La mañana de un día sereno, después de jornadas de lluvia y viento, siempre pone de buen humor. El aire es terso, límpido y cristalino, está depurado de todas sus nanoscópicas asquerosidades y te entra en los pulmones fácilmente, sin ningún esfuerzo, dándote una maravillosa sensación de convalecencia. Desde lejos, las montañas se muestran en todos sus detalles, ya no ofuscadas por el manto de polvo y contaminación que de costumbre apesta la atmósfera, y la ciudad misma parece más limpia, más definida y más real.
Este conjunto de cosas —la jornada, la respiración tranquila, tener algo que hacer— habían mejorado el humor de Massimo hasta tal punto que ni siquiera la perspectiva de entrar en Pisa con el coche había conseguido sumirle en él, de otro modo, automático enfado.
En efecto, asustados ante la posibilidad de que el automovilista pisano pudiera apoltronarse, los solícitos trabajadores de la concejalía de tráfico habían creado, mediante la red viaria, una auténtica ciudad paralela, una especie de perverso laberinto de direcciones prohibidas, rotondas absurdas y atascos dantescos. La ciudad paralela estaba, a su vez, habitada por ciudadanos paralelos, los automovilistas, avatares temporales de carne y hueso que, aprisionados en el interior de su habitáculo, asimismo embotellado en la ineludible densidad del tráfico urbano, mostraban exclusivamente el lado Hyde de su personalidad, cabreándose como monas ante cualquier cosa que ocurriera, dentro o fuera del coche.
La sensación que Massimo tenía en esta ocasión, mientras conducía dentro de ese hacinado follón, era que el ayuntamiento no había tenido la intención de conseguir una red viaria, sino un minigolf. Franjas amarillas de carriles bici, garrapiñadas con faros piloto, te delimitaban el recorrido; alegres conos de plástico blancos y rojos, dispuestos a imitar una rotonda, te exigían realizar insulsos saltos y ralentizaciones; enormes avenidas desembocaban en angostas callejas medievales con muchos arcos, al final de las cuales, si tenías suerte, un único sitio libre te esperaba para por fin poder meter el automóvil en un agujero. Sin embargo, a pesar de esto, Massimo estaba de excelente humor. El hecho de verse obligado a sacrificar una parte de su día libre para conseguir entender qué había en el ordenador de Asahara no le hacía la más mínima mella. Al contrario.
El día anterior, el ordenador había sido reconocido por Katsuo Komatsu, otro de los colaboradores de Asahara, como el nuevo portátil del profesor, que lo había comprado hacía sólo unos días. Después de haber constatado que el ordenador no se encendía, Massimo le había propuesto a Fusco la solución de la fuerza: abrir el ordenador y leer el disco duro directamente a través de otro ordenador. Fusco lo había aprobado y le había preguntado al agente Turturro si la comisaría tenía a su disposición todo lo necesario para llevar a término la operación. Turturro había contestado que no, que no tenían prácticamente nada de lo necesario y que, en cualquier caso, él nunca había realizado semejante operación con un portátil. En ese momento, mientras Fusco miraba al pobre Turturro como si sospechara que él hubiera saboteado el ordenador, Massimo había aventurado una propuesta:
—Yo conozco a una persona que tiene la posibilidad de leer este disco duro. Es un técnico de la universidad. Es muy bueno y se trata de una persona discreta.
—Ah —comentó Fusco sin entusiasmo.
—Si se le ocurre alguna otra solución…
—No, no, por el amor de Dios. Es que aquí todo funciona a través de amigos. Por la vía oficial nunca funciona nada. Uno está siempre pidiendo, pidiendo, pidiendo. No tenemos ordenador, no tenemos coche, no tenemos un pimiento. Bueno, mejor que no siga. Hagamos como usted dice, señor Viviani. Lo único que tengo que pedirle es que el agente Turturro esté presente. Vale que la indagación haya empezado como el culo, pero estoy obligado a mantener un mínimo de oficialidad.
