La mitad de su rostro era de porcelana.
Som-Som contemplaba el patio de la Casa Sin Relojes sentada en el balcón mientras mascaba ausente las flores azules anémicas que había arrancado de las plantas que adornaban la ventana. Aquel patio, de forma circular y carente de todo ornamento, se encontraba a sus pies como un pozo sombrío y estancado. Aquellas losas negras, pulidas por el lustre que les había proporcionado el paso indiferente de muchos pies, se asemejaban más a agua estancada que a la piedra cuando se las observaba desde arriba. Las grietas y fisuras que podrían haber estropeado dicho efecto óptico solo eran visibles allá donde las vetas de musgo recorrían sus serpenteantes caminos a través de un negro azabache sin rasgos distintivos. Podría haberse confundido fácilmente con una delicada celosía formada por la suciedad del estanque, que se haría añicos y dispersaría con la primera salpicadura, el primer chapoteo…
Cuando Som-Som tenía solo cinco años, su madre se fijó en la dolorosa belleza que su rostro infante dejaba entrever, y por ello llevó a la perpleja niña a través del laberinto repleto de gemidos de la noche de Liavek hasta llegar a la casa de color pastel y a su patio negro y redondo. Som-Som claudicó ante los constantes tirones de su madre y atravesó las losas del color de la medianoche mientras el eco de los pasos que daba arrastrando los pies le susurraba desde aquel muro alto y curvado que lo circundaba todo menos una cuarta parte del recinto. La fachada cóncava de la Casa Sin Relojes completaba el círculo; en el amplio arco que trazaba, siete puertas se encontraban, cada una de un color distinto. Su madre llamó a la puerta central, a la blanca.
Se escuchó el sonido de unas pisadas pequeñas y cuidadosas, seguidas del breve murmullo de un pestillo que abría la puerta desde el otro lado. Ésta se abrió con suavidad, sin emitir ningún ruido. Una muchacha de quince años vestida de blanco, sobre el fondo blanquecino de las cámaras que se encontraban allá detrás, miró fijamente a la oscuridad donde ellas se hallaban con una mirada que parecía ausente y desprovista de toda curiosidad. Llevaba un atuendo muy ceñido del color de la nieve y en cuyos pliegues y arrugas se arremolinaban sombras de un azul tenue. Aquella vestimenta la cubría de los pies a la cabeza, salvo por unas aberturas que se habían practicado en el tejido para mostrar su pecho derecho, su mano izquierda y su rostro impenetrable como una máscara.
Som-Som había supuesto al principio, al contemplar esa figura delgada enmarcada dentro de aquel rectángulo de luz, que la carne visible de la muchacha tenía ese color rojo gracias a que la habían teñido con pintura o polvos de maquillaje. Sin embargo, al observarla con más detenimiento se dio cuenta con cierta fascinación y horror de que tenía la piel cubierta completamente por palabras diminutas pero legibles, tatuadas en un carmesí intenso sobre el suave lienzo blanco de su piel. Palabras que formaban frases construidas con delicadeza, ambiguas y sugerentes, y que se proyectaban en espiral desde el brote castaño de su pezón. Versos de una pasión elegante y críptica recorrían la órbita de su ojo izquierdo antes de resolverse ellas mismas en una metáfora perfecta bajo la sombra del pómulo, mientras sus dedos destilaban poesía.
La muchacha dirigió la mirada primero hacia Som-Som y después hacia su madre; en sus ojos no pareció formarse juicio alguno sobre aquellas visitantes. Entonces, como si se hubiera llegado a un acuerdo tácito, se dio la vuelta y caminó dando pequeños pero precisos pasos hacia el resplandor ártico de la Casa Sin Relojes. Tras un instante, Som-Som y su madre la siguieron, cerrando la puerta blanca tras de sí.
La muchacha (que respondía al nombre de Book, como Som-Som supo después) las guió a través de unos pasillos perfumados espectralmente hasta una habitación que era al mismo tiempo gigantesca y cegadora. La luz blanca que se reflejaba a través de diversas lentes y cristales parecía pender del aire como una telaraña fantasmal, de modo que las siluetas y las formas de todo aquello que se encontraba en la habitación quedaban suavizadas. En el centro de esta fosforescencia nebulosa, una mujer alta yacía recostada sobre unas pieles polares. Los cojines esparcidos a sus pies presentaban unos estampados en relieve que formaban patrones intrincados y escarchados. El trazo confuso de su entorno dulcificaba las arrugas presentes en su piel y le hacía parecer eternamente joven, pero cuando habló quedó claro que aquella voz pertenecía a una anciana. Se llamaba Ouish, y era la propietaria de la Casa Sin Relojes.
Som-Som pudo escuchar y entender muy poco de la conversación que tuvo lugar entre ambas mujeres, ya que esta se produjo en voz baja y en términos poco claros. En cierto momento, la señora Ouish se levantó de su lecho de pieles blancas y se acercó cojeando para examinar a la niña. La anciana tomó el rostro de Som-Som con delicadeza entre el pulgar y el índice, y la obligó a girar la cabeza para estudiar su perfil. Su roce era suave como el de una gasa, pero sorprendentemente cálido para hallarse en una habitación que relucía con una frialdad tan sobrenatural. Mostró su satisfacción, se giró y asintió con la cabeza a la muchacha llamada Book antes de volver a perderse entre las pieles.
La sierva tatuada abandonó la habitación para volver instantes después portando una pequeña bolsa de cuero blanqueado que tintineaba débilmente mientras caminaba. Se la entregó a la madre de Som-Som, que parecía asustada y dubitativa. El peso de la bolsa pareció calmarla, y no se resistió ni se quejó cuando Book la tomó con gentileza del brazo y la llevó fuera de aquella cámara blanca. Tras unos minutos que se hicieron eternos, Som-Som se dio cuenta de que su madre no iba a volver.
Allí estaba Khafi, una contorsionista de diecinueve años que, tras colocarse boca abajo, era capaz de doblar su cuerpo de modo que las posaderas le acababan reposando cómodamente sobre la coronilla mientras se dibujaba una sonrisa en su cara, enterrada entre ambos tobillos. Allí estaba Delice, una mujer de mediana edad que empleaba catorce agujas para provocar placeres y tormentos inconcebibles, sin dejar la más mínima marca. Mopetel, que era capaz de lograr que su corazón dejara de latir y los pulmones, de respirar, podía permanecer durante más de dos horas en aquel estado de trance en el que se asemejaba a un cadáver. Hazu tenía un pelo negro fino y delicado que le cubría todas las partes del cuerpo, caminaba a cuatro patas y solo se comunicaba mediante gruñidos. Ahí estaba Rushushi, y Hata, y Loba Pak, que nunca pestañeaba…
Som-Som vivía entre esta colección de seres exóticos, donde lo extraordinario iba perdiendo su carácter excepcional gracias a la convivencia continua, de modo que acababa convirtiéndose en algo ordinario, gracias a lo cual pudo ver las cosas con cierta objetividad. Sin favoritismos o prejuicios de ningún tipo, pasó la mayor parte del tiempo observando a esas rarezas en movimiento que la rodeaban, preguntándose cuál de ellas sería el modelo de referencia de aquello en lo que se iba a convertir. Som-Som espío a la señora Ouish y a sus colegas más próximos, decodificando con suma paciencia su infralenguaje de pausas y sílabas acentuadas, y llegando a la conclusión de que la reservaban para algo especial. Especial incluso para los parámetros de aquella galería de seres especiales que era la Casa Sin Relojes. ¿La enseñarían a dominar el arte de llevar a los hombres y mujeres al éxtasis mediante las vibraciones de su voz, como Hata? ¿Acaso el talento de Mopetel de fingir una muerte temporal pasaría a ser suyo? Aceptaba las frutas confitadas y los mazapanes que le ofrecían sus indulgentes mayores con una sonrisa, mientras estudiaba sus rostros y reflexionaba.
Cuando Som-Som cumplió nueve años, Book la acompañó al deslumbrante santuario de la señora Ouish, que la despachó con una sonrisa reseca y desasosegante, provista de una calidez inusual, para pasar a continuación a dar unas leves palmaditas en las pieles invernales que se encontraban junto a ella, en un gesto con el cual indicaba a Som-Som que se sentase. La propietaria de la Casa Sin Relojes informó a Som-Som, con lo que parecía ser la expresión de otra persona dibujada en su cara, de cuál podría ser su posición en particular dentro de la Casa.
Si ella quería, podía convertirse en una ramera que prestase sus servicios a los hechiceros, a quienes serviría en exclusiva. En lo sucesivo, solo esas manos hábiles que habían moldeado a la mismísima fortuna tendrían acceso a las laderas cálidas de su sustancia. Llegaría a entender las lujurias propias de aquellos que mueven los hilos secretos del mundo, y sería feliz sirviéndoles.
Som-Som, que se hallaba arrodillada en el mismo borde de la cama de pieles plateadas, había sentido cómo el mundo se estremecía hasta paralizarse cuando las palabras de la anciana se deslizaron dentro de su mente, chocando entre ellas como enormes planetas de cristal.
¿Hechiceros?
A menudo enviaban a Som-Som a recoger algún filtro o remedio poco importante para los habitantes más ancianos de la Casa Sin Relojes. Aquellos recados la habían llevado a conocer la Avenida del Brujo. La calle, que cambiaba y no presentaba una forma constante, y en la cual se producían multitud de leves movimientos extraños que quedaban en la periferia del campo de visión, no mostraba una imagen clara y consistente que ella pudiera invocar en su memoria. Sin embargo, algunos de sus habitantes eran inolvidables. Sus ojos eran terribles y su mirada mostraba que sabían ciertas cosas…
Se imaginaba a sí misma desnuda ante una mirada que había conocido las profundidades de los océanos del azar donde la gente no es sino peces, una mirada que había visto los patrones secretos de las indescifrables mareas de la circunstancia. En su estómago, algo más ambiguo que el miedo o el alborozo extendió sus tentáculos. En algún lugar distante, en una habitación blanca llena de un resplandor cegador, la señora Ouish estaba enumerando la lista de requisitos que Som-Som debía cumplir antes de que pudiera comenzar a desempeñar sus nuevas obligaciones.
En primer lugar, por lo visto, aquellos que se dedicaban a manipular la suerte no dejaban nada al azar.
Antes de que un hechicero de ese tipo pudiera practicar el ayuntamiento carnal con otro ser, había que tomar ciertas precauciones de manera inexorable. Las más importantes de todas eran las relativas a salvaguardar los secretos. Los éxtasis de los brujos eran unos eventos extraordinarios y aterradores durante los cuales su poder se mostraba de lo más caprichoso y menos contenido que nunca.
Era un hecho conocido que diversos fenómenos podían manifestarse de modo espontáneo, o que el nombre de un objeto en el que se había invertido mucha suerte se podía murmurar en el momento de la eyaculación. En el mundo de los magos, tales indiscreciones podían tener consecuencias letales. La más inocente de las confidencias de cama, si se revelaba a un enemigo lo suficientemente inmisericorde, podía traer funestas consecuencias sobre el indiscreto e imprudente taumaturgo. Tal vez unas manos frías en cuyas palmas se encontrarían unos ojos amarillos incapaces de pestañear se lo llevasen una noche, o tal vez le saliera una llaga en el cuello de la que brotarían unos labios de bebé cárdenos que le susurrarían obscenidades delirantes al oído hasta que toda cordura lo abandonase.
El continente intangible de la fortuna era un territorio inundado de peligros, y ella, que iba a ser la ramera de los hechiceros, debía acometer la tarea de ser la novia del Silencio.
Con este fin, llevarían a Som-Som a una casa concreta en la Avenida del Brujo, una dirección singular ya que solo podía ser localizada durante el tercer y quinto día de la semana. Una vez ahí, darían a la niña un pequeño gusano en salmuera, de color ocre, y ella revelaría la mansión rosa y grisácea de su alma a los dedos expertos de quien moraba en aquella casa, un fisiomante de gran renombre. Pasado ese trance, el Silencio comenzaría.
Un solo hilo cartilaginoso conecta ambos hemisferios cerebrales. Es el camino que recorren los mensajes neuronales urgentes del lóbulo derecho preverbal e intuitivo para pasar a su contrapartida más racional y activa de la izquierda. En Som-Som este puente delicado sería destruido, cercenado con un cuchillo afilado para no permitir que se estableciera más comunicación entre ambas mitades de la psique de la niña.
Tras recuperarse de esta intervención, a la muchacha se le concedería el plazo de un año para ajustarse a sus nuevas percepciones. Aprendería a mantener el equilibrio y asir objetos, ya que no poseería visión estereoscópica ni profundidad en el campo de visión.
Tras muchos ataques de parálisis llenos de lágrimas y frustrantes (durante los cuales simplemente se quedaría de pie y temblaría, realizando gestos conmovedores que no llegarían a formarse del todo, mientras su cuerpo permanecería dividido entre impulsos contradictorios), al fin lograría recuperar cierto grado de coordinación y compostura. Ciertamente, sus movimientos siempre poseerían cierta lentitud y serían un poco titubeantes, pero aprovechado de la manera adecuada, no habría ninguna razón para que este efecto onírico no fuera en sí mismo enriquecedoramente erótico. Al final de su año de adaptación, harían un molde de la cara de Som-Som, para después recibir la Máscara Quebrada.
De la Máscara Quebrada no podría decirse que estuviera quebrada, sino partida limpiamente por la mitad. Estaría hecha de porcelana y le cubriría toda la cabeza. Después, la dividirían en dos partes con precisión mediante un pequeño cincel de plata; empezarían por la nuca, para luego recorrer el frío cráneo desprovisto de pelo y descender por el puente de la nariz, donde acabarían separando aquellos labios sin expresión para siempre. La parte izquierda de la máscara se la llevarían para machacarla hasta formar un fino talco que después sería lanzado a los cuatro vientos.
