Mis recuerdos no se remontan sino a una decena de años. No sé por qué; pero todo cuanto me ocurrió antes de tal época no dejó en mi impresión alguna que pueda ahora despertar un recuerdo. Pero, a partir de los ocho años y medio, lo recuerdo todo perfectamente, día por día, sin interrupción, como si cuanto me ocurrió después hubiera ocurrido ayer.
Claro que puedo recordar, como en un sueño, ciertos hechos que se remontan a fecha anterior: había siempre encendida una lamparilla en un rincón sombrío, junto a un icono antiguo… Un día me caí de un caballo, a consecuencia de lo cual, según me contaron luego, estuve enferma durante tres meses… Recuerdo también que, durante esta enfermedad, me desperté en el lecho, junto a mi madre, con quien me acostaba, completamente horrorizada por uno de mis sueños enfermizos, por el silencio de la noche y por la presencia de ratones ocultos en un rincón, y estuve temblando de miedo toda la noche, escondida bajo las sábanas, sin atreverme a llamar a mi madre, hasta que terminé por tenerle a ella más miedo que a nada.
Pero desde el instante en que comencé a tener conciencia de mi misma, me desarrollé rápidamente, de una manera por completo inesperada, y algunas impresiones, que no tenían nada de infantiles, permanecieron vivas en mi memoria. Todo se esclareció ante mí; todo se me hizo pronto comprensible. La época, a partir de la cual comencé a fijar en definitiva mis recuerdos, dejó en mí una impresión de fealdad y tristeza. Esta impresión no se borró ya, acentuándose, por el contrario, a medida que pasaban los días. Revistió de un color sombrío y extraño todo el período de mi vida transcurrido en compañía de mis padres, y al mismo tiempo, toda mi infancia. Ahora me parece haber despertado súbitamente de un sueño profundo, pues entonces, sin duda, lo que me ocurría no era para mi tan conmovedor como ahora. Me hallaba en una gran habitación asfixiante, desaseada, de techo muy bajo. Las paredes estaban pintadas de un color gris sucio. En un rincón había una enorme estufa rusa; las ventanas daban a la calle, o más bien al tejado de la casa de enfrente: eran bajas y anchas como hendiduras. Había tanta distancia del suelo al borde de la ventana, que recuerdo cómo necesitaba colocar una silla encima de un banco para alcanzar a ella, y, aun así, llegaba con dificultad a la ventana, donde me gustaba permanecer sentada cuando no había nadie en casa.
Desde nuestro aposento se descubría la mitad de la ciudad. Vivíamos bajo el tejado de una inmensa casa de seis pisos. Todo nuestro mobiliario consistía en los restos de un diván de gutapercha lleno de polvo, cuya crin se salía; una mesa de pino blanco, dos sillas, el lecho de mi madre; en un rincón, un pequeño armario abarrotado de cosas heteróclitas, una cómoda desvencijada y un biombo de papel destrozado.
Recuerdo que fue al anochecer. Todo estaba en desorden, esparcido sobre el suelo: las escobas, los trapos, nuestra vajilla de madera, una botella rota y no sé cuántas cosas más. Mi madre se hallaba muy afligida y lloraba. Mi padrastro se sentó en un rincón, con su eterna chaqueta destrozada. Respondía a mi madre sonriendo, lo cual la afligía todavía más, y entonces rodaban de nuevo por el suelo las escobas, las vasijas, etcétera. Yo lloraba, asustada. Me interponía entre ellos, horrorizada, y cogí a mi padre, a quien sujeté de firme para defenderle con mi cuerpo. Dios sabe por qué me pareció que mi madre se irritaba injustamente contra él, quien no era culpable. Quería interceder, recibir el castigo que a él le fuera dirigido. Temía a mi mamá, y suponía que todo el mundo le tenía miedo. Mi madre, al principio, se extrañó; luego me agarró del brazo y me arrojó contra el biombo. Me di un golpe bastante fuerte en el brazo contra la cama; pero el miedo superó al dolor, y ni siquiera fruncí el ceño. Recuerdo, además, que mi madre empezó a pronunciar con vivacidad algunas palabras, señalando hacia mí.
Durante este relato, llamaré siempre padre a mi padrastro, pues hasta mucho tiempo después no me enteré de que no era mi padre.
Toda aquella escena duró dos horas, y temblando de angustia, procuré adivinar cómo terminarla. Por fin, se apaciguó la disputa y salió mi madre. Entonces mi padre me llamó, me abrazó, me acarició la cabeza y me tomó sobre sus rodillas. Me estreché fuertemente contra su pecho. Aquella era, quizá, la única vez que mi padre se mostraba cariñoso conmigo, y quizá fuese a partir de aquel momento cuando comencé a recordar las cosas con precisión. Me pareció comprender que merecía el cariño de mi padre por haber intervenido en su favor. Creo que fue entonces cuando por primera vez se me ocurrió la idea de que mi padre sufría mucho y se llevaba muchos disgustos por culpa de mi madre. Después esta idea se afirmó en mi para siempre, y cada día me indignó más.
Desde aquel momento, nació en mí un amor infinito hacia mi padre; un amor extraño y maravilloso que, al parecer, no tenía nada de infantil. Diría que era más bien un sentimiento de piedad maternal, si semejante definición de mi amor no fuese un poco ridícula, aplicada al sentimiento de una niña.