Así, Massimo se había puesto de acuerdo con el agente Turturro para encontrarse directamente al día siguiente en Pisa, a ver a la persona de la que antes se hablaba. Por eso, ahora Massimo se hallaba en Pisa, en vez de estar en la playa con toalla, libro y bocata, a tres metros de la orilla y bañándose tranquilamente.
Tras eludir todas las trampas que la concejalía había diseminado a lo largo del trayecto, Massimo pasó el puente Solferino y aparcó en Via Fermi, para luego ir a pie hacia Via Risorgimento, donde surgía, o mejor, se mantenía en pie, la facultad de Química y Química Industrial: un triste edificio de estilo protofascista, demasiado reciente para ejercer la fascinación de las antiguas facultades universitarias y demasiado viejo para poder funcionar decentemente, y que, mirándolo desde fuera, parecía preguntarse qué estaba haciendo aún allí. Pero, por suerte, el ayuntamiento no había dejado sola la antigua facultad: al otro lado de la calle, la vetusta unidad de Ortopedia del hospital Santa Chiara le hacía compañía y lo ayudaba en la cotidiana batalla contra lo bello y lo moderno.
En la puerta de la facultad lo esperaba el agente Turturro, con el maletín del portátil en la mano.
—Salud. Bonito día, ¿eh?
—Cierto. ¿Vamos?
Massimo abrió la puerta y entró, seguido por Turturro; en el interior lo acogió un tremendo olor a contenedor de basura en salmuera que le revolvió el estómago y lo acompañó hasta la garita del guardia, quien no parecía turbado en lo más mínimo por el hedor.
—Diga.
—Buenos días. Buscaba a Carlo Pittaluga. —Y también un baño, a ser posible, porque dentro de dos segundos vomito.
—¿A quién debo anunciar?
—A Massimo Viviani y… —Massimo se detuvo, dándose cuenta de que no sabía cómo presentar a su compañero. ¿Agente Turturro? ¿El señor Turturro? ¿Mi guardaespaldas?
—Turturro —dijo sencillamente el agente al guardia.
—Un segundo —respondió el guardia marcando un número de teléfono—. ¿Doctor Pittaluga? Están aquí Viviani y Turturro para verle. ¿Los hago subir? De acuerdo. —Colgó—. Ha dicho que lo esperaran aquí, que bajará él.
—Gracias.
—¿Usted estudió aquí? —preguntó Turturro a Massimo.
—No. Yo estudié Matemáticas. En Via Buonarroti. —Y podrías tutearme, joder. ¿Tan viejo parezco?
—Yo estaba matriculado en Ingeniería. En Via Diotisalvi, allá abajo —e hizo un gesto con la mano, quizá para subrayar que a Via Diotisalvi no llegaba ese olor—. Hice dos años. Mucha teoría y nada de práctica. —Sonrió—. No era para mí.
Massimo asintió con la cabeza y no respondió. En parte porque quería evitar respirar, en la medida de lo posible, y en parte porque situaciones como esperar en compañía de una persona prácticamente desconocida siempre lo hacían sentir un poco incómodo. Se daba cuenta de que, si no decía nada, parecía maleducado, pero, por otra parte, una vez dejado claro que era un bonito día, ¿qué quedaba por decir? Además, el agente Turturro le resultaba el clásico capullo presumido que se había matriculado en Ingeniería sin tener ni idea de qué se trataba y que, tras percatarse de que no bastaba con ser un manitas chiflado por los ordenadores, sino que también había que estudiar y entender las cosas para aprobar los exámenes, abandonaba y se justificaba diciendo que era un tipo práctico, que quería hacer cosas y no tenía necesidad de estudiar todas aquellas cuestiones inútiles, etcétera, etcétera. En realidad, reflexionó Massimo, no hay demasiada gente que me caiga simpática. Por suerte, Massimo oyó un ruido de alguien recorriendo las escaleras con pesado entusiasmo y comprendió que Carlo estaba a punto de llegar. Se dio la vuelta y descubrió al susodicho bajando los peldaños y dirigiéndose hacia él con paso solemne.
