Entre el nueve y el diez

Tras telefonear a la comisaría y ponerse de acuerdo con Fusco sobre los pasos a seguir, vio que aún faltaba una media horita para ir a buscar al abuelo y llevarlo a poner las zarpas sobre su anhelada pensión. Tarea que, como es de imaginar, Massimo detestaba y temía al mismo tiempo.

En primer lugar, Ampelio pretendía que lo llevara al correo por la mañana temprano, como muy tarde a las nueve. Así encontraba la manera de charlar con los que conocía en la oficina de correos (es decir, todos) sin que esto comportase la pérdida de su puesto en la cola, que defendía verbalmente y con distraídos, aunque deliberados, bastonazos en las tibias de los picaros. Después de ello, una vez se había embolsado el efectivo, se quedaba hablando tranquilamente con la empleada de turno, desinteresándose del contrapunto de comentarios —yo a la gente así la mataría, pero pobrecillo, es mayor, también yo soy mayor, pero cuando he entrado aquí era joven, haría falta un buen escotillón delante de la ventanilla, así si alguien pierde el tiempo, la empleada tira de la palanca y fuera— que llovían a sus espaldas. Resultado: en términos de tiempo, la operación requería no menos de una hora y media en que el bar quedaba en manos de Tiziana, en régimen de horas extraordinarias.

En segundo lugar, el trayecto en coche era una auténtica tortura, porque Ampelio, aunque no conducía, encontraba la manera de soltarle algo con su buena voz estentórea a todo aquél cuya conducción no satisficiera sus cánones personales de corrección: el que va demasiado rápido («Corre, corre, total, los árboles están parados»), el que va demasiado despacio («Oye, ya que transportas huevos, ¿me vendes un par?»), el que usa demasiado el claxon («Ve a tocarlo en el coño de tu madre, allí sí que hay tráfico») y así sucesivamente. Total, si había que pelearse, la gente la tomaba con Massimo, no con el entrañable abuelete de la boina.

Después de recoger a Ampelio en la puerta de casa, Massimo había puesto rumbo a la oficina de correos.

—Oye, Massimo, Pilade y yo hemos pensado algo.

—Tiemblo. Dime.

—¿Por qué tiemblas, capullo? Es en tu interés. Dime, ¿te iría bien que te dejáramos libre la mesa de debajo del olmo?

—Pues diría que sí. ¿Habéis encontrado otro bar en el que os dejen entrar?

—No, no, nos quedamos allí. Qué tontería. Sólo nos sentaremos en otra parte.

—¿Dónde, perdona? La última vez que os metisteis dentro me hiciste apagar el aire acondicionado. Y era julio, no sé si te acuerdas.

—Ni dentro, ni fuera. Atrás.

—¿Atrás?

—Muy atrás. En el claro antes del jardín de Toncelli.

El claro al que hacía referencia Ampelio era una franja de tierra, de unos tres metros de ancho, que corría a lo largo de toda la pared oeste del bar y al que se accedía a través de una puerta trasera. A la sombra, claro, puesto que al lado corría el seto del jardín del viejo Toncelli, aunque el otro lado estaba casi completamente cerrado por la pared del bar. Demasiado estrecho y demasiado opresivo, a su juicio, para poner mesas. Pero si a ellos les gustaba…

—Ah, si a vosotros os parece bien, por mí, mejor. Cojo una mesa para cuatro y la coloco cerca de la puerta.

—No, no, no hacen falta mesas. Quitan espacio.

—¿Quitan espacio? ¿A qué?

—A la petanca, ¿no? Si colocas una mesa, la pista queda demasiado corta. En cambio, así tiene casi veinticinco metros: no es exactamente reglamentaria, pero está bien.

—Una porra está bien. Para vosotros está bien, para mí, no.

Faltaría más, la petanca. Os tengo a vosotros cuatro todo el día en la chepa, mañana y tarde, que ya formáis parte de la decoración, si además pongo una pista de petanca estoy perdido. Me encuentro a todos los jubilados de Pineta haciendo cola dentro del bar. No tengo ninguna gana de poner en el baño pegamento para las dentaduras junto al jabón. Te haré una pista minada. Nada de petanca.

—¡Míralo! Tiziana le pone gargajos en las paredes y él no dice nada, pero si yo le propongo algo, ¡ay! ¿Qué cambia si pones la petanca? ¿Se echa a alguien?

