Habían pasado pocos minutos. Dentro del bar, Massimo lo estaba preparando todo para el aperitivo vespertino; era finales de mayo y, como todos los años, la llegada del buen tiempo hacía salir de su letargo a numerosas manadas de gandules y vagos, de edad variable entre los orgullosos veinte y los mal llevados cuarenta, que tenían la costumbre de la copita, acompañada de un pincho, gentileza de la casa, para dar comienzo a aquellas bonitas veladas estivales aperitivo-cenita-discoteca que ritmaban su inútil existencia.
Massimo siempre le daba a esta costumbre mucha importancia. En primer lugar, cuanta más gente viniese, mejor, tanto en términos de beneficios como de popularidad; además, una vez preparadas las bandejas con los pinchos, sólo había que servir y controlar que la gente pagara, y, en resumen, para el camarero suponía una horita liada pero agradable. Especialmente si el camarero es un divorciado de treinta y siete años que, aparte del bar, tiene la vida social de una almeja. Asimismo, por lo general, a esa hora los viejos están en casa, lo que mejora el humor de Massimo. Por lo general.
Porque aquella tarde los viejos estaban aún allí, en la mesa de debajo del olmo, con las manos ocupadas en una distraída canasta, a la espera de que Snijders sonsacara a Kawaguchi algunas noticias frescas del día. En efecto, entre tanto, Snijders se había dirigido con la máxima tranquilidad a la mesa de Kawaguchi y se había puesto a hablar. No se sabe cómo, había conseguido que se cambiara a una mesa redonda cercana a los tamariscos y ahora los dos charlaban como amigotes. En un momento dado, por el rabillo del ojo, Massimo vio que Kawaguchi se levantaba, estrechaba la mano de Snijders, se despedía y se marchaba.
Oye, me estaré convirtiendo en una vieja comadre, pero a quién le importa. He sido yo quien tuvo la idea de llevarle ese ordenador a Carlo, me merezco un mínimo de satisfacción. Massimo miró las bandejas, las juzgó en perfecto orden, se volvió y preguntó a Tiziana con el tono más natural posible:
—Tiziana, faltan el tabulé y las tostadas con atún. ¿Te ocupas tú? Yo salgo un momento.
—Zí, bwana, Diziana ocuparze de todo. Bwana no preocuparse e ir a cotillear tranquilo.
Massimo cogió un cigarrillo, salió y fue directamente a la mesa de debajo del olmo, donde Snijders acababa de reunirse con los carcamales. Cogió una silla, se sentó y fue acogido por Ampelio con un malévolo:
—¿Tú no tenías que trabajar?
—Venga, abuelo, no me toques los cojones —respondió Massimo, mientras encendía un cigarrillo—. Si el profesor sabe algo, no veo qué hay de malo en oírlo. Total, si os lo cuenta a vosotros, en treinta segundos lo sabrá todo el pueblo.
—Algo ha dicho —afirmó Snijders—. Ah, por favor, me llamo Antón. Profesor es demasiado pompado.
¿Pompado? Ah, sí, pomposo. De cualquier manera, como todos sentían curiosidad por saber qué había descubierto Snijders, nadie perdió el tiempo en corregirlo.
—He hablado un poco con este muchacho. Lo primero, un poco sobre ciencia, para entablar relación. Además, hace cosas bonitas. Un poco extrañas, pero interesantes.
Para ti, dijeron las miradas de los viejos, no para nosotros. Ve al grano, que tenemos que irnos a cenar y aún no sabemos nada.
—Luego hemos hablado un poco sobre el congreso y al final le he preguntado por el ordenador. Así, de manera indirecta. Me ha dicho que en los archivos del ordenador sólo había varios haikús.
Silencio. A continuación, después de dos o tres segundos, Aldo se echó a reír.
—¿Nos lo explicas? Así nos reímos un poco también nosotros —pidió Pilade.
—Perdonad. Pero creo que el tipo nos está tomando el pelo. Los haikús son poesías.
