Nueve

Veamos. Ahora tengo que ir al concesionario de Internet para hablar de la señal. Luego telefonearé a Ricciardi para ver cuándo tiene intención de pagarme porque, aunque el congreso se haya suspendido, yo igualmente trabajé dos días. Lo tenía que hacer Aldo, pero para qué. Él tiene alma de artista y no piensa en el dinero. Además, tengo que encontrar el modo de hacer desaparecer la veneciana de la puerta del bar. ¿Hay algo más? Veamos. Ah, sí, tengo que ir a los municipales por el permiso para las mesas. ¿Y después? Me parece que hay algo más, pero no consigo recordar el qué. Bah, oye, me importa un pimiento. Ya me acordaré. Una hora más tarde de haber tenido que hacerlo, como de costumbre.

Mientras caminaba de camino al concesionario de Internet, Massimo se repetía mentalmente la lista de Cosas que Hacer Hoy, lo que constituía una de sus habituales pesadillas.

En efecto, la memoria de Massimo comenzaba a funcionar de manera similar a un tubo: hechos que se remontaban a meses o años antes, ya fueran fundamentales o no, permanecían incrustados en las paredes del tubo y era casi imposible extraerlos. Por el contrario, la información que Massimo adquiría sin cesar en el transcurso de la jornada, independientemente de su importancia, entraba, corría por el tubo, permaneciendo en su interior un tiempo limitado, después del cual salía por el otro lado, y adiós, muy buenas. A la vez, Massimo se las daba de poseer una excelente memoria y, por ello, nunca tomaba nota de lo que tenía que hacer, por lo cual, cuando tenía una lista de compromisos que cumplir, la repasaba cada treinta segundos, con resultados no siempre a la altura de la situación.

Por otra parte, Massimo intentaba desesperadamente no pensar en el crimen. Para lograrlo, la única manera posible era encontrar algo con lo que llenarse el cerebro y la jornada. Una vez descubierto que el ordenador de Asahara no contenía absolutamente nada, Massimo se había visto obligado a mirar cara a cara a la realidad. De entrada, la hipótesis sobre la que se movían era muy sutil; además, ni siquiera contaban con elementos para verificarla. Así que hasta luego. Pero, dado que Massimo odiaba dejar las cosas a medias o no entender algo, para no cabrearse necesitaba ocuparse por narices de otra cosa. Empezando por el problema que lo angustiaba desde hacía varios días, es decir: ¿por qué en mi bar el Internet inalámbrico no funciona?

Por eso, Massimo se estaba dirigiendo hacia el Connect Zone, el único cibercafé de Pineta, con el fin de preguntar al propietario si también a él le ocurrían estas cosas y, en ese caso, cómo las había resuelto. En principio, nuestro amigo detestaba pedir favores a personas a las que no conocía demasiado, pero el tipo del cibercafé estaba a mano y a Massimo le caía bien porque cuando iba al bar, cogía los periódicos, los leía y a continuación los dejaba en su sitio, perfectamente doblados, como los había encontrado. Detalles, pero Massimo no soportaba a la gente que cogía el periódico, lo desencuadernaba por completo y después de haberlo leído, lo apelotonaba de cualquier manera o lo dejaba con todos los pliegues abarquillados, como si el periódico fuera suyo y no del bar.

Al llegar al cibercafé, Massimo entró y miró a su alrededor. En los ordenadores del local había cuatro o cinco personas, entre las que Massimo reconoció a dos o tres congresistas: un obeso profesor americano, el doctor Kubo, es decir, el japonés colega de Asahara, y un alemán con cara de asesino del que Massimo se acordaba bien porque en el transcurso de la primera pausa para el café se había llenado el plato una decena de veces. Fue hasta el fondo de la tienda, donde la mujer del propietario estaba leyendo un libro mientras picoteaba unas fresas de una bolsita.

—Hola. Buscaba a Davide.

—Hola. Davide no está.

—Ah. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

—Mira, esta mañana no vendrá porque está en casa esperando al técnico; el otro día se rompió la caldera y hace dos días que estamos con agua fría. Si te puedo echar una mano…

—Bueno, si lo sabes, encantado. Es por la conexión inalámbrica. Me la he puesto yo también, hace una semana, pero tengo algunos problemas. En concreto, me detecta la señal en un solo punto. Quería saber si también vosotros habéis tenido problemas de este tipo.

—Ya veo. Pues no lo sé. Eso lo hizo todo Davide, pero creo que nosotros no hemos tenido esos problemas. Es verdad que la conexión inalámbrica la usamos poco, de costumbre la gente viene y se sienta en uno de nuestros ordenadores. Pero nunca nadie se ha quejado de que no hubiera señal.