—Abuelo, cambias el tipo de bar. Si vendes cacahuetes, tus clientes serán monos. Si pones una pista de petanca, tus clientes serán veteranos de la segunda guerra mundial. Es la ley de la oferta y la demanda. De momento, yo ya tengo mi dosis cotidiana de seniors. En los próximos treinta años no tengo ninguna intención de incrementarla.

Ampelio gruñó. Entre tanto, habían llegado a la oficina de correos.

—Me pareces un necio, eso es lo que me pareces. Venga, déjame bajar. Aparca, entra y conversemos con comodidad, verás cómo me das la razón.

Massimo aparcó, ayudó a apearse al abuelo, lo vio dirigirse a la oficina de correos y, en cuanto Ampelio se encontró a una distancia prudencial, volvió a arrancar el coche y partió en dirección a la comisaría.

Lo único que me falta ahora es discutir sobre petanca.

Sentado en la ya familiar butaca sin ruedas, enfrente de Fusco, Massimo miraba al señor comisario. Que, a su vez, miraba a Massimo. En silencio, desde hacía unos treinta segundos.

Pocos minutos antes, Massimo había llegado a la comisaría y le había contado a Fusco lo que se le había ocurrido aquella mañana y la prueba que le había pedido realizar a Carlo. A continuación, había sugerido a Fusco su explicación.

Ahora esperaba.

Después de algunos segundos, Fusco se levantó de la butaca con ruedas.

—Es un follón —comentó.

Lo sé, pensó Massimo.

—Es un follón por varios motivos —continuó Fusco, apoyándose con las nalgas en el alféizar—. Motivo número uno, porque si usted se equivoca, creamos un incidente diplomático sin precedentes. Y me hundo la carrera. Motivo número dos, porque ahora ya es seguro que este señor fue envenenado aquí, en Italia. Por tanto, el caso es nuestro, sin sombra de duda. Y yo, dejando de lado lo que usted acaba de decirme, no tengo ni rastro de pruebas.

Fusco se examinó los dedos, luego unió las manos y comenzó a abrir y cerrar rítmicamente la punta de los dedos. No parecía demasiado convencido.

—Oiga, yo no puedo prometerle nada. Podemos intentarlo. Es más, debemos intentarlo. Pero hay que ir con pies de plomo. Una palabra equivocada y se arma un follón inaudito. El intérprete de la policía ya ha regresado a Florencia y no me da tiempo de volver a llamarlo. Por tanto, debemos hacer como la otra vez. Sin embargo, es preciso que usted se dé cuenta de que yo sólo puedo empezar con preguntas genéricas; para poder formular preguntas más específicas necesito un asidero, una incoherencia, algo por el estilo. Usted traduzca lo que digo, exactamente, sin añadir una palabra. ¿Está claro?

—Por supuesto.

—Entonces, venga. Si se arma un follón, que se arme. —Fusco cogió el interfono—. ¿Galan? Hay que citar a una persona para llevar a cabo unas comprobaciones. ¿Quiere hacer el favor de ir al Santa Bona y amablemente, se lo ruego, amablemente, rogar al doctor Shin-Ichi Kubo y al doctor Koichi Kawaguchi que lo acompañen a la comisaría? Gracias. ¿Algo más? Ah. ¿Y qué puedo hacerle? Que se apañen los municipales. Ni soñarlo. Galan, si un viejecito se cabrea delante de Correos porque se han olvidado de él e intenta agredir a un guardia que lo quiere calmar, no es asunto nuestro. Ahora tenemos mucho quehacer. Hasta que alguien no dispare a otra persona, nos importa un pimiento.

Sentado al lado de Fusco, en la misma butaca (la misma de antes, no la misma de Fusco), Massimo miraba al suelo y esperaba el momento de comenzar. Kawaguchi y Kubo habían llegado hacía poco, con actitudes diferentes: Kawaguchi se había sentado diligentemente a la derecha de Massimo y parecía mucho más tranquilo que la vez anterior; Kubo, en cambio, tenía el aspecto de alguien que ha dormido poco y mal, los ojos, hinchados de sueño, y los gestos, nerviosos y descoordinados. En cuanto estuvo sentado, Fusco atacó:

—Ante todo, pido perdón por haberlo citado de nuevo, pero es necesario que nos aclare algunos aspectos antes de que se vaya.

Tras escuchar la traducción, Kubo asintió.

—Como usted recordará, basándonos en algunos testimonios, nuestra investigación se había centrado en el ordenador portátil del profesor Asahara. Por desgracia, el contenido del portátil que examinamos y que resultó ser del profesor no se ha revelado en línea con nuestras expectativas. Sin embargo, hay un aspecto que nos ha parecido digno de notar. Traduzca, por favor.