Encontraba a mi padre tan digno de lástima, le consideraba tan perseguido, tan oprimido, tan dolorido, que me parecería espantoso, inhumano, no amarle infinitamente, no consolarle, no mimarle, no compadecerle con todas mis energías. Pero hasta el presente no comprendo cómo podría ocurrírseme pensar que mi padre era un mártir, un ser desgraciado. ¿Quién había podido inspirarme aquello? ¿Cómo yo, siendo una niña, podría darme cuenta de sus desgracias personales? Y lo presentía, aunque interpretándolo todo, en mi imaginación, a mi manera. Hoy mismo, no puedo concebir cómo se formó en mi semejante impresión… Quizá mi madre fuese demasiado severa conmigo, y por eso me orienté hacia mi padre, considerándole cual si fuera un ser que sufría tanto como yo…
He referido ya el primer despertar de mi sueño infantil y mi primer impulso en la vida. Mi corazón se sintió oprimido desde el primer momento, y mi desarrollo se efectuó con una rapidez increíble y enfermiza. No podía ya contentarme solo con mis impresiones exteriores. Comencé a pensar, a reflexionar, a observar. Pero esta observación era tan prematura, que mi imaginación no podía reconstruir los hechos, si bien de pronto me veía transportada a otro mundo particular en extremo.
Todo lo que me rodeaba empezaba a semejarse a aquel cuento de hadas que mi padre me contaba muchas veces y que yo no podía confundir con la realidad. Extrañas concepciones nacían en mí. Comprendía perfectamente, sin saber por qué, cómo formaba parte de una familia extraña y cómo mis padres no se parecían mucho a las personas que con frecuencia encontraba. ¿Por qué —pensaba— veo otras personas que ni siquiera en apariencia se semejaban a mis padres? ¿Por qué descubría la risa en otros rostros, cuando en nuestra casa, en nuestro rincón, no se reía nunca ni se bromeaba jamás? ¿Qué fuerza, qué razón me impulsaba a mí, niña de nueve años, a mirar tan atentamente alrededor mío, a escuchar todas las frases de aquellos a quienes, por casualidad, encontraba en la escalera o en la calle, cuando, por la noche, con mis harapos protegidos por una vieja pelerina de mi madre, iba a la tienda, con algunas monedas de cobre, para comprar unos kopeks de azúcar, de té o de pan?…
Me daba cuenta, no sé cómo, de que en nuestro cuchitril se albergaba una desgracia espantosa y eterna. Me devanaba los sesos para adivinar la causa de todo aquello y no sabía que así me ayudaba a responderme a mi modo. Acusaba a mi madre, la juzgaba causante del mal genio de mi padre, y —lo repito—, no comprendo cómo pudo germinar en mi imaginación una concepción tan monstruosa. Adoraba a mi padre y odiaba a mi pobre madre. Aún hoy, el recuerdo de todo aquello me atormenta profundamente, dolorosamente…
He aquí otro hecho que, más todavía que el primero, contribuyó a aumentar mi extraña devoción por mi padre. Un día, a las diez de la noche, mi madre me mandó que fuese a una tienda para comprar levadura de cerveza. Mi padre no estaba en casa. Al volver, me caí en la calle y rompí el vaso. Mi primera idea fue recordar la coleta de mamá. El caso era que sentía un dolor terrible en el brazo izquierdo y no podía levantarme. Los transeúntes se aglomeraron en torno mío. Una vieja me ayudó a levantarme, y un muchacho que corría delante de mi me golpeó con una llave en la cabeza. Por fin, lograron ponerme en pie. Recogí los pedazos del vaso roto, y tambaleándome, sin poder apenas mover las piernas, me dirigí hacia nuestra casa. De pronto, distinguí a mi padre. Estaba entre la multitud, delante de una hermosa casa que se encontraba al frente de la nuestra. Aquella casa pertenecía a unos nobles. Estaba maravillosamente iluminada, junto a la escalinata había parados muchos coches, y los acordes de una música salían hasta fuera por las ventanas. Agarré a mi padre por el borde de la americana. Le enseñe el vaso roto y le expresé mi temor de volver a casa. Estaba segura, no sé por qué, de que mi padre intercedería en mi favor. ¿Por qué estaba segura? ¿Quién me había dicho, quién me había hecho saber que él no quería a mi madre?… ¿Por qué me acerqué a mi padre sin temor alguno?…
Me tomó de la mano y empezó a consolarme; luego me dijo que quería enseñarme una cosa y me cogió en sus brazos. Yo no podía ver nada, porque mi padre me había oprimido el brazo lastimado y me estaba haciendo un daño atroz. Pero no exhalé ni un grito por temor a hacerle sufrir. Me preguntó si veía algo. Acumulando todas mis energías, procuré encontrar una respuesta que le satisficiera, y le manifesté que veía unas cortinas rojas.
Cuando pretendió trasladarme a la otra acera de la calle donde se encontraba nuestra casa, sin motivo, de repente, rompí a llorar, abrazándome a él y suplicándole que subiéramos lo más pronto posible a casa. Recuerdo que entonces las caricias de mi padre me causaban aún más pena, y no podía soportar la idea de que uno de aquellos a quienes yo deseaba amar profundamente, me acariciara y me mimara, cuando yo temía llegar a casa del otro.
Mi madre apenas se mostró enfadada y me envió a dormir. Recuerdo que el dolor de mi brazo aumentó y me dio fiebre. Aun así, yo estaba extremadamente satisfecha de que todo hubiera terminado bien, y durante toda la noche, estuve viendo en sueños la casa vecina de las cortinas rojas.
Cuando me desperté al día siguiente, mi primera idea, mi primer recuerdo fue para la casa de las cortinas rojas. Apenas salió mi madre, me subí al borde de la ventana para contemplar la casa, que desde entonces, durante mucho tiempo, atrajo mi curiosidad de niña. Me gustaba, sobre todo, verla por la noche, cuando se encendían las luces en la calle y comenzaba a brillar con un resplandor particular, como ensangrentada por sus cortinas de púrpura, puestas delante de sus ventanas espléndidamente iluminadas. Lujosos coches tirados por soberbios caballos se detenían sin cesar delante de la escalinata y todo avivaba mi curiosidad: los gritos, la aglomeración de gente frente a la escalinata, las linternas abigarradas de los carruajes y las mujeres tan bien ataviadas que descendían de ellos. Todo esto, en mi imaginación de niña, cobraba el aspecto de un lujo real y casi fantástico.
Después del encuentro con mi padre frente a la suntuosa morada, aquello me pareció doblemente maravilloso y seductor. Entonces, en mi imaginación exaltada comenzaban a nacer ideas e hipótesis fantásticas. Y no me sorprende que, viviendo entre gentes tan raras como lo eran mis padres, me convirtiera en una niña tan singular y reflexiva. Particularmente, me llamaba la atención el contraste de sus caracteres. Me asombraba, por ejemplo, que mi madre se preocupara siempre de nuestro pobre hogar, de que reprochara de continuo a mi padre que ella fuese la única que trabajaba para todos nosotros, y a pesar mío, me dirigía yo esta pregunta: ¿Por qué no la ayuda mi padre? ¿Por qué parece un extraño en nuestra casa?
Algunas palabras de mi madre despertaron en mí esta idea, y con sorpresa me enteré de que mi padre era un artista.
Esta palabra se grabó en mi memoria. Mi imaginación concibió pronto la idea de que un artista es un hombre particular que no se parece a los demás hombres. Tal vez la conducta de mi padre me indujo a formar esta idea; quizá oyese decir algo que ahora se ha escapado de mi memoria.
Pero el sentido de las palabras de mi padre se hizo extrañamente comprensible para mí cuando, un día, declaró en mi presencia, con un acento particular, que también llegaría el tiempo en que él dejaría de estar en la miseria, en que se convirtiera en gran señor y hombre rico, y que entonces nacería de nuevo cuando mi madre muriera.
Recuerdo que, al principio, sentí miedo al oír estas palabras, un miedo terrible… No pude permanecer en la habitación. Corrí al helado vestíbulo, y allí, acodada en la ventana y con el rostro entre las manos, me puse a sollozar. Después, cuando hube reflexionado, cuando me acostumbré a aquel horrible deseo de mi padre, la imaginación vino de súbito en mi ayuda: no podía ya atormentarme con una incertidumbre y necesitaba, detenerme en una suposición cualquiera. Y no sé cómo comenzó aquello; pero, por fin, fijé en mí la idea de que cuando mi madre muriese mi padre abandonaría nuestro sombrío cuchitril y se iría conmigo a cualquier otra parte. Pero ¿A dónde?… Hasta que no llegara el momento no podía sospecharlo concretamente. Recuerdo solo que cuanto podía imaginar respecto al sitio adonde iríamos juntos —pues estaba segura de que juntos partiríamos—, cuanto mis sueños podían concebir de brillante, suntuoso, magnífico, se convertiría en realidad. Creía que nos haríamos ricos en seguida. No iría ya a hacer compras a las tiendas, cosa que ya resultaba penosa en extremo, pues los niños de la casa vecina me hacían siempre objeto de sus burlas cuando salía, lo cual temía en alto grado, sobre todo cuando volvía con leche o manteca, comprendiendo que, si vertía la vasija, sería castigada con severidad.
Después, en mi sueño, supuse que mi padre se compraría, desde luego, un traje magnífico, que nos instalaríamos en una morada suntuosa, y entonces, la hermosa casa de las cortinas rojas y el encuentro acaecido con mi padre frente a ella, en cuyo interior quiso enseñarme algo, ayudaron mi imaginación. De repente, en mi pensamiento se decidió que nos instalaríamos precisamente en aquella casa, y que viviríamos allí en una atmósfera de fiesta perpetua y de felicidad infinita. Desde entonces, por la noche, contemplaba con una curiosidad las ventanas de aquella casa mágica. Me acuerdo de los invitados, que se presentaban tan bien ataviados como no había visto a nadie nunca. Oía en sueños el sonido de aquella música apacible que llegaba hasta mí a través de las ventanas. Examinaba, atenta, las sombras que se dibujaban sobre las cortinas y me esforzaba por adivinar lo que ocurría detrás de ellas. Me parecía que allí estaba el paraíso, que aquello era una eterna fiesta. Empecé a detestar nuestro pobre alojamiento, los harapos de que iba vestida, y cuando un día mi madre, enfadándose conmigo, me ordenó que bajara del borde de la ventana, donde estaba instalada como de costumbre, se me ocurrió pensar que no quería que mirara a aquellas ventanas, que no quería que me ocupase de aquello, que nuestra dicha le era desagradable y que pretendía impedirla. Durante toda la tarde la estuve observando con desconfianza e interés.
¿Cómo habría podido nacer en mi tamaña hostilidad contra un ser tan atormentado como mi madre? Solo ahora me doy cuenta de sus sufrimientos, y no me es posible recordar su existencia de mártir sin sentir oprimido mi corazón. A la sazón, en el sombrío período de mi miserable infancia, en la época del desenvolvimiento anormal de mi primera vida, mi corazón se sentía transido de dolor y piedad a menudo, al mismo tiempo que la duda confusa invadía mi alma. Ya entonces la conciencia se despertaba en mí, y muchas veces me asaltaba la idea dolorosa de mi injusticia con mi madre. Pero éramos extrañas la una para la otra. No recuerdo haberla acariciado ni siquiera una vez. Ahora, los recuerdos más mínimos me causan daño y turban mi alma. Rememoro cómo en cierta ocasión —sin duda, lo que voy a contar es insignificante, banal; pero cosas como esta eran precisamente las que me atormentaban más y las que quedaron grabadas con más pena en mi memoria—, una noche que mi padre no estaba en casa, mi madre me mandó a una tienda para que comprase té y azúcar. Reflexionaba y no se decidía. Contaba y recontaba las monedas de cobre, de las cuales poseía una miserable cantidad. Estuvo contándolas durante medía hora y no lograba terminar sus cálculos. A momentos, abrumada de dolor, le acometía una especie de torpeza. Recuerdo, como si lo estuviera viendo ahora, que murmuraba frases ininteligibles, mientras contaba el dinero despacio. Diríase que pronunciaba palabras inconscientes. Sus labios y sus mejillas estaban pálidos, sus manos temblaban, e inclinaba la cabeza, según tenía por costumbre cuando razonaba consigo misma en alta voz.
—No, no hace falta —dijo, mirándome de pronto—. Es mejor que me acueste. Y tú, Niétochka, ¿quieres irte a dormir?
Yo no respondí. Entonces levantó la cabeza y me miró dulcemente con tanta ternura y con el rostro iluminado por tal sonrisa maternal, que mi corazón comenzó a latir con fuerza e inquietud. Además, me llamó Niétochka, lo cual significaba que, en aquel momento, me amaba de veras. Ella había inventado este nombre, transformando en el afectuoso diminutivo de Niétochka mi nombre de Ana. Cuando me llamaba así, era cuando quería colmarme de caricias. Yo estaba emocionada. Deseaba abrazarla, oprimirme contra ella, llorar con ella… ¡Pobre madre! Me estuvo acariciando la cabeza durante mucho tiempo, quizá de un modo maquinal, y olvidando que se dirigía a mí, repetía sin tregua:
—Hija mía, Anita, Niétochka…
Las lágrimas acudían a mis ojos, próximas a brotar, pero las contuve. Me aguanté para que no se diera cuenta de lo que me ocurría, aunque me costó mucho trabajo. No; aquella hostilidad no podía ser natural en mí. Lo que me excitaba tanto contra ella no podía ser únicamente su severidad para conmigo. No… Era aquel amor fabuloso y exclusivo hacia mi padre lo que me perdía…
A veces me despertaba por la noche, en mi rincón, sobre mi jergoncillo, bajo una delgada sábana, y siempre tenía miedo de algo. Medio dormida, recordaba cómo, poco tiempo atrás, cuando yo era más pequeña, me acostaba con mi madre y temía despertarme por la noche. No hacía más que abrazarme a ella, cerrar los ojos, estrecharla con ahínco, y al punto volvía a dormirme. Comprendía también, en mi interior, que no podía dejar de amar a mi madre. Luego he observado que algunos niños se hallan monstruosamente desprovistos de sensibilidad, y que, cuando aman, lo hacen de una manera exclusiva. Tal era mi caso.
A veces, en nuestro tugurio, un taciturno silencio se instalaba por semanas enteras. Mis padres se hallaban hartos de reñir, y yo vivía con ellos como antes, siempre silenciosa, siempre reflexiva, siempre buscando algo en mis sueños. Al examinar a uno y a otro más atentamente, terminé por discernir cuáles eran sus relaciones mutuas. Comprendí su hostilidad continua y sorda, todo aquel dolor, toda aquella vida desordenada que se había instalado en nuestro rincón. Sin duda, no discernía las causas ni las consecuencias; había comprendido solo cuanto podía comprender. En las largas noches de invierno, acurrucada en cualquier parte durante horas enteras, los vigilaba con avidez. Observaba el rostro de mi padre, procurando adivinar en qué pensaba, qué era lo que le preocupaba; luego me conmovía, asombraba por la actitud de mi madre. Caminaba sin detenerse de un extremo al otro de la habitación durante horas enteras, a menudo aun entrada la noche, cuando sufría de insomnio. Caminaba murmurando palabras incoherentes, como si estuviera sola en la habitación, ora separando los brazos, ora cruzándolos sobre su pecho, ora retorciéndose las manos, presa de una angustia horrible e infinita. A ratos, las lágrimas corrían por sus mejillas, quizá sin saber ella misma por qué, pues a momentos se quedaba como absorta. Padecía una dolorosa enfermedad que la abstraía por completo.
Recuerdo que mi aislamiento, mi silencio, que no me atrevía a romper, me resultaba cada vez más angustioso. Durante todo un año viví una vida consciente, reflexiva, soñadora, atormentada por aspiraciones desconocidas, vagas, que nacían en mí espontáneamente. Me encontraba en estado salvaje, como si procediera de la selva. Mi padre fue el primero en notar lo que ocurría; me llamó a su lado, y me preguntó por qué le contemplaba tan fija. No recuerdo lo que le respondí. Solo recuerdo que él reflexionó, y me dijo, por fin, mirándome, que al día siguiente llevaría un abecedario y empezaría a enseñarme a leer. Aguardé con impaciencia aquel abecedario. Soñé con él durante la noche, sin saber, en realidad, lo que era.
Al día siguiente, mi padre comenzó, en efecto, a enseñarme a leer. Comprendí al punto lo que se exigía de mí, y aprendí rápidamente, pues sabía que ello le complacería. Aquella fue la época más feliz de mi vida.
Cuando él me felicitaba por mi inteligencia, me acariciaba la cabeza y me abrazaba, yo rompía a llorar de júbilo.
Poco a poco, mi padre me fue tomando afecto. Ya me atrevía a hablar con él, y hablábamos con frecuencia durante horas enteras sin fatigarnos, aunque a veces yo no comprendiese ni una palabra de cuanto él me decía. Pero le tenía miedo; temía que llegara a creer que me aburría hablando con él, por lo cual, acumulando todas mis energías, procuraba demostrarle que lo comprendía todo. Por último, mi padre se acostumbró a pasar conmigo toda la velada. En cuanto comenzaba a caer la tarde, volvía a casa. Yo me acercaba con el silabario. Me hacía sentarme frente a él en un banco, y terminada la lección, empezaba a leerme un libro cualquiera. Yo no entendía nada; pero reía sin cesar, creyendo proporcionarle así un gran placer. En efecto, le interesaba y le agradaba oírme reír. Por aquella época, un día, después de la lección, empezó a contarme un cuento. Era el primer cuento que yo escuchaba. Estaba encantada de oírle. Ardía en impaciencia, aguardando la continuación del relato; me sentía transportada a otro mundo, escuchándolo y cuando la historia hubo terminado, me quedé entusiasmada.
No era que el cuento hubiese obrado poderosamente sobre mí, no, sino que lo acepté todo como si fuese verdad, dando un impulso a mi inagotable fantasía, que unía la realidad a la ficción. Inmediatamente volvió a aparecer en mi imaginación la casa de las cortinas rojas, y a la vez, no sé cómo, mi propio padrastro, me pareció uno de los personajes del cuento que me narraba; luego, mi madre, que nos impedía huir lejos de ella, y por último, o más bien antes que nada, yo misma, con mis sueños maravillosos y mi cerebro colmado de quimeras. Todo aquello se mezclaba de tal modo en mi espíritu, que bien pronto constituyó la cosa más espantosa del mundo, y durante cierto tiempo perdí toda conciencia, todo sentimiento de lo verdadero y de lo real, y estuve viviendo Dios sabe dónde…
En aquella época, ardía en impaciencia por hablar con mi padre acerca de lo que nos aguardaba en el porvenir, de lo que le esperaba a él personalmente, y del lugar adonde me conduciría cuando al cabo abandonáramos nuestro tugurio. Estaba segura, por mi parte, de que aquello sucedería pronto; pero ¿cómo, en qué forma?… No lo sabía; y me mortificaba dando vueltas a mi cerebro por averiguarlo.
En ocasiones, sobre todo por la noche, me parecía que, de pronto, mi padre me iba a hacer una seña a escondidas; que me iba a llamar al llegar al vestíbulo; que yo, sin que mi madre me viese, cogería entonces mi silabario, y además, nuestro cuadro —un cromo infame, sin marco, que teníamos clavado en la pared desde tiempo inmemorial, y que había resuelto llevarnos cuando huyéramos a cualquier parte, muy lejos—, para no volver ya nunca a casa de mi madre.
Un día que mamá no estaba en casa, escogí un momento en que mi padre estaba particularmente contento, lo cual le ocurría si bebía un poco de vino. Me acerqué a él y empecé a hablar de cosas indiferentes, con la intención de encauzar pronto la conversación hacia mi tema favorito. Cuando conseguí hacerle reír, enlazándole con fuerza, temblándome el corazón, horrorizada como si me dispusiera a decir algo misterioso y terrible, comencé a balbucear estas preguntas:
—¿Dónde nos iremos?… ¿Será en breve?… ¿Qué vamos a llevarnos? ¿Cómo viviremos?… Y, sobre todo, ¿nos iremos a la casa de las cortinas rojas?…
—¡La casa!… ¡Las cortinas rojas!… ¿Qué dices, tontuela?…
Entonces, más horrorizada aún, empecé a explicarle que, cuando mamá muriera dejaríamos de vivir en aquel desván, que él me llevaría a otra parte, y que los dos seriamos ricos y felices. Le recordé, además, que él mismo me lo había prometido. Al hablarle así, me hallaba convencida de que, en efecto, mi padre me había dicho aquellas cosas; por lo menos, eso me parecía.
—¿Mamá?… ¿Muerta?… ¿Cuando mamá se muera?… —repitió, mirándome con asombro, el semblante algo descompuesto, y frunciendo sus espesas cejas grises—. ¿Qué estás diciendo, mi pobre tontuela?…
Acabó por reñirme. Estuvo hablando durante mucho tiempo, acusándome de niña estúpida y diciéndome que no entendía nada… Y ya no recuerdo más, sino que se puso muy triste…
Yo no comprendía sus reproches. No sabía cuan penoso le resultaba que yo hubiera oído las palabras dichas a mamá por él en un momento de cólera y profunda desesperación; pero yo las había retenido y había reflexionado mucho acerca de ellas. Fuese como fuere, no podía mostrarse muy extrañado de mis palabras. Aunque sin comprender del todo por qué se enfadaba, me sentí afligida y desconcertada. Rompí a llorar. Me pareció comprender que cuanto nos esperaba era tan importante, que una niña estúpida como yo no tenía derecho a hablar de ello ni a pensarlo siquiera. Además, aunque sin comprenderlo por completo, me daba cuenta oscuramente de que había ofendido a mamá. Me embargaron el miedo y el espanto, y la duda cayó en mi alma. Entonces, viendo cómo lloraba y sufría, mi padre intentó consolarme. Enjugó mis lágrimas con mi manga y me ordenó que dejara de llorar. Ambos permanecimos silenciosos durante algún rato. Con el ceño fruncido, mi padre parecía reflexionar. Luego comenzó a hablarme de nuevo; pero, aunque presté una gran atención, lo que me decía se me antojaba harto vago. Después de pronunciar algunas palabras, de las cuales me acuerdo todavía hoy, me pareció que me explicaba que él era un gran artista, que nadie le comprendía, y que era un hombre de gran talento. Recuerdo que, habiéndome preguntado si le entendía, y satisfecho, sin duda, de mi respuesta, me obligó a repetir que él tenía talento. Lo repetí. Entonces sonrió un tanto, tal vez porque a la postre encontraba él mismo ridículo hablar conmigo de un asunto tan serio.
Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada de Carlos Feodorovich. Me eché a reír y me puse alegre cuando mi padre, señalando al recién llegado, me dijo:
—Aquí tienes a Carlos Feodorovich, que no posee pizca de talento.
Carlos Feodorovich era un personaje muy divertido. Veía yo en aquella época a tan poca gente, que me será imposible olvidarla, y la recuerdo como si la tuviera delante. Feodorovich era alemán. Su apellido de familia era el de Meyer. Había llegado a Rusia con el ardiente deseo de ingresar en el cuerpo de baile de San Petersburgo. Pero era muy mal danzarín; así, cuanto se pudo hacer con él fue emplearle en el teatro como comparsa. Desempeñaba algunos papeles mudos. En la representación de Fortimbras era uno de los caballeros de Verona que, en número de veinte, gritaban todos a un tiempo, blandiendo unos puñales de cartón: ¡Muramos por el rey! No había, de seguro un solo actor en el mundo que se interesara tan apasionadamente por sus papeles como Carlos Feodorovich; pero la desgracia de toda su vida era la de no haber logrado ser admitido en el cuerpo de baile. Ponía el arte de la danza por encima de todo, y sentía tanta predilección por su arte como mi padre por el del violín. Entablaron amistad por la época en que se encontraban ambos en el teatro, y desde entonces el ex comparsa no abandonó nunca a mi padre. Se veían muy a menudo, y los dos deploraban su triste suerte, considerándose uno a otro como desconocidos.
Aquel alemán era el hombre más sentimental y más afectivo del mundo, y profesaba a mi padrastro la amistad más viva y más desinteresada; pero según pude ver, mi padre no sentía por él una predilección particular: le soportaba solo a falta de otras relaciones. Además, aquel era demasiado exclusivista para comprender que la danza suponía también un arte, lo cual entristecía al pobre alemán, hasta el extremo de saltársele las lágrimas. Conociendo el punto sensible del desdichado Carlos Feodorovich, mi padre se complacía en ridiculizarle y mofarse de él cuando el alemán se exaltaba y se entusiasmaba haciendo la defensa de la danza.
Más adelante B… habló mucho de Carlos Feodorovich. Le llamaba el silbador de Nüremberg, y me contó muchos detalles acerca de su amistad con mi padre. Así, pues, me refirió, entre otras cosas, que se reunían muy a menudo, y después de haber bebido se ponían a llorar juntos, lamentando su suerte de artistas incomprendidos. Recuerdo aquellas reuniones, y recuerdo también que, considerando a aquellos dos seres originales, me ponía a llorar yo también sin saber por qué.
Esto ocurría siempre cuando mamá no estaba en casa. El alemán le tenía mucho miedo; esperaba siempre a la puerta que otro le informara, y cuando se enteraba de que mamá se hallaba en casa bajaba inmediatamente la escalera a todo correr. Llevaba siempre consigo poemas alemanes; se exaltaba leyéndonoslos en voz alta, y los declamaba luego traduciéndolos al ruso, a fin de que pudiéramos comprenderlos.
Aquello distraía hasta más no poder a mi padre, y a mí también. Una vez encontraron no sé qué obra rusa que entusiasmó a ambos; tanto, que a partir de aquel día se reunían siempre para leer juntos. Recuerdo que se trataba de un drama en verso, original de un célebre escritor ruso. Me acordaba antes tan bien de las primeras líneas de aquella obra, que algunos años más tarde, habiendo encontrado casualmente el libro, lo reconocí sin dificultad. Trataba aquel drama de las desgracias de un gran pintor, un tal Jenaro o Jacobo, que en uno de los pasajes exclamaba: ¡Soy desconocido!, y en otro: ¡Soy reconocido!, o ¡No tengo ningún talento!, y algunas líneas más adelante: ¡Tengo un talento inmenso! Terminaba muy tristemente.
Aquel drama era, sin duda alguna, una obra de las más ordinarias; pero —he aquí el milagro— obraba de la manera más directa y más trágica en los dos lectores, que encontraban en el héroe mucha semejanza con ellos mismos. Recuerdo cómo a veces Carlos Feodorovich se exaltaba hasta el punto de que se levantaba súbitamente de su sitio, corría hasta el ángulo opuesto de la habitación y nos decía con insistencia y con lágrimas en los ojos, a mi padre y a mí —llamándome señorita—, que hiciésemos de jueces entre el público y él. Y abierta la sesión, comenzaba a bailar, a ejecutar diferentes pasos, y nos gritaba que le dijésemos en seguida si él era o no un artista, si se le podía decir que no tenía talento.
Mi padre se ponía al punto muy alegre; me guiñaba los ojos, como para prevenirme que se iba a mofar del alemán de una manera muy graciosa. Yo sentía un deseo loco de reír; pero mi padre me amenazaba con el dedo, y yo me aguantaba la risa, ahogando mis carcajadas. Y aún ahora, solo ante el recuerdo de aquellas escenas, no puedo menos de reírme. Veo al pobre Carlos Feodorovich como si le tuviera en mi presencia. Era muy bajo y muy delgado; tenía los cabellos blancos; la nariz, aquilina, roja, manchada de tabaco, y unas piernas enormemente deformadas; pero a pesar de esto, se vanagloriaba de su conformación, y llevaba unos pantalones muy ajustados. Cuando adoptaba una postura, después de dar un último salto, tendiendo hacia nosotros sus manos, y sonriendo como lo hacen los danzarines en escena al final de un paso de baile, mi padre, durante algunos instantes, guardaba silencio, como si no pudiera decidirse a formular un juicio, conservando, de intento, al danzarín en su postura; de suerte que este se balanceaba sobre un pie de un lado a otro, empleando todas sus fuerzas en guardar el equilibrio. Por fin, mi padre me miraba, poniéndose muy serio, como si me invitase a ser testigo de la imparcialidad de su juicio, en tanto que las tímidas y suplicantes miradas del bailador se fijaban en mí al mismo tiempo.
—No, Carlos Feodorovich; no puedes lograr nada —pronunciaba, por fin, mi padre, fingiendo la mayor contrariedad, al verse obligado a formular esta verdad amarga.
Entonces, del pecho de Carlos Feodorovich se escapaba un verdadero gemido; pero al instante recobraba ánimos por medio de movimientos acelerados, volvía a reclamar atención, afirmando que no había danzado con arreglo al buen método, y suplicándonos que le juzgásemos una vez más. Después corría de nuevo al otro ángulo de la habitación, y a veces, saltaba con tal ardor, que tocaba con la cabeza en el techo y se hacía daño; pero, como un espartano, soportaba heroicamente su dolor, tornaba a fijar una postura, tendía aún hacia nosotros sus manos temblorosas, esbozando una sonrisa, y solicitaba todavía nuestra decisión; pero mi padre era inflexible, y, como antes, repetía en un tono sombrío:
—No, Carlos Feodorovich; es tu sino, y no triunfarás nunca…
Entonces yo no me detenía ya, y me retorcía de risa. Mi padre seguía mi ejemplo. Carlos Feodorovich, comprendiendo, por fin, que nos burlábamos de él, se ponía rojo de indignación, y con lágrimas en los ojos, expresando un sentimiento tan profundo como cómico, que más tarde me produjo un enorme daño, decía a mi padre:
—¡Eres un amigo cruel!…
Luego cogía su sombrero y huía de nuestra casa, jurando y perjurando que no volvería nunca. Pero sus enojos no se prolongaban mucho. Al cabo de algunos días le veíamos reaparecer. Recomenzaba la lectura del famoso drama; vertíanse nuevas lágrimas, y luego, el ingenuo Carlos Feodorovich nos rogaba nuevamente que hiciéramos de jueces entre el público y él, pero para juzgarle en serio, como verdaderos amigos y sin burlarnos…
Una vez mi madre me envió a comprar una cosa a la tienda. Volvía, guardando cuidadosamente la moneda de plata que me habían devuelto, cuando en la escalera encontré a mi padre, que salía. Sonreí, como lo hacía siempre cuando le veía. Él se inclinó como para besarme, y vio en mi mano la moneda de plata. Olvidaba decir cómo me hallaba tan habituada a la expresión de su rostro, que a simple vista adivinaba casi siempre todos sus deseos. Cuando él estaba triste, mi corazón se ponía angustiado. En general, se alteraba mucho, sobre todo cuando no tenía dinero y cuando, por esta causa, no podía beber vino, como tenía por costumbre. En el momento en que le encontré en la escalera, me pareció que le ocurría algo de particular. Al principio no me prestó atención; pero cuando vio en mi mano la brillante moneda, se tornó rojo de súbito; luego palideció y avanzó la mano para coger el dinero. La retiró en seguida, empero. Sostenía una lucha interior. Por último, adoptando una resolución, me ordenó que subiera, y él bajó algunas gradas. Pero se detuvo de pronto y me llamó con apresuramiento. Se mostraba muy contrariado.
—Escucha, Niétochka —me dijo— dame ese dinero. Te lo devolveré. ¿Se lo darás a tu padre? Tú eres buena, ¿verdad Niétochka?
Ya iba a ceder; mas al primer momento, la idea de la cólera de mamá, la timidez, y sobre todo, una vergüenza instintiva por mí y por mi padre, me impidieron entregarle el dinero. Comprendió al instante esto, y me dijo acto seguido:
—No, no; no me hace falta, no me hace falta.
—No, papá, tómalo. Diré que lo he perdido, que los niños de la vecindad me lo han quitado.
—Bien, bien… Ya sabía yo que tú eres una niña inteligente —repuso sonriendo, temblándole los labios, y sin disimular su júbilo, cuando se encontró con el dinero en la mano—. Eres una buena muchacha… Eres un angelito… Ven, trae; besaré tu mano.
Tomó mi mano y quiso besarla, pero yo la retiré con rapidez. Me invadió una especie de piedad, y la vergüenza comenzó a torturarme cada vez más. Corrí hacia arriba, horrorizada, abandonando a mi padre sin decirle adiós. Cuando entré en la vivienda, ardían mis mejillas y me latía el corazón, presa de un sentimiento angustioso y hasta entonces desconocido. Sin embargo, aseguré resueltamente a mi madre que había dejado caer el dinero en la nieve, y que no había podido encontrarlo. Esperaba recibir algunos golpes; pero no ocurrió nada… Claro que mamá se puso al principio fuera de sí, pues éramos muy pobres, y me regañó; pero al punto se rehízo, y dejó de reñirme, diciéndome solo que yo era una niña torpe y descuidada y que, por lo visto, debía, de quererla muy poco, cuando tan mal guardaba su dinero. Esta observación me entristeció más de lo que hubieran podido hacerlo los golpes. Mamá me conocía bien. Se había dado cuenta de mi sensibilidad, a menudo enfermiza, y con reproches amargos por mi falta de afecto, pensaba conmoverme más y obligarme así a que fuese más cuidadosa en lo sucesivo.
Al anochecer, la hora en que mi padre volvía de ordinario, fui a esperarle. Al llegar, llevándome un pastel, comenzó a decirme que lo había comprado para mi, que estaba mal robarle a mamá, que en lo sucesivo no debía pensar siquiera en semejante cosa, y que, si le obedecía, me compraría aún más pasteles. Por último, añadió que debía tener lástima de mamá, que mamá estaba muy enferma y era muy pobre, y que ella sola trabajaba para todos. Yo le escuchaba asustada, temblándome todo el cuerpo. Las lágrimas se escapaban de mis ojos. Me sentía tan emocionada, que no podía pronunciar una sola palabra ni moverme de mi sitio. Por fin, entró en la habitación, me ordenó que no llorara, y que no le dijera nada de aquello a mamá. Observé que él mismo se hallaba muy preocupado. Toda la noche la pasé presa de una especie de espanto, y por primera vez no me atreví a mirarle ni a acercarme a él. También él rehuía visiblemente mi mirada. Mamá iba y venía por la habitación, hablando sola, según su costumbre, como si estuviera en sueños. Aquella noche se encontraba mal: sufría una crisis. A la postre, tantas emociones me produjeron fiebre. Cuando me acosté, no pude dormir. Me atormentaban horrorosas pesadillas; no pudiendo contenerme ya, comencé a llorar con amargura. Mis sollozos despertaron a mamá. Me llamó y me preguntó qué me ocurría. No le respondí, y redoblaron mis lágrimas. Entonces ella encendió la vela, se acercó a mí y empezó a consolarme, creyendo que tenía miedo a consecuencia de algún mal sueño.
—¡Vaya, tontina!… Todavía lloras cuando sueñas… Calla, calla…
Me besó y me dijo que me fuese a dormir a su cama; pero yo rehusé.
No me atrevía a besarla ni a irme con ella. Me atormentaban sufrimientos imaginarios. Deseaba contárselo todo. Iba a comenzar. Pero el recuerdo de mi padre y su prohibición me detuvieron.
—¡Mi pobrecita Niétochka! —exclamó mi madre metiéndome en el lecho y envolviéndome en su vieja manta, pues había notado que temblaba de fiebre—. ¡Probablemente tendrás tan poca salud como yo!
Y me miró tan tristemente, que, no pudiendo soportar su mirada, cerré los ojos y me retiré. No recuerdo cómo me dormí; pero en mi leve sueño, por largo tiempo aún, oí que mi pobre madre me hablaba. Nunca había experimentado un sufrimiento tan penoso. Mi corazón padecía hasta dolerme. Al día siguiente por la mañana me encontré mejor; me puse a hablar con mi padre sin recordarle los acontecimientos de la víspera, pues adivinaba de antemano que le sería muy desagradable. Mi padre recobró desde luego su buen humor; sus cejas, fruncidas por la inquietud, se desarrugaron, y el júbilo —una satisfacción casi infantil— se iba apoderando de él ante la presencia de mi alegría. A poco salió mamá, y mi padre, entonces, no pudo contenerse; empezó a besarme tan fuerte, que me volvía loca de entusiasmo; lloraba y reía a la vez. Por último, me dijo que me iba a enseñar una cosa que me gustaría mucho, porque yo era una muchachita lista y buena.
Se desabrochó el chaleco y sacó una llave que llevaba colgada al cuello, pendiente de una cinta negra; luego, mirándome misteriosamente, como si deseara leer en mis ojos la satisfacción que, según él, debía manifestar, abrió el cofre, y con mil precauciones extrajo de él una caja negra, de forma extraña, que yo no había visto nunca. Cogió aquella caja con algo de temblor, y su fisonomía se transfiguró en seguida: la risa desapareció de su semblante que, de pronto, adquirió una expresión grave y solemne. Por fin, con la llave, abrió la caja misteriosa y sacó de ella un objeto que tampoco había visto nunca; un objeto cuya forma me pareció al principio extraordinaria. Lo cogió cuidadosamente, respetuosamente, y me dijo que aquello era su instrumento, su violín. Entonces comenzó a explicarme en voz baja y solemne cosas que yo no comprendía. Solo he retenido en mi memoria las frases que ya conocía: que él era un artista, que tenía un gran talento, que un día tocaría el violín, y que entonces todos seríamos ricos y conoceríamos la felicidad. Las lágrimas acudían a sus ojos y corrían por sus mejillas. Yo me hallaba muy emocionada. Al cabo besó el violín, me hizo que también yo lo besara, y viendo mi gran deseo de examinarlo más de cerca, me condujo hacia la cama de mamá y me puso el violín en las manos; pero yo comprendía que temblaba ante el temor de que lo dejara caer y se rompiera. Tomé el violín con mis manos y rocé las cuerdas, que produjeron un sonido muy débil.
—Música… —dije, mirando a mi padre.
—Sí, sí, música —confirmó él, frotándose alegremente las manos—. Eres una niña lista. Eres una buena, chiquilla…
Pero, a pesar de sus alabanzas y su entusiasmo, noté cómo temía por su violín, y me asaltó el miedo a mi vez. Se lo devolví lo antes posible. Con las mismas precauciones, el violín fue colocado de nuevo en su caja, y esta guardada bajo llave en el cofre. Luego, volviendo a acariciarme la cabeza, mi padre me prometió enseñarme aún el violín, siempre que, como entonces, fuese inteligente, buena y obediente. Así, pues, el violín disipó nuestra común tristeza. Por la tarde, al salir, mi padre me dijo al oído que no olvidara sus palabras anteriores.
Seguí creciendo en nuestro tugurio, y poco a poco, mi afecto, o más bien mi pasión —pues no conozco una palabra lo bastante enérgica para expresar con exactitud el sentimiento irresistible, pero penoso para mí misma, que experimentaba por mi padre— se convirtió en una especie de irritabilidad enfermiza. No tenía más que un único placer; pensar o soñar con él. No tenía más que una sola voluntad: hacer cuanto pudiera por proporcionarle alguna satisfacción. ¡Las veces que le esperé en la escalera tiritando, de frío!, solo por enterarme de que volvía, aunque no fuese sino un instante más pronto, y por verle lo antes posible Me ponía loca de contento cuando me acariciaba un poco, en tanto que sufría con frecuencia, por ser tan obstinadamente fría para mi madre. Había momentos en que me sentía oprimida de angustia y lástima contemplándola. En sus eternas querellas, no podía mostrarme indiferente, y teniendo que decidirme por cualquiera de los dos, me decidía por el pobre semiloco, sin más causa que la de haber impresionado a fondo mi imaginación.
¡Quién sabe!… Acaso me interesara por el porqué era muy extraño en su aspecto mismo y no tan severo ni tan sombrío como mamá, porque estaba casi loco y a menudo se manifestaban en él la bufonada y las manera; infantiles, y porque, en una palabra, sentía menos miedo y menos respeto hacia él que hacia mamá. Se parecía más a mí. Poco a poco, llegué a comprender que yo le dominaba, le había sometido, y que ya le era necesaria. En mi interior me sentía orgullosa; triunfaba al comprender cuánta necesidad tenía él de mí y a veces, me mostraba hasta coqueta. En efecto, aquella predilección extraordinaria no dejaba de tener algo de novelesco… Pero la novela no debía durar mucho tiempo. Bien pronto perdí a mi padre y a mi madre. Sus vidas sucumbieron en una terrible catástrofe, que está grabada dolorosamente en mi memoria.
He aquí cómo se produjo.