Epílogo

A la mañana siguiente, cuando Massimo entró en el bar, se encontró con una escena bastante curiosa. De pie detrás de la barra, con un catálogo de una exposición de arte delante y los cascos del walkman en las orejas, Tiziana se estaba partiendo de risa, mientras los viejecitos se miraban complacidos. No era difícil entender lo que estaba sucediendo: simplemente, los cuatro estaban haciendo revivir a Tiziana la que consideraban una de sus bromas más logradas, es decir, la falsa audioguía del museo.

Este ingenio era organizado con frecuencia años antes, en el ámbito de las llamadas excursiones de las ollas, cuando la excursión en cuestión preveía una visita a un museo. En primer lugar, se procuraban un catálogo del museo que se iba a visitar; después, elegían los cuadros más significativos, que eran comentados por Aldo y su bonita voz impostada en un casete normal, del que luego se copiaban varios ejemplares. Cada uno de ellos era metido en un walkman que los viejecitos distribuían a los participantes de la excursión, como si fueran las audioguías oficiales del museo.

Obviamente, los comentarios contenidos en los casetes no seguían exactamente los cánones de la historia y crítica de arte. Por ejemplo, Massimo recordaba con pelos y señales el comentario al cuadro que Tiziana estaba contemplando, una tela de Rembrandt que representaba a una anciana con cofia y gorguera de expresión particularmente rapaz, y que empezaba así:

«Rembrandt Harmenszoon Van Rijn, Retrato de mi suegra. En esta época, el maestro de Leiden retrata con eficacia a Edelfriede Van Gunsteren, madre de su esposa, Gertrude, recordada por los cronistas de la época como uno de los más terroríficos coñazos del norte de Europa. La mujer, un ama de casa de origen humilde, vivía a costa de su yerno compartiendo su casa, criticando su vida y su trabajo de la mañana a la noche, y a menudo quejándose en la mesa, mientras elegía los mejores bocados, de que su hija no se hubiera casado con el rico mercader de tulipanes Jacobsen. Por su parte, Rembrandt detestaba a la mujer y, en presencia de amigos, se refería a ella llamándola indefectiblemente “sobra de burdel”; sin embargo, puesto que amaba con ternura a su esposa, se vio obligado a tratarla con consideración en su presencia y, cuando la mujer se lo solicitó, a pintar su retrato. Los sentimientos reales de Rembrandt emergen prepotentes de los colores que el maestro eligió para pintar a la vieja puta: adviértanse, en particular, los claroscuros con que Rembrandt pone de relieve la papada y el rostro codicioso y calculador de alcahueta de prostíbulo de cuarta categoría al cual el maestro le deseaba a menudo que volviera».

Mientras Tiziana seguía riendo, el cuarteto lo saludó con entusiasmo:

—¡Por la gracia de Miss Marple! —exclamó Del Tacca levantándose de la silla, lo que tenía algo de excepcional.

—Bienvenido, chaval —dijo Ampelio, sonriendo—. Hace rato que te esperábamos.

Me imagino por qué me esperabais, pensó Massimo. El periódico estaba desplegado sobre la mesa, abierto con cuidado en las páginas de sucesos, en las cuales se describía que el día anterior, en el transcurso de una comprobación, el doctor Shin-Ichi Kubo, de treinta y cuatro años, había confesado ser el responsable de la muerte del profesor Asahara.

Una vez más, Massimo se encontró pensando que había algo de sobrenatural en la velocidad con que los resultados de las investigaciones, incluso los parciales, conseguían recorrer la distancia entre la comisaría y la redacción del periódico. La conclusión que había extraído Massimo era que el diligente Galan, con ese aire de seminarista, usaba un poco demasiado el confesionario equivocado.

Por su parte, Massimo no tenía ninguna gana de hablar de esa historia; el sentimiento de culpa del día anterior le había hecho compañía durante toda la noche, haciéndole pasar una vigilia horrenda, en la que había tenido la sensación de no haber podido pegar ojo. Es insensato, sí, pero ahí está, y es difícil de expulsar.