Carlo Pittaluga empezaba en un par de zapatillas del número cuarenta y ocho y acababa, dos buenos metros más arriba, en una sonrisa de treinta y dos dientes coronados por dos ojos verdes inquietantemente despiertos. En el medio, una gran camisa a cuadros y un par de pantalones adecuados a su envergadura. Además de pertenecer al restringido número de seres humanos que le caían bien a Massimo, Carlo era una de las personas más inteligentes que conocía. Después de haberse licenciado con matrícula de honor, se había quedado en Química como técnico licenciado aunque, por su currículo y capacidad, probablemente habría merecido otro título. De todos modos, ahora era el técnico informático del centro de cálculo del departamento, papel que desarrollaba de manera discontinua pero muy competente.
—Salud, Viviani —saludó de lejos mientras se acercaba.
—Salud, Pittaluga —respondió Massimo, sonriendo—. Éste es el agente Turturro. Lo que está en manos del agente Turturro es el portátil del que te he hablado.
—Está bien. Vayamos directamente a la sala de ordenadores y leamos el disco. Luego vamos al estudio a volcarlo en un lápiz de memoria o en un CD, ya veremos. —Y se encaminó escaleras arriba.
Massimo y Turturro fueron detrás.
—¿Siempre hay este olor? —preguntó Turturro mientras subían.
—No, hoy alguien debe de haber abierto un frigorífico de materias orgánicas. A juzgar por el gustillo a excrementos, debe de ser cosa de Cognetti. De todos modos, no molesta tanto —afirmó, mientras el color del rostro de Massimo expresaba la opinión contraria—. Habría sido peor si hubieran abierto el frigorífico de Crudeli.
—¿Por qué? ¿Qué hay en el frigorífico de Crudeli? —preguntó Massimo—. ¿Cosas venenosas?
—Feromonas de insectos. Cebos sexuales de síntesis para diversos tipos de insectos.
—¿Y son peligrosos?
—Bueno; por ejemplo, hace tres años se rompió una de esas ampollitas y se ve que debían de haber sintetizado bien las feromonas, porque en un día el departamento se llenó de abejas. Las había por doquier, incluso dentro de los acondicionadores, en los cajones y también en otras partes, como quien dice. Hay gente que no usó los retretes durante semanas. De todos modos, por lo general aquí los olores se notan menos —dijo Carlo deteniéndose frente a una puerta blindada que abrió con varias vueltas de llave—. Et voilá. Por favor, por favor, coged una silla y sentaos.
Siguiendo a Carlo, Massimo y el agente entraron en la que probablemente era la sala más caótica de Europa. Desde el otro lado de una puerta acristalada, un centenar de ordenadores de distinta forma y dimensión zumbaban llenando el aire con un denso rumor de fondo; decenas de cables de colores corrían por medio de la habitación en penumbra, por el suelo, por las paredes y en torno a las mesas, sobre las que yacían destripados algunos ordenadores, con los que antaño debían de haber sido sus componentes internos desperdigados aquí y allá.
—A ver —pidió Carlo, desplazando un ventilador de un banco y sentándose valerosamente sobre el mismo—. Aquí, aquí. Hago un poco de sitio sobre la mesa —anunció, apartando de un manotazo varias piezas surtidas, que habrían caído directamente sobre el suelo si Turturro no las hubiera recogido al vuelo—. Gracias. Apóyalas en el suelo; total, es basura. Bien, veamos cómo se abre este artilugio.
Carlo le dio la vuelta al ordenador y comenzó a desarmar la parte de abajo con un desatornillador. Mientras lo llevaba a cabo, preguntó a Massimo:
—Me habías comentado que este trasto era de un japonés, ¿verdad?