—¿Poesías? —preguntó Ampelio mientras Snijders asentía, sonriendo.
—Poesías —continuó Aldo—. Es el arquetipo de la poesía japonesa. No entiendo mucho, pero me parece recordar que son composiciones muy breves, de tres versos, inspiradas en un tema estacional como el verano, la primavera…
—Sí, el otoño y luego el invierno —lo interrumpió Del Tacca—. Y también han repasado las estaciones. Pero ¿no será que ese japonés se está cachondeando de usted?
—Eso sé lo que significa —dijo Snijders, satisfecho—. No, no se está cachondeando de mí. No lo creo. También me ha contado que le parecía recordar que Asahara escribía poesías. Un entretenimiento como cualquier otro.
—Ya. ¿Entonces?
—Entonces, si en el ordenador sólo había poesías, significa que no había nada importante. Así que… no sé.
—Yo lo sé —intervino Massimo.
—Anda, también él sabe algo —comentó Ampelio.
—Más que tú, sin duda. Cuando interrogamos a los japoneses, uno de los colaboradores de Asahara afirmó que nunca había visto ese ordenador y aseguró que habitualmente Asahara usaba otro. Los otros lo confirmaron, aunque ninguno supo decir si Asahara había traído dos ordenadores o sólo uno.
—¿Qué sistema tenía el ordenador? —preguntó Snijders—. ¿Lo sabe?
—Sí, claro. He visto las carpetas del sistema. Sin duda, era Linux. No sé de qué distribución.
—No, no me refería a la distribución —aclaró Snijders, titubeando un poco en la pronunciación de «distribución»—. Me refería a que atendí al seminario de Asahara. Estaba hecho con PowerPoint. Seguro.
—Ah. Entiendo.
—Bravo —exclamó Del Tacca—. Nosotros, en cambio, no entendemos ni jota. ¿Alguien nos lo explica?
—No es nada complicado —dijo Massimo—. Para funcionar, un ordenador necesita el llamado sistema operativo, que no es sino una especie de colección de órdenes más o menos complejas que hace de intérprete entre las intenciones del usuario y el propio ordenador. De costumbre, un ordenador tiene un solo sistema operativo, aunque en principio es posible que haya más de uno en la misma máquina. Los sistemas operativos más de moda en este momento son, a grosso modo, tres: Windows, Linux y Macintosh. ¿Está claro?
Hasta aquí llegamos, dijeron las cejas de Aldo.
—Ahora Antón afirma que el seminario de Asahara era en PowerPoint, un tipo de editor que funciona con Windows y, con algunas modificaciones, con Mac, pero no con Linux. Linux cuenta con un editor muy similar que se llama OpenOffice, pero visualmente los dos se distinguen muy bien. Por eso, si el seminario de Asahara era en PowerPoint, quiere decir una sola cosa: que había sido preparado en otro ordenador.
—Ah —opinó Del Tacca—. ¿Y esos chismes no se pueden desplazar de un tipo de ordenador a otro?
—En teoría, sí, hay un cierto grado de compatibilidad, pero para las presentaciones gráficas creo que nadie en su sano juicio lo tomaría ni siquiera en consideración. Perderías un montón de tiempo.
Y dale con el sano juicio. Primero se lo he dicho a Fusco y ahora a Pilade. Como si todos aquéllos con la cabeza en su sitio debieran comportarse como yo.
—Entiendo. Entonces quieres decir que este tío tenía dos ordenadores.
—Podría ser. O bien había preparado el seminario en otra parte y lo había traído en un soporte, un lápiz USB u otra cosa. Que me parece lo más probable. No veo por qué alguien tenga que ir por ahí con dos ordenadores.
—Feliz de ti —comentó Ampelio—. Yo ni siquiera entiendo por qué hay que llevar uno. Estás en Italia, vienes desde el otro lado del mundo y, en vez de irte un poco por ahí, te llevas el ordenador. Ahora, además, todos se llevan el ordenador. Primero todos con el móvil, ahora todos con el ordenador. Si continuamos a este paso, dentro de tres o cuatro años tendremos que ir por ahí con una carretilla. Pero por favor, por favor.