Con anterioridad a la colocación de la Máscara Quebrada, cortarían a Som-Som el pelo al cero. Después, le restregarían por el cuero cabelludo los jugos malva apestosos de una baya que destruye los folículos del pelo de modo que este nunca pueda volver a crecer. Así, al menos, estaría cómoda hasta cierto punto durante los siguientes quince años. En todo ese tiempo no le quitarían la máscara a menos que por razón de la forma del cráneo, que poco a poco iría cambiando, se sintiera incómoda. Si se diera tal eventualidad, la máscara le sería arrancada y remodelada.
La Máscara Quebrada le cubriría la parte derecha de la cabeza; además, su topografía impecable no se vería interrumpida por ninguna abertura que facilitase la audición o la visión. El ojo de porcelana sería opaco, blanco y ciego. La oreja de porcelana no escucharía nada. Escondidos bajo ese caparazón, sus contrapartidas orgánicas se verían limitadas de igual modo. Som-Som no vería nada con su ojo derecho y estaría sorda de su oído derecho. Solo en la parte de la cara que la máscara no cubre sus percepciones no se verían cercenadas.
Debido a cierto efecto paradójico de la naturaleza, las impresiones sensoriales recabadas por la parte izquierda del cuerpo son transmitidas al hemisferio derecho del cerebro. Y ahí, gracias a la escisión de la vía de comunicación neuronal que conecta ambos lóbulos, la información se quedaría estancada. Nunca llegaría a los centros de la actividad cerebral que gobiernan el habla y la comunicación, ya que estos están situados en la parte izquierda del cerebro, una tierra irremediablemente perdida que se encontraría más allá del abismo creado por la cirugía. Sus ojos verían, pero sus labios no podrían formar palabras describiendo lo que viese. Las conversaciones que su oído pudiera captar jamás volverían a ser repetidas por una lengua que ignoraría las palabras que podrían darles forma.
Estaría ciega, de hecho. Podría seguir escuchando, en cierto modo, e incluso sería capaz de hablar. Pero habría sido Silenciada.
Dentro de la opalescencia halagüeña de aquella cámara blanca, la señora Ouish concluyó la descripción de los honores que aguardaban a aquella anonadada niña de nueve años. Hizo sonar la campanita de porcelana que indicaba a Book que acudiera a la habitación, dando así por terminada la audiencia. Som-Som se incorporó, tropezando sobre unos pies que de repente parecían demasiado torpes y grandes, dormidos a causa de la falta de circulación, y permitió que la sirvienta tatuada la llevara hacia la fabulosa luz natural del sol.
Book se apoyó en el umbral, se giró hacia la niña parpadeante que se hallaba junto a ella y sonrió de modo que las palabras que tenía escritas sobre las mejillas se arrugaron, haciéndolas ilegibles por un breve instante y conformando así una sonrisa que carecía de toda crueldad.
—Cuando seas Silenciada y no seas capaz de revelar sus conclusiones a nadie, te dejaré que leas todas mis historias.
Su voz tenía un timbre desigual, como si hubiera pasado mucho tiempo sin hacer uso de ella. Alzó la mano que no tenía cubierta con un guante y que estaba repleta de motas color carmesí para tocar la caligrafía que se hallaba en su frente. Entonces, al bajarla, se acarició ligeramente la espiral lírica del pecho. Sonriendo una vez más, se dio la vuelta y entró en la casa cerrando aquella puerta blanca tras de sí, como si se tratara de una obra pornográfica ambulante.
Era la primera vez que Som-Som la había escuchado hablar.
Al día siguiente, Som-Som fue acompañada hasta una esquiva residencia donde un hombre con un mechón de pelo blanco que había tomado la forma de una rígida aleta dorsal que le recorría todo el cráneo le dio un gusano pequeño y marrón para mascar. Se fijó en que era feo y macilento, pero probablemente no más que cuando había estado vivo. Se lo colocó sobre la lengua, ya que eso era lo que se esperaba que hiciera, y se dispuso a masticar.
Se despertó siendo dos personas distintas, dos extrañas, dos mudas que compartían la misma piel pero que no colaboraban ni hablaban entre ellas. Fue llevada de vuelta a la Casa Sin Relojes en un pequeño carromato repleto de cojines. Éste pasó traqueteando por aquella entrada arqueada y atravesó la mancha de tinta colosal que era el patio; de este modo, lo que le habían prometido al fin sucedió.
Eso fue hace doce años.
Som-Som contemplaba el patio de la Casa Sin Relojes sentada en el balcón, con los labios teñidos de azul y solo visibles a medias gracias a los jugos de las flores que masticaba. El estanque negro, barrido por la brisa de la tarde, que no lograba formar ninguna onda sobre su superficie, le devolvió la mirada. Aquí y allí, sobre ese agua oscura impenetrable, las hojas caídas de los árboles flotaban como retales inmóviles de color sepia sobre un fondo negro.
Si se dejara caer hacia delante con grácil lentitud en aquel pozo del color de la medianoche que se hallaba a sus pies, ¿sufriría algún daño? Si se dejara caer cual guijarro, acabaría estrellándose contra el azabache impasible de la superficie y se produciría una conmoción por el impacto de aquel objeto plateado en las frías aguas de ébano que la rodeaban.
Las ondas se escaparían a toda velocidad hacia arriba como latidos de agonía palpitando desde una herida. Conformarían pequeñas olas que romperían contra los muros del patio de la Casa Sin Relojes. Entonces, las aguas recuperarían una vez más esa quietud propia de las piedras.
Mientras, allá abajo, ella escaparía dando brazadas precisas y resueltas, nadando bajo tierra; superaría los muros curvos de la Casa Sin Relojes, saldría de la mismísima Ciudad de la Fortuna y llegaría a esos océanos sólidos inexplorados que se encuentran más allá de la urbe. Bucearía a gran profundidad, se deslizaría entre las relucientes vetas de mena, a través de los estratos enterrados y olvidados. Subiría a toda velocidad a la superficie, se movería trémulamente y se retorcería a través de los cálidos bajíos del humus, emergería a la superficie de vez en cuando para saltar dibujando un arco titilante bajo la luz del sol mientras trocitos de tierra penderían como gotas en el aire que la rodeaba. Al volver a sumergirse, buscaría la fría soledad de la arcilla y la arenisca, situada muy, pero que muy por debajo de ella…
Alguien surcaba la superficie de esas aguas negras. Las sandalias de madera se arrastraban de forma estruendosa sobre aquella sustancia repentinamente endurecida, triturando unas hojas que se hallaban ya bastante secas. La ilusión, incapaz de mantenerse ante tales contradicciones, se desvaneció y se perdió inmediatamente más allá del recuerdo.
Uno de los lados del rostro de Som-Som se llenó de ira ante esta intrusión en su ensoñación, la mitad de su ceño se frunció malhumorada mientras que la otra mitad permaneció sin arrugarse e indiferente. Su único ojo visible, una gema que al haber perdido a su gemela era aún más exquisita, bajó para observar al visitante que caminaba a sus pies. Desde el balcón, estudió al intruso sin que este se percatara; de improviso, algo en él le sorprendió, algo indefinible, cierta peculiaridad en su modo de andar o en su pose, que le resultaba familiar. Entornó el ojo izquierdo un poco haciendo un esfuerzo por ver mejor, deformando así la simetría de su rostro partido en dos con un guiño teñido de melancolía.
Aquella figura, esbelta y de altura media, iba envuelta en unas vendas maravillosas de seda roja que la cubrían de la cabeza a los pies, de modo que solo la cara, las manos y los pies quedaban a la vista. La delicada línea que conformaba el hombro y el brazo parecía sin duda propia de una mujer, pero aún había algo masculino en la forma en la que aquel torso se unía a aquellas caderas estrechas y angulosas. Recorrió sin prisa pero sin pausa el patio para acabar deteniéndose ante la puerta de amarillo pálido que se encontraba en el extremo derecho de la Casa Sin Relojes. Una vez allí, titubeó y se giró para escrutar el patio y proporcionar a Som-Som la primera imagen clara de aquella cara maquillada que le resultaba, al mismo tiempo, sorprendentemente extraña e inmediatamente reconocible.
Aquella visitante se llamaba Rawra Chin, y era un hombre.
Durante sus años de servicio en ese entorno cambiante, sus percepciones del mundo se habían visto limitadas tanto por la cirugía que le practicaron como por el confinamiento virtual que era su resultado efectivo; sin embargo, Som-Som había alcanzado cierto grado de iluminación. Tenía un modo peculiar de percibir el mundo, con el que podía observar la vasta esfera de las actividades humanas de las que la Máscara Quebrada le había excluido. Dicha perspectiva le permitía concebir ciertas ideas que eran al mismo tiempo brillantes y peculiares.
Por ejemplo, entendía que el mundo, aparte de ser un océano infinito de fortuna, era también un maremágnum de sexo. Instituciones como la Casa Sin Relojes eran islas dentro de esa corriente, a cuyas orillas la gente se veía arrojada por las mareas de la necesidad y la soledad. Algunos se quedarían allí para siempre, aposentados sobre la línea que la marea alta delimita. La mayoría se verían arrastrados por la bajamar cuando esta llegase. De entre todos esos fragmentos reclamados por el océano, pocos volverían a alcanzar otra vez tierra firme; y si lo lograban, ya no sería en esas latitudes.
Por lo visto, Rawra Chin era la excepción.
Som-Som La recordaba como un muchacho de catorce años, de complexión ancha y desmañado, que había empezado a trabajar en la Casa Sin Relojes cuando ella llevaba ya cinco años prestando sus servicios. A pesar de que tenía una cara chata y ancha, y de la torpeza de Sus modales, Rawra Chin poseía, en esencia, una extraña e indefinible personalidad que animaba la torpe complexión de ese muchacho adolescente y que, en consecuencia, le confería a Ella una belleza perturbadora.
La señora Ouish, que tenía una gran experiencia a la hora detectar la perla de lo remarcable que se esconde dentro de la ostra de lo ordinario, ya se había fijado en el encanto peculiar, pero esquivo, de Rawra Chin cuando decidió dar un empleo a aquella joven. Lo mismo opinaba la clientela de la Casa Sin Relojes: numerosos mercaderes, pescadores y soldados afirmaban que Ella era su favorita, y siempre que se les presentaba la oportunidad de visitar dicho lugar preguntaban por Ella.
Lo que tenían en común todos aquellos que admiraban el carisma que irradiaba Rawra Chin era que ninguno de ellos era capaz de precisar realmente en qué consistía aquel encanto especial. Seguía siendo un misterio, oculto en algún lugar de los dispares elementos que conformaban aquel rostro ancho e intensamente maquillado, revoloteando sobre un punto central imaginario entre aquella boca que parecía haber sido trazada rápidamente y aquellos ojos enormemente separados, devastadoramente tangibles, eternamente inalcanzables.
Som-Som, una de las dos únicas personas de la Casa que llegó a conocer íntimamente a Rawra Chin, siempre había tendido a pensar que Sus encantos tenían su origen en los abismos emocionales de aquel mozalbete nervioso y titubeante, más que en algún azar del físico o la fisonomía.
Cierta melancolía desasosegante parecía impregnarlo todo, desde la pose particular de ese muchacho a la forma en la que cepillaba ese pelo largo y suave, tan rubio que parecía casi blanco. En aquellos ojos separados a demasiada distancia como para transmitir belleza, pero al mismo tiempo atractivos, también se percibía de modo ocasional el destello gélido del miedo. Estos rasgos de personalidad tan dispares se mezclaban cual hilos en un telar conformando un diseño que daba la sobrecogedora sensación de vulnerabilidad. Som-Som sabía tanto sobre cuál era la naturaleza exacta de esa vulnerabilidad como cualquier otro cliente ocasional o que visitara con poca frecuencia a Rawra Chin.
A menudo tomaba el té con Som-Som en el balcón para pasar el rato entre un compromiso y otro. Aquél era un entretenimiento bastante extendido entre los muchos habitantes de la Casa Sin Relojes. Debido a la peculiar minusvalía de Som-Som, podían revelarle sus deseos y sentimientos sin miedo alguno. Rawra Chin la visitaba a menudo durante aquellas mañanas largas y aburridas. Parecía disfrutar de las suaves infusiones de flores y de la oportunidad de mantener una conversación, aunque aquello cabría definirlo más bien como un monólogo.
A Som-Som le parecía que había contribuido muy poco a esas conversaciones de carácter a menudo íntimo ya que no tenía ninguna confidencia que fuera capaz de compartir. Como la parte de su cerebro que gobernaba el habla no había conocido otra cosa que la oscuridad y el silencio durante varios años, la mejor conversación que era capaz de ofrecer era una sucesión de frases fuera de lugar e inconexas, de sensaciones a medio recordar y anécdotas sobre el mundo que Som-Som había conocido antes de ser Silenciada.
Para complicar aún más las cosas, la parte verbal del cerebro de Som-Som era incapaz de escuchar, así que cuando se decidía a decir algo no sabía si la otra persona había acabado de hablar, por lo que realizaba interrupciones constantes. De este modo, mientras Rawra Chin estaba absorta en la descripción con todo lujo de detalles de lo que Ella esperaba hacer una vez abandonara Su puesto en la Casa Sin Relojes, Som-Som la sobresaltaba al decir «recuerdo que mi madre era una mujer antipática que iba corriendo a todas partes para que su vida acabara cuanto antes» o algo igual de incomprensible, para acto seguido mantener un largo silencio durante el cual se quedaba mirando educadamente a Rawra Chin y sorbía la infusión de flores a través de la comisura izquierda de la boca.
Aunque al principio estos comentarios aleatorios la desconcertaban, Rawra Chin se acabó acostumbrando a ellos, de modo que esperaba a que Som-Som terminara sus incongruencias antes de volver a hablar. La presencia continua de estas excéntricas incoherencias no parecían menguar la diversión que le procuraban a Rawra Chin estos interludios que dedicaba a conversar. Som-Som, por su parte, suponía que su mera presencia era la única contribución que hacía a estas charlas.