Los viejecitos, en cambio, ya estaban en posición, hirviendo de curiosidad. Cuando Massimo se dirigió al otro lado de la barra, fue Aldo quien hizo la primera pregunta:

—Massimo, hay algo que me provoca curiosidad.

—Cómo no. Quieres saber cuándo nos pagarán el catering del congreso. Por desgracia, aún no he telefoneado a Ricciardi —contestó Massimo.

—A quién le importa el congreso —exclamó Aldo—. Me gustaría saber si lo que cuenta el periódico es cierto.

—De costumbre, no. Sin embargo, en este caso, sí. Ese tipo, Shin-Ichi Kubo, admitió haber matado a su jefe. Involuntariamente, según parece. En teoría, su intención era procurarle un malestar dándole dos o tres pastillas de Orfidal. Por desgracia, no sabía que su jefe padecía esta enfermedad, la miastenia, de modo que ha sucedido lo que ha sucedido.

—Eso también lo cuenta el periódico —respondió Aldo—. Pero no he entendido qué quería hacer exactamente ese tío.

Massimo respiró, reprimiendo la tentación de mandar a Aldo a hacer puñetas. Durante un momento, pensó cómo podía explicar al manípulo de viejecitos que no quería hablar de esa historia y que el asunto le producía desazón. No obstante, por otra parte, también estaba el orgullo personal, la conciencia de haber tenido una bonita intuición (lo que era de esperar) y un cierto grado de valor (era aquí donde había que asombrarse). Después de una breve batalla, el sentimiento de culpa se retiró a un rincón y el orgullo tomó la palabra.

—Bueno, empecemos por el principio. ¿Para qué sirve un ordenador? Abuelo, la pregunta es retórica. Si te atreves a interrumpirme, te enveneno la grapa.

Ampelio cerró la boca.

—Un ordenador sirve para hacer cuentas. Éste es su objetivo. Hacer cuentas. Un ordenador es una calculadora. Todas las demás cosas que se pueden hacer con el ordenador —escribir emails, ver películas porno, entrar en Internet para descargarse películas porno, etcétera— provienen de esta capacidad primordial. Dicho esto, está claro que el propósito para el que existe un objeto viene dado por el modo en que lo usamos. Y un ordenador portátil es esencialmente un medio de comunicación. Mirar Internet, mostrar presentaciones, escribir ponencias o novelas, todo mientras estás fuera de casa.

Massimo se sentó en una silla, pero se levantó casi de inmediato. Para llevar a cabo este tipo de discurso, necesitaba moverse. Caminar, gesticular, hacer lo que fuera, pero moverse. Mientras tanto, Tiziana había cerrado el catálogo y se había quitado los cascos de las orejas.

—Cuando hablé con Fusco, hace dos días, el propio Fusco me confirmó que en el ordenador no había ninguno de los programas que sirven para hacer estas cosas y que, por tanto, ese ordenador era prácticamente inútil. Desde el punto de vista usual, tenía incluso razón. Pero desde un punto de vista general, no. El ordenador podía ser usado para desempeñar su función primordial, es decir, hacer cuentas.

Los viejecitos asintieron.

—Así que el portátil del profesor Asahara servía precisamente para hacer cuentas. Y tenía una particularidad: una memoria RAM de novísima concepción. Esta memoria tiene una capacidad de un orden de magnitud superior a las de uso corriente en este momento. Era a lo que Asahara se refería, sin duda, cuando dijo un poco en broma que en su ordenador había algo que destruiría a Watanabe. Para ciertos tipos de cálculo, como los que evidentemente hace Watanabe, esta memoria tendría un impacto revolucionario. ¿Hasta aquí, todo claro?

—No —dijo Pilade—. No entiendo por qué esa memoria tiene tanta importancia.

