Las sospechas podían recaer sobre los servidores, sobre unos inocentes, y Catalina se hallaba ya dispuesta a confesar toda la verdad.
—¿Eres tú la culpable? —preguntó con severidad la princesa.
Observé la palidez mortal de Catalina, y adelantándome, pronuncié con voz firme:
—Yo he sido quien ha dejado entrar a Falstaff… sin hacerlo adrede —añadí—, pues todo mi valor se desvaneció ante la mirada hostil de la princesa.
—Señora Léotard, castíguela de una manera ejemplar-dispuso la princesa.
Y salió de la habitación.
Miré a Catalina. Parecía como aturdida; sus brazos casi inertes; su rostro estaba pálido y abatido.
El único castigo que se empleaba para los hijos del príncipe consistía en encerrarlos en un cuarto vacío. Permanecer dos horas en un cuarto vacío no significa nada; pero cuando se introduce en él a un niño por la fuerza, contra su voluntad y declarándole que se halla privado de su libertad, el castigo es bastante duro.
Ordinariamente, encerraban a Catalina o a su hermano durante dos horas.
Temblando de júbilo entré en mi prisión. Pensaba en la princesita. Sabía que yo había vencido. En vez de dos horas permanecí encerrada hasta las cuatro de la madrugada, y fue por lo que sigue:
Estaba encerrada desde hacía dos horas, cuando la señora Léotard recibió el aviso de que acababa de llegar de Moscú su hija, quien había caído de pronto enferma y deseaba verla. La señora Léotard partió, olvidándose de mí. La doncella que se ocupaba de nosotros supuso que, probablemente, yo estaría libre. Catalina fue llamada abajo y tuvo que quedarse con su madre hasta las once de la noche. Cuando volvió, se extrañó mucho de no encontrarme en el lecho. La doncella la desnudó y la acostó. La princesita tenía sus razones para no informarse acerca de mí. Se acostó y me esperó, sabiendo que, de seguro, yo habría sido llevada al calabozo por cuatro horas, y suponiendo que la niñera volvería conmigo. Pero Nastia me había olvidado por completo, puesto que yo me desnudaba siempre sola. Así, pues, permanecí durante toda la noche encerrada.
Por la mañana, a las cuatro, oí que alguien golpeaba y empujaba la puerta de la habitación. Había dormido, instalándome de cualquier modo sobre el suelo. Me desperté y empecé a gritar de miedo. Inmediatamente distinguí la voz de Catalina, que dominaba a todas las demás; luego, la de la señora Léotard; después, la de Nastia, y por último, la del ama de gobierno. Al poco rato se abrió la puerta, y la señora Léotard me abrazó, con lágrimas en los ojos, rogándome que la perdonara por haberse olvidado de mí. Deshecha en llanto, me arrojé a su cuello.
Estaba transida de frío y tenía todo el cuerpo dolorido de permanecer echada en el suelo. Busqué a Catalina; pero ya había vuelto a nuestra alcoba, se había reintegrado al lecho y dormía o fingía dormir. Por la noche, mientras me esperaba, se había dormido involuntariamente y no se despertó hasta las cuatro de la madrugada. Entonces había llamado y despertado a la señora Léotard, que ya había vuelto, a la niñera y a las criadas, liberándome.
A la mañana siguiente, toda la casa se enteró de mi aventura. La princesa misma dijo que se me había tratado con harta severidad. En cuanto al príncipe, nunca lo había visto tan enfadado. Subió, a eso de las diez de la mañana, presa de viva emoción.
—¿Qué ha hecho usted? —dijo a la señora Léotard—. ¿Cómo se ha portado con esta pobre niña?… ¡Es una barbaridad, una verdadera barbaridad!… Una niña débil, enferma, nerviosa, temerosa, y tenerla encerrada en una habitación oscura durante toda la noche… Ha sido para matarla… ¿Acaso no conoce usted su historia?… ¡Eso es barbarie, eso es inhumano, señora!… ¿Quién lo ha ideado? ¿Quién ha podido inventar semejante castigo?
La pobre señora Léotard, con lágrimas en los ojos, comenzó a explicarle lo que había ocurrido. Dijo que se había olvidado de mí porque habían ido a buscarla de parte de su hija, que el castigo era muy benigno si no duraba mucho tiempo, y que hasta Juan Jacobo Rousseau preconizaba una cosa semejante.