—Abuelo, no es exactamente así. Esta gente trabaja con el ordenador.
—Estupendo. Cuando están en el congreso, trabajan, y cuando el congreso hace una pausa, se pegan al ordenador y siguen trabajando. Menos mal que estáis vosotros, qué puedo deciros. Si os viera mi pobre padre…
—¿Por qué, perdona? —preguntó Massimo a la vez que trataba de imaginarse al bisabuelo Remo que nunca conoció con su azada al hombro, inclinado sobre el ordenador y navegando por Internet después de una dura jornada entre los terrones.
—Porque mi padre decía siempre que, en el momento de morir, nadie se lamenta nunca de haber trabajado demasiado poco.
Eran las ocho y media y el aluvión del aperitivo se había retirado, dejando en el bar sólo unos pocos charcos de rezagados, sentados a las mesas a la espera de decidir cómo continuar la velada. Los viejecitos se habían ido a meter las patas bajo la mesa de una merecida cena, Tiziana iba y venía dentro y fuera del bar para entrar los vasos y lo demás y en el interior apenas quedaban Massimo y Snijders, el cual había pasado la horita anterior sentado en el taburete, charlando con algunos congresistas aparecidos en el bar.
Una vez solos, como si se hubieran puesto de acuerdo, habían vuelto a hablar del asunto de Asahara y habían convenido que era preciso encontrar un modo de descubrir si Asahara realmente llevaba consigo dos ordenadores.
—Se puede hacer algo —sugirió Snijders—. Se podría telefonear a la secretaria del congreso, miss Ricciardi, y preguntarle si recuerda si Asahara llevaba su ordenador o no.
—Mmm, puede ser. ¿Usted dice que se acordará?
—No lo sé. Me explico mejor. Por lo general, hay un ordenador oficial del congreso, pero si uno quiere trabajar con el suyo, lo conecta en el sitio del oficial y lo usa. Así, Asahara pudo entregar a los organizadores las diapositivas de su conferencia en un lápiz de memoria o usar su ordenador. Alguien de la organización debería saberlo. He intentado preguntarles a estos colegas que estaban aquí antes, explicándoles por qué lo preguntaba, pero ninguno se acuerda.
Eso es. La discreción ante todo, tú también. No hay nada que hacer, me tocan todos a mí.
—Ya veo. Bueno, se podría probar. Si quiere, tengo el número de móvil de la señora Ricciardi. La puede llamar ahora mismo.
—¿No es mejor que la llame usted?
—No, créame. Me he peleado por teléfono con esta mujer durante una semana entera. No tengo ánimos de llamarla y ella, si escuchara mi voz, probablemente colgaría de inmediato.
—Está bien. Si me dice el número…
—Es éste de aquí, en esta hojita.
—Vale. ¿Dónde está el teléfono?
—Detrás de la barra de los helados.
Snijders se encaminó hacia allí y Massimo comenzó a vagar con el pensamiento. Que alguien llevase dos ordenadores le parecía extraño. Su abuelo tenía razón, hasta uno es demasiado. Atento, Massimo. Nunca juzgues lo que pueden hacer los demás basándote en lo que haríamos nosotros. Yo, por ejemplo, nunca le habría puesto los cuernos a mi mujer. Por Dios, no es que haya tenido nunca demasiadas ocasiones. No las tenía antes, y no creo que al envejecer mejore la situación. Mejor pensar en el crimen, venga. Al menos, por una vez, las cosas le van mal a otro. Quizá Asahara era extremadamente previsor. Dado que el primer día de congreso mangaron un portátil, no andaba del todo equivocado. Sin embargo, no me convence. Bueno, oigamos qué ha dicho Ricciardi. Si es que recuerda algo. Será difícil.
Sin embargo… Sin embargo, Snijders regresaba con una sonrisa de oreja a oreja. Llegó a la barra, se sentó en el taburete y comenzó a asentir.