Su labor consistía en ser el receptáculo de las aspiraciones y ansiedades de los demás. Y, a pesar de la delicada naturaleza de esta tarea, nunca se vio sobrepasada por ella. Disfrutaba de la exclusividad que le proporcionaban esos atisbos del discurrir de la vida cotidiana. El hecho de que la gente le contara cosas que ni siquiera confesaban a sus amantes proporcionaba a Som-Som una perspectiva sobre la naturaleza humana mucho más acertada y exhaustiva que aquella de la que disfrutaban muchos sabios y filósofos.
Esto le procuraba cierta sensación de poder y le hacía enorgullecerse de su capacidad para desentrañar los secretos de las muchas y diversas personas que se presentaban ante ella, sacando a la luz la verdadera esencia de una personalidad que ellos mismos desconocían y que se ocultaba bajo fachadas amaneradas y engañosas. Rawra Chin había sido el único fracaso de Som-Som. Como todos los demás, había sido incapaz de señalar cuál era aquel elemento extraño y único en el que aquel muchacho adolescente desconcertantemente atractivo fundamentaba Su identidad.
Por otro lado, Som-Som había sido capaz de componer un retrato bastante completo de las filias y fobias, pesadillas y sueños de Rawra Chin, no importa lo superficiales que pudieran parecer; como no entendía cuáles eran Sus motivaciones principales, no lograba distinguir entre lo fundamental y lo accesorio.
Som-Som sabía, por ejemplo, que Rawra Chin no tenía intención de prostituirse toda la vida. A pesar de que había escuchado afirmaciones similares en boca de la mayoría de los ocupantes de la Casa Sin Relojes, Som-Som percibía una determinación inquebrantable en Rawra Chin, lo que convertía este deseo de cambiar Su futuro en algo totalmente distinto a las fantasías tristes y desgastadas de tanto soñar con ellas de Sus colegas.
Rawra Chin le aseguraba a menudo a Som-Som que un día sería una gran artista que recorrería el mundo y que llevaría Su arte a las masas de la mano de alguna celebérrima compañía dramática, como la Compañía Teatral de la Media Rasgada o Los Actores Mnemónicos de Dimuk Paparian. La farsa de menos exigencia estética que Ella se veía en la obligación de representar todos los días detrás de la puerta de amarillo pálido de la Casa Sin Relojes, era solo un torpe ensayo comparada con los innumerables triunfos como actriz que le aguardaban en algún momento futuro.
Por la puerta de amarillo pálido se accedía a esa parte de la casa consagrada a las aventuras románticas de índole más teatral. Cada uno de sus cuatro pisos albergaba a una especialista en las artes del erotismo. Dichos pisos estaban unidos mediante una escalera de madera pulida, situada en el exterior de la casa, que ascendía zigzagueando desde el patio hasta la gran pizarra gris del tejado.
En la cámara más alta vivía Mopetel, la imitadora de cadáveres. Debajo de ella vivía Loba Pak, cuya carne tenía una consistencia extraña que le permitía ajustar sus rasgos para componer el semblante de casi cualquier mujer que tuviera una edad comprendida entre los catorce años y los setenta. Rawra Chin vivía en el segundo piso, donde representaba papeles mundanos y poco imaginativos para una clientela entusiasta, aunque compensaba estas carencias con Su carisma. En el primer piso, justo tras cruzar la puerta de amarillo pálido, vivía un actor brillante y tremendamente apasionado venido a menos llamado Foral Yatt, que había acabado siendo un juguete en manos de las muchas clientas que disfrutaban de su compañía, y con quien Rawra Chin mantenía una relación romántica.
Gran parte de esas conversaciones que transcurrían en el balcón, que se entablaban bajo la neblina inmóvil del cálido vapor que desprendían sus tazas de té, gravitaban en torno a Foral Yatt. Rawra Chin hablaba animadamente en un extremo mientras Som-Som se sentaba a escuchar en el otro; esta rompía su silencio intermitentemente para señalar que recordaba el color de un edredón que su abuela había confeccionado para ella cuando era una niña, o que un hermano suyo, de cuyo nombre ya no podía acordarse, se había derramado una cazuela encima y se había escaldado las piernas.
La razón de la angustia que Rawra Chin sentía a causa de Foral Yatt parecía hallarse en que Ella sabía que, si alguna vez lograba cumplir Sus sueños, debería abandonar a aquel joven actor de pasiones intensas y misteriosamente atractivo para partir en pos de metas mayores. Le confesó a Som-Som que aunque, en privado, Ella y Foral Yatt hacían planes como si fueran a abandonar la Casa Sin Relojes juntos y labrarse unas carreras en paralelo en el mundo exterior, sabía que eso era solo una fantasía.
A pesar de que el talento bruto de Foral Yatt dejaba al Suyo a la altura del barro, él no poseía ni el atractivo indefinible de Rawra Chin ni ese impulso implacable que le arrastraría más allá de esa puerta de amarillo pálido hacia el bullicio y ajetreo de esa vida mejor que esperaba allá fuera. A esa angustia el muchacho de la cara ancha sumaba, de forma masoquista, la inquietud por el hecho de que Ella estaba utilizando la relación tan estrecha que mantenía con Foral Yatt para estudiar los puntos fuertes de su destreza superior en cuestiones de interpretación. Se quedaba con cada matiz de caracterización, con cada gesto hecho sin ostentación y de un modo impresionante, hasta que llegara el momento de poder utilizarlos en Su carrera venidera.
Tras librarse de esa pesada carga que recaía sobre Su conciencia durante un momento, Rawra Chin se quedaba ahí sentada mirando con tristeza a Som-Som, esperando un gesto por su parte que transmitiera la idea de que comprendía Su dilema. Entonces pasaban unos instantes que parecían eternos, calculados según la unidad de medición del paso del tiempo que sea adecuada emplear en la Casa Sin Relojes, hasta que, al fin, Som-Som sonreía y decía «llovía por la tarde, así que casi me atraganto con un guijarro» o «su nombre era Mur o Mar, y creo que era mi hermana», tras lo cual Rawra Chin se acababa de tomar el té y se marchaba, sintiéndose extrañamente satisfecha.
A pesar de que aquellos pensamientos la atormentaban, al final Rawra Chin reunió el suficiente coraje o se mostró lo suficientemente insensible como para informar a Foral Yatt de que le iba a dejar, ya que un cliente le había ofrecido un puesto en una compañía teatral ambulante pequeña pero de reconocido prestigio. Dicho cliente resultó ser el mercader sin cuyo apoyo financiero la compañía no podría sobrevivir.
Som-Som aún podía recordar el feo drama que esos amantes que se decían adiós habían representado en el patio de la Casa la mañana que Rawra Chin se marchaba. Mientras los demás habitantes les observaban con aburrimiento o diversión desde los balcones, los actores deambulaban por aquel escenario plano y negro, al parecer ajenos al público que les observaba desde allá arriba, mientras las furiosas recriminaciones y negativas llenas de resentimiento retumbaban por las paredes curvas del patio.
Foral Yatt seguía de modo patético a Rawra Chin por todo el patio, casi tambaleándose bajo el peso de esa traición espantosa e inesperada. Era un hombre alto y delgado de brazos hermosos, con unos ojos oscuros y una mirada profunda. Seguía a Rawra Chin con los ojos empañados en lágrimas, como un satélite indeseable aún atrapado en Su órbita por la irresistible gravedad de Su mística. El hecho de que se afeitara la cabeza casi al cero para que así fuera más fácil realizar los numerosos cambios de peluca que le pedían sus clientas añadía aún más desolación a su porte.
Rawra Chin se mantenía a cierta distancia de él; de vez en cuando le lanzaba algún comentario lleno de dolor y pena, pero repleto de dignidad, por encima del hombro, mientras él seguía despotricando incoherencias, lleno de dolor, iracundo y confuso. Som-Som sospechaba que Rawra Chin, de una manera un tanto obtusa, estaba disfrutando de lo mal que se lo estaba haciendo pasar a Su antiguo amante, y que Ella aceptaba esta diatriba como una especie de homenaje a la inversa de Su influencia hipnótica sobre él.
Al fin, cuando la desesperación había desprovisto a Foral Yatt de toda clase de dignidad, amenazó con suicidarse. Sacó algo de la bolsita que llevaba atada al cinturón y, fuera de sí, el joven actor alzó el brazo sosteniendo aquella cosa en el aire, que brilló bajo el sol de la mañana.
Se trataba de una calavera humana en miniatura hecha de vidrio verde y que contenía solo un trago de aquel líquido claro con aroma a regaliz que había sido diseñada para contener. No se requería nada más que un trago. Estas baratijas para suicidarse podían comprarse en cualquier lado sin ninguna traba; además, resultaba imposible determinar cuántos de los ciudadanos más pesimistas de Liavek portaban en aquel momento una de esas calaveras de la muerte por si acaso aquel día la vida se les hacía insoportable.
La voz del actor estaba quebrada por la emoción, Foral Yatt juró que no le iban a dejar así como así. Prometió que pondría fin a su vida si Rawra Chin no recogía el equipaje y volvía a entrar con él a los aposentos que compartían tras la puerta de amarillo pálido.
Se miraron el uno al otro, Som-Som creyó ver un cierto destello de duda que transitó entre los ojos ampliamente separados de aquel muchacho mientras estos se desplazaban del rostro de Foral Yatt al frasquito con forma de calavera que sostenía en la mano. Ese instante pareció inflarse hasta componer un enorme globo de silencio, que reventó ante el repentino traqueteo de las ruedas y los cascos de los caballos proveniente de algún lugar más allá de la entrada arqueada del patio y que anunciaba la llegada del carruaje que se iba a llevar a Rawra Chin a conocer la compañía de teatro para la que iba a trabajar. Lanzó una última mirada a Foral Yatt y, entonces, recogió el equipaje, se dio la vuelta y salió por la entrada con forma de arco.
Foral Yatt se quedó paralizado en medio de aquel enorme disco negro, aún con aquel brazo perfecto en alto, en cuyo puño sostenía ese trago verde y frío de olvido eterno. Se quedó observando, con la mirada perdida, el arco de la entrada como si esperara que Ella reapareciera, de un momento a otro, y le dijera que todo había sido una broma pesada. Desde más allá de los muros que le rodeaban llegó el tintineo de unas riendas, al que siguió un estrépito lento y el crujir de la madera y el cuero a medida que el carruaje se alejaba por las calles serpenteantes de la Ciudad de la Fortuna. Tras realizar una pausa de modo que parecía que nunca más se iba a volver a mover, el actor, poco a poco y de modo vacilante, bajó el brazo.
Tres pisos por encima de él, una de las habitantes de la Casa Sin Relojes, tras darse cuenta de que el amante abandonado no se iba a suicidar, dibujó un gesto de descontento en su rostro frunciendo unos labios de color negro brillante y emitió un sonido similar a un cacareo antes de retirarse a sus aposentos. Al oír tal sonido, Foral Yatt giró esa cabeza adornada por un escaso pelo gris y alzó la vista para contemplar con sorpresa al público congregado, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de que le observaban. Su mirada estaba dominada por la miserable sensación de no entender nada, y fue todo un alivio para Som-Som que el actor bajara la mirada hacia aquellas baldosas negras que se encontraban a sus pies, antes de cruzar despacio el patio en dirección a la puerta de amarillo pálido con la calavera de cristal aún en la mano, pero ya olvidada.
Apenas habían pasado unos cuantos meses cuando comenzaron a llegar las noticias del tremendo éxito cosechado por Rawra Chin a la Casa Sin Relojes. Por lo visto, Su carisma esquivo había sido capaz de cautivar al público con tanta facilidad como había embelesado a Sus clientes. Su actuación en el papel de la reina Gorda, un personaje rodeado de una aureola de tragedia e incapaz de tener descendencia, en la obra de Mossoc El Plagio, era ya la comidilla de toda la intelectualidad de Liavek; además, había corrido el rumor de que se estaba considerando la posibilidad de celebrar una representación especial para Su Eminencia Escarlata.
Tales noticias no se solían contar al inconsolable Foral Yatt, pero al cabo de un año la fama de Rawra Chin se había extendido hasta tal punto que el joven y desdichado actor fue tan consciente de lo que pasaba como cualquiera. Pareció tomarse las noticias de Su ascenso al estrellato con menos resentimiento del que cabría haber anticipado, pues la desesperación inicial suscitada por la separación lo había abandonado. Efectivamente, aparte de cierta gelidez que se instalaba en su mirada cuando alguien mencionaba Su nombre, Foral Yatt mostraba bastante indiferencia ante la fortuna de su antigua amante. Nunca hablaba de Ella, y aquellos menos perspicaces que Som-Som podían haber supuesto que la había olvidado completamente.
Cinco años después, Ella volvió.
En el patio que se hallaba bajo el balcón de Som-Som, Rawra Chin se giró para contemplar la puerta de amarillo pálido como si portara con resignación un peso sobre los hombros. Alzó una mano para llamar a la puerta y pareció producirse un repentino centelleo deslumbrante alrededor de Sus dedos. A Som-Som le llevó un instante darse cuenta de que el joven portaba pegados a las uñas trozos de una sustancia que reflejaba la luz. El silencio dominaba la tarde, como si estuviera conteniendo la respiración mientras escuchaba, de modo que el sonido emitido al golpear los nudillos blanquecinos de Rawra Chin la puerta de amarillo pálido retumbó de manera desproporcionada.
Som-Som, que permanecía sentada en el balcón, se sorprendió a sí misma al darse cuenta de que quería avisarla desesperadamente, de que quería advertir a Rawra Chin del error que cometía al volver a aquel lugar, de que debía irse de allí inmediatamente. El silencio más enorme y absoluto la rodeaba y no le permitía emitir el más mínimo ruido. Estaba incrustada en el silencio, en una pequeña burbuja de conciencia dentro de un infinito de piedra sólida, muda, gris y eterna. Luchó contra ello, deseó que su lengua diera forma a esas palabras vitales de advertencia, pero, al mismo tiempo que lo intentaba, sabía que era un esfuerzo baldío.
Abajo, alguien abrió la puerta de amarillo pálido desde dentro, que chirrió de forma musical mientras se entreabría. Ya era demasiado tarde.
El balcón de Som-Som estaba situado en el tercer piso. La vivienda adyacente era una de las cuatro que se hallaban tras la puerta violeta, en el extremo izquierdo de la fachada cóncava de la Casa Sin Relojes. De este modo, debido al emplazamiento del balcón en el que se encontraba sentada observando a Rawra Chin, no pudo ver quién abría la puerta. Supuso que se trataba de Foral Yatt.
Tras un intercambio de palabras en un tono sorprendentemente bajo, la figura envuelta en vendas carmesíes de la famosa artista entró en la casa y abandonó el campo de visión de Som-Som. La puerta de amarillo pálido se cerró emitiendo un sonido similar al del rechinar de dientes.
Después de aquello, solo reinó el silencio. Som-Som permaneció sentada en el balcón observando la puerta de amarillo pálido mientras una angustia muda se instalaba en el único ojo que le quedaba visible; al mismo tiempo, el cielo poco a poco se oscurecía a sus espaldas. Al fin, cuando aquel momento en que había sentido la urgente necesidad de tener una voz ya había quedado bastante atrás, habló.
—Corrí lo más rápido que pude, pero cuando llegué a la casa de mi madre el pájaro ya había muerto.
Desde que se cerró la puerta amarilla, ni una palabra había sido pronunciada en las habitaciones que se encontraban nada más cruzarla. Foral Yatt estaba sentado en una sólida silla de madera junto al fuego, de modo que la luz ámbar titilaba sobre uno de los lados de su delgada cara. Rawra Chin se quedó junto a la ventana, el conjunto carmesí que vestía se había ido oscureciendo hasta llegar a ser de un color borgoña apagado, similar al de una postilla, bajo la luz menguante del día proveniente del exterior. Ella no estaba segura de cómo sortear la distancia del abismo que ahora los separaba, y observó cómo jugaba la luz del fuego sobre el terciopelo de aquel cráneo rapado hasta que la ausencia de conversación agotó su paciencia.
—Te he traído un regalo. —Foral Yatt giró lentamente la cabeza en dirección hacia Ella y se apartó del fuego, de modo que las sombras se deslizaron por su rostro, ocultando a la vista la expresión que se dibujaba en su cara. Rawra Chin introdujo una mano blanca como la tiza en la piel negra de la bolsa que portaba, de donde emergió sosteniendo una bolita de cobre entre aquellos dedos en cuya punta se hallaba la sustancia que hacía las veces de espejo. Se la entregó y, tras un momento de duda, él la aceptó.
—¿Qué es?
Se había olvidado de lo cautivadora que era su voz: árida, profunda y ansiosa, muy distinta a la Suya. A pesar de su tono calmado y uniformemente modulado, aún se percibía en él que algo alerta y voraz acechaba en el fondo, deambulando pacientemente entre los acentos. Entonces, Rawra Chin se humedeció los labios.
—Es un juguete… un juguete para el intelecto. Me han comentado que es muy relajante. Muchos de los mercaderes más atareados que conozco y que más sufren el ajetreo que conlleva tanto negocio afirman que les calma enormemente.
Foral Yatt jugueteó con la suave esfera de cobre entre los dedos de modo que brilló con un color rojizo ante el resplandor del fuego.
—¿Qué tiene de especial?
Rawra Chin se alejó un solo paso de la ventana, aquel era el primer intento que hacía de acercarse a él desde que entró en la Casa, pero entonces se detuvo. Dejó que aquella bolsa de piel negra cayera al suelo emitiendo un sonido suave, como el que produciría el cadáver de una araña enorme, sobre el asiento vacío que ofrecía la otra silla de la habitación. Ese gesto venía acompañado de una cierta intención de marcar cuál era Su territorio. Rawra Chin esperaba no haberse mostrado demasiado impetuosa. El rostro de Foral Yatt seguía envuelto en sombras, pero no pareció reaccionar de modo adverso al desafío que representaba aquel bolsito que dormitaba frente a la chimenea. Envalentonada por la falta de recriminación, Rawra Chin sonrió, a pesar de estar nerviosa, mientras le replicaba.
—Tal vez haya un lagarto dormido dentro de esa esfera, o tal vez no. Ésa es la cuestión.
Su silencio pareció invitarla a desarrollar esa idea.
—Se cuenta que existe un lagarto capaz de hibernar durante años o incluso siglos sin necesidad de alimentarse, respirar o beber; capaz de ralentizar sus funciones vitales de modo que una docena de inviernos podrían pasar entre cada latido de su corazón. Me han dicho que se trata de una criatura muy pequeña, no más grande que la articulación superior de mi pulgar cuando está doblado. Se dice que la gente que hace estos ornamentos coloca uno de esos reptiles dormidos dentro de cada una de estas esferas antes de sellarlas. Si la miras con detenimiento, podrás ver que hay una soldadura en el medio.
Foral Yatt se negó a mirar y permaneció sentado, de espaldas al fuego, sosteniendo la bola en su mano derecha al mismo tiempo que la hacía girar de modo que la luz parecía derretirse al surcar su superficie. A pesar de que una sombra impenetrable seguía ocultando la expresión de su semblante, Rawra Chin percibió que la naturaleza de su silencio había cambiado. Se dio cuenta de que cualquiera que fuera la pequeña ventaja que había obtenido, esta comenzaba a desvanecerse. ¿Por qué no hablaba? Reanudó Su monólogo, aunque fue incapaz de evitar que en Su voz se notara cierto tono de malestar.
—No puedes abrirla, y tienes que meditar acerca de si realmente hay un lagarto ahí dentro o no. Esto tiene que ver con cómo percibimos el mundo que nos rodea; cuando una se detiene a pensarlo se da cuenta de que no importa si hay un lagarto dentro o no, entonces pasas a reflexionar sobre qué es real y qué no es real, y…
Su voz fue desvaneciéndose, como si de repente se hubiera dado cuenta de lo incoherente que estaba siendo Su discurso.
—… Dicen que es muy relajante —concluyó de modo poco convincente, después de una pausa rotunda y deprimente.
—¿Por qué has vuelto?
—No lo sé.
—No lo sabes.
Era como si sus palabras se hubieran reflejado en un espejo y le hubieran sido devueltas repletas de nuevos significados e implicaciones, distorsionadas y desprovistas de su sentido original, gracias a algún capricho de aquel cristal. La frágil pose de Rawra Chin se iba derrumbando ante aquella voz plana que denotaba una total falta de interés.
—No… no quiero decir que no lo sé. Es solo que…
Bajó la vista para contemplar Sus manos pálidas y bien cuidadas, y se sorprendió al percatarse de que se las estaba frotando nerviosa. Parecían unos cangrejos apareándose tras haber permanecido sumidos en la oscuridad durante mucho tiempo.
—Me refiero a que no tenía una buena razón para volver aquí. Mi trabajo, mi carrera, va demasiado bien. Tengo mucho dinero. Tengo amigos. Acabo de interpretar a la hija mayor de Bromar en El forjador de fortunas, todo el mundo va a hablar sobre mí durante meses. Además, no tengo que volver a trabajar en una temporada. Puedo hacer lo que quiera. Aunque no tendría que haber vuelto aquí.
Foral Yatt permaneció en silencio, la luz del fuego le iluminaba por detrás la cabeza rapada, perfilando su cráneo con una orla de fosforescencia difusa que brillaba a través de aquel pelo tan corto. Seguía dando vueltas a la bola de cobre entre los dedos, parecía un planeta en miniatura que giraba pasando continuamente de la noche al día.
Es que… este lugar, esta casa, tiene algo. Hay algo dentro de esta casa, algo verdadero. Y no es algo bueno. Es una verdad, y no sé qué nombre darle, y ni siquiera me gusta, pero sé que es verdad y sé que está aquí y es como si, no sé, como si hubiera sentido que tenía que volver para verlo. Como si…
Las manos de Rawra Chin parecían tirar del aire que se encontraba delante de Ella con el fin de estrujarlo, era como si las palabras que necesitaba para expresarse estuvieran ocultas bajo la piel del aire y sondeándolo pudiera adivinar su forma. Los amantes crustáceos, una vez ya separados, yacían tumbados sobre sus espaldas, moviendo las piernas débilmente mientras expiraban en alguna orilla invisible.
—Es como un accidente que vi una vez… Un granjero que acabó aplastado bajo su carreta. Estaba vivo, pero tenía las costillas rotas, que le sobresalían por un costado. En un principio no me di cuenta de qué eran porque aquello era un caos tremendo. Mucha gente se arremolinó junto a la carreta, pero nadie era capaz de moverlo sin lastimarlo más de lo que ya lo estaba. Era verano y había muchas moscas revoloteando. Recuerdo que gritaba y vociferaba pidiendo que alguien le apartara las moscas. Entonces, una anciana dio un paso adelante para cumplir su deseo, pero hasta entonces nadie se había movido, no hasta que él gritó. Fue horrible. Pasé de largo lo más rápido que pude ya que aquel hombre estaba sufriendo y nadie podía hacer nada, salvo la anciana que le apartaba las moscas sirviéndose de su mandil. Pero volví. Me detuve cuando ya había recorrido un trecho del camino, y volví. No pude evitarlo. Lo de aquel hombre que yacía bajo aquel tremendo peso, gritando para que vinieran su esposa e hijos, era algo tan real, tan doloroso, que parecía atravesar el velo que conformaba el resto del mundo, todas aquellas cosas que mi suerte y mi dinero habían creado a mi alrededor, y supe que aquello significaba algo, y volví ahí y observé cómo se ahogaba en su propia sangre mientras la anciana le decía que no se preocupase, que su esposa e hijos llegarían enseguida. Por eso he vuelto aquí, a la Casa Sin Relojes.
Se produjo un largo instante de silencio. Mientras, un mundo de cobre rotaba entre los dedos de un dios sin rostro que no respondía.
—Te sigo queriendo.
Alguien dio un par de golpecitos en la puerta de amarillo pálido. Durante un instante no se produjo ningún movimiento en la habitación salvo el provocado por el espejismo de movimiento que la lumbre causaba. Entonces, Foral Yatt se levantó de la silla de madera, aún con el fuego a la espalda y el rostro inmerso en un eclipse. Cruzó la habitación, se agachó para pasar entre las vigas ennegrecidas que aguantaban el techo y pasó lo bastante cerca de Rawra Chin como para que Ella pudiera alzar la mano y acariciarle el brazo de modo que pareciera un hecho fortuito. Pero no lo hizo.
Foral Yatt abrió la puerta.
La figura que se encontraba al otro lado del umbral tenía cuarenta años tal vez. Se trataba de una mujer grande y de complexión fuerte, con las mejillas coloradas, que llevaba un atuendo de una sola pieza similar a una tienda de campaña de piel gris humo. La cubría entera, hasta la mismísima coronilla, y se le había practicado un agujero para poder mostrar por él la cara; a partir de ahí, sus líneas minimalistas y contundentes caían hasta el suelo. No había ninguna abertura en la piel por la que pudiera extender las manos, lo que sugería a Rawra Chin que la mujer debía de tener sirvientes que lo hacían todo por ella, incluso darle de comer. Hasta en el mundo que Rawra Chin había conocido en los cinco últimos años tal ostentación arrogante de riqueza era algo impresionante.
Mientras la inoportuna visitante inclinaba la cabeza hacia atrás para hablar, la trémula luz amarilla iluminó su cara, y Rawra Chin se dio cuenta de que la mujer tenía una mancha ámbar, de aspecto peludo y desagradable, que prácticamente le cubría la mejilla izquierda por entero. Era obvio que la mujer había intentado esconderla bajo una gruesa capa de polvos de maquillaje de color blanco, pero con poco éxito. Esta decoloración permanecía visible bajo el maquillaje, como si fuera un lenguado del grosor de un papel que nadara a través de su tejido subcutáneo y cuya silueta oscura fuera discernible justo debajo de la superficie turbia de su cara.
Cuando habló, su voz era potente de un modo turbador, de un tono estridente y en cierto modo ultrajante.
—Foral Yatt. Querido Foral Yatt, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos por última vez?
La réplica de Foral Yatt fue profesionalmente adecuada, gélidamente inofensiva y, aun así, fue realizada a tal volumen que Rawra Chin dio un respingo involuntario, a pesar de que se encontraba varios pasos detrás de él. De improviso, se le ocurrió que la mujer envuelta en pieles debía de sufrir algún defecto en el oído.
—Han pasado dos días desde la última vez que estuviste aquí, Donna Blerot. Te echaba de menos. Una ola de calor inundó a Rawra Chin, que pasó a enfriarse casi al instante para dar lugar a una suerte de lingote de plomo que pareció alojarse en Su estómago. Foral Yatt tenía una clienta a la que atender, así que Ella debía dejarle para que pudiera cumplir su cometido. Se sentía tan decepcionada que se le revolvían las tripas. Decidió que se iría de allí inmediatamente, y deseó que el disgusto no se apoderara de Ella hasta que pudiera llegar a los aposentos en que se hospedaba en una posada situada en el extremo más alejado de la Ciudad de la Fortuna. En cuanto cerrara la puerta tras de sí permitiría que se adueñara de Ella, y entonces arreciarían las lágrimas. Cuando se disponía a recoger la bolsita, que yacía ahí durmiendo en la silla, Foral Yatt volvió a hablar.
—Sin embargo, no debería verte esta noche. Un familiar ha venido a visitarme —en ese momento realizó un leve gesto por encima del hombro, señalando hacia la pasmada Rawra Chin—, lamento que tengamos que reprimir nuestros anhelos y dejarlos sin atender un día más. Por favor, ten paciencia, Donna Blerot. Cuando al fin estemos juntos, este aplazamiento hará que nuestro reencuentro sea aún más dulce.
Donna Blerot giró la cabeza y miró hacia un lugar situado más allá de donde se encontraba Foral Yatt, hacia la esbelta figura envuelta en vendajes carmesíes que permanecía en pie en aquella habitación iluminada por el fuego. Ella misma casi parecía una llama dentro de aquel envoltorio llamativo. La mirada gélida e inmisericorde de aquella dama se posó sobre Rawra Chin durante un largo instante antes de volver a recaer una vez más sobre Foral Yatt; entonces, el gesto dibujado en su rostro se dulcificó.
—Qué mala pata, Foral Yatt. Qué mala suerte. Pero te perdono. ¿Acaso podría hacer otra cosa?
La mujer sonrió, revelando unos dientes amarillentos y unos labios demasiado anchos.
—Entonces, ¿hasta mañana?
—Hasta mañana, querida Donna Blerot.
La mujer se encaminó a la puerta y Rawra Chin pudo escuchar el ruido del golpeteo lento y burlón que aquellas sandalias de madera desencadenaban al cruzar el patio negro. Foral Yatt cerró la puerta y deslizó el cerrojo. El sonido producido por éste al cerrarse, de metal contra metal, resultaba emocionante por lo que implicaba. Rawra Chin se estremeció como si el eco de aquel sonido la excitara. El actor se alejó de la puerta cerrada y La miró fijamente, con el rostro bronceado por el resplandor del fuego.
Su cara parecía menos cincelada y delgada de lo que Ella recordaba. Su mirada, en cambio, era tan fascinante e intensa que Sus recuerdos no le hacían justicia. En una cámara repleta de bamboleantes jirones de oscuridad, que parecía más bien un salón de baile para sombras, los dos jóvenes se miraron fijamente. Ninguno habló.
Él se acercó a Ella, y solo se detuvo para colocar aquel pequeño globo de cobre sobre la madera blanca pulida de la mesa antes de continuar avanzando. La cadencia con la que daba aquellos pasos era algo que hacía adrede, de modo que Rawra Chin estaba segura de que debía de haberse dado cuenta de la tensión que ese acercamiento tan deliciosamente prolongado había provocado en Ella. Era incapaz de aguantar aquella mirada, así que entornó los ojos de modo que la luz trémula de la habitación se convirtió en una serie de haces de un resplandor incongruente. Respiraba agitadamente, y se estremeció.
El aroma cálido y árido de su piel La envolvió. Sabía que él se encontraba frente a Ella, a no más de un antebrazo de distancia. Entonces él le tocó la cara. La conmoción que le produjo ese contacto físico casi le llevó a inclinar la cabeza hacia atrás, pero fue capaz de controlar ese impulso. Su corazón retumbaba como un yunque mientras él, valiéndose de la uña del dedo, recorría la línea que dibujaba Su mandíbula.
La ingeniosa sucesión de vendas que conformaban el traje de Rawra Chin tenía un único cierre, oculto bajo una gema triangular negra rodeada de filigranas que llevaba sobre la parte derecha de la garganta. Dicho broche le pinchó el cuello cuando Foral Yatt lo retiró de sus apósitos color rojo sangre, pero incluso eso le resultó casi insoportablemente placentero en ese estado de extrema sensibilidad y anhelo en que se encontraba. Alzó la vista y su mirada La engulló entera. Las manos de Foral Yatt se movían trazando círculos lánguidos con confianza, desenrollando la larga venda de aquella gasa teñida de un color intenso, comenzando por Su cabeza y bajando en espiral.
Libre ya de aquel atuendo que la confinaba, la frondosa melena cayó sobre los pálidos hombros. Jadeó y agitó la cabeza de lado a lado, pero no en señal de negativa. Un escalofrío estremecedor la recorría de arriba abajo mientras, poco a poco, más partes de Su piel quedaron expuestas a las corrientes de aire de la habitación. La turbación le atravesó el vientre y bajó por esas caderas angulosas y prominentes, recorrió los genitales afeitados y dejó atrás el pene medio erecto que daba brincos en el aire. Siguió bajando por los muslos y continuó hasta alcanzar la alfombra de juncos, donde los vendajes desenrollados se reunían formando un charco rojo que se ensanchaba alrededor de Sus pies, era como si Su carne desnuda sangrara desde una docena de heridas imperceptibles.
Foral asintió con la cabeza una vez, aunque seguía sin pronunciar palabra; Ella se arrodilló en el suelo a sus pies, con las rodillas sobre la maraña de apósitos caídos, de modo que le dejaron un ligero entramado de marcas sobre la piel. Cerró los ojos y dejó que la cabeza cayera hacia delante hasta que acabó descansando sobre el asiento de la silla en la que Ella había dejado aquella bolsita una eternidad antes. La exquisita piel oscura de la silla y la madera noble de la misma se mostraban igualmente gélidas ante la presión de aquella mejilla ardiente.
Detrás de Ella se produjo un tañido causado por la hebilla del cinturón, que cayó sin muchas contemplaciones sobre la estera de juncos. Por puro impulso, abrió los ojos, su mirada recorrió la cámara, saboreando aquel momento hasta el más nimio detalle.
En el otro extremo de la habitación, la bola de cobre descansaba sobre la mesa donde Foral Yatt la había dejado. Era como un ojo que hubiera sido arrancado recientemente a una cabeza parlante de bronce, como las que se comentaba que poseían algunos personajes de la Avenida del Brujo.
La esfera le devolvía la mirada a Rawra Chin, reluciendo de forma sugerente; todo lo que pasaba tras la puerta de amarillo pálido se reflejaba en ella de forma neutral, componiendo una miniatura perfecta sobre la superficie convexa de ese orbe desprovisto de vida e incapaz de parpadear.
Más tarde, cuando se encontraba tumbada boca abajo y mientras el sudor mezclado de ambos se secaba en la cuenca de Su espalda, dejó que Su conciencia flotara amarrada a los márgenes de la vigilia; mientras tanto, Foral Yatt se encontraba de cuclillas junto a la chimenea, añadiendo carbón fresco al fuego para mantener las ascuas menguantes que durante la hora anterior habían ardido muy tenuemente. El aire estaba lleno del aroma intoxicante del semen, y Rawra Chin pudo sentir como cada uno de los músculos de Su cuerpo se desplomaba presa de un agotamiento dichoso.
Aun así, algo La reconcomía por dentro, incluso en las sublimes profundidades de un letargo provocado por haber saciado con creces sus deseos. Aún quedaba algo pendiente de resolver entre ambos, daba igual lo elocuente que el sexo hubiera parecido ser al respecto. Apenas era algo definible y real, más que una presencia invasora era una perturbadora ausencia, que podría haber ignorado. Sin embargo, aquello demostró ser más de lo que podía soportar. Se trataba de un vacío que había en ella y que debía ser llenado para que pudiera sentirse completa. Aunque se mostraba reticente a remover de un modo perturbador los rescoldos de la calma reinante tras aquel ayuntamiento carnal, al final se armó de valor para hablar.
—¿Aún me amas? —Dicho esto, y tras un instante de vacilación, prosiguió—. ¿A pesar de lo que te hice?
Ella giró la cabeza de modo que la parte derecha de Su rostro acabó descansando sobre la estera de juncos entrelazados. Él se acuclilló delante del fuego dándole la espalda a Rawra Chin mientras colocaba con cuidado aquellos fríos y negros trozos de carbón encima de las relucientes brasas. Su piel brillaba como una mancha amarilla de acuarela junto al fuego. Rawra Chin recorrió con la mirada totalmente embelesada la línea que trazaban sus vértebras hasta llegar al pliegue completamente recto que dividía aquellas nalgas tan duras. Foral Yatt no se giró hacia ella al contestar.
—¿Hay un lagarto dormido dentro de esa esfera?
Foral Yatt asió otro trozo de carbón con una mano, que tenía ennegrecida, y la colocó coronando la cima de aquella pirámide oscura que se erguía en ese infierno en miniatura que era la chimenea. Tras la puerta de amarillo pálido no se dijo nada más aquella noche.
A la mañana siguiente, Rawra Chin hizo una visita a Som-Som para tomar el té, como si el intervalo de cinco años en los que tal ritual no se había vuelto a celebrar nunca hubiera existido. Le contó un montón de anécdotas sobre Su carrera, luego se detuvo a sorber la infusión mientras Som-Som Le informaba de que su madre una vez había cerrado una puerta, y que una vez reinó la oscuridad, y que una vez había sido incapaz de parar de toser. La suave reentrada de Rawra Chin en las extrañas cadencias de la conversación hizo mucho por eliminar la distancia que entre las dos podía haber aflorado tras media década sin verse. No obstante, no fue hasta que aquella charla se aproximó a su conclusión cuando la artista se sintió lo bastante cómoda como para sacar a colación el tema de que había retomado Su relación con Foral Yatt.
—No me voy a quedar aquí eternamente, por supuesto. En un mes o así tendré que empezar a pensar en cuál será mi siguiente papel, y aquí eso me resultaría imposible. Pero esta vez, cuando me marche, creo que me lo llevaré conmigo. Soy lo bastante rica como para mantenerle hasta que encuentre un trabajo, y me parece ridículo que alguien de su talento lo malgaste en…
Sus manos realizaron un curioso movimiento que tenía algo de teatral y algo de genuina repulsión involuntaria. Era como si estuviera vomitando y sufriendo unos espasmos violentos, unos estremecimientos que salían de la garganta delgada de la muñeca y le subían hasta la punta de los dedos, donde diez espejos temblaban bajo la luz solar de la fría mañana.
—¡…En ancianas feas y asquerosas como esa horrenda Donna Blerot! Se merece algo mucho mejor. Podría cuidar de él, podría buscarle un trabajo, y entonces tal vez ninguno de nosotros tenga que volver jamás a este lugar otra vez, ni siquiera para echarle un vistazo. ¿Qué opinas? ¿Crees que es una buena idea? Som-Som sorbió la infusión de flores por la comisura de la boca y no pronunció palabra alguna.
—Creo que podemos hacerlo. Creo que podemos amarnos y estar juntos sin que nada se tuerza entre nosotros. Fue mi ambición la que nos distanció, y ya la he saciado. Las cosas pueden volver a ser como eran antes, pero en otro lugar, en un sitio mejor que éste.
Rawra Chin parecía muy pensativa mientras se chupaba la deslumbrante yema del dedo índice derecho; emitió un sonido tenue y líquido cuando se lo sacó de entre los labios. Repitió esa operación un par de veces. Detrás de ella, los pájaros daban vueltas por el variado horizonte que conformaban los edificios de Liavek. Cuando volvió a hablar, Su voz había asumido cierto tono de perplejidad.
—Aunque ha cambiado. Supongo que ambos lo hemos hecho. Ahora es muy callado y muy… muy dominante. Sí, así es exactamente. Muy dominante. Y eso es maravilloso, no me quejo, para nada. Al fin y al cabo, esos son sus aposentos y ha sido muy amable al permitir que me hospede en ellos durante el próximo par de meses, de modo que ya no tengo que seguir pagando por alojarme en la posada. No me importa tener que hacer lo que él quiera. Creo, bueno, creo que eso me viene bien en cierto sentido, que es bueno para mí como persona. Desde que mi carrera despegó, nadie me ha vuelto a decir nunca qué tenía que hacer. Creo que eso me ha hecho mucho mal. De alguna manera, eso no está bien, ya que la gente me lo consiente todo. Creo que necesito a alguien que…
—Una cabeza que sobresalía entre las patas de la vaca miró hacia afuera, y yo grité.
La interrupción de Som-Som fue tan sorprendente que incluso Rawra Chin, que ya estaba acostumbrada a sus desvaríos, se sintió momentáneamente enervada. Parpadeó y esperó a ver si la mujer medio enmascarada trataba de hacer algún comentario más antes de continuar hablando.
—Voy a ordenar que me traigan aquí la ropa que he dejado en la posada. Tengo tantas cosas bonitas que sería un pecado abandonarlas. Foral Yatt dice que puedo guardar mis prendas en sus aposentos, pero no quiere que me ponga las de diseños más exóticos mientras estoy con él. Prefiere que lleve cosas más sencillas.
Rawra Chin bajó la vista para contemplar la ropa que llevaba puesta. Portaba una blusa de algodón gris muy sencilla y una falda de un tejido similar. Su pelo rubio, casi blanco, pendía alrededor de aquellos hombros estrechos y le insuflaba vida a aquella tela de color crepuscular gracias al contraste. La melena acababa reposando sobre aquella blusa como una antorcha reflejada en unos adoquines húmedos y grises, y que va perdiendo su llama. Se mostraba claramente satisfecha con esa nueva tendencia al comedimiento y sutileza en su modo de vestir; entonces, levantó la vista y sonrió a Som-Som entre aquellas tazas de té.
—Pero ya basta de hablar de mis cosas y de mi vanidad. ¿Qué senderos de la fortuna has recorrido en estos últimos cinco años?
La cara dividida le devolvió la mirada con su único ojo aún activo. Nadie pronunció palabra alguna. Mientras, sobre la Ciudad de la Fortuna, grandes pájaros carroñeros se lanzaban en picado y chillaban, parecían unos bebés a los que hubieran arrancado de tierra firme y arrastrado sollozando hacia el domo opresivo del cielo.
