Eran alrededor de las siete de la tarde. Mientras, en el cielo, el anaranjado estaba apenas comenzando su efímera conquista del azul, un poco más abajo Massimo volvía hacia Pineta después de un día de playa objetivamente desperdiciado.
Primero, el agua aún estaba fría para poder bañarse. Segundo, dado que en los días anteriores había llovido, la arena todavía estaba demasiado mojada para tener la consistencia justa, cuando se asesta, cálida y compacta, en torno a todas las curvas y ángulos de tu físico de contable jubilado y, por tanto, hasta la hipótesis de una cabezadita resultaba poco atractiva.
Tercero, llevarse un libro de relatos al mar no había sido una decisión inteligente. No es que fueran malos, al contrario; de hecho, uno o dos eran indiscutiblemente geniales. El hecho es que resultaba difícil que a Massimo le gustaran los relatos. El continuo cambio de atmósfera no conseguía que se implicara, que se ensimismara, que se imaginara del todo la fisonomía de los personajes; en pocas palabras, no le producían aquel efecto de aislamiento de la realidad que buscaba en un libro. Desde luego, es natural preguntarse por qué había comprado un libro de relatos sabiendo que, probablemente, no le gustaría. Por desgracia, no hay manera de saber el motivo preciso. Cada uno de nosotros tiene un modo retorcido de usar la librería de los propios conocimientos.
Es un dato de hecho que los hombres curiosos, a menudo, sienten la necesidad de quitarse de encima la propia experiencia, percibiéndola más como una rígida armadura de hábitos que limita los movimientos que como una amigable coraza protectora, necesario amparo contra las fuerzas de lo Ignoto. Cuando desafiamos nuestras costumbres, somos plenamente conscientes de que las probabilidades de victoria son exiguas y, precisamente, la excepcionalidad de tal éxito hincha el victorioso pecho de satisfacción y lo cubre con un aura de heroísmo en las raras ocasiones en que conseguimos embaucar a la rutina.
De todos modos, dado que éste es un relato sin pretensiones, es oportuno restituir al Hombre con mayúsculas a los polvorientos tomos de filosofía y volver a centrarnos en el hombre con minúscula, el coche mediano y la nariz enorme. Massimo, justamente. Como se comentaba, lo que no había conseguido el tráfico había sido posibilitado por una poco lograda jornada de mar: a Massimo le parecía haber desperdiciado la tarde y, cuando Massimo desperdiciaba el tiempo, siempre se cabreaba muchísimo.
Mientras regresaba hacia Pineta, buscó en la radio alguna canción que le levantara la moral pero, dado que aquel día era evidente que los dioses la tenían tomada con él, lo más interesante que pilló fue un programa de Radio 24 que hablaba de hipotecas a interés variable. En aquel punto se rindió, apagó la radio y se puso a pensar en sus asuntos.
Al llegar a Pineta, aparcó y se dirigió hacia el bar, que estaba cerrado pero con las persianas levantadas, mientras que, en el interior, la veneciana estaba bajada. Massimo se acercó, echó un vistazo dentro por las rendijas y se quedó allí, mirando el interior del bar. Su bar. O, al menos, el que estaba convencido de que era su bar. Porque su bar no tenía las paredes pintadas de naranja. Tampoco aquellos pósters. Y, sobre todo, ¿quién tuvo alguna vez una veneciana?
En ese momento, en el bar, sonó el teléfono.
Massimo abrió con la llave la puerta de cristal y se encontró frente a una insuperable barrera de listones de madera. Blasfemando, levantó como pudo un brazado de listones y se creó un camino para pasar mientras el timbre del teléfono, insensible a la complejidad de la maniobra, continuaba reclamándolo con insistencia. Una vez consiguió salir del enredo, Massimo se precipitó sobre el teléfono y respondió:
—Diga.
—Hola, ¿hablo con el café BarLume? —preguntó una voz con acento véneto.
—Un momento, por favor.
Massimo se dirigió hacia la veneciana y, como en esta oportunidad se encontraba en el interior, la subió de manera canónica mediante las cuerdecillas y salió al exterior. Leyó el letrero del bar, volvió dentro y recuperó el teléfono:
—Sí, es el BarLume. Perdóneme, esta vez era yo quien tenía la duda. Dígame.