Massimo podó la observación de Fusco de las densas ramificaciones del italiano burocrático y la remodeló en un aceptable inglés coloquial. Después de ello, tras oír la versión japonesa, Kubo asintió por segunda vez.

—El aspecto en cuestión viene dado por el hecho de que en el ordenador del profesor se halló un código informático. Este código —prosiguió Fusco, observando a Massimo con aire cómplice— fue examinado por nuestros expertos, los cuales identificaron ciertas peculiaridades. En concreto, descubrieron que un código programado de esa manera sólo habría podido funcionar si era ejecutado en computadoras provistas de una enorme memoria RAM. Comprobamos y verificamos que la computadora del profesor no estaba provista de la cantidad adecuada de memoria. A menos que, obviamente, dicho ordenador hubiera sido manipulado de algún modo.

Massimo tradujo y, mientras Koichi traducía, a Massimo le pareció que Kubo se ponía levemente pálido. Esta vez no hizo ningún gesto, pero Fusco no necesitó que le dieran ánimos.

—A estas alturas, doctor Kubo —continuó, bajando la mirada hacia la superficie del escritorio—, debo preguntarle si usted tiene un ordenador portátil.

Tras la traducción, Kubo asintió nuevamente y dijo algo.

—Dice que sí, que tiene un ordenador portátil.

—Bien. Doctor Kubo, le solicito formalmente examinar su ordenador portátil. En particular, deseo verificar si la memoria RAM de su portátil es compatible con la del portátil de propiedad del difunto profesor Asahara y si posee las características requeridas para hacer funcionar el código en cuestión.

Massimo tradujo y contuvo el aliento. Estaban en el punto crucial. Massimo no tenía ni idea de cómo podría reaccionar Kubo. Si lo que Massimo había pensado era erróneo, probablemente se echaría a reír. O bien los contemplaría con un muy educado estupor nipón. O quizá no lo sabremos nunca porque, apenas Koichi terminó de traducir, el doctor Kubo se puso de pie, pálido como el papel. Miró a Fusco a los ojos y pronunció varias palabras con voz ritmada.

Koichi tradujo en tono quedo. Massimo miró a Koichi, que asintió, y a continuación, a Fusco. Habló en un tono que esperaba sonase neutro.

—Dice que quiere hacer una declaración.

Fusco observó a Massimo e hizo un gesto con la mano. No hubo necesidad de traducir. Kubo comenzó a hablar con voz decidida, con frases breves y concisas, al término de cada una de las cuales miraba a Koichi que, en cambio, mantenía la mirada fija en el suelo. Al final, Koichi habló.

Mientras Koichi hablaba, Massimo se sintió presa de dos sentimientos encontrados.

Por una parte, había un estremecimiento de orgullo por haber acertado. Por la otra, la conciencia de que la persona que estaba frente a él, que tenía más o menos su edad y que no parecía en absoluto un criminal, estaba confesando haber cometido un homicidio. Quien lo había inculpado había sido precisamente Massimo. Había sido él quien había tomado la iniciativa, hablado con Fusco, contado lo que según él había sucedido y propuesto interrogar a Shin-Ichi Kubo.

En vez de enorgullecerlo, ello le producía malestar. Como si se hubiera entrometido en algo que no le concernía, en una broma destinada a un extraño, y se hubiera puesto de parte de la víctima, aireándolo todo. Dadas las circunstancias, y para quitarse de encima la impresión de ser de algún modo responsable de todo aquel follón, también Massimo habló con lenguaje burocrático.

—El doctor Kubo declara haber dado al profesor Asahara una dosis elevada de una benzodiazepina y, de este modo, reconoce haberle causado la muerte. Sostiene que en el momento de los hechos ignoraba que el profesor sufriera de miastenia y que no tenía ninguna intención de provocar su muerte. La intención del doctor Kubo era procurarle al profesor Asahara un ligero malestar para poder desviar su atención del ordenador portátil que tenía en su poder y así adueñarse de la memoria. La memoria del ordenador en cuestión es de tipo experimental, está construida con una tecnología revolucionaria y dispone de más de sesenta gigabytes de espacio. Esta memoria había sido confiada al profesor Asahara, en calidad de experto en cálculo numérico, directamente por la firma constructora, con el fin de probar sus prestaciones en los cálculos de simulación molecular. El doctor Kubo la sustrajo con el objetivo de entregársela a un técnico de una compañía rival, quien había prometido al doctor Kubo un puesto de trabajo como director del centro de cálculo de la filial de Tokio si conseguía entregarle la memoria.