Cinco

—¿Nombre y apellido? —preguntó Fusco.

What’s your name, please? —tradujo Massimo.

O-namae wa, onegai shimasu? —recalcó Kawaguchi.

—Masayoshi Watanabe.

—Masayoshi Watanabe.

—Entiendo, entiendo. Masaioshi Uatanabe.

—¿Cómo se escribe? —preguntó el agente Galan.

Ya empezamos, pensó Massimo. Será un día muy largo. Malditos seamos yo y mi curiosidad.

Aquella mañana, hacia las siete y media, Massimo se encontraba en el bar junto a Tiziana, tratando de decidir qué hacer durante el día. El congreso, ahora, ya no era problema suyo; la tarde anterior había recibido una llamada de una secretaria, ostensiblemente presa del pánico, que le había anunciado que los trabajos del congreso habían sido temporalmente suspendidos por el comité organizador «por respeto a la memoria del profesor Asahara», lo que comportaba asimismo la suspensión del servicio de catering para las pausas del congreso. Y un huevo, respeto a la memoria, había pensado Massimo, que, sin embargo, había estimado oportuno no comunicar a la secretaria que sabía cómo estaban las cosas a la perfección. