CAPÍTULO I

No recuerdo a mi padre, que murió cuando yo tenía dos años, y mi madre volvió a casarse. Este segundo matrimonio, aunque contraído por amor, resultó para ella fuente de dolores. Mi padrastro era músico, y su destino se denotó harto extraordinario. Era el hombre más extraño y más delicioso que he conocido. Su influencia en mis primeras impresiones de niña se hizo tan fuerte, que dejó marcada su huella durante toda mi vida. Para que mi relato sea comprensible, comenzaré por dar su biografía. Cuanto voy a decir acerca de él, lo supe más tarde por el célebre violinista B…, que fue el compañero y el amigo más íntimo de mi padrastro en su juventud.

Mi padrastro se llamaba Efimov. Nació en una posesión que pertenecía a un opulento terrateniente. Era hijo de un músico muy pobre que, después de haber hecho largos viajes, se había establecido en las tierras de aquel propietario y había ingresado en su orquesta. El amo, que vivía con lujo, amaba sobre todas las cosas y apasionadamente la música.

Cuentan que aquel hombre, que no abandonaba nunca sus tierras ni aun para ir a Moscú, decidió de pronto un día trasladarse por algunas semanas a una ciudad del extranjero con el único objeto de oír a un célebre violinista que, según decían los periódicos, iba a dar allí tres conciertos. Él poseía una orquesta bastante buena, a cuyo sostenimiento consagraba casi todas sus rentas. Mi padrastro ingresó en esta orquesta como clarinete. Tenía veintidós años cuando conoció a un hombre singular.

En el mismo distrito vivía cierto conde que en otro tiempo había poseído una gran fortuna, pero a quien arruinaba la manía de tener un teatro. Le ocurrió verse obligado a despedir, por su mala conducta, a su director de orquesta, de origen italiano. Este director de orquesta era, en efecto, un individuo lamentable. Apenas privado de su empleo, perdió en seguida todo salario; comenzó a frecuentar las tabernas de la ciudad y a beber; llegó hasta mendigar, y, en lo sucesivo, le fue imposible encontrar dónde colocarse dentro de la provincia. Mi padrastro trabó amistad con tal hombre. Aquella camaradería parecía tan inexplicable como inverosímil, pues nadie observaba en mi padrastro el menor cambio de conducta a consecuencia del ejemplo de su compañero, y el propietario, quien al principio le había prohibido tratarse con el italiano, terminó por cerrar los ojos en todo lo que se relacionara con su amistad.

Por fin, el director de orquesta murió súbitamente. Los campesinos encontraron una mañana su cadáver en una zanja, cerca de una empalizada. Se abrió una investigación, de la cual resultó que el italiano había muerto de apoplejía.

Todo su haber se hallaba en casa de mi padrastro, quien presentó inmediatamente la prueba de su derecho a la herencia: el difunto había dejado un papel en el cual declaraba que, en caso de defunción, Efimov sería su único heredero. La herencia se componía de un traje negro que el difunto había cuidado como a las niñas de sus ojos, pues conservó siempre la esperanza de encontrar una nueva colocación, y un violín de apariencia bastante ordinaria. Nadie le disputó esta herencia; pero, algún tiempo después, el propietario recibió la visita del primer violinista del conde, portador de una carta suya. En la tal carta, el conde rogaba, suplicaba a Efimov que le vendiera el violín que le había legado el italiano, pues deseaba con interés adquirir el instrumento para su orquesta. Le ofrecía por él tres mil rublos, y añadía que ya había mandado buscar a Egor Efimov para concertar el trato en persona con él, aunque este se negase en redondo a ceder a su requerimiento. El conde terminaba diciendo que la suma que proponía representaba el precio real del violín, y que en la obstinación de Efimov encontraba algo ofensivo para él: la suposición de intentar aprovecharse de su sencillez y su ignorancia, por lo cual invitaba al propietario a que interviniera en el asunto.

El amo hizo comparecer a mi padrastro.

—¿Por qué no quieres vender tu violín? —le preguntó—. Tú no lo necesitas… Te dan por él tres mil rublos; se trata de una buena suma y eres un estúpido si piensas que en otra parte te van a dar más. El conde no tiene intención de engañarte.

Efimov contestó que por su propia voluntad no volvería a casa del conde; que si su amo se lo mandaba, obedecería la orden, aunque no vendería su violín al conde; que si pretendía adquirirlo a la fuerza, su dueño era libre de hacer lo que quisiera.

Esta respuesta hirió al amo en el punto más sensible. Se jactaba, en efecto, de saber conducirse con sus músicos, quienes, según decía, se denotaban, sin excepción, verdaderos artistas, gracias a lo cual su orquesta no solo era mejor que la del conde, sino que podía rivalizar con la de la capital. Bueno —respondió el propietario—; haré saber al conde que no quieres vender tu violín, que no deseas venderlo, pues tienes derecho a hacerlo o no, ¿comprendes?… Pero permíteme que te pregunte para qué deseas tú ese violín. Tu instrumento es el clarinete, que tocas, por cierto, bastante mal… Cédeme el violín y te daré por él los tres mil rublos.

¡Quién hubiera podido figurarse que este instrumento tenía semejante valor!… Efimov sonrió.

—No, señor; no lo venderé —insistió—. Indudablemente, usted tiene facultades para…

—Pero ¿acaso te obligo, acaso te fuerzo a ello? —arguyó el propietario fuera de sí, máxime cuando la discusión tenía lugar en presencia del violinista del conde, quien podía deducir de aquella escena que la suerte de los músicos suyos era poco envidiable—. ¡Vete ahora mismo, ingrato, donde no te vea!… ¿Qué hubieras hecho sin mi, con tu clarinete que no sabes tocar?… En mi casa estás alimentado, vestido y bien pagado; recibes tu salario con puntualidad; eres un artista y no quieres comprenderlo… No quieres… ¡Vete, y no me exasperes más con tu presencia!…

El propietario prefería siempre quitar de su vista a aquellos contra quienes se encolerizaba, pues temía no ser muy dueño de sí; además, por nada del mundo hubiera querido comportarse violentamente con un artista, como él llamaba a todos sus ejecutantes.

No se cerró, pues, el trato y el incidente parecía haber terminado así, cuando dé improviso, un mes después, el violinista del conde suscitó un asunto muy grave. Bajo su propia responsabilidad presentó contra mi padrastro una denuncia, donde se proponía demostrar que este era el autor de la muerte del italiano, a quien había asesinado con propósito de lucro, a fin de convertirse en el poseedor de la cuantiosa herencia. El denunciante declaraba que el testamento constaba escrito porque se obligó a ello al difunto, y prometía presentar testigos para sostener su acusación.

Ni las súplicas ni las exhortaciones del conde y del propietario, quienes intercedieron en favor de mi padrastro, lograron decidir al violinista para que renunciase a su acusación. Se le hizo ver que el examen médico, al cual había sido sometido el cuerpo del difunto director de orquesta, estaba en toda regla; que negaba la evidencia, cegado tal vez por su cólera personal y su despecho al no poder entrar en posesión del precioso instrumento que habían querido comprar para él. El músico insistió, jurando que tenía razón; sostenía que la apoplejía no era debida a la borrachera, sino a un envenenamiento, y exigía que se abriera una nueva información. A primera vista, sus razones parecieron serias y se atendió su denuncia. Efimov fue detenido y conducido a la prisión de la ciudad. Toda la provincia se interesó en el asunto. Este se desarrolló muy de prisa y terminó con una inculpación, por denuncia calumniosa, contra el violinista. Se le infligió una justa condena; pero él insistió hasta el final y afirmó que tenía razón. Acabó, sin embargo, por confesar que no poseía ninguna prueba, que sus presuntas pruebas eran invención suya; pero al inventar todo aquello, había obrado por lógica. Aunque se había abierto nueva información y la inocencia de Efimov quedó formalmente reconocida, él continuaba convencido de que la muerte del desdichado director de orquesta fue producida por Efimov, quien le había matado, si no por medio del veneno, valiéndose de otro procedimiento cualquiera. No se ejecutó la condena. El músico cayó enfermo repentinamente a causa de una inflamación del cerebro; se volvió loco y murió en el hospital de la cárcel.

Mientras duró aquel asunto, la actitud del propietario fue de las más generosas. Multiplicó las gestiones en favor de mi padrastro, como si se hubiera tratado de su propio hijo. Varias veces fue a visitarle a la prisión para consolarle y entregarle dinero. Habiéndose enterado de que Efimov fumaba, le llevó excelentes cigarros, y cuando se reconoció la inocencia de mi padrastro, dio una fiesta en honor de toda la orquesta. El propietario consideraba el asunto de Efimov como si interesase a toda la orquesta, pues estimaba la buena conducta de sus músicos, por lo menos tanto, si no más, que su talento.

Transcurrió todo un año. De pronto corrió el rumor de que acababa de llegar a la capital de la provincia un violinista muy conocido, un francés, que tenía intención de dar varios conciertos. Desde luego, el propietario entabló las oportunas gestiones con el fin de conseguir que fuese a su casa por algunos días. Se arregló el asunto, y el francés prometió hacerlo. Todo estaba ya preparado para su llegada, y se había invitado a casi todo el distrito, cuando, repentinamente cambiaron las cosas.

Una mañana se supo que Efimov había desaparecido. Cuantas gestiones se hicieron para encontrarle fueron inútiles. La orquesta se hallaba en una situación crítica: faltaba un clarinete. De repente, tres días después de la desaparición de Efimov, el propietario recibió una carta del francés, donde este declinaba, en términos poco corteses, la invitación que había aceptado, añadiendo, sin duda por alusión, que en adelante sería muy prudente en sus relaciones con los aficionados que tuvieran orquesta propia; no estaba dispuesto a tolerar que un verdadero talento estuviese sometido a las órdenes de un hombre que no sabía apreciar su valor, y, por último, alegaba que el ejemplo de Efimov, un verdadero artista y el mejor violinista que se había encontrado en Rusia, era la prueba evidente de la verdad de sus palabras.

Después de haber leído aquella carta, el propietario cayó en un profundo asombro. Se apenó mucho. ¿Cómo? ¡Efimov! El mismo Efimov por el cual se había interesado tanto, al que había prodigado tantos beneficios… Aquel Efimov le había calumniado de un modo vergonzoso, sin piedad, ante un artista europeo, delante de un hombre cuya opinión le era tan estimada… Además, aquella carta le parecía inexplicable bajo otro aspecto: se le aseguraba en ella que Efimov era un artista de verdadero talento, un violinista, y que no se le sabía apreciar, obligándole a tocar otro instrumento… Todo esto interesó tanto al propietario, que decidió partir sin demora para la ciudad a fin de entrevistarse con el francés. Pero en aquel momento recibió un recado del conde que le rogaba fuese cuanto antes a su casa. Estaba, según decía, al corriente de toda la historia: el virtuoso francés se encontraba entonces en su casa con Efimov, y la audacia, las calumnias de este último le habían indignado a tal punto, que ordenó retenerle. El conde añadía que la presencia del propietario era necesaria, puesto que la acusación de Efimov le alcanzaba a él mismo personalmente, que aquel asunto era muy importante y que se requería ponerlo en claro lo más pronto posible.

El propietario se trasladó en seguida a casa del conde, donde al punto fue presentado al francés. Explicó a este toda la historia de mi padrastro, agregando que nunca había sospechado que Efimov tuviera tanto talento; que, por el contrario, Efimov se había manifestado siempre como un mal tañedor de clarinete, y que aquella era la primera vez que se enteraba de que el músico que le había abandonado era violinista. Declaró que Efimov era libre, que siempre había gozado absoluta independencia, y podía irse cuando quisiera si, en efecto, se consideraba oprimido. El francés se mostró de lo más asombrado. Llamaron a Efimov. Estaba desconocido. Se condujo vergonzosamente; respondió con ironía y mantuvo la exactitud de cuanto había referido el francés. Esto irritó en extremo al conde. Dijo con claridad a mi padrastro que era un infame calumniador, digno del más ignominioso castigo.

—No se inquiete vuestra excelencia; le conozco ya bastante —replicó mi padrastro—. Gracias a usted, pudo considerárseme como un asesino. Ya sé que usted impulsó a Alejo Nikiforovitch, su antiguo músico, a que me denunciara.

El conde temblaba de ira ante tan terrible acusación. Apenas podía contenerse. Un funcionario que había ido a casa del noble para otro asunto, y por casualidad se hallaba presente, declaró que aquello no podía quedar así; que la grosería de Efimov encerraba una acusación odiosa, falsa, calumniadora, y que pedía respetuosamente permiso para detenerle sin tardanza en la misma casa del conde. El francés estaba, asimismo, indignado, y expresó su asombro ante una ingratitud tan enorme. Entonces mi padrastro se exaltó, y afirmó que el mejor castigo era el de los Tribunales; que resultaba preferible un nuevo atentado criminal a la vida que llevara hasta entonces, tocando en la orquesta de un señor a quien no había tenido posibilidad de abandonar a causa de su miseria. Después de pronunciar estas palabras, salió del salón, acompañado de los agentes que le habían detenido. Se le encerró en una estancia apartada y se le amenazó con conducirle a la ciudad al día siguiente.

Hacia medía noche, se abrió la puerta de la habitación del prisionero. Entró el propietario. Iba en traje de casa y en zapatillas y llevaba en la mano una linterna encendida. Evidentemente, no había podido dormirse y penosas reflexiones le habían obligado a dejar el lecho. Efimov no dormía. Miró con extrañeza a su visitante. Este soltó su linterna, y muy conmovido, se sentó en una silla frente a él.

—Egor —le dijo—, ¿por qué me has ofendido así?

Efimov no respondió. El propietario repitió su pregunta. Un sentimiento profundo, una expectante angustia vibraba en sus palabras.

—Dios sabe por qué le he ofendido así —respondió, por fin, mi padrastro, haciendo un movimiento con la mano—. Parece como si me hubiese tentado el diablo… Ni yo mismo lo sé… No podía vivir en su casa… El diablo se ha apoderado de mí…

—Egor —prosiguió el propietario—, vuelve a mi casa; lo olvidaré todo y te lo perdonaré todo. Escucha: serás el primero de mis músicos y te daré un sueldo superior al de los demás.

—No, señor, no; no me hable. ¡No puedo vivir en su casa!… Le repito que el diablo se ha apoderado de mí… Incendiaría su palacio si me quedara… A veces me invade tal congoja, que quisiera no haber nacido… Ahora no puedo siquiera responder de mí. No, señor; más vale que me deje… Todo esto data de cuando aquel diablo trabó amistad conmigo…

—¿Quién? —preguntó el propietario.

—El que reventó como un perro. Aquel maldito italiano…

—¿Fue él, Egor, quien te enseñó a tocar?

—Sí, él me enseñó varias cosas para perderme… ¡Más me valiera no haberle conocido nunca! …

—¿Acaso era un maestro tocando el violín, Egor?

—No; tocaba mal, pero enseñaba bien. Yo lo aprendí todo. Él me enseñaba únicamente… ¡Más me habría valido que mi mano se hubiera paralizado antes de aprender este arte!… Ahora no sé yo mismo lo que quiero… Señor, aunque me dijese usted: Egor, ¿qué deseas? Puedo dártelo todo, no le pediría nada, porque yo mismo no sé qué deseo… No, señor; se lo repito una vez aún: vale más dejarme… Haré algo para que se me envíe muy lejos y termine todo…

—Egor —dijo el propietario, tras de un momento de silencio—, no te dejaré así. Si no quieres volver a mi casa, bien: eres libre y no puedo retenerte; pero no te abandonaré así… Toca algo en tu violín, Egor; toca… Te lo suplico; toca… No se trata de una orden, ¿comprendes?… Te lo suplico. Toca, Egor. Por Dios, toca lo mismo que tocaste en presencia del francés… Tú eres obstinado, y yo también. Yo también tengo mi carácter, Egor… No viviré mientras no hayas tocado en mi presencia lo que tocaste en presencia del francés…

—Bien —dijo Efimov—. Había jurado no tocar delante de usted, señor; pero ahora se ablanda mi corazón. Tocaré… Sin embargo, será por primera y última vez, y nunca más, señor, volverá a oírme, aunque me prometiese mil rublos.

Tomó entonces su violín y empezó a tocar unas variaciones sobre canciones rusas. B… afirmaba que aquellas variaciones constituían su primera obra para violín y la mejor de todas, y que nunca las había tocado tan bien y con tanta inspiración. Además, el propietario, que no podía escuchar con indiferencia la música, lloraba a lágrima viva. Cuando Efimov terminó de tocar, se levantó de la silla y sacó trescientos rublos, que alargó a mi padrastro, diciéndole:

—¡Vaya, Egor! Te haré salir de aquí y lo arreglaré todo con el conde. Pero escucha: no cuento ya contigo; puedes seguir el camino que quieras, y si alguna vez tropezamos por ese camino, todo irá mal para ti y para mí… ¡Adiós, pues!… Un consejo para lo futuro, uno solo: no bebas, y trabaja: trabaja sin descanso y no te envanezcas… Te hablo como lo haría un padre… Ten cuidado, te advierto una vez más; trabaja y huye del aguardiente, porque si bebes alguna vez a consecuencia de cualquier decepción «y tendrás muchas», entonces estarás perdido; todo se lo llevará el diablo, y el día que menos se piense se te encontrará quizá en una zanja como al italiano… Y ahora, adiós… Aguarda… Abrázame…

Se abrazaron y luego salió mi padrastro.

Era libre.

Tan pronto como se vio en libertad, se apresuró a gastarse los trescientos rublos en las ciudades vecinas, en compañía de unos granujas con quienes trataba. Por último, se quedó solo sin un céntimo y sin ninguna protección y tuvo que ingresar en la miserable orquesta de un teatrillo ambulante en calidad de primero y acaso único violín.

Todo aquello no concordaba precisamente con sus primeras intenciones, que fueron las de ir cuanto antes a Petersburgo para estudiar allí, buscar una buena plaza y hacerse artista de primer orden.

Pero no se redujo todo a tocar en la pequeña orquesta. Mi padrastro se indispuso pronto con el empresario del teatro ambulante y lo abandonó. Entonces perdió el valor, y hasta adoptó una medida desesperada que hería cruelmente su amor propio. Escribió al propietario, le enteró de su situación y le pidió dinero. La carta fue escrita en un tono bastante desenfadado.

No obtuvo respuesta. Escribió entonces una segunda carta, en la cual, con palabras muy humildes, llamando al propietario bienhechor y dándole el título de verdadero conocedor del arte, le rogaba de nuevo que acudiera en su ayuda. Al cabo llegó la respuesta. El propietario enviaba cien rublos, acompañados de algunas líneas escritas por el ayuda de cámara, en las cuales le rogaba que se abstuviera para lo sucesivo de toda petición.

Cuando mi padrastro recibió el dinero, quiso salir inmediatamente para Petersburgo. Pero una vez pagadas sus deudas, le quedó tan poco, que no pudo emprender el viaje. Se quedó, pues, en la provincia. Entró de nuevo en una pequeña orquesta, donde no se acomodó, y que abandonó bien pronto. Y pasando así de un sitio a otro, siempre con la idea de ir sin tardanza a Petersburgo, permaneció en la provincia durante seis años enteros.

Por último, se dio cuenta de una cosa. Observó con desesperación cómo había sufrido su talento, amenguando en todos sentidos por su vida desordenada y miserable, y una mañana se alejó de su empresario, cogió su violín y se dirigió a Petersburgo, viviendo casi de limosna para subvenir a los gastos del viaje.

Se instaló en cualquier parte, en una buhardilla, y entonces fue cuando conoció a B…, que llegaba de Alemania y soñaba también con hacer carrera. Desde luego trabaron amistad, y B… recuerda ahora con profunda emoción aquellas relaciones. Ambos eran jóvenes; ambos tenían las mismas esperanzas y perseguían el mismo fin. Pero B… se hallaba aún en la primera juventud; aún había experimentado pocas miserias y sufrimientos. Además, ante todo, era alemán y se dedicaba solo a conseguir su objeto obstinadamente, sistemáticamente, con la seguridad absoluta de sus energías, suponiéndose casi de antemano que era capaz de lograrlo. Su compañero, por el contrario, tenía ya treinta años y estaba fatigado, abrumado, había perdido toda confianza, y al mismo tiempo, sus primeras energías se habían agotado durante los siete años en que había tenido que trabajar en los teatrillos de provincias o en las orquestas de los propietarios rurales para ganarse el sustento. Albergaba una sola idea: la de salir de aquella situación y economizar el dinero suficiente para ir a Petersburgo. Pero era esta una idea vaga y oscura, una especie de grito interior que, con los años, había perdido su precisión, hasta el punto de que, al encaminarse hacia Petersburgo, parecía obrar solo por la inercia de su deseo continuo de emprender semejante viaje, y no sabía bien qué era lo que iba a hacer en la capital. Su entusiasmo era contenido, irregular, bilioso, como si quisiera engañarse a sí mismo y convencerse de que su primitiva energía, el ardor y la inspiración no se habían agotado en él todavía.

Aquel entusiasmo perpetuo conmovió a B…, un hombre frío y metódico. Se había ofuscado, y consideraba a mi padrastro como a un futuro genio de la música. No podía representarse de otro modo el porvenir de su cantarada. Pero no tardaron en abrirse los ojos de B… y apreciaron la realidad. Vieron claramente que toda aquella fiebre, toda aquella impaciencia no eran otra cosa que la desesperación del talento perdido. Más aún, que aquel mismo talento no había sido nunca muy grande, y que había en él mucho de ceguera, de infatuación, de amor propio, de imaginación y una perpetua esperanza en su genio.

—Pero ¿podía asombrarme, quizá, la extraña naturaleza de mi compañero? —se preguntaba B…, al referir el caso—. Ante mi se desarrollaba una lucha desesperada, febril, de la voluntad extrema contra la debilidad interior. Durante siete años seguidos se había alimentado el infeliz con el sueño de su gloria futura, hasta el punto de que no notaba siquiera cómo perdía las nociones más elementales de nuestro arte, e incluso la técnica ordinaria de la música.

Sin embargo, en su imaginación desordenada nadan a cada momento planes, colosales para el porvenir. No contento con pretender ser un ejecutante de primer orden, uno de los más grandes violinistas del mundo; no contento con atribuirse un genio así, quería, además, hacerse compositor, aunque desconocía por completo lo que es un contrapunto. Pero lo que me extrañaba más —añadía B…—, era que, a pesar de su impotencia, de sus escasos conocimientos de la técnica musical, existía en aquel hombre una comprensión profunda, clara, y puede decirse intuitiva del arte. Lo sentía tan intensamente y lo comprendía tan bien, que no es extraño cómo se extraviaba al juzgarse a sí mismo, considerándose, en vez de un profundo e instintivo enamorado del arte, el pontífice del arte mismo, un genio. A veces, llegaba en su lenguaje primitivo, sencillo, ajeno a toda ciencia, a anunciar verdades tan profundas, que yo me quedaba estupefacto y no podía comprender cómo adivinaba todo aquello sin haber leído ni estudiado nunca nada; y le debo mucho de mi propio perfeccionamiento a causa de haber seguido sus consejos.

En cuanto a mí —continuaba B…—, confiaba, tranquilo, en mi suerte. Yo también amaba con apasionamiento mi arte; pero estaba convencido, desde el comienzo de mi carrera, de que solo llegaría a ser, en el sentido literal de la palabra, un obrero de la ejecución. En cambio, me siento orgulloso de no haber rehuido, como el esclavo holgazán, lo que me otorgó la naturaleza, sino, por el contrario, de haberlo aumentado considerablemente: y si se alaban mis facultades, si se admira mi técnica impecable, todo se lo debo al trabajo ininterrumpido, a la absoluta conciencia de mis fuerzas y a lo alejado que estuve siempre de la ambición, de la satisfacción de mi mismo y de la pereza como consecuencia de esta satisfacción.

B… procuró, a su vez, dar consejos a su compañero, al cual se había sometido en un principio; pero este se mostró enojado y hubo entre ellos un resentimiento. Bien pronto observó B… que su camarada se tornaba por momentos más apático; la inquietud y el tedio se apoderaban de él cada vez con más frecuencia; sus transportes de entusiasmo eran cada vez más raros e iban seguidos de una tristeza taciturna y deprimente. Por fin, Efimov comenzó a descuidar el violín. Pasaba semanas enteras sin tocarlo. No se hallaba muy lejos de la caída definitiva y a poco se hundió en el vicio funesto.

Aquello contra lo cual le puso en guardia el propietario había llegado: comenzó a beber de una manera inmoderada. B… le observaba con espanto. Sus consejos no eran ya eficaces, y temía pronunciar la frase más insignificante. Poco a poco, Efimov llegó a un cinismo extremo. No experimentaba vergüenza alguna de vivir a costa de B… y aun se conducía como si ello fuese un derecho absoluto. Entre tanto, los medios de existencia se agotaban. B… daba algunas lecciones o tocaba en casa de comerciantes, de alemanes o de empleados que, aunque no eran muy ricos, pagaban de un modo aceptable. Efimov aparentaba no darse cuenta siquiera de la miseria de su compañero.

Se portaba insolentemente con él y permanecía semanas enteras sin dignarse dirigirle la palabra. Un día B… le hizo observar del modo más afectuoso que haría muy bien no abandonando su violín con el fin de no perder por completo el mecanismo. Efimov se molestó en serio, y declaró que no volverla a tocar nunca el violín, aunque se lo pidiera de rodillas.

Otra vez, necesitando B… un compañero para tocar en una reunión, le hizo la proposición a Efimov. Este se puso furioso. Dijo que no era un violinista callejero ni tan infame como B… para deshonrar el gran arte tocando delante de viles tenderos que no sabrían apreciar su mecanismo y su talento. B… no respondió; pero Efimov, reflexionando ante aquella invitación mientras se hallaba ausente su camarada, quien había salido para trabajar, supuso que B… había tenido intención de darle a entender que vivía a expensas suyas y que aquella había sido una manera de decirle que se ganara la vida. Cuando volvió B…, Efimov comenzó súbitamente a reprocharle la infamia de su acto, y dijo que no permanecería ni un minuto más a su lado.

Desapareció, en efecto, por dos días; pero volvió al tercero como si nada hubiera pasado y reanudó la vida de antes.

La costumbre, la amistad, y también la lástima hacia un hombre que se ahoga, impidieron a B… poner término inmediato a aquella vida desordenada y separarse para siempre de su compañero. Acabaron, no obstante, por rehuirse. La fortuna sonreía a B… Había adquirido una alta protección, y tuvo la suerte de dar un concierto brillante. En aquella época era ya un admirable artista, y su renombre, que crecía rápido, le valió un puesto en la orquesta de la Opera, donde obtuvo bien pronto un éxito de todo punto merecido. Cuando se separó de Efimov le envió dinero y le suplicó, con lágrimas en los ojos, que volviese al buen camino. B… no puede pensar en él ahora sin experimentar un sentimiento particular. Su amistad con Efimov constituye una de las impresiones más profundas de su juventud. Iniciaron ambos su carrera juntos; se unieron el uno al otro tan sólidamente, que las extravagancias, e incluso los defectos más groseros de Efimov aumentaban el cariño de B…

B… comprendía a Efimov. Leía en su espíritu y presintió cómo terminaría todo aquello. En el momento de separarse se abrazaron ambos llorando. Efimov, a través de sus lágrimas y sollozos, empezó a gritar, diciendo que él era un hombre perdido, un desgraciado, que lo sabía desde hacía mucho tiempo, pero que solo entonces lo veía claro.

—¡No tengo talento! —exclamó, por último, tornándose pálido como un muerto.

B… estaba muy conmovido.

—Escucha, Igor Petrovich —le dijo—. ¿Qué has hecho de ti? Te pierdes solo con tu desesperación. No tienes paciencia ni valor. Ahora, en un acceso de tristeza, supones que no tienes talento… Eso no es verdad. Tienes talento; te aseguro que lo tienes. Lo veo solo por tu manera de sentir y comprender el arte. Te lo demuestra tu propia vida. Me contaste tu vida en otro tiempo. En tu primera época, también te asaltaba la desesperación sin que te dieras cuenta de ello. Entonces también tu maestro, aquel hombre extraño, del que me has hablado tanto, despertó en ti, por vez primera, el amor al arte y adivinó tu talento. Lo poseías entonces tan decisivamente como ahora; pero no sabías qué era lo que te pasaba. No podías vivir en casa del propietario y no sabías tú mismo lo que deseabas. Tu maestro murió demasiado pronto. Te dejó solo vagas aspiraciones, y sobre todo, no te hizo ver cómo eras tú mismo. Sentías la necesidad de emprender un camino más largo, presentías que te estaban reservados otros fines; mas ignorabas cómo podrías lograrlos, y en tu angustia odiabas cuanto te rodeaba a la sazón. Tus seis años de miseria no fueron perdidos. Has trabajado, has pensado, te has reconocido a ti mismo y tus fuerzas; comprendes ahora el arte y el destino… Amigo mío, es necesario tener paciencia y valor. Te está reservada una suerte más envidiable que la mía. Eres cien veces más artista que yo; pero necesitas que Dios te dé siquiera la décima parte de mi paciencia.

Trabaja, no bebas, como te decía el bueno del propietario, y sobre todo, empieza por el principio… ¿Qué te atormenta? ¿La pobreza? ¿La miseria?… La pobreza y la miseria forman al artista. Son inseparables en los comienzos. Ahora nadie te necesita, nadie quiere conocerte… Así es el mundo. Espera; cuando se sepa que tienes talento, ya será otra cosa. La envidia, la malevolencia, y sobre todo la incomprensión te oprimirán con más fuerza que la miseria. El talento necesita simpatía; es menester que se comprenda. Y ya verás qué clase de gentes te rodean cuando te encuentres próximo al triunfo. Procurarán mirar con desprecio lo que conseguiste de ti a costa de penoso trabajo, de privaciones y noches de insomnio. Tus futuros camaradas no te alentarán, no te consolarán, no te indicarán lo que en ti haya de bueno y verdadero. Poseídos de un júbilo maligno, pondrán todos de manifiesto tus faltas. Te mostrarán precisamente lo malo que en ti encuentren, aquello en lo cual te equivoques, y en actitud tranquila y despectiva se alegrarán de tus errores, como si hubiese alguien infalible. Tú eres soberbio y te engañas con frecuencia. Te ocurrirá ofender a una nulidad que tenga amor propio, y entonces, pobre de ti… Tú serás uno solo, y ellos serán varios. Te matarán a alfilerazos. Yo mismo empiezo a experimentar todo esto.