—Ajá. Tenía razón. Miss Ricciardi se acuerda de que Asahara pronunció la conferencia con su ordenador. Dice que lo recuerda perfectamente porque le tocó buscar un racor. ¿Qué es un racor?
—Una doble toma especial para adaptar el cable de la alimentación a nuestros enchufes. Las clavijas varían de país en país.
—Sí. Vete a saber por qué. De cualquier manera, aquí estamos. Asahara tenía otro ordenador. Un ordenador Windows. Yo no hago apuestas, pero si apostara que es en el ordenador Windows donde hay que buscar, creo que ganaría. —Snijders siguió asintiendo—. Y no soy el único.
—¿A qué te refieres?
—Miss Ricciardi me ha dicho que en el hotel hay varios policías. Que están… —Snijders resopló—. Ha usado una palabra difícil. Re…
—¿Registrando?
—Eso es. Que están registrando todas las habitaciones. Yo digo que buscan el ordenador.
—Mmm. Es probable —admitió Massimo—. Lo que significa que nos la han dado.
—Esa expresión no la conozco.
—Perdone, a fuerza de estar con setentones estoy comenzando a hablar como ellos. Quería decir que si había otro ordenador, quién sabe dónde ha ido a parar. Siempre en la hipótesis de que el móvil esté ligado a lo que comentó Asahara. Si al culpable le interesaba robar o destruir algún archivo, tanto si quería copiar el archivo como si no tenía intención de hacerlo, si es listo lo primero que habrá hecho habrá sido tirar el ordenador al mar. Han pasado tres días, ha tenido todo el tiempo del mundo para hacerlo y creo que en un congreso de química hay pocos necios.
—No esté tan seguro. Pero, indeed, usted tiene razón. Por tanto…
—Por tanto podemos volver a nuestras ocupaciones. Usted a investigar y yo a trabajar de camarero. Porque, total, sin ese ordenador el único trocito de móvil posible se va a tomar por culo y no tenemos ningún dato sobre el que argumentar.
Snijders permaneció en el taburete, visiblemente desilusionado. Hizo una pequeña mueca y luego se levantó.
—¿Se va a cenar? —preguntó Massimo, que comenzaba a sentir la necesidad de estar un rato solo, puesto que había algunas cosas que hacer.
Dado que el bar vendría a ser mío y que Tiziana se detiene cada dos segundos a mirar la pared, visiblemente satisfecha de su obra, y, por tanto, esta tarde su aportación será irrelevante, adivina quién será el único al que le va a tocar trabajar. Por desgracia, parecía que Snijders no tuviera ni la más mínima intención de moverse de allí.
—No, cuando estoy solo como donde se presenta. —Snijders echó un vistazo más allá de la barra, entre los embutidos que descollaban en la trastienda—. Acaso un bocadillo… ¿Me podría hacer un bocadillo?
—Claro. Se lo pongo de inmediato. Jamón de ciervo, espinacas y aceite de nuez.
—¿Y si no…?
—Espinacas, aceite de nuez y jamón de ciervo. Habría otras cuatro posibilidades, pero se las ahorro. Fíese, está buenísimo.
—Está bien.
—¿Quiere beber algo, con el bocata? —preguntó Massimo, con la esperanza de que el tipo no quisiera tomar leche, cosa que los holandeses, como había aprendido en sus varios años de camarero, eran muy capaces de hacer.
—Una cerveza, gracias.
Menos mal. Massimo fue a la trastienda, colocó el jamón en la cortadora y comenzó a sacar lonchas. Mientras preparaba el bocadillo, Snijders continuó:
—¿Está muy lejos de aquí San Gimignano?
—Sí, bastante. Se necesitan, al menos, dos horas de coche.
—Ah. Pues sí, lejos.
—De todos modos, se puede ir y volver en el día sin problemas. Más allá del hecho de que también hay muchas cosas que ver por aquí, por los alrededores, sin ir a San Gimignano.