—¡Juan Jacobo Rousseau, señora!… ¡Juan Jacobo Rousseau no podía decir eso!… ¡Juan Jacobo Rousseau no tenía derecho a hablar de educación!… ¡Juan Jacobo Rousseau abandonaba a sus propios hijos, señora!… ¡Juan Jacobo Rousseau era un villano, señora!…
—¡Juan Jacobo Rousseau!… ¡Juan Jacobo Rousseau un villano!… Príncipe, príncipe, ¿qué decís?…
La señora Léotard era una mujer deliciosa, y su principal cualidad consistía en no enfadarse nunca. ¡Pero ofender a uno de sus favoritos, execrar la sombra de Corneille o de Racine, tratar a Juan Jacobo Rousseau como un villano, llamarle bárbaro! Las lágrimas asomaron a los ojos de la señora Léotard. La viejecita temblaba de emoción…
—Estáis trastornado, príncipe —pronunció, por fin, toda turbada.
El príncipe se repuso en seguida y se excusó. Después se me acercó, me besó afectuosamente, se despidió de mí y salió.
—¡Pobre príncipe! —dijo la señora Léotard, conmovida a su vez.
Por fin nos sentamos a la mesa de trabajo; pero la princesita estaba distraída. Antes de ir a almorzar se me aproximó, muy animada; con la sonrisa en los labios se detuvo frente a mí, me puso las manos sobre los hombros y dijo, apresuradamente, como si le diera vergüenza:
—¡Oh!… Has sido encerrada por mí… Después del almuerzo iremos a jugar al salón.
Alguien pasaba junto a nosotras. Catalina huyó.
Después de comer, por la tarde, bajamos al gran salón, cogidas de la mano. La princesita se mostraba muy conmovida y respiraba pesadamente. Yo me consideraba feliz y estaba alegre como nunca.
—¿Quieres jugar a la pelota? —me propuso—. Quédate aquí.
Me colocó en un rincón de la sala; pero en vez de alejarse y echarme la pelota, se detuvo a tres pasos de mí, me miró, enrojeció, y dejándose caer sobre el diván, ocultó el rostro entre sus manos. Hice un movimiento hacia ella. Creyó que pretendía marcharme.
—No te vayas, Niétochka; quédate conmigo. Esto se me pasará en seguida.
De un salto abandonó su sitio, y completamente roja, anegada en lágrimas, se arrojó a mi cuello. Sus mejillas estaban húmedas, sus labios hinchados como cerezas, sus rizos en desorden. Me besó como una loca, el rostro, los ojos, los labios, el cuello, las manos. Sollozaba como si tuviera un ataque de nervios. Yo me estrechaba mucho contra ella, y nos enlazamos dulcemente, alegremente, como dos amigas que se encuentran después de una larga separación. El corazón de Catalina latía tan precipitado, que se oían sus golpes. Una voz se dejó escuchar en la vecina estancia: llamaban a Catalina para que fuese con la princesa.
—¡Oh, Niétochka!… Hasta la noche. Vete ahora arriba y espérame.
Me besó por última vez y se dirigió hacia donde la había llamado Nastia. Corrí arriba como resucitada. Me eché sobre el diván, y con la cabeza hundida entre los almohadones, sollocé de entusiasmo. Mi corazón palpitaba hasta romperme el pecho; no creía tener paciencia para aguardar. Por fin dieron las once y me acosté. La princesita no subió hasta medianoche. Desde lejos me sonrió, aunque sin decir palabra. Nastia comenzó a desnudarla, y como si lo hiciera adrede, iba muy despacio.
—¡Date prisa, date prisa, Nastia! —decía Catalina.
—¿Qué tiene usted, señorita, que el corazón le late tan fuerte? —preguntó Nastia—. Sin duda, habrá usted corrido por la escalera…
—¡Ah, Dios mío, Nastia; qué pesada eres!… ¡Date prisa, date prisa!…
Y la princesita, desesperada, golpeó con el pie en el suelo.
—Oh, qué corazón —murmuró Nastia, besando el pie de la princesa, que había descalzado.
Por fin terminó el tocado de la noche. La princesita se acostó y Nastia salió de la alcoba.
Al punto, Catalina saltó fuera del lecho y se precipitó hacia mí. Lancé un grito de júbilo.
—Ven conmigo. Acuéstate en mi cama —pidió, haciendo que me levantara.