Procura, pues, recuperar tus fuerzas desde ahora. Después de todo, no eres tan pobre. Puedes vivir todavía. No rehúses las tareas groseras. Corta leña, como yo lo hice cierta noche entre personas pobres… Pero eres impaciente; tu enfermedad es la impaciencia. No tienes bastante sencillez. Eres demasiado sagaz, reflexionas demasiado, haces trabajar al cerebro más de lo debido… Eres audaz en tus palabras y cobarde cuando debes tomar el arco en tu mano. Tienes mucho amor propio y poco atrevimiento. Sé más atrevido, espera, aprende, y si no cuentas con tus fuerzas, fíate al azar. En todo caso, no perderás nada si la ganancia es suficiente. Ya ves, para nosotros el azar es también una gran cosa…

Efimov escuchaba a su antiguo compañero con una atención profunda. Conforme hablaba este, la palidez abandonaba las mejillas de Efimov, que se coloreaban poco a poco. Sus ojos brillaban con un fuego insólito de aliento y esperanza. Bien pronto aquel noble aliento se transformaba en audacia, y luego en su acostumbrado descaro; y cuando B… terminó su exhortación, Efimov solo le escuchaba ya distraídamente y con impaciencia.

Sin embargo, le estrechó calurosamente la mano, le dio las gracias y al punto, pasando de la humildad profunda y de tristeza a la presunción y al orgullo extremados, rogó a su amigo que no se inquietara por él, diciendo que sabría arreglar su existencia, que esperaba encontrar muy pronto protección y dar un concierto, y que entonces conquistaría de un golpe la gloria y la riqueza.

B… se encogió de hombros, pero no contradijo en nada a su compañero. Se separaron. Sin embargo, aquello no duró mucho. Efimov se gastó en seguida el dinero que le había dado B…, y volvió a él para pedirle por segunda, por tercera, por décima vez. Al cabo, B… perdió la paciencia y encargó que dijeran que no estaba en casa. Perdió de vista a Efimov.

Transcurrieron algunos años. Un día, al volver a su domicilio después de una recepción, B… tropezó en una callejuela, junto a una miserable taberna, con un hombre mal vestido y ebrio que le llamó por su nombre. Era Efimov. Había cambiado mucho. Estaba amarillento y flaco. La vida desordenada que llevaba había dejado en él su huella indeleble. B… se consideró feliz ante aquel encuentro, y sin tener tiempo de cambiar con él dos palabras, le siguió hasta la taberna, adonde Efimov le condujo. Allí, en una pequeña pieza reservada, muy sucia, examinó más de cerca a su compañero. Este iba casi cubierto de harapos, con las botas deshechas y la corbata rota, manchada de vino. Su cabeza canosa comenzaba a tornarse calva.

—¿Qué es de ti? ¿Dónde estás ahora? —interrogaba B…

Efimov se encontraba molesto, y hasta se mostraba tímido. Respondió a todo de una manera incoherente, hasta el punto de que B… creyó estar tratando con un loco. Por fin confesó Efimov que no podía hablar si no se le daba aguardiente, y que en aquella taberna desde hacía ya mucho tiempo no tenía crédito. Enrojeció al pronunciar estas palabras, aunque procuró animarse con su actitud desenvuelta. Todo aquello era feo, doloroso, lamentable y hasta tal punto desgarrador, que el bueno de B…, quien comprobó cuan justificados eran sus temores, experimentó una viva compasión. Pidió, no obstante, aguardiente. El rostro de Efimov cambió de expresión: sus ojos se llenaron de lágrimas, se sintió transido de reconocimiento y emocionado hasta el extremo de hallarse dispuesto a besar las manos de su bienhechor. Durante el almuerzo, B… se enteró, con el mayor asombro, de que el infeliz se había casado; pero su sorpresa fue aún mayor cuando le oyó decir que su mujer había labrado su desgracia, y que el matrimonio había acabado totalmente con su talento.

—¿Cómo es eso? —inquirió B…

—Querido, hace ya dos años que no he tocado un violín —explicó Efimov—. Mi mujer es una cocinera, una mujer zafia que debiera llevársela el diablo… No hacemos más que pegarnos, y eso es todo…

—¿Y por qué te casaste en esas condiciones?

—No tenía qué comer. Me puse en relaciones con ella, que poseía un millar de rublos… Me casé, perdí la cabeza; ella se había enamoriscado de mi… Se me colgó al cuello… ¿Quién la rechazaba?… Me bebí el dinero, chico… ¡Tanto talento, y todo se ha perdido!…

B… observó que Efimov parecía cuidar de justificarse de algo ante él.

—Lo he abandonado todo, lo he dejado todo —añadió.

Luego declaró que en aquel tiempo había alcanzado casi la perfección del violín, y que B…, uno de los primeros violinistas de la ciudad, no le llegaría a la suela del zapato, si él quisiera.

—Entonces, ¿qué significa todo esto? —preguntó B…, asombrado—. Deberías haber buscado una colocación.

—¡Para qué! —exclamó, haciendo con la mano un movimiento de indiferencia—. ¿Quién de vosotros comprende algo? ¿Qué sabéis vosotros? Nada. Eso es todo lo que sabéis… Tocar en un baile, en una reunión, y nada más… Vosotros no habéis visto ni oído nunca a un buen violinista. No vale la pena de haceros caso. Continuad siendo lo que sois.

Efimov hizo con la mano un nuevo movimiento de indiferencia y comenzó a balancearse en su silla. Estaba ya medio borracho. Luego invitó a B… a que le acompañase a su casa. B… rehusó; pero se quedó con sus señas y prometió ir a verle al día siguiente. Efimov, tranquilizado miraba con ironía a su antiguo camarada, procurando mortificarle por todos los medios. Al marchar, cogió la rica pelliza de B… y la ofreció a sus brazos, como haría un criado con su señor. Al atravesar el primer salón, hizo la presentación de B… al tabernero y al público, diciendo que era el primero y único violín de la capital… En una palabra, se portó como un verdadero sinvergüenza.