—Aquí la comisaría de Pineta —anunció la voz del agente Galan—. No cuelgue, por favor.
—¿Señor Viviani? —dijo después de un instante la voz de Fusco.
—Presente.
—Lo he buscado durante toda la tarde. ¿Dónde demonios estaba?
Por qué no se ocupa de sus asuntos, ¿eh? Aunque es un comisario. Quizá se trate de una deformación.
—Estaba en la playa. Hoy era mi día libre.
—Oiga, usted en este momento es una persona informada sobre los hechos relativos a la muerte del profesor Asahara. Sería importante que permaneciese a la máxima disposición. ¿No tiene un número de móvil donde pueda localizarlo?
—No. Ni el número ni el móvil. Es que, ya sabe, me gusta mantener mi intimidad.
Hubo un momento de silencio.
—Está bien. Es muy dueño de hacerlo. A mí, en cambio, me interesa mi trabajo. Y hoy usted era importante para mi trabajo. Por eso, debo rogarle que durante estos días esté siempre localizable. Es fundamental que esté disponible. Para una persona inteligente como usted, no debería ser un problema entenderlo.
—Por supuesto.
—Ahora, vayamos al grano. Esta mañana usted ha ido con el agente Turturro a la universidad para ver al doctor Pittaluga, que ha procedido a la lectura de la unidad de memoria de la computadora personal portátil del profesor Asahara. En su informe, el doctor Pittaluga sostiene que, más allá de las carpetas del sistema necesarias para el funcionamiento de la computadora, en el interior de la misma había sólo dos carpetas. En la primera se encontraba un código de cálculo muy sencillo, según Pittaluga, probablemente para fines didácticos. En la segunda se encontraban dos archivos de texto. ¿Me confirma que en la computadora no había nada más?
—Por lo que he podido ver, no. Es decir, que no había nada más.
¿Unidad de memoria? ¿Computadora personal portátil? Fusco debía de ser el último hombre de la tierra en usar ese léxico para los términos informáticos.
—¿No es posible que el profesor mantuviera escondidos algunos archivos en el interior de las carpetas del sistema, donde nadie iría a buscarlos?
—Es posible, pero extremadamente improbable. Nadie en su sano juicio lo haría.
Venga, con esto, además, lo he tildado de loco.
—Ya. También el agente Turturro piensa lo mismo. Bien. Asimismo, el doctor Pittaluga nos ha proporcionado otro dato. Ha dicho que esa computadora es prácticamente inútil.
Se produjo un segundo instante de silencio. Bien, un ordenador portátil que no funciona es inútil. A menos que se quiera golpear a alguien en la cabeza con él, claro.
—Básicamente —continuó Fusco—, Pittaluga sostiene que en la computadora no se habían instalado los programas que permiten utilizarla para su objetivo. No había un programa para navegar por Internet. No había visualizadores de imágenes o de PDF. Aparte de un editor de textos muy sencillo, no había nada de nada.
—Ah. Entiendo. —Era un decir—. Perdone pero, por lo que se refiere a los archivos de texto…
—Han sido examinados por uno de los congresistas. El doctor Kawaguchi, para ser exactos. La persona que nos ayudó en los interrogatorios.
—Ya veo. Por tanto, su contenido…
—Su contenido, de momento, sólo es de interés de las autoridades investigadoras. Disculpe, señor Viviani, pero por hoy no quisiera perturbar más su intimidad con nimiedades como los homicidios. En caso de que lo necesitáramos, no se preocupe, volveremos a llamarlo. Vuelva a sus cruasanes y tenga un buen día.