¡Qué te parece! A veces me da la impresión de que ciertas cosas me suceden sólo a mí.

—Entiendo.

—De todos modos, a la hora de comer Davide estará aquí. Si quieres, después de comer le digo que se pase por el bar a tomar un café, así se lo preguntas directamente a él.

—Está bien, hagamos eso. Gracias.

Cosa número Uno, pendiente. Bueno, tranquilo. ¿Qué tengo que hacer ahora? Ah, sí. Telefonear a Ricciardi y luego pasar por los municipales. O mejor, espera: ya que estoy fuera, primero voy a ver a los municipales y después llamo a la bruja.

Massimo sacó un cigarrillo del paquete, lo miró, decidió que se lo fumaría después de hablar con los municipales y lo volvió a meter. A continuación, se encaminó hacia el cruce de peatones para atravesar la avenida. Pero, en un momento dado, en mitad de la calzada, se detuvo y cerró los ojos.

Un ciclista bigotudo que se acercaba, dando por descontado que cuando alguien cruza la calle, no se detiene de improviso, le pasó a un centímetro y se dio la vuelta sin pararse para soltarle algo blasfemo aunque, debido el trance, sacrosanto. Massimo permaneció parado en mitad de la calle con los ojos cerrados.

Tras varios segundos, oyó un sonido de claxon mezclado con algunos insultos: abrió los ojos y vio que a su lado se había formado una fila de siete u ocho coches, cuyos conductores se mostraban comprensiblemente impacientes por ir adonde tenían que ir, sin necesidad de camareros en los huevos. Massimo subió a la acera a toda prisa y a continuación se puso a andar, intentando hacer caso omiso de las ofensas. A medida que avanzaba, la respiración se le hacía cada vez más veloz y sentía que su rostro le hormigueaba de la emoción.

Calma, calma, calma. Puede ser casualidad. Puede ser que te equivoques. Ahora ve al bar y piensa en ello un momento. Habrá algo que pueda hacer. Pero, ante todo, tengo que entender qué significa esto. Algo significa, estoy seguro. Me juego las pelotas. Total, para lo que me sirven. Deja de pensar chorradas y procura concentrarte un instante.

Mientras intentaba meditar, sonó el teléfono. Massimo levantó el auricular de manera mecánica y, gracias exclusivamente a su sistema parasimpático, produjo un distraído:

—Diga.

—Mucho diga, sí. Hace media hora que estoy listo.

—¿Abuelo? —preguntó Massimo.

—Eres un cabeza de alcornoque —continuó Ampelio—. Hace más de treinta años que eres un cabeza de alcornoque. Hace media hora que te espero.

Por Dios. Hoy es veinticinco. El correo. Me olvidé de llevar al abuelo al correo. Era eso.

En efecto, el veinticinco de cada mes, Ampelio iba al correo a retirar su merecida pensión. Que, a decir verdad, también habría podido hacerse abonar directamente en su propia cuenta corriente. Por desgracia, cualquier intento de convencer al venerable anciano para que le ingresaran el dinero en su cuenta era refutado por el mismo con la siguiente serie de argumentos:

1) El único dinero que posees es el que gastas y, si lo tengo en la cuenta corriente, no lo toco.

2) Tengo más de ochenta y tres años y podría estirar la pata mañana por la mañana; cuando esté en el infierno, ¿qué coño hago con los billetes? ¿Me abanico?

3) En cualquier caso, id todos a tomar por culo.

Por ello, dada la inmovilidad de la Weltanschauung ampeliana, todos los meses que el Gran Arquitecto ponía sobre la tierra tocaba ir a buscar a Ampelio y llevarlo a retirar la pensión. Algo que, desde que tenía el carné, era tarea de Massimo, por la simple razón de que Ampelio le había regalado el primer coche. El veinticinco de cada mes. O sea, también hoy.

—Sí, abuelo —dijo Massimo, tratando de manejarse en la inusual situación de tener que ser amable con su abuelo—. Ten paciencia. He tenido una mañana de locos y me he olvidado.

—¡Muy bonito! Se ha olvidado. Mira, joder, que yo tengo ochenta y pico años. Tú tienes cincuenta menos. ¡Si hay alguien aquí que tenga derecho a distraerse soy yo, no tú! El problema es que tú sólo tienes memoria para las cosas que te interesan. Para el bar, sí. Para las matemáticas, sí. Para el fútbol, también. Para tu abuelo, no. ¡Porque a ti tu abuelo te importa un pimiento! El día que me muera te percatarás sólo por lo que te dura la botella de amargo. ¡Se le olvidó! Hazme el favor…

—Abuelo, hazme tú un favor por una vez y pídele a otro que te lleve al correo. Luego te lo explico, ¿eh? Adiós.