—Sí.
—Es raro.
—¿Por qué, raro?
—Porque, de costumbre, los japoneses siempre llevan portátiles minúsculos. Trece pulgadas. Trastos que se sostienen con una mano o poco más. Éste es grande. De todos modos, mejor así. Se trabaja mejor. Además, nunca he visto este modelo. Es de esos ensamblados, creo. Mira, no es un bloque único. —Carlo puso un dedazo dentro del cuerpo del portátil e hizo palanca, produciendo un rumor de algo que se rompe y extrayendo del armazón un bloquecito del tamaño de un paquete de cigarrillos (unidad de medida muy útil para describir objetos tecnológicos de los que se ignora todo, salvo las dimensiones)—. Oh, bien: esto que acaba de desprenderse es el disco duro. Ahora lo conectamos y lo trasladamos todo a Argos.
—¿Dónde?
—A Argos —repitió Carlo señalando el monstruo electrónico que zumbaba detrás de la puerta acristalada.
—¿Argos? ¿Eso es un solo ordenador?
—No, son muchas máquinas que trabajan en paralelo, administradas por un servidor principal que dirige los procesos. El servidor trabaja mucho con Mosix y gestiona, solo, la distribución de las máquinas aferentes —explicó Carlo con orgullo mientras conectaba el disco a un cable salido de algún punto poco claro de la bestia—. En cambio, los ordenadores esclavos multiprocesadores son las verdaderas máquinas de cálculo. Cada una trabaja por su cuenta según un determinado proceso. Incluso se podría hacerlas trabajar todas juntas en paralelo en un único proceso, pero sería un lío debido a la reversión.
—Sí… —convino Turturro, como si hubiera entendido algo—. Pero ¿para qué sirven exactamente todos estos ordenadores?
—Para hacer cálculos.
—¿Todos?
—Pues son pocos —repuso Carlo—. ¿Sabes?, los cálculos químicos tienen dimensiones bastante imponentes. Una simulación dinámica, o la optimización y el cálculo de las frecuencias del complejo de un metal de transición por lo general tardan semanas. Incluso con cuatro u ocho procesadores en paralelo. Cuantos más procesadores usas, menos tiempo necesitas. En fin —prosiguió Carlo—, casi ha terminado de copiar. Había muy pocas cosas aquí dentro. ¿Os cuadra?
—Sí —contestó Turturro—, el ordenador era casi nuevo.
—Bien, bien. Ahora subamos y os lo vuelco todo en algún sitio. ¿Tenéis algo donde meterlo?
El agente Turturro asintió y sacó de la bolsa un CD. Carlo lo cogió delicadamente entre los dedazos y cabeceó, luego liberó al taburete de su carga y se dirigió en silencio fuera de la habitación, seguido por los representantes de la Ley y de la curiosidad.
El despacho de Carlo no era más caótico que la sala de ordenadores, pero en cuanto a desorden le plantaba cara de igual a igual. Allí Carlo copió los datos, tomándolos del antes citado Argos, y los masterizó en CD. Tras concluir la operación, miró a Massimo con dos ojos que emanaban curiosidad.
—¿Queréis ver de inmediato qué hay aquí dentro? —Traducción: si lo analizáis de inmediato, no me echaréis de la habitación, ¿verdad?
Massimo y Turturro se miraron. No me corresponde a mí decirlo, pensó Massimo, pero…
Turturro arqueó las cejas, en un gesto que podía ser interpretado perfectamente como «no veo qué puede haber de malo». Las cejas de Turturro aún no habían vuelto a su destino cuando ya Carlo había clicado dos veces sobre la primera de las dos carpetas.
—Oh, ya estamos. Hay dos documentos de texto. El primero es éste. «Natsu», fechado el 20 de mayo a las veintitrés y veintiuno.
El primer documento apareció en la pantalla y en esta ocasión, los tres arquearon las cejas.