Huelga decir que la llegada al bar, con el reproche, por otra parte merecido, de la Autoridad Judicial, había aumentado la entidad del cabreo. Además, se sentía un poco desplazado. Tras un primer instante de extravío, se había percatado de que el día anterior Tiziana le había pedido darle un repaso al bar, aunque no recordaba con exactitud qué tenía intención de hacer. Sobre todo, no pensaba que lo hiciera tan deprisa. Bueno, ahora ya está. Veamos si me gusta. Alegre es alegre, hay que reconocerlo. La pared naranja es bonita. Tampoco los cuadros están mal. Abstractos, por supuesto. Aquí dentro algo clásico desentonaría un poco; en cambio, el cuadro abstracto siempre marca tendencia, como dirían esos gandules que viven a costa del prójimo con la excusa de que trabajan de decoradores. La veneciana, por el contrario, hay que quitarla de inmediato. ¡Qué manía tienen las mujeres con las cortinas! Serán estereotipos, pero no hay nada que hacer, una base de verdad sí que tienen. Aman las cortinas y odian el fút…
Entonces Massimo, al pensar en la palabra «fútbol», se percató de que, entre las numerosas cosas añadidas, instaladas y pintadas por la estancia, Tiziana había encontrado tiempo también para quitar algo. En ese mismo momento, la responsable, cargada de bolsas, entró en el bar.
—Hola. ¿Me echas una mano? Me estoy cayendo.
—Enseguida. Me lo creo que te estés cayendo —dijo Massimo mientras cogía las bolsas—, con todo el trabajo que has hecho.
—¿Te gusta?
—Me gustará.
—¿Te gustará?
—Me gustará en cuanto rescates el póster del Gran Torino y la primera página de la Gazzetta. Siempre que no los hayas tirado. En ese caso, tendrás que volver a comprarlos.
—Oye, Massimo —empezó Tiziana adelantando las manos con las palmas hacia abajo, como diciendo ahora no me fastidies, que me he matado para ponerlo todo en su sitio y tú sólo sirves para criticar—, he intentado dejarlos. De verdad. El hecho es que, con toda la pared hecha de nuevo, con los cuadros abstractos, todo bonito, esos dos trastos se daban de patadas. No he conseguido encontrarles un sitio. Mira —añadió con perfidia—, si tú ves un sitio en el que vayan bien, ponlos. Están en el contenedor, o sea, es decir, en el cajón.
—Tiziana, no tengo ni puñetera idea de dónde encajarían —contestó Massimo mientras vaciaba las bolsas en la despensa, detrás de la barra—. A mí me gustaban donde estaban antes.
O, mejor dicho, siempre los he visto allí.
—Porque eres un bruto sin gusto.
¿Y eso? Aparte de la acusación, no era la voz de Tiziana. En efecto, al levantarse, Massimo vio a Aldo de pie en medio del bar, observando la pared con evidente aprobación.
—Bravo, Tiziana. Me has hecho pasar una tarde en casa viendo la televisión, pero debo decir que ha merecido la pena. Verdaderamente bonito.
—Muy bonito —convino Rimediotti, asomándose por la puerta del bar—. Además es luminoso, da alegría.
Dos. Hace tres minutos que he abierto y ya hay dos aquí. ¿Qué pasa, estaban de guardia en el balcón?
—¿Verdad que es alegre? —preguntó Tiziana—. Menos mal, estoy contenta de que os guste. ¿Los otros compadres dónde están?
—Bah, verás cómo llegan enseguida… —respondió Rimediotti mientras seguía examinando la pared.
Dicho y hecho. Simultáneamente, o mejor, casi simultáneamente porque, de otro modo, se habrían quedado encastrados en la puerta, Ampelio y Del Tacca entraron en el bar y miraron a su alrededor sin decir nada.
—Entonces —preguntó Tiziana, sonriendo—, ¿os gusta?
Aún sin decir nada, Ampelio se acercó a uno de los dos cuadros abstractos —un fondo blanco interrumpido por una raya negra, que se enroscaba sobre sí misma formando dos lazos que el Artista había sentido la necesidad de llenar de amarillo y rojo fuerte, más otras manchas dispersas— y se puso a mirarlo estirando el cuello.
—¿Qué es esto?
—Es un cuadro, Ampelio —explicó Tiziana, sonriendo—. De Miró. Personaje delante del sol.
—Se ve, sí, que ha estado mucho al sol, pobre hombre —respondió Ampelio sin apartar los ojos del cuadro—. Pero, vamos, al menos podía ponerse un sombrerito. Debe de haber cogido una insolación. Mira qué porquería le ha salido.
—Ya me parecía raro que algo le pareciera bien —comentó Tiziana, todavía sonriente.
—¿Por qué, a ti te gusta?
—Me gusta, sí. Si no, no lo hubiera puesto allí, ¿no cree? Aldo, usted que tiene un mínimo de sentido artístico, dígale algo.