Al quinto día de Su llegada, Rawra Chin se presentó en el balcón de Som-Som portando unos pantalones de cuero con una cuerda robusta enroscada alrededor de la cintura, a modo de cinturón. Som-Som no comentó nada acerca de este cambio en Sus gustos en el vestir, pero después de aquello nunca la volvió a ver ataviada con una falda, así que supuso que todo eso se debía a la influencia de Foral Yatt en cuestiones de austeridad. La artista parecía haberse olvidado de maquillarse la cara y de llevar toda clase de bisutería encima, salvo un simple anillo de hierro sin ornamentos que portaba en el meñique de la mano izquierda. Los diez pedacitos de espejo de los dedos se habían esfumado hace tiempo.
Dos semanas después de Su regreso, Foral Yatt persuadió a Rawra Chin para que se afeitara la cabeza.
A la mañana siguiente, Rawra Chin estaba sentada junto a Som-Som, hablaba pero interrumpía su discurso cada pocos segundos para pasarse una mano incrédula por la sien y el poco pelo que le quedaba. Su charla presentaba una alegría forzada, y había algo en su mirada que revelaba cierto nerviosismo de modo fugaz. Som-Som se percató con cierta sorpresa de que Rawra Chin carecía ya de atractivo alguno. Era como si Su carisma la hubiera abandonado o le hubieran despojado de él sin misericordia, al igual que le habían arrebatado ese sol en miniatura que había sido Su cabello.
—Creo que así estoy mejor, ¿verdad?
Som-Som no dijo nada.
—Quiero decir que, bueno, es un gran cambio. Y creo que le vendrá bien a mi pelo, cuando vuelva a crecer. Los tintes que utilizo lo habían dejado tan quebradizo que tener una nueva melena supondrá todo un alivio. Además, a Foral Yatt le gusta así, por supuesto.
Dejó caer esa última frase al mismo tiempo que parecía contradecirla con una mirada evasiva y un cierto aire de vergüenza y desasosiego.
—Me refiero a que entiendo qué impresión debo de dar, y lo que le debe de parecer esto a la gente que no le conoce, pero…
Con un simple movimiento hacia atrás de una mano se acarició suavemente el cráneo.
—… Pero cómo me visto es importante para él, mi aspecto es muy importante para él, el aspecto que tengo cuando hacemos el amor.
Som-Som se aclaró la garganta y le dijo a la artista el nombre de la calle donde había vivido antes de la noche en la que su madre se la había llevado de la mano, a través del ruido, hacia el Silencio. Rawra Chin continuó Su monólogo haciendo caso omiso a la interrupción; en Su mirada, que permanecía fija aún en aquellas baldosas mugrientas, se reflejaba el vacío y la falta de sueño.
—Ha cambiado, ¿sabes? Ahora quiere cosas distintas. Y no me importa. Le quiero. Me da igual que me diga que he de hacer esto o lo otro. Incluso me gusta, a veces me gusta porque así le complazco, otras veces porque eso en sí mismo supone un gozo para mí. Pero el hecho, el hecho de que me guste, es algo que me asusta. No es que me asuste, realmente, sino que es como si todo estuviera cambiando y se moviera bajo mis pies, como si yo estuviera cambiando también, y siento que debería estar asustada, pero no lo estoy. Resulta tan fácil dejarse llevar. Resulta tan fácil dejar que simplemente suceda, y no me importa. Le quiero y no me importa.
Desde la dilatada pupila que era aquel patio alguien pronunció el nombre de Rawra Chin. Som-Som dirigió la mirada hacia las losas que se encontraban allá abajo y se sintió desconcertada por un instante ante aquel extraño que permanecía ahí en pie, hasta que fue capaz de relacionar aquella cara familiar con el modo de andar y de moverse que había sido incapaz de situar hasta entonces; al final, consiguió encajar todas esas impresiones tan dispares en la figura de Foral Yatt.
Rawra Chin había dicho la verdad. Foral Yatt había cambiado.
Allí, a sus pies, se encontraba él, mirando hacia arriba con una mano alzada para protegerse los ojos del sol; sin embargo, esa sombra que cubría sus rasgos no llegaba a esconder el cambio que se había dado en ellos. El actor parecía estar menos delgado. Som-Som supuso que esto era debido a que la riqueza de Rawra Chin se había sumado no solo a sus ingresos sino también a su dieta.
Su ropa también era visiblemente distinta, había abandonado las vestimentas sombrías y funcionales que hasta entonces, por lo visto, solía preferir. Foral Yatt portaba ahora una larga túnica, de un azul tan intenso y vivaz que se encontraba al borde la iridiscencia. Además, llevaba una faja ancha de color naranja que le daba dos vueltas alrededor de la cintura; los pantalones bombacho que vestía eran también de un naranja tenue y moteado, casi blanco en ciertas partes. Sus pies desnudos eran exquisitos, y mucho más pequeños de lo que Som-Som esperaba que fueran. Algo relució, como una especie de neblina centelleante, alrededor de sus pies.
—¿Rawra Chin? La comida ya casi está lista.
Su voz también se había alterado: era más suave, sus tonos seguros y confiados parecían recubiertos de una capa melódica. Y había algo más, algo que por encima de todo era responsable del impresionante cambio que había sufrido su aspecto, algo tan obvio que se le escapaba totalmente.
Rawra Chin murmuró una disculpa mientras se disponía a marcharse, sin preocuparse de resolver los cabos sueltos que habían quedado en el aire en la conversación que había mantenido con Som-Som. Como era Su costumbre, se acercó a Som-Som para retorcerle la muñeca y permitir así que esa mitad del cerebro que se hallaba aislada de las percepciones de la vista y el oído supiera que la visitante se marchaba. En respuesta a este gesto, la mujer medio enmascarada alzó la vista hasta encontrarse con la mirada de Rawra Chin. Cuando habló, su voz estaba llena de una tristeza que parecía no tener relación con el contenido de sus palabras.
—Por aquel entonces, no pensaba que lo bueno fuera tan bueno.
Los labios de Rawra Chin se fruncieron brevemente, esbozando un gesto de impotencia similar al encogimiento de hombros, pero empleando solo la cara. Después, se dio la vuelta y bajó corriendo las estrechas escaleras de madera que llevaban al patio, donde Foral Yatt la esperaba.
Allí se encontró con él e intercambiaron unas palabras de forma breve, pero en un tono tan bajo que Som-Som no pudo escuchar de qué hablaban antes de que decidieran dirigirse hacia la puerta de amarillo pálido. Som-Som estiró el cuello para observar cómo se marchaban. Justo antes de perderlos de vista, logró identificar esa deslumbrante peculiaridad que había transformado tanto al actor.
En la frente de Foral Yatt el pelo formaba una línea desigual del color de la nieve y se le ensortijaba alrededor del borde superior de las orejas. Le estaba creciendo.
En la quinceava noche desde Su llegada a la Casa Sin Relojes, algo ocurrió tras la puerta de amarillo pálido que le proporcionó a Rawra Chin el primer atisbo de las tinieblas que la habían estado aguardando durante cinco largos años. Entró en los aposentos para compartir la cena con Foral Yatt justo cuando el sol despuntaba en el horizonte por occidente, y antes de que llegara la mañana había visto el abismo. No comprendió la inmensidad de aquel vacío hambriento que se abría a Sus pies durante tres días más, pero aquel primer vistazo impactante fue solo el principio. Era como si hubiera arrojado un guijarro en el caos que la esperaba y estuviera esperando a escuchar la respuesta del chapoteo. Cuando tres días más tarde siguió sin oír aquel chapoteo, supo que aquella negrura no tenía fin, y que ya no había esperanza.
Sin embargo, la noche anterior, cuando atravesó la puerta de amarillo pálido con la puesta de sol a la espalda y el rico aroma de la cazuela que flotaba en el aire le dio la bienvenida, las tinieblas aún no se habían revelado. En aquellos momentos tenía la impresión de que era capaz de mantener a raya toda ansiedad.
Se sentaron uno frente al otro en aquella mesa de madera blanquecina y dieron buena cuenta de la cena con rapidez; entonces, Rawra Chin limpió los restos que quedaban mientras Foral Yatt se retiraba al dormitorio para prepararse para el resto de asuntos que le iba a deparar esa noche. Rawra Chin se encontraba restregando un resto seco de legumbres que se negaba a marcharse del borde del cuenco de Foral Yatt mientras se preguntaba ociosa qué iba a hacer esa noche para entretenerse durante las horas en las que Su presencia tras la puerta de amarillo pálido no era requerida. Las noches anteriores había caminado hasta el puerto, donde se había detenido a observar el reflejo de la luna sobre el agua esmeralda mientras para calmar su angustia intentaba extraer alguna gota de romanticismo de la situación que estaba viviendo.
Profirió un breve grito de dolor y sorpresa, y entonces bajó la mirada para descubrir que se había roto la uña gracias a ese pedacito de comida dura y seca. Sus uñas eran un desastre, pensó, las tenía mordidas por todas partes y desiguales, muchas de ellas estaban partidas o en carne viva. Se preguntó cuánto tiempo les llevaría recuperar esa antigua elegancia que tuvieron, y, mientras reflexionaba sobre ello, se pasó la otra mano por aquel cuero cabelludo rapado sin darse cuenta de que hacía tal gesto.
Foral Yatt la llamó desde el dormitorio y Ella acudió a ver qué quería, se limpió las manos con la tela vulgar y gris con la que estaba confeccionada la camisa que portaba, y pasó con dificultad por encima de la estera de juncos.
Al atravesar la puerta de la cámara se quedó perpleja al descubrir que Foral Yatt se había metido en la cama en vez de prepararse para las obligaciones que tenía que afrontar aquella noche. Se hallaba tumbado sobre las sábanas de basto algodón con los ojos entrecerrados y las manos descansando inertes sobre los retales de la arpillera teñida que conformaban la sobrecama.
—Esta noche no puedo trabajar. Estoy enfermo.
Rawra Chin frunció el ceño. No parecía estar mal y su voz no transmitía vacilación alguna, ni siquiera presentaba un tono menos dominante, pero aun así afirmaba estar enfermo. Era como si él quisiera que Ella fuera consciente de que se trataba de una mentira, pero, al mismo tiempo, quisiera que respondiera como si se tratara de una verdad irrefutable.
Reflexionó y descubrió, con cierta sorpresa o decepción, que pasó fugazmente, que no le importaba. Había aceptado la mentira, ya que era lo más fácil.
—Pero ¿qué pasa con la señora Ouish? Últimamente llevas unas cuantas noches sin trabajar. Una habitación que no se utiliza supone toda una sangría para sus recursos. A otros los han echado por mucho menos.
La señora Ouish, que ahora estaba ciega y a las puertas de la muerte, seguía siendo la figura preponderante en la Casa Sin Relojes. Incluso Rawra Chin, que llevaba cinco años sin trabajar en aquella institución, trataba a aquella anciana con el debido respeto y el consabido temor. Desde el lecho donde representaba aquella burda mentira, Foral Yatt volvió a hablar.
—Tienes razón. Si esta noche aquí no trabaja nadie, las consecuencias podrían ser fatales.
Abrió aquellos párpados cerrados para mirar directamente a los ojos a Rawra Chin. Él sonrió, sabedor de que aquella sonrisa no alteraba nada de lo que había entre ellos. Aquella mascarada era aceptada mediante consentimiento mutuo. Con un tono de voz árido y moderado, continuó hablando.
—Por eso tú debes hacer mi trabajo.
Fue como si se produjera un fallo en los procesos mentales de Rawra Chin que la dejó incapaz de dotar de ningún significado a las palabras de Foral Yatt. «Debes», «hacer», «mi», «trabajo»; aquellas palabras le sonaban tan extrañas que casi estaba segura de que el actor las había improvisado. Repasó la frase mentalmente una y otra vez: «Por eso tú debes hacer mi trabajo». «Por eso tú debes hacer mi trabajo». ¿Qué quería decir?
Y entonces, tras recuperarse del impacto que le habían provocado aquellas palabras, se dio cuenta.
Meneó la cabeza y con horror aún tuvo que soportar recibir más sorpresas al percatarse de que no había ninguna melena balanceándose y rozándole el cuello. Respondió con un «no» apenas audible, pero con ello no quería decir «no lo haré» sino «por favor, no».
Pero lo hizo.
Donna Blerot tomó su mano y la obligó a introducirla bajo aquel vestido, que parecía una tienda de campaña compuesta de pieles, para que acabara reposando sobre la humedad que se encontraba entre sus piernas gruesas y desfiguradas. Bajo aquel atuendo sencillo, aquella dama estaba desnuda, su carne era húmeda y sólida como la masa que se utiliza para hacer pan.
Más tarde, Donna Blerot yacía cuan larga era sobre la mesa. Entonces, Rawra Chin se enterró en el cuerpo de la mujer, que jadeaba sin emitir sonido alguno como un pez ahogándose en tierra sobre una losa, bajó la vista y vio el abismo. Aquella campana de piel gris se había levantado para revelar el cuerpo que se encontraba ahí abajo, y había pasado a cubrir la cara de Donna Blerot, con su marca de nacimiento y demás. Durante un instante mareante, la mujer dio la impresión de ser una cosa que se hubiera ahogado y la corriente hubiera arrastrado hasta la costa del Mar de la Fortuna, era como si una sábana cubriera ya esa cara hinchada y devorada por los peces.
Rawra Chin luchó por reprimir las náuseas y apartó la mirada de esa cosa de modo que acabó contemplando Su propio cuerpo, radiante gracias al sudor, que se balanceaba adelante y atrás de forma mecánica, embistiendo y retirándose como si fuera un maniquí, de esos que se emplean en las justas, manejado por la mano de otra persona. Entonces se fijó en la prominente asta en la que se habían convertido sus genitales y se preguntó cómo era capaz de estar haciendo aquello. No sentía deseo ni lujuria alguna por aquella mujer sorda y aquellos brincos y respingos que daba desesperada. No sentía nada salvo vergüenza y horror. ¿Cómo era capaz su cuerpo de mostrar tal fogosidad a pesar de enfrentarse a tamaña abominación?