El documento, obviamente, estaba en japonés.
—¿Alguno de vosotros sabe japonés? —preguntó Carlo.
Sentado en el coche, con las ventanillas bajadas para disfrutar del viento tibio generado por el coche en marcha, el cuerpo de Massimo se dirigía hacia el supermercado para hacer las compras y abastecer así el bar y la nevera de casa. El cerebro de Massimo, en cambio, se hallaba aún en el despacho de Carlo, pensando en lo que habían encontrado en el nuevo ordenador de Asahara. Como siempre, para estar seguro de no perderse nada de lo que pensaba, Massimo hablaba solo:
—Entonces, recapitulemos. En el ordenador hay dos carpetas. La primera contiene dos documentos en japonés. No se entiende un carajo porque están escritos en ideogramas, pero, de todos modos, por su aspecto se deduce que no son documentos oficiales. Hay hasta partes en distinto color, imagínate. Son apuntes. De qué, no lo sé. Pero es algo escrito para su uso personal. En la otra carpeta, en cambio, hay un programa escrito en Fortran, con sus distintos archivos de input y de output. Un código de cálculo. Carlo afirma que es un programa de dinámica molecular y que es muy sencillo. No tiene ninguna particularidad. Y de Carlo, en esto, me fío. Por tanto, aquello a lo que se refería el viejo nipón debe de estar por fuerza en los documentos en japonés. A este respecto, hasta que no se encuentre el modo de entender lo que hay escrito allí, mejor no lo pienses. Míralo como quieras, pero es así. Si no tienes datos seguros sobre algo, no puedes ponerte a razonar basándote en nada, así, sobre la marcha. A menos que seas el papa, claro. ¿Soy el papa? No, por el momento no. Entonces, vamos a hacer las compras y no pensemos más en ello. Hoy por la tarde Fusco hará que algún japonés tomado al azar (total, tiene varios a mano) lea los documentos y después ya se verá.
Al salir del supermercado, Massimo se había dirigido a casa, en San Martino, para meter su propia compra en la nevera. Al llegar a Via San Martino, en teoría habría tenido que doblar bajo el arco del Vicolo Rosselmini para llegar a la plaza San Bernardino, donde habría podido aparcar cómodamente y descargar las compras en su casa, situada en la misma plazoleta. Esto, en teoría. En cambio, en la realidad, un imbécil había aparcado su motocicleta de mierda precisamente en medio del arco, al lado de los tiestos de terracota del restaurante, que ya hacían bastante difícil entrar en el callejón sin raspar el parachoques. Blasfemando, Massimo se bajó del coche e intentó desplazar el inerte vehículo de debajo del arco.
Por desgracia, en parte porque la Vespa se empeñaba en obedecer la ley de gravedad, en parte porque nuestro amigo estaba objetivamente desguarnecido de medios físicos adecuados, lo único que Massimo consiguió fue una sudada tremenda y un incremento de su ya nutrido currículo de blasfemo. No hubo manera: el ciclomotor no se movía de allí. Mientras seguía maldiciendo, Massimo se volvió a subir al coche, sentándose en el borde del asiento para no tocarlo con la espalda empapada, y comenzó a buscar un aparcamiento, que sólo encontró en la plaza de los Facchini, es decir, lejos. Por tanto, cargado de bolsas como un burro, se encaminó pesadamente hacia casa.
A veces, cuando te cabrean, no hay nada mejor que ir al paseo a comprarte algo. Cualquier cosa, incluso una tontería; es más, preferiblemente, una tontería: que cueste poco, que sea por completo superflua y cuyo único objetivo sea darte un capricho. Ves una cosa, la deseas, entras y la obtienes; si se excluye el shopping, no ocurre a menudo.