—Sí, por supuesto —respondió Snijders con el tono de quien piensa «pero yo quería ir a San Gimignano»—. Es que, sin el congreso, aquí no hay mucho que hacer. Aunque tampoco el congreso era demasiado… —Snijders hizo un gesto extraño con la boca.
—¿No era interesante? Quizá estaba un poco alejado de sus temas de estudio.
—Sí, también, pero no sólo por eso. Es que ahora escucho siempre las mismas cosas. Es raro encontrar un poco de fantasía, de inventiva. En particular, los italianos tienen algo extraño. En cuanto a su competencia, quiero decir.
Tenemos muchas cosas extrañas, guapo, en lo que se refiere a competencia. Estás en un país en el que las azafatas de televisión hablan de fútbol y los curas, de sexo y de familia.
—¿Qué?
—No son originales. Casi nunca, quiero decir. Últimamente veo gente que hace lo mismo que hace veinte años. Refinan. Liman algo. A veces hacen cosas bellísimas, muy complejas. Pero siempre con los mismos modelos. Hablo en general. Hay excepciones, aunque son raras. Y eso no es ciencia. Se necesita originalidad, ideas nuevas. Las aplicaciones las debe hacer la industria. Nosotros debemos investigar.
Extraordinario. Nuevo manantial de agua caliente descubierto en la localidad de Pineta por el profesor Snijders, de la Universidad de Groningen.
—Y no entiendo el motivo —continuó Snijders, dado que era evidente que el tema le apasionaba—. En el ámbito de la ciencia, los italianos siempre han estado capacitados. Estudiantes bien preparados. No como los rusos o los indios, pero mucho mejor que la media europea. Es extraño.
Massimo se sintió tocado en lo más vivo. Con este tema se había amargado tantas veces que, aun no queriendo, oír hablar de ello le activaba un reflejo pavloviano.
—No es extraño —repuso mientras tendía el bocadillo a Snijders en un plato—. ¿Sabe por qué? La investigación en Italia no es original porque está encabezada por unos tiranosaurios. En Italia, el cuarenta y siete por ciento de los catedráticos es gente que tiene más de sesenta años. Sesenta años. A los sesenta años Gioacchino Rossini no conseguía ser original y ¿quiere que lo consiga esta gente?
—Pero ¿por qué no se jubilan, entonces? —preguntó Snijders con la boca llena—. ¿No se dan cuenta de que no hacen ningún bien?
—No. No se dan cuenta. Porque en este país de mierda estamos acostumbrados a hacer el bien de manera morbosa. Le doy un sencillo ejemplo. Gran parte de los profesores dice: «No puedo jubilarme ahora, aunque estaría en mi derecho y aunque no tenga ganas de hacer un pimiento, porque primero tengo que colocar a mi doctorando, becario o cualquier otro papel que tenga el esclavo de turno». El concepto es que, como ese tipo ha hecho tesis, doctorado y toda la pesca conmigo como tutor, tengo una especie de obligación moral de situarlo. Cómo no. Lástima porque, si tú te quitaras de en medio, quedaría libre el dinero necesario para nombrar a tres, digo tres, investigadores. Pero, de este modo, tu ahijado podría no entrar. Especialmente si es un gilipollas cuyo único mérito es la obstinación. Porque el hecho es que, en los últimos años, en Italia no entras en la universidad por tu maestría. Entras, sobre todo, por agotamiento. Y ése es el primer problema.
—Ah, ¿también hay un segundo problema? —preguntó Snijders, masticando.