—Es una cuestión de tiempo —explicó Massimo—. Los cálculos de los que hablamos pueden durar semanas, incluso meses. Si consiguieras realizar el mismo cálculo en un día, podrías hacer muchas más cosas. Tendrías una ventaja. Por eso, mucha gente investiga para conseguir acelerar esos cálculos. Existen dos maneras: la primera es hacer más rápido el algoritmo, el procedimiento, con el que cumples las cosas. La segunda es intentar construir una máquina más veloz. Watanabe pertenecía a la primera escuela. No soy un experto, pero, por lo que he entendido, esa memoria aceleraría los cálculos hasta el punto de que el trabajo de Watanabe se volvería prácticamente inútil. ¿Está claro, ahora?

Las cabezas de los viejecitos ondearon arriba y abajo. Massimo, que había seguido caminando por el bar, se detuvo.

—De todos modos, los ordenadores tenían algo que ver, pero Watanabe no tenía nada que ver. Mientras intentábamos entender qué papel desempeñaban los ordenadores, cometimos un error garrafal. Dimos algo por supuesto. ¿Sabéis cuál es la diferencia entre un literato, un físico y un matemático?

—¿Qué, cuando los matemáticos cuentan las cosas, son unos pesados? —aventuró Aldo.

—También los físicos. Y también varios literatos, si es por eso. No, es un viejo chiste. Un literato, un físico y un matemático están viajando en tren por Escocia y en un momento dado ven en el prado una oveja roja. El literato la mira y comenta: «Qué interesante. En Escocia las ovejas son rojas». El físico sacude la cabeza y responde: «No. En Escocia existen también ovejas rojas». El matemático los mira con conmiseración y concluye: «En Escocia, existe al menos un prado en el que existe una oveja al menos un lado de la cual es rojo». Es una fábula, pero el concepto es que, desde el punto de vista de un matemático, es erróneo dar por sentado algo que no se sabe con seguridad sólo porque parezca perfectamente plausible y en línea con cuanto siempre se ha visto. En este caso, que las ovejas son de color uniforme. Es plausible, no tengo pruebas pero es lo más probable y, por tanto, es cierto. En la vida hacemos a menudo este tipo de razonamiento. En matemáticas, o en general en una investigación de cualquier tipo, este razonamiento debe evitarse.

Massimo se detuvo un momento para tomar aliento. Virgen santa, en qué condición estoy. Jadeo de caminar dentro del bar. A partir de mañana, a la piscina todos los días, nada de historias. Tengo treinta y seis años, parezco de cuarenta y cinco y hay días en que me siento de ochenta y seis.

Suspiró y continuó:

—Nosotros, en cambio, cometimos exactamente este error. Dimos por supuesto que lo que había en el ordenador era algo escrito, un archivo u otra cosa, y no algo que estuviera físicamente dentro del ordenador. Es un poco como el juego de las tres cartas: mirábamos en la dirección correcta, pero nos concentramos en el detalle que dábamos por sentado que era importante, es decir, el contenido de la información del ordenador, mientras descuidamos el contexto. Lo que permitía que todo funcionara. En este caso, el propio ordenador.

Massimo llegó hasta el final del bar, ante la puerta de cristal, y mirando fuera repitió:

—El propio ordenador, que no funcionaba. Por tanto, era realmente inservible. Pero ¿por qué no funcionaba? Y sobre todo, ¿había funcionado alguna vez? Aquí, me comporté como un demente. Sabía perfectamente que, cuando Asahara llegó a Italia, el ordenador aún funcionaba. Lo sabía porque, cuando Carlo abrió el primer archivo en la universidad, leyó en voz alta cuándo había sido abierto y modificado por última vez. Domingo 20 de mayo, a las veintitrés. Es decir, cuando Asahara estaba en su habitación, en el Santa Bona, supuestamente ocupado en pulir sus amadas poesías antes de irse a la cama y dormirse en posición horizontal, por una vez.

Massimo se dio la vuelta, sacó las manos de los bolsillos y se dirigió hacia la barra.

—En resumen, tenemos un ordenador que presumiblemente sirve para hacer cuentas, que funciona el domingo por la noche, pero ya no funciona el martes por la mañana. ¿Qué cambió del domingo por la noche al martes por la mañana? Una cosa muy sencilla, que se puede desmontar y volver a montar con facilidad: la memoria.

Massimo salió de detrás de la barra para ir al otro lado, apoyándose con las manos en la misma, y continuó:

—En la práctica, la firma que desarrolló esta memoria se la entregó a Asahara para que probara sus prestaciones en cálculos de dinámica molecular. Para esto servía el programa, sencillo pero de memoria de enormes dimensiones, que estaba en el portátil. Ahora que lo pienso, fui un idiota por no entenderlo de inmediato. En general, los programas sencillos se usan de prueba, para ver si todo funciona. Kubo había sido contactado por otra compañía que quería dar con esta memoria para ver si lograban entender su tecnología. Por eso, le prometieron que, si les entregaba esa memoria, lo contratarían en un puesto magnífico.

—Joder, ¿en vez de darle pasta, a este tío lo corrompieron diciéndole que lo harían trabajar? —preguntó Ampelio—. Gente extraña, los japoneses.

—Depende del punto de vista. Pero dejémoslo correr. En ese momento, a Kubo se le ocurrió suministrarle Orfidal a Asahara para provocarle un leve malestar. Nada grave, una pequeña ofuscación de los sentidos, lo suficiente para convencerlo de que fuera a recostarse, ir al médico o, en cualquier caso, distraerlo durante media horita. Cuando Asahara fue trasladado a Urgencias, Kubo aprovechó para hacerse con el ordenador. Sin embargo, llevarse todo el ordenador era un riesgo; además, ese mismo día habían robado un portátil y Kubo no quería que le vieran por ahí con un ordenador que no era suyo.

Pero en un ordenador, incluso en un portátil, hay algunos tipos de piezas que se montan y desmontan con gran facilidad. La memoria está entre éstas. Así que Kubo tuvo una idea genial: cogió la memoria del ordenador de Asahara y la cambió por la del suyo. No obstante, de este modo, ninguno de los dos ordenadores podía funcionar, porque llevaba un tipo de memoria incompatible con el diseño de la máquina.

Pausa. Massimo fue a servirse un poco de té frío de la jarra y bebió un sorbo apresurado.

—Esto fue lo que lo fastidió. El otro día, cuando fui al concesionario de Internet, vi que Kubo estaba usando uno de sus ordenadores. Me di cuenta de que había algo extraño, porque sabía que Kubo tenía su portátil. Lo había afirmado en el transcurso del primer interrogatorio. Y sabía que en el Santa Bona hay conexión a Internet. Entonces, si tienes un ordenador y te encuentras en un sitio con acceso a la red, ¿por qué estás en un cibercafé leyendo el correo? Sólo hay una respuesta: porque tu ordenador no funciona. Caso extraño, es el segundo ordenador que no funciona. Ambos ordenadores pertenecen a dos japoneses, que, por añadidura, se conocen. El primer ordenador aún funcionaba el domingo, cuando su propietario desembarcó en Italia. También el segundo, según admitió su propietario.

Pausa, otro sorbito.

—A esas alturas, no tenía idea de qué podía querer decir, pero como coincidencia me parecía un poco exagerado. Por ello, me puse a pensar y se me ocurrió una cosa. Se me ocurrió que Kubo había afirmado que nunca había visto el ordenador de Asahara, mientras que sus otros colaboradores lo habían reconocido. Un poco improbable, bien pensado. Aquí Kubo intentó el juego de las tres cartas: diciendo que aquél no era el ordenador de Asahara y sabiendo qué había en su interior, actuó de modo que pensáramos que había otro ordenador por ahí. Por otra parte, cuando Snijders telefoneó a la secretaria para saber en qué ordenador había hecho la presentación Asahara, nos respondieron que había usado un ordenador con Windows. Es decir, otro ordenador respecto de aquél que habíamos encontrado. No se nos ocurrió pensar que Asahara habría podido hacer que Kubo preparara la presentación, como hacen a menudo los profesores, en el portátil con Windows del propio Kubo.