Por eso, media hora más tarde, cuando hubo transbordado la compra y estuvo de nuevo limpio, al menos en lo físico, gracias a una buena ducha, Massimo daba vueltas por la librería para encontrar algo que le sirviera de compañía en la playa e hiciera que se le pasara el cabreo. Tras recorrer largo rato la Novela Negra y resistir a la llamada de las Novedades, comenzó a hojear entre los Clásicos. Camus, El mito de Sísifo. Debe de ser hermoso. Pero, claro, Camus en la playa es como darle un trozo de dulce veronés al gato. Quizá este invierno, ¿eh? Robbe-Grillet, La celosía. Por el amor de Dios. Soseki, Soy un gato. Bah, podría ser. Claro que es largo. Virgen santa, qué ladrillo. No, no, algo ágil. Roald Dahl, Historias extraordinarias. Relatos. Perfecto. Nunca he leído nada de este tipo, pero me parece recordar que me han hablado bien de él.
Satisfecho con la elección, Massimo fue a pagar y, mientras tendía el libro a la cajera, volvió a pensar en el maldito ciclomotor. Casi al mismo tiempo, entre los libros expuestos en la caja vio uno que, de algún modo, polarizó su atención. Massimo sonrió, lo cogió, lo puso con seguridad sobre la caja, junto al de Dahl, y sacó la cartera. La vendedora, que lo conocía, lo miró con sorpresa antes de preguntarle:
—A tres metros sobre el cielo, de Federico Moccia. ¿Es un regalo?
—No, es para mí.
—¿Lees esas cosas?
—No tengo intención de leerlo. Lo compro como homenaje al autor. Me acaba de sugerir una idea.
Al salir de la librería, Massimo caminó cincuenta metros y entró en la tienda del señor Tellini. Saludó, fue al mostrador y realizó una petición. Como siempre, el señor Tellini respondió con otra pregunta: una petición de detalles para identificar qué quiere el cliente, hecha con el tono tranquilo de quien ya sabe qué necesitas. Tras formular la pregunta, el señor Tellini se había retirado a la trastienda para salir de inmediato con el objeto que Massimo tenía en mente.
Colocó el objeto sobre el mostrador y le explicó a Massimo su funcionamiento para confirmar que el mecanismo no tenía problemas y para mostrarle aquellos pequeños fallos —fuércelo un poquito así las primeras veces, luego verá que corre solo— que todo dispositivo mecánico tiene, cuyo secreto conoce desde hace tiempo. Mientras pagaba, Massimo pidió al señor Tellini una hoja de papel y una pluma, y escribió un breve mensaje.
Se dirigió hacia casa, vio que la moto aún estaba en su sitio y se acercó a ella a paso veloz; luego, mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie, hizo lo que tenía que hacer.
Dos minutos después, terminada la obra, se había alejado a paso rápido e indiferente, sin detenerse a observar. Pero, antes de irse, había cogido la hoja con el mensaje que había escrito en la tienda y lo había prendido con un alfiler al asiento del ciclomotor.
En la hoja, con la odiada caligrafía de primaria de la que Massimo no conseguía liberarse, había reproducido el siguiente mensaje:
Querido idiota:
A causa de tu ciclomotor aparcado como el culo no he podido pasar por aquí con el coche. Por eso, he tenido que ir a estacionar al culo del mundo y me ha tocado traer las bolsas de la compra hasta casa a pleno sol, sudando como un animal.
Como ves, en torno a la rueda delantera de tu ciclomotor ahora hay una bonita cadena. Para liberarte de ella y poder finalmente estamparte contra alguna pared mientras vas sobre una rueda, lo mejor es abrirla con la llave. ¿Te estás preguntando dónde está la llave? No te preocupes, no me la he llevado. La llave está entre la tierra de uno de los tiestos de flores que hay delante del restaurante; no te digo en cuál para no estropearte la diversión. Esperando que te cueste encontrarla al menos lo mismo que yo he tardado en volver a casa, te deseo un día de mierda, tu afectuosísimo
Batman