Un minuto después me encontraba en su lecho. Estábamos enlazadas. La princesita me besaba.
—Me acuerdo de cuando me has besado durante la noche —dijo, roja como una amapola.
Sollocé.
—¡Niétochka! —suspiró Catalina a través de las lágrimas.
¡Ángel mío! Desde hace mucho tiempo, desde hace mucho tiempo te amo… ¿Sabes desde cuándo?
—¿Desde cuándo?
—Desde que papá me ordenó que te pidiera perdón; cuando defendiste a tu padre, Niétochka… ¡Mi huerfanita!… —exclamó cubriéndome de besos nuevamente.
Lloraba y reía a la vez.
—¡Ah, Catalina!…
—¿Qué, qué?…
—¿Por qué hace tanto tiempo que…?
No terminé la frase. Nos abrazamos, y por espacio de tres minutos no pronunciamos una palabra.
—Escucha: ¿pensabas en mí? —preguntó la princesa.
—Ahí… Pensaba mucho, Catalina; pensaba durante todo el día y durante toda la noche…
—Y por la noche hablabas de mí… Lo he oído…
—¿Es posible?
—¡Cuántas veces has llorado!
—Ya ves tú… ¿Por qué eras tan orgullosa?
—Era una estúpida, Niétochka… Eso es… Estaba furiosa contra ti…
—¿Por qué?
—Porque yo era mala, y sobre todo, porque tú eras mejor que yo; además, porque papá te quiere más que a mí… Y papá es un hombre muy bueno, Niétochka, ¿verdad?
—¡Oh, sí! —respondí con lágrimas en los ojos, al acordarme del príncipe.
—Es un noble —repuso seriamente Catalina—. ¿Qué había de hacer?… Después te pedí perdón y eso me costó llorar… Entonces me enojé de nuevo contigo…
—Ya vi que te daban ganas de llorar…
—Bueno; cállate, tontina, llorona —continuó Catalina, cerrándome la boca con su mano—. Después… quise amarte; y luego, de pronto, odiarte…; y te odié, te odié…
—¿Por qué?
—Estaba enojada contigo… ¡No sé por qué!… Pero al cabo pensé: La estoy atormentando despiadadamente.
—¡Ah, Catalina!…
—¡Almita mía! —prosiguió Catalina, besándome la mano—. Después no quise hablarte en absoluto… ¿Te acuerdas cómo acaricié a Falstaff?
—¡Ah!… No te da miedo de nada…
—¡Cómo temblaba! —confesó la princesita, estremeciéndose—. ¿Sabes por qué me acerqué a él?…
—¿Por qué?
—Porque tú mirabas… Cuando vi que mirabas… Te hice pasar miedo, ¿eh?… ¿Temías por mí?…
—Terriblemente…
—Lo vi… ¡Y cuán satisfecha me quedé cuando se fue Falstaff!… ¡Dios mío, qué conmovida me hallaba cuando, por fin, salió aquel monstruo!…
La princesita prorrumpió en una risa nerviosa. Luego, de pronto, irguió su abrasada cabeza y empezó a mirarme fijamente. Unas lágrimas, como perlas, temblaban entre sus largas pestañas.
—¿Qué tienes para que yo te quiera tanto?… Eres paliducha, con los cabellos rubios; eres tonta, llorona, con ojillos azules… una huerfanita…
Catalina se inclinó de nuevo y volvió a besarme… Algunas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Estaba profundamente conmovida.
—¡Y cuánto te quería!… Pero yo pensaba. No se lo diré. ¿Por qué me obstinaría así?… ¿Qué temía?… ¿Por qué me avergonzaba de ti?… ¡Mira, en cambio, qué bien estamos ahora!…
—¡Catalina! —exclamé, loca de júbilo—. ¡Sufro de felicidad!…
—Niétochka, escucha… Dime, ¿quién te puso ese nombre, Niétochka?
—Mamá.
—¿Me contarás algo acerca de tu mamá?
—¡Todo, todo! —accedí, entusiasmada.
—¿Y dónde has puesto mis dos pañuelos de encaje y la cinta del pelo?… ¿Por qué los cogiste?… ¡Ah, mala!… Lo sé todo…
Reí y enrojecí hasta saltárseme las lágrimas.