—Por favor —contestó Aldo, apoyándose en la barra—. Enseñar algo de arte a Ampelio está por encima de mi capacidad. Y eso que hemos visitado muchos museos.
—Es verdad —corroboró Ampelio, riéndose—. Buenos tiempos.
—¿Museos? ¿Vosotros dos?
—No, no, los cuatro —respondió Del Tacca—. Los cuatro, con nuestras esposas. Eran las excursiones esas de todo incluido, de ésas que te montan en el autobús a las cuatro de la mañana y te hacen recorrer trescientos kilómetros de un tirón hasta donde tengas que ir. Y cuidado con detenerse para ir al baño, que se pierde tiempo. Menos mal que en el autobús te vendían ollas, así, muchas veces, si no aguantabas, cogías una cacerola y adelante. Madre mía, cuando lo pienso, me quiero morir. Por otra parte, mi mujer no se perdía una, y las otras, igual. Y nosotros detrás.
—Me lo imagino —dijo Tiziana—. Entonces, ¿por qué Ampelio se reía antes?
—Porque, ya que estábamos allí —apuntó Ampelio—, había que encontrar alguna manera de divertirse.
—No quiero saberlo —dijo Tiziana con un tono de voz que expresaba todo lo contrario.
—Es un poco difícil de explicar —comenzó Del Tacca—. Aldo, ¿aún tienes los casetes?
—Por Dios, sí que los tengo. Cada tanto escucho alguno.
—Venga, entonces tráelos mañana. Así le contamos todo bien. Ten paciencia, Tiziana: te lo podríamos explicar ahora, pero sin casete no tiene gracia. En resumen, que antes íbamos a los museos, y ahora, si no estamos atentos, nos encierran a nosotros en un museo. Total, ahora los viejos no sirven para nada y tocan los cojones. A propósito de viejos, ¿se sabe algo de aquel profesor japonés?
—Todavía está muerto —contestó Ampelio, que continuaba vagando por el bar.
—No te lo preguntaba a ti, cabeza de chorlito —respondió Del Tacca—. Le preguntaba a Massimo.
—¿En qué sentido?
—Massimo, no empieces a hacerte el capullo también tú, por favor. ¿No tenías que ir a la universidad esta mañana para investigar dentro del ordenador?
¡Por favor! ¿Cómo es posible que este viejo se entere de todo lo que sucede?
—¿Tú cómo lo sabes?
—Lo ponía en el periódico.
—Pilade, no me tomes el pelo. ¿Quién te lo ha dicho?
—No, no, yo no le tomo el pelo a nadie. Gino, díselo tú a este santo Tomás.
Rimediotti cogió del bolsillo de atrás de los pantalones un periódico con evidentes signos de haber sido leído una y otra vez, lo desplegó y comenzó con su voz clara e inexpresiva:
—«El misterio dentro del ordenador, entre interrogantes. Pisa. A pocas horas de la muerte inesperada del profesor Kiminobu Asahara, ocurrida en circunstancias poco claras después de que el hombre sufriera un repentino malestar, los investigadores están convencidos de que la desaparición del anciano docente no fue accidental. En efecto, se ha comprobado de manera definitiva que el difunto había tomado en las horas inmediatamente anteriores al deceso grandes cantidades de Orfidal, y precisamente este medicamento estaría en el origen de la parada respiratoria que resultó fatal. Pero mientras parece que ya se han esclarecido las causas de la muerte, en todo el resto las indagaciones no han llegado a ninguna certeza. El único dato en posesión de los investigadores parece ser el ordenador portátil de la víctima, al que la misma había hecho referencia días atrás, permitiendo presumir que su contenido podía molestar a algún colega. A la luz de estos hechos, el ordenador portátil del profesor adquiere, por tanto, un papel clave en el asunto. Precisamente, al respecto, los investigadores han dispuesto para esta mañana un cuidadoso análisis del propio ordenador en colaboración con los expertos de la universidad, cuyos resultados podrían ser decisivos para los fines de las averiguaciones. En efecto, se estima…».
—Vale, Gino, ya se ha entendido —lo interrumpió Del Tacca.
—Pero si queréis termino, eh.