—Sí, señor. El segundo problema es que éramos demasiados jóvenes. Demasiados y con mucha gente inepta de por medio. He visto admitir a un doctorado de investigación a personas a las que, de estudiantes, les costaba aprobar los exámenes. ¿Por qué entraron? Simplemente, porque los mejores tenían la suficiente iniciativa como para irse al extranjero o para trabajar fuera de la universidad. En cambio, los que no servían ni para sacarse solos un dedo del culo se quedaron allí y comenzaron el itinerario. El contratito, el doctorado, la beca, la subvención, etcétera. Entendámonos, en esto los profesores tienen buena parte de culpa. En vez de fijar un umbral que garantizara la suficiencia, siguieron aceptando a un número fijo de personas, demasiadas respecto de las que estarían en condiciones de incorporar en el futuro. Así, junto a estudiantes buenos que se merecían hacer el doctorado y quedarse como investigadores, recogieron a muertos y heridos. Que, tras entrar a los veinticinco años, al acabar el doctorado tienen veintiocho y después de la beca, treinta o treinta y dos. A esas alturas, o los contrata la industria farmacéutica como conejillos de Indias o te los quedas sentados en la boca del estómago, porque a un licenciado de treinta y dos años, incluso aunque tenga el doctorado, de momento las industrias no lo quieren ni de regalo. Lo sé perfectamente. Soy uno de ellos.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Snijders, que entre tanto se había acabado el bocadillo. En unos treinta segundos escasos. Como para dar escalofríos.
Massimo bufó brevemente por la nariz, sonriendo. Si tú supieras.
—Es una historia un poco larga.
—Perfecto —respondió Snijders—. Tengo que hacer la digestión.
Me lo creo. Bueno, en ese caso…
Massimo era bastante reacio a contar cómo había pasado del monitor de un ordenador a la barra del bar. En primer lugar, porque no creía que a la gente le pudiera interesar mucho lo referente a él. En segundo lugar, porque no estaba convencido de salir precisamente bien parado.
—Yo me licencié en Matemáticas en cuatro años. Exactos. En noviembre del cuarto año. Empecé el doctorado en enero del año siguiente. Bueno, la materia que habría tenido que estudiar no sé cuánto puede interesarle. De todos modos, era un tema relacionado con las matemáticas de la teoría de cuerdas.
Snijders levantó las cejas:
—No sé nada de ello.
—No se preocupe, está en buena compañía. Y no lo digo en broma. El tema del que tenía que ocuparme era extremadamente complicado y, a medida que estudiaba, al principio del doctorado, me parecía que me precipitaba en una pesadilla. Cuanto más estudiaba, menos sabía. A veces tenía la sensación de haber aferrado algo; luego, inmediatamente después, encontraba otro artículo que destruía mi convicción. Lo peor, en todo esto, era que tenía la impresión de que tampoco mi director de tesis, que en este caso era un físico, entendía demasiado de lo que hacía. Que quede claro, habría estado sobradamente justificado: se trataba de una persona bastante anciana y el tema específico era bastante nuevo y realmente intrincado. Pero, después de un cierto tiempo, la duda comenzó a pesarme. Entonces, un día, fui a verlo con un paquete de artículos y una página de preguntas. En resumen, abreviando: me di cuenta de que tampoco él entendía nada. Peor aún: las dudas que se me habían planteado a mí, a él ni siquiera lo habían rozado. Me hallaba muy por delante de la persona que habría debido guiarme y, simultáneamente, estaba en la oscuridad total. Total, cuando salí del despacho, me miré al espejo. ¿Sabe cuál es la cualidad más importante para un matemático?
—No sabría decirle. Quizá la inteligencia.
—No. Es importante, pero no lo único. No, la cualidad más importante para ejercer de matemático es la humildad. La humildad de reconocer cuándo no has entendido algo y no tratar de tomarte el pelo a ti mismo. Si no has entendido algo, o no estás convencido de ello, no puedes darlo por bueno. Si lo haces, sólo te harás daño. Tienes que ser absolutamente sincero contigo mismo. Y la conclusión a la que llegué no podía ser más que la siguiente: no era lo bastante bueno. No era adecuado para aquel trabajo. Estaba más allá de mis fuerzas. Si hubiera continuado, habría perdido el tiempo y me habría tomado el pelo a mí mismo.