—Yo pensaba: La atormentaré; que espere… Y a veces me decía: Si no la quiero, si la detesto… Y tú eres mansa como una oveja… ¡Cuánto temía que me considerases tonta!… Eres inteligente, Niétochka. ¿Verdad que eres inteligente?… Di…
—Basta, Catalina —interrumpí casi ofendida.
—No; eres muy inteligente —contestó Catalina resuelta y seriamente—. Lo sé… Una mañana me levanté y aquello era horrible. Había estado viéndote en sueños durante toda la noche. Me dije: iré a ver a mamá y me quedaré abajo. Y a la noche siguiente, al dormirme, pensé: ¡Ah!… Si… si viniera como la otra noche. Y viniste… Yo fingí dormir… ¡Qué traviesas somos, Niétochka!
Al decir esto, me pellizcó.
—¿Recuerdas, cuando te até el zapato?
—Lo recuerdo.
—Estabas contenta, ¿eh?… Yo te miraba y me preguntaba: si le arreglo el zapato, ¿qué pensará? ¡Y me sentía tan bien!… Realmente deseaba besarte… Y después… ¡Tiene gracia, tiene gracia!… Durante todo el camino, cuando íbamos juntas, sentía deseos de reír a carcajadas… No podía mirarte. ¡Ibas tan graciosa!… ¡Y qué satisfecha me quedé cuando fuiste al calabozo en mi puesto!…
Llamábamos calabozo al cuarto oscuro.
—¿Tuviste miedo?
—¡Oh sí!
—Yo estaba contenta, no porque habías echado sobre ti la culpa de mi falta, sino por saberte encerrada en mi lugar… Me decía: Está llorando ahora, y la quiero tanto… Mañana la besaré y la abrazaré… En realidad, no te tenía lástima, y sin embargo, lloraba.
—Yo no lloré. Estaba muy contenta.
—Niétochka, en lo sucesivo te acostarás siempre conmigo… Además, no quiero que estés triste… ¿Por qué estás siempre triste? Me lo contarás, ¿eh?…
—Te lo contaré todo… Pero ahora no estoy tan triste… Estoy muy alegre…
—No; es menester que tengas las mejillas sonrosadas como las mías… ¡Ah!… ¡Qué de prisa viene el día de mañana!… ¿Tienes sueño, Niétochka?
—No.
—Pues bien: entonces hablemos.
Continuamos charlando aún durante dos horas. ¡Sabe Dios lo que dijimos! Ante todo, la princesita me expuso sus planes para el porvenir y la situación conforme era.
Supe que amaba a su padre más que a nadie, casi más que a mí. Después, decidimos ambas que la señora Léotard era una buena mujer, no excesivamente severa. Luego trazamos nuestro programa para el día siguiente y para el otro; en definitiva, arreglamos nuestra vida para vivir de la manera siguiente: un día seria ella la que mandara, y yo obedecería; al otro día siguiente, sería lo contrario: mandaría yo y obedecería ella…
Luego debíamos ambas mandar y obedecer igualmente; pero después una de nosotras dos, haciéndolo adrede, no obedecería. Entonces, primero nos enfadaríamos o cosa parecida, y luego nos reconciliaríamos lo más pronto posible. Por último, a causa de tanto como estábamos hablando, nuestros ojos se cerraban de fatiga. Catalina se burlaba de mí, llamándome dormilona; pero ella misma se durmió antes que yo. Al día siguiente nos despertamos de pronto, pues iban a entrar en nuestra habitación. Yo tuve el tiempo justo para meterme en mi lecho.
Durante todo el día no sabíamos qué hacer de contentas que estábamos.
Por fin, comencé a contarle mi historia a Catalina. Ella se emocionaba con mi relato hasta verter lágrimas.
—¡Mala! ¿Por qué no me contaste eso antes?… ¿De modo que los muchachos te pegaban mucho en la calle?…
—¡Oh, sí!… ¡Les tenía un miedo!…
—¡Ah! ¡Qué malos! Oye, Niétochka: yo he visto cómo un chico le pegaba a otro. Mañana, sin decir nada, cogeré las disciplinas de Falstaff, y si encuentro a alguno, le pegaré mucho para que se acuerde.
Sus ojos brillaban de indignación.
Así transcurrió aquel día y el siguiente. Pero nuestro júbilo no duró largo tiempo.