—No, no, no importa. —Del Tacca miró a Massimo—. ¿Has visto que lo ponía en el periódico?
—Ya veo. Y, entre paréntesis, es horripilante que en este pueblo ni siquiera en la comisaría estén en condiciones de mantener un secreto. Debe de haber algo en el aire. Pero ahí no se escribe nada sobre mí.
—Massimo, no hemos nacido ayer —dijo Aldo.
—Lo sé. Se ve.
—¿Me estás llamando viejo? De forma elegante, por supuesto. De todos modos, ya que soy viejo, respétame y escúchame. Ayer estabas en la comisaría. Esta mañana alguien ha llevado el ordenador a la universidad, donde había personas que sabían qué hacer con él. Ahora bien, de todos los que estaban ayer en la comisaría, ¿quién era el único que conoce suficientemente la universidad y los ordenadores como para encontrar de inmediato a la persona oportuna? ¿Fusco?
¡Menudos viejecitos! A veces los subestimo.
—Vale, vale, me habéis pillado. Esta mañana he ido a la universidad con Turturro, uno de los agentes de la comisaría. Hemos abierto el ordenador y lo único interesante que había eran dos documentos de texto. Parecían apuntes. Digo parecían porque estaban en japonés. Fusco me ha telefoneado antes para preguntarme si en el ordenador no había nada más.
—¿Y qué había escrito en los apuntes?
—Vete a saber. Fusco no me lo ha querido decir. De todos modos, si me ha preguntado si en el ordenador no había nada más, quiere decir que no se trataba de nada decisivo.
—No necesariamente —repuso Aldo—. Si no quiso decirte qué había en los apuntes, entonces quizá se trataba de algo importante.
—También tienes razón. De cualquier manera, es un hecho que yo, en los apuntes, no sé qué hay escrito. Vosotros, tampoco. Por tanto, me parece que habláis por hablar, porque no hay novedades sobre el crimen.
—Ten paciencia, Massimo—pidió Del Tacca—. Pero si los apuntes estaban en japonés, ¿cómo ha podido Fusco saber qué había en ellos?
—Se los ha hecho leer a un japonés. Uno del congreso, que ayer estaba presente también en los interrogatorios como intérprete adjunto. Mira, además, si te das la vuelta, puedes verlo. Acaba de sentarse en la mesa debajo del olmo.
Error garrafal. Tiziana y los viejecitos se volvieron a mirar hacia la mesa, donde acababa de sentarse un japonés joven en camiseta y con gafitas estrechísimas, después de haber abierto su ordenador portátil con mucho cuidado.
Ahora bien, toda persona interactúa con los demás seres humanos en función del papel que atribuye a cada uno de ellos. Frente al maestro hay quien escucha y quien se distrae, y a la vista del papa hay quien se inclina y quien se cabrea. Del mismo modo, la presencia de Kawaguchi causó dentro del bar reacciones bastantes distintas. Tras clasificar al joven como «cliente», Tiziana cogió el menú y una libreta y salió de detrás de la barra. Los viejecitos, en cambio, habían puesto de inmediato al nipón bajo la voz «nuestro enviado del lugar de la desgracia» y se habían quedado apuntando hacia él con aire famélico. El primero en sacudirse fue Ampelio, que se dio la vuelta y propuso a Massimo:
—¡Entonces le preguntamos a él!
—Bueno —accedió Massimo—. Ve, si quieres.
—Venga, yo no sé japonés.
—Ya, pero no es un problema. También habla inglés. Todos los científicos hablan inglés.
—Massimo —explicó Aldo—, si es por eso, Ampelio no sabe ni italiano. Eres el único que habla inglés aquí.
—Lo suponía. Entonces, según vosotros, ¿qué debería hacer?
—Ve y pregúntale —ordenó Ampelio con el tono de quien piensa virgen santa qué duro eres.
—Entonces no nos hemos entendido. Ése es un cliente que se ha sentado en el bar para tomar algo. No puedo ir a preguntarle qué decían los apuntes de Asahara. Tal vez quiera estar solo y en paz. Tal vez sea el asesino y, al sentirse acorralado, saque la catana y me parta en dos. En todo caso, no puedo ir a tocarles las pelotas a los clientes. No hay discusión.
—¿Entonces qué hacemos?