Pausa. Recordando que se había detenido en mitad de la calle mientras pasaban los coches, a Massimo le dio una especie de estremecimiento. Lo dejó de lado y continuó:

—De todos modos, mientras le daba vueltas, me telefoneó el abuelo, porque me había olvidado de acompañarlo a Correos.

—Si es por eso, también te olvidaste de alguna otra cosa —refunfuñó Ampelio.

—Luego hablamos. Mientras hablaba por teléfono, el abuelo mencionó la palabra «memoria». Fue eso lo que me hizo pensar que podía ser que el ordenador de Kubo no funcionase porque alguien le hubiera cambiado la memoria y que, en general, todo el asunto de los ordenadores podía girar en torno a la memoria.

Pausa para comprobar que todos lo estaban siguiendo. Le pareció que sí, por lo cual continuó adelante.

—Además, en el ordenador de Asahara había un programa sencillo. En general, un programa sencillo tiene dos objetivos: puede ser usado con fines didácticos, es cierto, pero, como decía antes, también puede ser usado de prueba para comprobar el rendimiento de un ordenador. Entonces telefoneé a Carlo y le pedí que hiciera una prueba. Lo que esperaba era que el programa no funcionara, y que no funcionara por un motivo preciso. Que me dijera qué tenía de particular el ordenador de Asahara para que aquel programa funcionara. Cuando Carlo me confirmó que el programa no funcionaba porque requería demasiada memoria, me di cuenta de que había dado en el clavo.

Pausa, sorbo. Además ahora me fumo un buen cigarrillo. El primero de la mañana, por otra parte. Total, aquí dentro ya fuma todo el mundo, por una vez fumo también yo. Massimo cogió el mechero y tras encender el pitillo, continuó:

—Cambiar una memoria es sencillísimo, tardas diez segundos. Hasta un niño sabría hacerlo. En ese momento, me la jugué. Fui a ver a Fusco y le expliqué qué había pasado, en mi opinión. El resto lo sabéis. Cuando Fusco llamó a Kubo y le formuló la pregunta concreta sobre la memoria, Kubo se dio cuenta de que había perdido y se rindió. Sin protestar, sin dramas.

Lo cual me impresionó, pensó Massimo. No tenéis idea de cuánto. Massimo había sentido un arrebato de admiración, es inútil negarlo, por Kubo, que, viéndose acorralado, había obedecido a su sentido de la disciplina y se había declarado culpable. Massimo, como todos nosotros, vivía en un mundo que desde hacía tiempo lo había habituado a la autodefensa a priori por parte del culpable, quien indefectiblemente se profesaba inocente. Con cualquier posible estrategia, desde la justificación del acto como no criminal hasta la más obstinada negación de la evidencia. Un comportamiento semejante, el de una persona que se rinde y asume su responsabilidad, aunque haya ido mucho más allá de sus intenciones, no se lo esperaba. Casi tenía la certeza de que la imagen de Kubo, que mostraba más seguridad y más dignidad en la confesión que en la espera, no lo abandonaría en mucho tiempo.

—Así que eso es todo. Culpable encontrado, reo confeso y se acabó lo que se daba. Ahora ya no quiero oír hablar de esta historia.

—Sí, a partir de mañana —repuso Del Tacca mirando fuera del bar— porque hoy me parece que te toca contarla de nuevo.

Siguiendo la mirada de Pilade, Massimo se dio la vuelta. Al otro lado de la puerta de cristal, A. C. J. Snijders acababa de aparcar su bicicleta y se dirigía, tranquilo y sonriente, hacia el bar.

Pisa, 9 de abril de 2008