Y colgó de golpe.

Listo. Ya estamos. Entendido. Bastaba una pequeña ayuda, alguien que pronunciara la palabra correcta. Al final tendré que agradecérselo al abuelete. Claro, puede ser que me equivoque. Sólo hay una manera de saberlo.

Massimo respiró profundamente y volvió a levantar el teléfono. Mientras marcaba el número, se dio cuenta de que jadeaba y trató de respirar profundamente dos o tres veces para que se le pasara. Al tercer timbre, respondió una voz femenina:

—Departamento de Química, buenos días.

—Buenos días. —Jadeo—. Buscaba a Carlo Pittaluga.

—Un momento.

Tras una breve espera, por suerte no perturbada por musiquitas insulsas, le llegó la voz de Carlo:

—Sí, diga.

—Hola, Carlo. —Doble jadeo—. Disculpa si te asalto, pero necesito un favor. Es fundamental que lo hagas de inmediato. ¿Conservas las cosas que había en el ordenador del japonés?

—¿Los documentos? Un momento; quizá los haya borrado, pero no estoy seguro. Lo miro.

Hubo un breve silencio, roto sólo por el rumor del ratón clicando frenéticamente.

—Sí, está todo. ¿Qué tengo que hacer? ¿Te lo mando?

—No. Tendrías que intentar abrir el programa.

—¿Cómo?

—En una de las carpetas había un programa en Fortran. Un programa de dinámica molecular. ¿Te acuerdas?

—Sí, sí. Aquí está. Un programita sencillo. Parece algo didáctico.

—Bien. Por favor, ¿puedes intentar compilarlo y ejecutarlo?

—Mmm… Sí, claro. —Carlo se rio—. ¿Qué tendría que suceder? ¿Sale el nombre del asesino?

—Es posible. En cierto sentido. Después te lo explico. ¿Me llamas cuando lo hayas acabado?

—Está bien. Pero no sé cuánto tarda en ejecutarse este chisme.

—No importa. Intenta compilarlo, mientras tanto.

—De inmediato, señor. Hasta luego.

Massimo volvió a colgar el auricular. Cogió el paquete de cigarrillos y sacó uno. Ahora sí que lo necesito. Lo encendió, le dio algunas caladas y trató de relajarse. En vano. Estaba tan emocionado que temblaba. Le dio varias caladas más y a continuación, apagó la colilla en el cenicero. En ese momento, sonó el teléfono.

Massimo levantó el auricular y contestó:

—Diga.

—Una porra, diga —respondió la voz de Ampelio—. Pero ¿quién te ha enseñado educación? ¿King Kong? ¿Sabes lo que les pasaba a los que colgaban así el teléfono cuando yo era joven?

—Abuelo, cuando eras joven aún había señales de humo. Necesito el teléfono libre. Dentro de cinco minutos paso a buscarte, ¿vale? Adiós.

Colgó. Tras un instante, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, Massimo descolgó con cautela.

—Diga.

—Hola, Massimo —saludó la voz de Carlo—. Escucha, he intentado compilar el programa, pero hay un problema.

—¿Cuál? —preguntó Massimo.

—No funciona. El tamaño es demasiado grande. Es más, es absurdo. Este programa, en teoría, exigiría más de cuarenta gigas de RAM.

Massimo se apartó el auricular del oído mientras el temblor de las piernas se disolvía y la opresión en el pecho se desvanecía como si se la hubieran quitado de encima. Se asombró de no escuchar una musiquilla triunfal.

No me lo puedo creer. He dado en el blanco.

Después de varios segundos, la voz de Carlo preguntó:

—¿Qué hago? ¿Lo redimensiono y te lo mando?

—No, Carlo. No importa. Así está perfecto.

—Ah, vale. ¿Luego me lo explicas?

—Por supuesto. Al menos, eso espero. Oye, te llamo más tarde. Gracias.

Después de colgar, Massimo permaneció en silencio durante una decena de segundos. Claro, aún no estoy seguro al cien por cien. Es más, no estoy para nada seguro. Se trata de una hipótesis. Desde luego, a estas alturas sólo puedo hacer una cosa.

Massimo levantó el auricular por enésima vez y marcó un número. Al segundo timbrazo, una voz amable respondió:

—Comisaría de Pineta.

—Buenos días. Soy Massimo Viviani. Quisiera hablar con el señor comisario Fusco.

—Un momento, por favor.