—¡Yo qué sé! No es problema mío. Mandad a Rimediotti. Podría sacar el retrato del Duce y recordarle que antaño éramos aliados bajo la égida del granítico pacto de acero. Quizá se conmueva y consigáis establecer contacto.
—¿Yo qué tengo que ver? —preguntó Rimediotti—. A mí ni siquiera me gustan los japoneses.
—Bah, tampoco a mí me gustan demasiado —concordó Del Tacca—. Me parecen distantes.
—A la fuerza —comentó Aldo—. Son gente que trabaja. Yo, si por mí fuera, en el restaurante querría sólo clientes japoneses. Les gusta comer, son educadísimos, hacen fotos a los platos y, en general, te proporcionan una satisfacción única. De todos modos, por desgracia, no hablo japonés. Venga, Massimo, deja de hacerte de rogar y ve. Demuestra que tienes sangre en las venas, por una vez.
—Buen intento. Siempre recurrir a los cumplidos para convencer a las personas. Ni soñarlo.
Los viejecitos se miraron como si les acabaran de quitar el plato de las narices, mientras el aire se saturaba de un silencio embarazoso. Massimo se dirigió hacia la máquina de café y preguntó, en general:
—Me voy a hacer un café. ¿Alguien quiere uno?
—Yo no —contestó Ampelio con tono de reproche—, total, ya tengo la boca amarga.
—Para mí, un café, con mucho gusto —pidió otra voz, mientras Massimo se volvía hacia la máquina para rellenar el filtro.
Una voz no del todo desconocida. En efecto, al girarse vio la fisonomía, ya familiar, de Antón Snijders que se izaba sobre un taburete.
—¿Cómo lo quiere?
—Cortado, gracias.
—¿A esta hora, cortado?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Snijders con sinceridad—. ¿Ya no queda leche?
Nada que hacer, es una batalla perdida. Massimo se dio la vuelta de nuevo hacia la máquina. Mientras encajaba el portafiltro en la máquina, oyó la voz de Aldo dirigiéndose a Snijders en tono inesperadamente cortés:
—Profesor, perdone…
—Diga.
—¿Podría pedirle un favor?
—Claro, con mucho gusto.
—Ah, bien. Usted habla inglés, ¿verdad?
Fuera, en la mesa de debajo del olmo, Koichi Kawaguchi estaba perplejo. Desde el primer día de su llegada a Pineta había advertido aquel bonito café con mesas bajo los árboles y había comprobado que también tenía servicio de Internet Wi-Fi, por lo cual, a la primera oportunidad, había cogido el portátil con la intención de leer su correo bajo la sombra mientras se tomaba algo, con toda tranquilidad. Sin embargo, tras haber mirado dentro del bar, la tranquilidad se había escondido y ahora se negaba a salir fuera. Básicamente, Koichi comenzaba a preguntarse cómo era posible que, fuera donde fuese, siempre apareciera aquel tío alto con cara de talibán. Camarero en el congreso, intérprete en la comisaría y ahora camarero en el café. No es posible. Además, Koichi tenía la nítida sensación de que en el bar estaban hablando precisamente de él y habría jurado que una o dos veces uno de los ancianos sentados en el interior incluso lo había señalado con el pulgar.
Quizá me lo estoy imaginando todo, pensó. Sin demasiada convicción.
—Ya veo —afirmó Snijders después de que los ancianos le hubieran resumido la situación, mientras Massimo fingía hacer de solícito camarero que desprecia todas esas chácharas—. Por tanto, el único que sabe qué había escrito en los archivos es el muchacho de ahí fuera.
—Exacto —corroboró Aldo, que parecía haber descubierto en Snijders algunas cualidades de las que antes no se había percatado y ahora era todo gentileza.
—Bueno, no veo qué puede haber de malo en preguntarle. ¿Cómo decís vosotros, en Italia? ¿Preguntar es… lígico?
—Preguntar es lícito —corrigió Rimediotti— y responder es cortesía.
—Exacto. Eso. Preguntar es lícito. Bien, me acabo el café y voy.
—Eh, disculpe, profesor —intervino Ampelio—, ¿le podría pedir otra cosa?
—Diga.
—Ya que está, ¿podría pedirle a ese tío que, por favor, se cambie de mesa?