Con todo, B… fue a verle al día siguiente, por la mañana, al desván donde vivíamos entonces, todos en una sola habitación y en la mayor miseria. Yo tenía entonces cuatro años. Hacía ya dos que mi madre se había casado en segundas nupcias con Efimov. Era una mujer muy desgraciada. En otro tiempo había sido institutriz, y era muy culta y linda; pero su gran pobreza la obligó a casarse con un viejo funcionario, que era mi padre. No vivió con él más que un año: Mi padre murió de repente, y cuando su escasa herencia se hubo repartido entre los herederos, mi madre se quedó sola conmigo, obteniendo una corta cantidad de dinero, que era lo que le correspondía de la herencia. Colocarse de nuevo como institutriz, llevando un niño en sus brazos, era difícil. Entonces, no sé cómo, conoció a Efimov, y efectivamente, se enamoró de él. Mi madre era entusiasta y soñadora. Consideró a Efimov un genio; creyó en sus palabras de soberbia, que hablaban de un brillante porvenir. Su imaginación se vio halagada ante la envidiable perspectiva de convertirse en guía y apoyo de un hombre genial. Se casó con él. A partir del primer mes, se desvanecieron todos sus ensueños, y solo se presentó ante ella la miserable realidad.

Efimov, que tal vez, en efecto, se casó porque mi madre poseía un millar de rublos, una vez gastada esta suma, dejó de trabajar; y como si se estimara satisfecho de haber hallado tal pretexto, declaró inmediatamente a todo el mundo que el matrimonio había matado su talento, que le era imposible trabajar en una habitación asfixiante y en presencia de una familia hambrienta, que no le volverla jamás la inspiración en semejante ambiente y que tal desdicha era obra de la fatalidad. Diríase que él mismo había terminado por creer en la legitimidad de sus quejas, y parecía satisfecho de haber encontrado tal excusa. Aquel pobre talento fracasado buscaba una razón exterior a la cual pudiera imputar todas sus miserias. Mas no podía hacerse a la terrible idea de que desde hacía mucho tiempo, y por siempre, se había perdido para el arte. Luchaba con apasionamiento, como presa de una pesadilla enfermiza, contra la horrible convicción. Y cuando, vencido por la realidad, se abrían sus ojos a momentos, se creía a punto de volverse loco de espanto. No podía renunciar, sin desgarrársele el alma, a lo que durante tanto tiempo había constituido su vida, y hasta en su última hora se imaginó que su talento no había desaparecido aún por completo. Durante sus horas de duda, se entregó a la bebida, lo cual hacía desaparecer su angustia. Así, pues, en aquella época quizá no supiese él mismo cuan necesaria le era su mujer. Implicaba su pretexto vivo, y en realidad, mi padrastro hubo de volverse loco ante la idea de que el día en que enterrase a la mujer que le había perdido, todo recobraría su curso normal.

Mi pobre madre no le comprendía. Verdadera soñadora, no soportó siquiera el primer choque de la terrible realidad. Se tornó iracunda, irritable, grosera; a cada instante reñía con su marido, quien se complacía en hacerla sufrir. Ella pretendía, principalmente, que él buscara trabajo. Pero la ceguera, la idea fija de mi padrastro y sus extravagancias le tornaban un ser casi inhumano y privado de todo sentimiento. No hacía más que reír, y juraba qué no tocaría un violín hasta que muriese su mujer, poniendo en esta declaración una cruel franqueza. Mi madre, quien hasta que exhaló el último suspiro lo amó apasionadamente, no podía, a pesar de todo, soportar semejante vida. Se alteró su salud. Siempre enferma, vivía en constante inquietud. Además, ella sola tenía que mantener a toda la familia. Se dedicó a cocinera, y en un principio admitió algunos huéspedes; pero su marido le quitaba todo el dinero y se veía obligada, con frecuencia, a presentar los platos vacíos a aquellos a quienes servía.

Cuando B… fue a vernos, ella se ocupaba de lavar la ropa y remendar los trajes viejos.

Así vivíamos en nuestra buhardilla. Nuestra miseria conmovió a B…

—Escucha —indicó a mi padrastro—; no dices más que necedades. ¿A qué viene afirmar que te ha matado el talento?… Ella te mantiene a ti; y tú ¿qué haces?…

—Nada —contestó el interpelado.

Pero B… no conocía aún toda la desgracia de mi madre. Su marido conducía con frecuencia a unos libertinos, y entonces, ¡cuántas cosas ocurrían, Dios mío!

B… sermoneó durante largo rato a su antiguo camarada, y por último, le dijo que, si no quería enmendarse, no vendría más en su ayuda. Le advirtió que no le daría dinero para que se lo gastara en beber, y le pidió que tocase algo para ver lo que podía hacer por él. Mientras mi padrastro iba a buscar su violín, a escondidas B… le alargó dinero a mi madre. Ella lo rechazó. Aquella era la primera vez que se le ofrecía una limosna. Entonces B… me lo entregó a mí, y la pobre mujer se deshizo en llanto.

Mi padrastro sacó el violín; pero comenzó por pedir aguardiente, diciendo que de lo contrario no podría tocar. Se compró aguardiente. Efimov bebió y se puso de buen humor.

—Por amistad hacia ti tocaré una cosa de las que yo he compuesto —dijo a B…

Y exhumó de la cómoda un abultado cuaderno completamente cubierto de polvo.

—Todo esto es mío —repuso, mostrando el cuaderno—. Verás: esto es muy distinto a la música de los bailes B… examinó en silencio algunas páginas. Después sacó la música que él llevaba y le dijo a mi padrastro que dejase a un lado sus composiciones y tocara algo de aquello.

Mi padrastro se mostró un poco ofendido. No obstante, por no perder aquella nueva ocasión, hizo lo que B… le pedía. Este comprobó entonces que, en efecto, su antiguo camarada había trabajado mucho y había hecho grandes progresos durante su separación, aunque se vanagloriaba de no haber tocado el violín desde que se efectuó su matrimonio. Había que ver el júbilo de mi pobre madre contemplaba a su marido y se sentía de nuevo orgullosa de él. El bueno de B…, muy sinceramente satisfecho de aquello, prometió buscar trabajo para mi padrastro.

En aquella época, B… tenía ya grandes relaciones y empezó inmediatamente a recomendar a su camarada, al cual le hizo dar su palabra de honor de que se conduciría bien. Entre tanto, le compró ropa nueva y le presentó a algunos personajes conocidos, de quienes dependía el empleo que deseaba obtener para él. Efimov se mostraba algo soberbio en sus expresiones; pero aceptó con el mayor júbilo la proposición de su antiguo amigo. B… refería más tarde que había sentido vergüenza de la obsequiosidad y la humildad con que mi padrastro procuraba enternecerle, temeroso de perder sus favores. Efimov, comprendiendo que se trataba de hacerle volver a la buena vida, cesó hasta de beber. Por fin se encontró una vacante en la orquesta de un teatro. Hizo brillantemente su presentación, y en un mes de aplicación y de trabajo recobró cuanto había perdido en dieciocho meses de inacción. Prometió trabajar en lo sucesivo y ser exacto en el cumplimiento de sus obligaciones.