Después de consumar el acto, Donna Blerot besó a Rawra Chin y se marchó, cerrando la puerta de amarillo pálido tras de sí. La artista se quedó sentada sobre una de las sillas de madera, con los codos apoyados en la mesa que se encontraba frente a Ella y la cara oculta tras unas manos que recordaban a las puertas de una iglesia cerradas a cal y canto. El recuerdo del beso de aquella vieja aún seguía fresco en Sus labios. Había sido como si un molusco gordo y amargo hubiera intentado arrastrarse dentro de Su boca, dejándole un rastro de saliva a lo largo de la barbilla. Esta imagen reptó desde Su mente hasta Su garganta, de donde cayó hasta Su estómago. Entonces sufrió un tenue espasmo de advertencia y Rawra Chin pasó a torturarse a sí misma con una imagen de la cena que habían devorado con rapidez esa noche antes de que sucediera todo aquello. La falda medio derretida y gelatinosa de grasa arrastrándose desde esos dedos grises y rosáceos de carne…
Luchando en silencio por no vomitar, no escuchó cómo Foral Yatt abandonaba el dormitorio hasta que este se encontró junto a Ella.
—Ya está. ¿Acaso ha estado tan mal?
Rawra Chin se sorprendió al oír su voz, movió una mano de modo que solo la mitad de Su cara permaneció oculta, y entonces abrió los ojos. Se encontraba mirando al suelo y no era capaz de ver nada del cuerpo de Foral Yatt más allá de las rodillas sin tener que levantar la cabeza, una idea que no le resultaba para nada halagüeña.
Los pies de Foral Yatt eran tan blancos como las almendras una vez peladas.
En cada uña llevaba un diminuto espejo, de modo que varios reflejos de Rawra Chin le devolvían la mirada suspendidos en la superficie de diez charcos relucientes en miniatura, como si fueran insectos ahogándose en mercurio.
Rawra Chin se levantó de aquella silla un tanto desequilibrada y apartó a Foral Yatt de Su camino, entonces se dirigió tambaleándose a la cámara reservada para bañarse y hacer las necesidades. La lava le recorría la garganta y le inundaba la boca, estaba sollozando cuando vomitó de manera estruendosa en un fregadero desconchado y amarillento. Agotada, sufrió unas arcadas en las que ya no expulsó nada hasta que las convulsiones de Su estómago remitieron, entonces levantó la cabeza para contemplar la habitación en la que se hallaba a través de un tembloroso mar de lágrimas.
Algo le llamó la atención, algo verde y borroso que centelleaba por encima del cofre donde Foral Yatt guardaba los jabones, perfumes y aceites. Rawra Chin se secó las lágrimas con el reverso de la mano e intentó centrarse en esa mancha esmeralda que tanto la distraía. Era un punto de referencia en el que anclar Sus percepciones, que todavía se encontraban mareadas debido a las náuseas. Poco a poco, el objeto fue ganando en definición frente a la lóbrega humedad del baño.
Unas cuencas pequeñas de cristal la miraban fijamente, sin parpadear. Tras ellas, dentro del cráneo verde traslúcido, unos sueños inescrutables aderezaban aquellos fluidos cerebrales que olían a regaliz.
Rawra Chin contempló la calavera llena de veneno. Y el cráneo le devolvió la mirada, en ella no se escondía nada.
El tiempo siguió avanzando en la Casa Sin Relojes.
En la décimo octava noche tras Su llegada, Rawra Chin cayó en las tinieblas. Aquello que hasta entonces solo la había probado y saboreado un poco, desencajaba las mandíbulas y se la comía de un solo bocado.
Estaba borracha, algo que no habría sucedido si no hubiera pasado lo que había pasado. A la hora de cenar, y como se sentía realmente desdichada, se había pasado con el vino con la esperanza de poder así amortiguar el asco que se daba a sí misma. El alcohol solo sirvió para enturbiar aún más Su angustia, para volverla más escurridiza, más difícil de aprehender. Se hallaba de pie en el umbral de la puerta, con una mano tocaba aquella madera de amarillo pálido mientras observaba el patio desierto e inspiraba grandes bocanadas desiguales de aire otoñal. Con ello no consiguió apaciguar el zumbido que le ronroneaba dentro de la cabeza, como si se tratara de una colmena de abejas funesta situada en algún lugar entre Sus oídos.
Al contemplar las indiferentes losas negras, comprendió que debía marchar, que debía dejar a Foral Yatt. Debía irse de inmediato y volver a disfrutar de la cháchara incoherente de la gente que se encargaba de Su vestuario, a la reconfortante monotonía de memorizar diálogos sin fin. Si no se marchaba de allí inmediatamente quedaría atrapada para siempre, gritando para pedirle a alguien que le apartara las moscas. Si no se marchaba de allí inmediatamente…
Desde los aposentos situados tras Ella, Foral Yatt pronunció Su nombre.
Alzó la vista y dejó atrás aquel amplio estanque de obsidiana para pasar a observar el arco de la entrada, desde donde se divisaba la ciudad de Liavek.
Foral Yatt la llamó otra vez, cierto tono de impaciencia creciente era discernible en aquella voz.
Se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa, cerrando la puerta de amarillo pálido tras de sí.
Foral Yatt se encontraba en el dormitorio, como se había convertido en costumbre desde que Rawra Chin había tenido que prestar sus servicios a Donna Blerot, desde aquella noche en la que había tenido Su primera experiencia con una mujer. Suponía que Foral Yatt la había llamado para ordenar que repitiera aquel acto, y durante un breve instante disfrutó de la fantasía de negarse, pero no por mucho tiempo.
—Mi amor, ¿me enciendes la lámpara? Aquí está tan oscuro.
La voz de Foral Yatt, que había cambiado mucho desde que Rawra Chin volviera a aquel lugar, había alcanzado una nueva etapa de su metamorfosis. Se había suavizado hasta ser de un aterciopelado profundo que seducía más que ordenaba.
Sus dedos se pelearon con el pedernal durante un momento antes de que la yesca prendiera, y entonces acercó la llama resultante a la mecha de la lámpara. Una burbuja de luz amarilla sulfurosa se expandió y contrajo dentro de la cámara, fluctuando hasta que la llama se calmó y su luz se aclaró. Rawra Chin se apartó de la lámpara, con unos gusanos de un blanco incandescente grabados en las retinas gracias el resplandor al que Ella había dado a luz.
Foral Yatt estaba tumbado de lado encima de la sobrecama hecha de retales, apoyado sobre un codo, y con las yemas de los dedos perdidas entre los constreñidos rizos rubios de las sienes. Una amplia banda de maquillaje azul cruzaba su rostro en diagonal, le cubría la parte izquierda de la frente y bajaba luego por el ojo izquierdo hasta llegar al puente de la nariz y acabar en la mejilla derecha. Una banda más estrecha de rojo, poco más que una mera pincelada, recorría la parte superior de su rostro, las cordilleras y oquedades de aquellos rasgos suaves y cincelados, hasta concluir bajo la oreja derecha.
Llevaba puesto uno de Sus vestidos.
Era un vestido de noche, largo y violeta, que se arremolinaba formando unas gorgueras extravagantes sobre los hombros de modo que los brazos quedaban desnudos. La gola era alta, y a Foral Yatt le llegaba justo por encima de la nuez; por debajo de la gola el tejido era sólido y opaco hasta llegar a una especie de línea de separación justo debajo del esternón. A partir de ahí, el vestido parecía haber sido cortado en largas tiras que le caían hasta los tobillos. Una de cada dos de esas cintas violetas había sido cortada y reemplazada por un trenzado de rosa coral, en forma de copo de nieve, a través del cual se podía adivinar la piel que se hallaba debajo. Además, en los dedos de los pies y las manos portaba una serie de espejitos.
Una brisa que entró a través de una hendidura en la pared emitiendo un sonido similar al de un niño soplando por el cuello de una tinaja estrecha perturbó aquel aire perfumado y provocó que la llama de la lámpara vacilara. Durante un instante, los ejércitos de la luz y la oscuridad corrieron avanzando y retrocediendo en combates fronterizos relámpago. Las sombras que se arremolinaron en las cuencas de los ojos de Foral Yatt parecían fluir a lo largo de su mejilla como un derrame de brea antes de menguar y estancarse en un charco bajo el arco ciliar. Él le sonrió con unos labios teñidos de modo caprichoso de un añil intenso.
—Yo tenía que volver. No podía dejarte aquí sin más.
Cada segunda palabra de cada frase estaba acentuada de manera lujuriosa y afectada, de modo que incluso Rawra Chin tuvo que esforzarse para captar el sentido de las palabras pronunciadas por el actor; se afanaba por identificar esa forma típica de hablar, tan enloquecedoramente familiar, pero aun así más allá de sus recuerdos.
—Pero… ¿qué quieres decir? Si no has estado en ningún sitio. Si…
Rawra Chin pudo sentir que algo se le venía encima, algo venía hacia ella con una velocidad tan espantosa que Su voluntad quedó petrificada, de modo que la idea de huir resultaba algo inconcebible. Era como aquellas historias que había oído contar sobre los eclipses, en las que los hombres veían cómo una gigantesca sombra lunar recorría la tierra hacia ellos como si se tratara de un vasto planeta de tinieblas que rodara por aquellos pequeños campos y pastos a una velocidad inimaginable. Ahí, de pie, en la habitación perfumada, lo entendió todo presa del terror. Aquel mundo de sombras se encontraba ya prácticamente sobre Ella. En solo un instante, acabaría aplastada bajo aquella masa infinita e ineludible. Desde la cama, Foral Yatt volvió a hablar. Ese patrón tan definido que había en su hablar continuó danzando más allá de los márgenes del entendimiento, burlándose de ella y mostrándose inalcanzable.
—Te dejé. ¿No lo recuerdas? Te dejé porque me importaba muchísimo que la gente supiera mi nombre. Sé que te debió de parecer injusto, pero tú no eras más que un ser ordinario, y yo alguien especial. Hay algo único en mí, un encanto único que los hombres son incapaces de describir con palabras; aunque te quería mucho, muchísimo, era mi deber exponer ese tesoro único que soy yo al mundo y sus moradores. Estoy segura de que eres capaz de comprenderlo.
De improviso, Rawra Chin supo dónde había oído esa voz que Foral Yatt estaba empleando. Aquel tenebroso planeta se le vino encima y la aplastó, estaba perdida.
—Pero lo hecho, hecho está. Ahora la gente conoce mi nombre por doquier y se ven atraídos como polillas hacia ese fuego que anida en mí, a cuya naturaleza solo yo soy capaz de dar nombre. Ahora estoy completa y soy libre para amarte una vez más. Te adoro. Te venero. Te amo, te amo más que a nada en el mundo salvo a la notoriedad. Pero…
Aquella parodia era indescriptiblemente cruel, innegablemente acertada. Tras haber identificado aquella voz, Rawra Chin no pudo hacer nada más que aceptar aquel reflejo cruel que era la cara que la acompañaba. Clavada al suelo por el oscuro peso de aquella luna fantasmagórica, no podía hacer otra cosa que observar cómo Foral Yatt exponía las vanidades, vacuidades y pequeñas evasivas que eran los ingredientes básicos de Su existencia. El joven se arrellanó sobre la cama y se tocó el labio inferior pintado de azul con la deslumbrante constelación que portaba en los dedos, aquello era una pantomima en la que simulaba sentir ansiedad y estar indeciso. Alzó la vista para mirar a Rawra Chin, que movió las largas pestañas con rapidez a modo de ruego, implorando cierta comprensión mientras la mandíbula le temblaba bajo el peso de las palabras no pronunciadas por aquella boca situada un poco más arriba. Al fin, tras haber representado esta vacilación melodramática hasta llegar al punto del más absoluto de los absurdos, las palabras se derramaron formando una cascada incesante.
—¿…Pero aún me amas?
Se detuvo, y pestañeó un par de veces.
—A pesar de lo que te hice.
En una esquina de la habitación un niño idiota comenzó a soplar a través del cuello delgado de una tinaja, y los patrones descritos por las luces y sombras de la habitación se convulsionaron. Rawra Chin, que se encontraba a la deriva sobre la marejada de un océano de pesadilla, escuchó una voz que hablaba a lo lejos.
—¿Hay un lagarto dormido dentro de la esfera?
Aquella voz era tan grave y masculina que supuso que pertenecía a Foral Yatt, a pesar de que la voz de Foral Yatt ya no era así. Entonces, ¿quién podía ser? Cuando supo la respuesta, Sus sentidos se hallaban demasiado sobresaturados como para responder con algo más que un grito apagado de desesperación. Aquélla era Su voz. Claro que era Su voz.
En la cama, Foral Yatt sonrió y se dejó caer lánguidamente de espaldas. La sonrisa que portaba pertenecía más a Foral Yatt que a esa imitación burlesca, grotesca y tan acertada de Rawra Chin que el talentoso actor había realizado, pero cuando habló lo hizo empleando Sus entonaciones.
—Tal vez sea una esfera. Tal vez esa indescifrable atracción que los hombres perciben en mí se trate de un lagarto que yace enrollado dentro de mí y cuya realidad material es cuestionable, pero cuyos efectos sobre la mente son irrefutables.
Tenían la mirada fija el uno en el otro, la empatía con el otro en ese momento de comprensión mutua era similar al que siempre ha existido entre las serpientes y los conejos. Foral Yatt se lamió aquellos labios de color índigo, regodeándose en su sabor durante el largo instante que precedía al golpe de gracia.
—¿Debería decirte el nombre de mi lagarto? ¿Debería decirte el nombre de esa cosa que me hace vulnerable, adorable, venerada y famosa?
Rawra Chin ya conocía la respuesta, movió la cabeza de lado a lado de un modo violento, y fue incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—La culpa.