Snijders lo miró. Con un dedo, señaló el bar:
—Y entonces…
—Exactamente. Mire, soy una persona puntillosa. Las cosas tienen que hacerse como digo yo, es decir, bien; de otro modo, me molestan. Yo me siento satisfecho de mí mismo cuando hago algo bien, no importa mucho el qué. Poco tiempo antes de que ocurriera esto, yo había entrado en posesión de una buena cantidad de dinero. No una enormidad, pero suficiente para abrir un bar. Entonces pensé que prefería la vida a la carrera. Decidí ser un excelente camarero, en vez de un matemático frustrado.
—¿Y no le pesa? ¿No le parece que alguien como usted está un poco desperdiciado en un bar?
—Depende. A veces, si pienso en el tiempo que me he pasado entre libros, me daría sartenazos en la cabeza. Aunque si soy la persona que soy, debo agradecérselo también a todo lo que he estudiado; siempre que agradecer sea el término correcto. Pero sentirme desperdiciado, no. Para nada. Soy mucho más útil al mundo yo, que hago bien un trabajo que me gusta, que tantos desvergonzados que ejercen de ejecutivos y lo único que saben hacer es crear agujeros presupuestarios tan hondos como la fosa de las Marianas y asignarse una indemnización millonaria cuando se ven obligados a dimitir. Además, trabajar en un bar no está tan mal.
Snijders lo miró. No parecía demasiado convencido.
—¿De veras? ¿No es un poco aburrido?
—Sí —confirmó Massimo mientras regresaba a la trastienda—. En ocasiones, sí. Pero a mí no me disgusta. Además, a veces un trabajo aburrido puede sacar lo mejor de una persona.
Snijders sonrió:
—Ahora sí que me está tomando el pelo.
No del todo, pensó Massimo. Un trabajo aburrido puede sacar lo mejor de una persona. No hay que pensar en lo que haces, vas en automático y mientras, tu cerebro trabaja. Cuando elaboró la teoría de la relatividad, Einstein trabajaba en la oficina de patentes. Böll era inspector y Bulgakov, médico rural. Pessoa trabajaba en el catastro, me parece. Borges era bibliotecario y Kavafis, empleado de Obras Públicas.
Le das a un hombre fantasioso un trabajo esquemático, repetitivo y que no lo ponga en contacto con otras personas y corres un serio riesgo de producir un premio Nobel. A menudo, si se deja libre, una existencia a la que el ansia de producir no revuelve continuamente permite de manera espontánea que se decanten sus pensamientos, que se depositan despacio sobre el fondo y cristalizan, a veces, en formas de rara belleza. Claro, yo me paso las tardes libres apoltronado en el sofá, jugando a la PlayStation, pero esto es harina de otro costal. Yo no soy un poeta.
Por suerte, cuando los pensamientos de Massimo amenazaban con encauzarse en una dirección deprimente, entró Del Tacca seguido por Ampelio.
—Buenas tardes —saludó Pilade, mientras Ampelio iba a sentarse a una mesa—. ¿De qué estamos charlando?
—Del hecho de que Massimo es un camarero perfecto —contestó Snijders señalando a Massimo con un cierto énfasis.
—¿Quién, él? —Ampelio hizo una mueca—. Porelamordedios. ¿Y usted lo escucha?
—Perfecto, no —admitió Massimo—, pero muy por encima de la media. ¡Joder! Uso sólo productos fresquísimos. Tengo seis tipos distintos de café. Tengo casi cuarenta tipos de cerveza. Soy el único bar en un radio de veinte kilómetros que hace los granizados con zumo de fruta fresca exprimida con mis manitas, no con jarabes sintéticos. Ahora cuento con una pared anaranjada, o sea que también estoy en orden en el plano estético. También tendría Internet inalámbrico si no fuera porque una bandada de viejos tocapelotas ha hecho el nido en la única mesa en que funciona. En cualquier caso, lo que cuenta es que yo hago de camarero, éste es mi bar y de ahora en adelante en mi bar están prohibidos las conversaciones sobre crímenes, duelos y tragedias intencionales. ¿Os apetece tomar algo?