Pero la situación de nuestra familia no se mejoró lo más mínimo. Mi padrastro no entregaba a mi madre un céntimo de su sueldo. Se lo gastaba todo bebiendo y comiendo en compañía de sus nuevos amigos, pues los adquirió pronto en gran número.

Trabó amistad preferentemente con los empleados del teatro, con los coristas y con los cómicos, en suma, con aquellos entre los cuales podía ocupar el primer puesto, evitando a las personas que tenían talento de veras. Supo inspirarles un respeto particular con su persona. Les explicó en seguida que él era un hombre desconocido, que tenía un enorme talento, que su mujer le había perdido, y en fin, que el director de orquesta no entendía una palabra de música. Se burlaba de todos los artistas, de la orquesta, de las obras que se representaban, e incluso de los autores de estas.

Comenzó, además, a desarrollarles una nueva teoría de música. Lo hizo tan bien, que enojó a toda la orquesta; se enemistó con sus compañeros y con su jefe; se mostró grosero con sus superiores y adquirió la reputación del hombre más desequilibrado e inepto del mundo. Resultó, desde luego, insoportable para todos.

Porque era verdaderamente extraño ver a un hombre de tan poca importancia, a un ejecutante tan inútil, a un músico tan negligente con tan excesivas pretensiones y alabándose a sí mismo con tanto desparpajo.

Aquello terminó indisponiéndose mi padrastro con B… Tramó contra él falsas historias, le levantó infames calumnias que puso en circulación como si se tratara de hechos indiscutibles. Se le obligó a presentar su dimisión en la orquesta, al cabo de seis meses de malos servicios, por negligencia y por embriaguez constante. Pero no se dio mucha prisa a abandonar su puesto.

Al cabo de algún tiempo volvió a vérsele con sus andrajos de antes, pues parte de su ropa había sido vendida y otra parte empeñada. Volvió a tratarse con sus antiguos colegas, sin preocuparle lo más mínimo la satisfacción de recibir semejantes visitas. Propalaba chismes, decía necedades, se quejaba de su vida y comprometía a todo el mundo para que fuese a ver a su criminal esposa.

Indefectiblemente, encontraba oyentes que, a menudo, después de haberse bebido el dinero del camarada, se entretenían haciéndole desembuchar mil estupideces. Conviene advertir que Efimov hablaba de una manera ingeniosa, y que sus atrabiliarios discursos abundaban en cínicas expresiones que distraían a los oyentes de cierta categoría. Se le consideraba un bufón medio loco, cuya charla puede entretener a veces, cuando no se tiene otra cosa que hacer. La gente se complacía en irritarle, hablando en su presencia de cualquier nuevo violinista recién llegado. Efimov cambiaba de color entonces, se azoraba, procuraba indagar quién era el que había llegado, cuál su talento, e inmediatamente se mostraba envidioso de su gloria. Creo que solo de aquella época data su verdadera locura sistemática, su idea fija de ser el mejor violinista de Petersburgo al menos, de creerse perseguido por la desgracia y de ser objeto de toda clase de intrigas, incomprendido e ignorado. Esta última idea llegaba más bien a enorgullecerle, pues es propio de caracteres a los que les gusta considerarse ofendidos y humillados quejarse en voz alta o consolarse por lo bajo, admirando su genio desconocido.

Conocía a todos los violinistas de Petersburgo, y en su opinión, ni uno solo podía rivalizar con él. Los aficionados y principiantes que frecuentaban al desdichado loco, gustaban de citar en su presencia a cualquier violinista célebre con el fin de obligarle a hablar. Saboreaban entonces su maldad, sus acertadas observaciones, sus frases cáusticas e ingeniosas, cuando criticaba a sus rivales imaginarios. Aseguraba casi siempre que no se le comprendía; pero, en cambio, estaba seguro de que nadie en el mundo podría presentar mejores caricaturas de las celebridades musicales contemporáneas. Los mismos artistas de quienes se burlaba le temían un poco, pues sabían su mala lengua y tenían bastante conciencia de la justicia de sus ataques y la seguridad de sus juicios. Se acostumbraron todos a verle por los pasillos y entre los bastidores del teatro. Los empleados le dejaban pasar sin oponerle dificultad alguna, como si fuese un personaje necesario y se convirtió en una especie de Thersites.

Aquella vida duró dos o tres años; pero por último, aun representando este ínfimo papel, consiguió hastiar a todo el mundo. Se le expulsó definitivamente, y durante los dos años postreros de su vida, mi padrastro desapareció por completo de la circulación; no se le veía ya en ninguna parte. Sin embargo, B… se lo encontró dos veces, aunque bajo un aspecto tan miserable, que la conmiseración superó al desagrado: Le llamó. Mi padrastro, ofendido, fingió no haberle oído; se caló hasta los ojos su viejo sombrero raído, y desapareció. Por fin, un día en que B… obtuvo un gran triunfo, le anunciaron que su antiguo camarada Efimov iba a felicitarle. B… salió a su encuentro. Efimov estaba borracho. Comenzó a hacer profundas reverencias casi hasta tocar el suelo, murmuró entre dientes algunas frases ininteligibles y se negó rotundamente a entrar en el cuarto. Lo cual significaba, sin duda: Nosotros, las personas desprovistas de talento, no podemos rozarnos con personas tan admirables como usted. Para nosotros, seres ínfimos y miserables, se queda el papel del criado que llega en los grandes días de fiesta para felicitar a su señor y se marcha al momento; es lo único que nos corresponde. En pocas palabras todo en su conducta era bajuno, estúpido e innoble.

Después, B… no volvió a verlo hasta el momento de la catástrofe que puso fin a aquella vida triste, lamentable, morbosa y obcecada. Acabó de una manera terrible. La tal catástrofe se halla estrechamente unida no solo a las primeras impresiones de mi infancia, sino a toda mi vida. He aquí cómo se produjo.

Pero antes debo explicar lo que fue mi infancia y lo que fue para mí aquel hombre, que determinó tan penosamente mis primeras impresiones y tuvo la culpa de la muerte de mi pobre madre.