Ahí estaba. Lo había dicho. Lo sabía. La llama de la lámpara se estremeció. Las sombras cargaron y luego se retiraron, marcharon a reagruparse para preparar su próximo asalto.
—Forma parte fundamental de quién soy. El dolor me impulsa, sin él no soy nada. Oh, amor mío, me siento tan avergonzada de todas las desdichas que te he acarreado.
Rawra Chin se tambaleaba al pie de la cama, el vino de la cena se le estaba agriando en el estómago, se sentía cada vez más confusa a medida que las diversas capas de significado se iban desplegando una sobre otra, dando lugar a nuevas formas como si se tratara de un ingenioso artefacto creado mediante papiroflexia. ¿Acaso Foral Yatt estaba describiendo sus propios sentimientos o simplemente imitaba aquellas agonías que percibía en Ella? ¿De verdad él se sentía arrepentido de aquella charada viperina que había perpetrado? En el mismo centro del miedo y la confusión que arrasaban a Rawra Chin como un huracán, la semilla fría y brillante del resentimiento empezó a cobrar forma dentro del corazón rebosante de quietud de aquel ciclón.
¿Cómo se atrevía a disculparse? ¿Cómo se atrevía a implorar comprensión después de esa exhibición insoportable de degradación? La ira creció en Rawra Chin mientras contemplaba con frialdad aquella figura que yacía en la cama; aquel cuerpo blando e indefenso que se adivinaba bajo el vestido violeta con flecos se fue volviendo, poco a poco, tan exasperante como ese tono de voz insoportable y zalamero de niña.
—¿Me puedes perdonar? Oh, amor mío, pareces tan contrariado. Fui una inconsciente al hacerte daño de una manera tan horrible, al no tener en cuenta tus sentimientos.
Foral Yatt se incorporó y se acercó a Rawra Chin con los pálidos brazos abiertos de modo implorante, emergiendo como cuellos de cisne desde la gorguera de los hombros del actor. Su mirada imploraba que la liberase de las aparentes agonías que le producía la autoflagelación a la que se estaba sometiendo; mientras, aquellos labios azules pronunciaban palabras a medias, de manera inaudible, a través de las cuales daba explicaciones y pedía disculpas, unos labios que acabó frunciendo como si buscara un beso de absolución.
Rawra Chin le propinó un fuerte golpe a la altura de la boca con el reverso de la mano, con toda la fuerza de la que fue capaz, lo que provocó que la mejilla de él y los nudillos de Ella se mancharan de pintalabios azul.
El sonido seco del golpe y el aullido de dolor del actor retumbaron a su alrededor a través de las paredes de fría piedra. Foral Yatt cayó hacia atrás, se cubrió la cara y giró hasta colocarse de costado, de forma que quedó hecho un ovillo encima de la sobrecama de remiendos, dando la espalda a Rawra Chin.
Sorprendida por la visión repentina de aquella espalda curvada, visible a través de los desordenados flecos violetas de su vestido, Rawra Chin descubrió que la ira que anidaba en Su corazón era de la misma intensidad que aquella presión repentina que sentía en el bajo vientre a medida que una erección incipiente se iba apretando contra la restrictiva piel de esos pantalones gris ceniza que llevaba puestos. En la cama, Foral Yatt se acariciaba la boca y rompía a llorar. Unos dedos que, de repente, parecían entumecidos y demasiado grandes se desplazaron casi con vida propia hasta el nudo de la cuerda que hacía las veces de cinturón de Su vestimenta y que presionaba a modo de un fuerte puño de cáñamo el estómago de Rawra Chin.
La violó dos veces, de manera brutal, y no halló ningún placer en ello.
Cuando acabó, Ella entendió el daño que se había hecho a sí misma y rompió a sollozar calladamente, tal y como suelen hacer los hombres, mientras permanecía sentada al borde de la sobrecama y los hombros se le estremecían en silencio. Foral Yatt estaba detrás de ella, tumbado en la cama, mirando fijamente a la pared más lejana. La semilla de Rawra Chin se había secado hasta formar un óvalo pequeño e irregular en la rodilla derecha sobre esa piel de alabastro, dando lugar a un pliegue tenso de la piel bajo aquel barniz fino y claro. Jugueteaba con él con la mirada ausente, con aquellas uñas cubiertas de espejo sin decir nada.
La mecha de la lámpara se iba acortando, hasta que al fin se consumió y apagó. De este modo podía medirse el paso de las horas en la Casa Sin Relojes.
—No tenía derecho. No tenía derecho a tratarte así…
—Eso ya no importa.
—¿Te quedarás? ¿Te quedarás aquí conmigo?
—No puedo.
—Pero… ¿qué voy a hacer si tú te vas? No hay ninguna razón para que te marches.
—Tengo un trabajo. Un trabajo y una carrera.
—Pero ¿qué hay de mí? Me voy a quedar atrapado aquí, ¿o es que no lo ves? Ahora nunca podré salir de aquí. Por favor. Haré lo que quieras, pero no me dejes aquí.
—Deberías haberlo pensado antes de vengarte.
—Oh, por favor, ya he dicho que lo siento. ¿Acaso no puedes pensar en lo que significábamos el uno para el otro y perdonarme?
—Es tarde para eso, amor mío. Demasiado tarde.
—No te dejaré marchar. No permitiré que volvamos a estar separados.
—Por favor. No me montes una escena. Lo que ocurrió la última vez fue tan bochornoso.
—Oh, no te preocupes. No voy a armar ningún escándalo.
—Bien. Ahora, he de ordenar a una de las niñas de la Casa que pida un carruaje para que venga a buscarme por la mañana y se lleve mi ropa de vuelta a la posada.
—¿No me vas a dejar nada? Por favor. Deja que me quede el vestido violeta.
—No.
—¿Acaso no ves lo que me estás haciendo? ¡Me lo estás arrebatando todo! ¿Cómo es posible que haya pasado esto?
—No seas tan inocente. Estamos en la Ciudad de la Fortuna.
—¿En este momento me hablas de fortuna? Ya no tengo claro que la suerte exista. ¿Existe la fortuna o solo la mera circunstancia sin ningún patrón o forma, que cual devastación sin sentido arrasa absolutamente todo lo que encuentra a su paso?
—¿Hay un lagarto dormido dentro de la esfera?
Som-Som contemplaba el patio de la Casa Sin Relojes sentada en el balcón mientras mascaba ausente las flores azules anémicas que había arrancado de las plantas que adornaban la ventana.
Un carruaje, que ahora se encontraba junto a aquellos muros curvos, acababa de llegar con los primeros rayos de luz del alba. La mujer medio enmascarada había concluido que Rawra Chin debía de estar abandonando la Casa para volver a retomar Su fabulosa vida en aquel mundo que se hallaba más allá de los siete portales multicolores.
Ya que Rawra Chin en un principio le comentó que Su estancia en la Casa iba a durar meses y no solo semanas, Som-Som supuso que las tenebrosas corrientes subterráneas y ocultas que fluían entre Ella y Foral Yatt habían provocado esta marcha repentina. Se preguntaba si la artista le haría una visita para despedirse antes de marcharse, y sintió una oleada de tristeza al pensar que una vez más se separarían.
Pero no todo eran pesares, ya que, al mismo tiempo, sintió un tremendo alivio. Som-Som se alegraba de que Rawra Chin no hubiera permitido que la terrible fuerza gravitatoria que la Casa poseía la convirtiera en una prisionera, y solo por esta razón esperaba que la fortuna llevara a la artista mucho más allá de aquellos muros que se curvaban en una suerte de abrazo gris.
El sonido de la puerta de amarillo pálido al abrirse retumbó como un estruendo en la silenciosa mañana. Som-Som se asomó un poco al balcón para observar cómo la elegante figura envuelta en vendajes carmesíes pisaba aquellas gélidas losas negras, donde el frío de la noche había dejado una tenue capa de escarcha.
A Som-Som, que no había disfrutado de la percepción de la profundidad en su vista desde los nueve años, le pareció que una gotita de sangre que se autopropulsaba se había derramado desde un corte profundo y amarillento producido en la piel de la Casa, y que ahora rodaba a través del disco negro moteado por la escarcha del patio para deslizarse, poco a poco, hacia el arco que se encontraba en el lado opuesto. De vez en cuando una mano blanca bidimensional se hacía visible, dependiendo de la perspectiva, como si se tratara de un pétalo crema que aparecía repentinamente en la superficie de la mancha roja antes de volver a desvanecerse.
Mientras aquella gota carmesí avanzaba por el patio, esta se convirtió en algo que una persona que no percibiera el mundo tal y como los sentidos de Som-Som se lo representaban a ella habría reconocido como un ser humano. Aquella figura se detuvo en el patio a medio camino y se giró, alzando la cabeza para mirar directamente a Som-Som, como si fuera consciente por primera vez, desde que dio el primer paso para dejar atrás aquella puerta de amarillo pálido, de que la mujer medio enmascarada la observaba. Desde aquel entorno rojizo, una cara emergió a la vista.
Foral Yatt miró a los ojos de Som-Som, tanto al que parpadeaba como a aquel que no podía hacerlo.
Pudo atisbar de modo furtivo su semblante durante un instante, estaba teñido de una culpa que Som-Som encontró familiar de un modo perturbador, y entonces sonrió. Unos largos segundos transcurrieron suspendidos en el tiempo mientras sus miradas permanecían clavadas en el otro, entonces él se giró y continuó cruzando el amplio círculo azabache para acabar pasando por el arco de piedra.
Después de un instante, se escuchó el sonido de unas riendas al chasquear, seguido del traqueteo de los cascos sobre los adoquines mientras los caballos del carruaje se iban animando ellos solos y trotaban con energía por las serpenteantes calles de Liavek, donde el aroma de un centenar de desayunos que hervían a fuego lento pendía de modo tranquilizador entre los edificios apiñados.
Som-Som permanecía sentada sin moverse en el balcón, con la mirada aún fija en aquel punto en el que Foral Yatt había permanecido de pie cuando se giró a mirarla. Su sonrisa permanecía ahí, era una imagen que se le había quedado grabada en la mente. Era una sonrisa que Som-Som había visto antes, y que reconoció al instante.
Era la sonrisa de un brujo. Era la expresión de un forjador de fortuna que al fin había logrado satisfacer un deseo largamente pospuesto. Durante un tiempo no cuantificable, Som-Som no se movió. En su rostro se dibujaba una expresión congelada que no transmitía emoción alguna, de modo que aquellas dos mitades separadas recuperaron cierta apariencia de unidad; la parte viva se había transformado en porcelana debido a la estupefacción.
Se levantó de improviso, desequilibrando la silla y haciendo que esta cayera tras ella al suelo del balcón. Se movió con rapidez a pesar de sufrir unos extraños espasmos. Todo el entrenamiento y la disciplina que habían logrado disimular sus dificultades a la hora de moverse quedaron olvidados mientras bajaba corriendo por las estrechas escaleras de madera y cruzaba con rapidez el patio circular.
La puerta de amarillo pálido no estaba cerrada.
Rawra estaba sentada, rígida y enhiesta, en una de las sillas con respaldo junto a la mesa. Parecía estar observando dos objetos que se encontraban en la madera blanca de la mesa, apenas distinguibles bajo la neblina de la luz del alba. Al acercarse a la mesa, Som-Som los observó con más detenimiento, entornando el ojo que aún era capaz de hacerlo.
Uno de esos objetos era una sencilla bola de cobre a la que no dio importancia. El otro objeto parecía un huevo que tenía la parte de arriba rota.
Pero no era un huevo porque era verde.
Porque tenía las cuencas de los ojos vacías y esbozaba una sonrisa a pesar de no tener labios.
En el mismo momento en que se dio cuenta de que Rawra Chin no había respirado desde que ella entró en la cámara, se percató del olor a regaliz.
No fue un terror de índole física lo que llevó a Som-Som a volver a atravesar la puerta de pálido amarillo, esta vez en dirección contraria, jadeando y a trompicones, para alcanzar el patio trastabillando ante la inmensidad de lo que allí dentro había encontrado. Tampoco se trataba de que tuviera aversión a los muertos. La ramera de los hechiceros había visto cosas peores que la mera mortalidad en el desempeño de sus labores, y los suicidios en la Casa Sin Relojes se daban con la suficiente frecuencia como para ser algo que llamara la atención. Eran demasiado habituales como para provocar una reacción tan violenta en una mujer a quien sus clientes habían transformado, a veces, en seres de diversas especies o en entidades de vapor blanco en el momento en que alcanzaban el éxtasis.
Tampoco se trataba del todo de un horror que asolara su mente, ni tampoco de algo que provocara la repulsión del espíritu. Aquello no tenía forma, ni dimensión alguna que ella pudiera entender, y en eso consistía lo más terrorífico de todo. Se había cometido un crimen monstruoso, una atrocidad de tal magnitud y trascendencia que, de algún modo, seguía siendo abstracta e intangible. Al no tener límites perceptibles, su monstruosidad era por tanto infinita, y fue eso precisamente lo que llevó a Som-Som a volver a trompicones al frío y negro patio.
Quería gritar a aquellas ventanas indiferentes de la Casa Sin Relojes, aún cerradas ante la luz de la mañana y tras las cuales disfrutaban del sueño, que se habían ganado la noche anterior, los moradores de la Casa. Quería gritar y despertar a la mismísima Ciudad de la Fortuna para alertarla sobre esta abominación, perpetrada mientras Liavek miraba a otro lado, sin sospechar nada.
Pero, claro, no podía decir nada. La enormidad de todo lo que había ocurrido permanecía encerrada dentro de ella, se trataba de algo lleno de escamas, gélido y repugnante que se hallaba en su mente, que nunca podría ser visto, ni tocado, ni contado a nadie. Acurrucado entre las tinieblas inalcanzables de aquella máscara de porcelana se regodeaba, más allá de toda prueba, más allá de toda refutación. Casi sin estar ahí.