La señora Léotard tenía que dar cuenta a la princesa de cada uno de nuestros movimientos. Nos estuvo observando durante tres días. Por fin, fue a ver a la princesa y le refirió cuanto había observado: que desde hacía tres días no nos abandonábamos nunca, que llorábamos y reíamos como unas locas y que no cesábamos de charlar, lo cual no nos ocurría antes. Añadió que le parecía que Catalina atravesaba una crisis enfermiza, y que, en su opinión, lo mejor sería que nos viésemos más de tarde en tarde.
—Lo presentía desde hace tiempo —respondió la princesa—. Sabía que esa extraña huérfana nos causaría mucho trastorno. Lo que me han contado acerca de su vida pasada es un horror, un verdadero horror… Evidentemente, ejerce influencia sobre Catalina… ¿Dice usted que Catalina la quiere mucho?
—Con locura.
La princesa enrojeció de rabia. Estaba celosa de mí.
—Eso es natural —dijo—. Antes, eran extrañas la una para la otra, y confieso que yo me sentía muy satisfecha. Aunque esa huérfana es muy pequeña, no respondo de nada. Usted ya me comprende. Con la leche de su madre recibió ya su educación y sus costumbres. No comprendo qué es lo que el príncipe encuentra en esa criatura. Mil veces le he propuesto que la meta en un convento…
La señora Léotard quiso interceder por mí, pero la princesa había decidido ya nuestra separación. En seguida fueron a buscar a Catalina, y una vez abajo, le anunciaron que ya no me vería hasta el domingo siguiente, o sea, durante toda una semana.
Yo me enteré de todo esto más tarde, por la noche. Me conmoví de espanto. Pensaba en Catalina, y me parecía que ella no soportaría nuestra separación. Me sentía loca de angustia, de dolor, y durante la noche estuve enferma. Por la mañana, el príncipe fue a mi cuarto y me dijo al oído que esperase. El príncipe hizo cuanto pudo, pero todo fue inútil: la princesa no cedía. Yo estaba desesperada.
A la mañana del tercer día, Nastia me llevó una carta de Catalina. Había escrito con lápiz, y muy mal, lo siguiente:
Estoy con mamá y no pienso más que el medio de llegar hasta ti. Me escaparé; te lo prometo para que no llores. Escríbeme. Te envío unos bombones. Adiós.
Le respondí en el mismo tono.
Durante todo el día estuve llorando y leyendo la carta de Catalina. La señora Léotard me enojaba con sus caricias. Por la tarde supe que había ido a ver al príncipe y le había advertido que, seguramente, yo caería enferma por tercera vez si no veía a Catalina, y que sentía mucho haber dicho lo que había dicho a la princesa.
Interrogué a Nastia para saber cómo estaba Catalina. Me respondió que Catalina no lloraba, pero que estaba pálida. Al día siguiente por la mañana Nastia me deslizó al oído:
Vaya usted a la habitación de Su Excelencia. Baje por la escalera de la derecha.
Tuve un feliz presentimiento. Oprimida por la espera, corrí hacia abajo y abrí la puerta del despacho del príncipe. Ella no estaba allí. De pronto, Catalina me abrazó por detrás y me besó, riendo y llorando… Pero, inmediatamente, Catalina se separó de mis brazos, corrió hacia su padre, trepó por su espalda como una ardilla, y no pudiendo sostenerse, se dejó caer sobre el diván. El príncipe cayó también. La princesita lloraba de júbilo.
—¡Padre, qué bueno eres, qué bueno eres!…
—¡Revoltosillas! ¿Qué os ha pasado? ¿Qué significa esa amistad?…
—Cállate, padre; no conoces nuestros asuntos.
Y de nuevo nos arrojamos la una en los brazos de la otra.
Empecé entonces a examinarla más de cerca. Había adelgazado durante aquellos tres días; el color sonrosado había desaparecido de su rostro, que se presentaba muy pálido. Lloré de tristeza.
Al cabo, llamó Nastia. Era señal de que iban por Catalina. La princesita se puso pálida como una muerta.
—Basta, hijas. Nos reuniremos así todos los días. Hasta mañana, y Dios os bendiga —dijo el príncipe.
Se conmovió al mirarme. Pero no había contado con el destino. Aquella misma tarde se recibió de Moscú la noticia de que Sacha había caído gravemente enfermo y estaba casi moribundo. La princesa decidió partir al día siguiente. Todo se desarrolló con tanta precipitación, que lo ignoré hasta el momento de decir adiós a Catalina. El príncipe había insistido en que nos despidiéramos; la princesa no quería consentirlo.
Corrí hasta abajo, fuera de mí, y me arrojé a su cuello.
El coche esperaba ya junto a la escalinata. Catalina exhaló un grito al verme y cayó sin conocimiento.
Me lancé hacia ella. La princesa comenzó a sacudir a Catalina, que volvió en sí y me besó.
—Adiós, Niétochka —me dijo de pronto, riendo con una expresión extraordinaria—. No me mires así. No estoy enferma. Dentro de un mes regresaré y ya no volveremos a separarnos.
La princesita se volvió, un vez más, y me estrechó en sus brazos.
Luego nos separamos.
Fue para mucho tiempo, para mucho tiempo…
Transcurrieron ocho años hasta que volvimos a encontrarnos.
He relatado adrede, con todo lujo de detalles, este episodio de mi infancia y la primera aparición de Catalina en mi vida, porque nuestras historias son inseparables. Su novela es la mía, como si yo hubiera nacido exclusivamente para encontrarla y no me fuese dado rehusar el placer de transportarme, por una vez más, en virtud del recuerdo, a mi infancia.
Desde ahora, mi relato irá más de prisa. Mi existencia, de pronto, se tornó tranquila, y para despertar de nuevo a la vida cuando llegué a cumplir los diecisiete años.
Primeramente diré algunas palabras acerca de lo que me ocurrió luego de haber salido para Moscú la familia del príncipe.
Me quedé con la señora Léotard. Dos semanas después, recibimos la visita de un emisario del príncipe, que fue a avisarnos de que la vuelta a San Petersburgo seria diferida por algún tiempo.
Como la señora Léotard, a causa de diversas consideraciones de familia, no podía ir a Moscú, terminó su papel en casa del príncipe. Sin embargo, se quedó con su familia y fue a casa de la hija mayor de la princesa, Alejandra Mijailovna.
No he dicho nada aún acerca de Alejandra Mijailovna, a quien, por cierto, no había visto más que una sola vez. Era la hija del primer matrimonio de la princesa.
El origen y el parentesco de la princesa eran bastante oscuros. Su primer marido fue primer consejero.
Tras de su segundo matrimonio, la princesa encontró que le estorbaba mucho su hija mayor. No podía esperar para ella un partido brillante, pues su dote era muy modesta. Por fin, hacía cuatro años la habían casado con un hombre muy rico que ostentaba una alta situación. Alejandra Mijailovna había ingresado en otra sociedad y frecuentaba otro mundo. La princesa acudía a verla dos veces al año; el príncipe, su padrastro, todas las semanas, y llevaba, además, consigo a Catalina. En la última época, a la princesa no le agradaba que Catalina fuese a casa de su hermana, y el príncipe la llevaba a escondidas. Las dos hermanas se denotaban muy diferentes de carácter.
Alejandra, Mijailovna era una joven de veintidós años, tranquila, afectuosa; una especie de tristeza resignada emanaba de su bello rostro. La seriedad y la gravedad se retrataban en sus angelicales facciones como el desconsuelo en las del niño. No se la podía mirar sin experimentar una profunda simpatía hacia ella. Estaba pálida, y durante la época en que la vi por primera vez se decía que se hallaba predispuesta a la tisis. Vivía aislada y no le gustaba recibir a nadie ni salir.
Recuerdo que, cuando fue a verme a casa de la señora Léotard, y con profundo sentimiento, me besó. A su lado iba un señor de edad, delgado. Lloró al verme. Era el violinista B… Alejandra Mijailovna, me besó y me preguntó si quería vivir con ella y ser hija suya. Contemplando su rostro, reconocí a la hermana de mi Catalina, y todo mi corazón se conmovió, como si alguien, una vez más, me llamase huérfana. Entonces, Alejandra Mijailovna me enseñó una carta del príncipe. Había en ella algunas líneas donde se hablaba de mí. Las leí sollozando.
El príncipe me deseaba una prolongada vida feliz y me rogaba que amase a su otra hija.
Catalina también había añadido algunas líneas. Escribía que no abandonaba nunca a su madre.
Y aquella misma tarde entré a formar parte de otra familia; fui a otra casa, a vivir entre nuevas personas, arrancando, por segunda vez, de mi corazón cuanto se me había hecho tan caro y a aquellos que para mí constituían casi mi familia.
Me sentía muy inquieta.
Una nueva vida comenzaba.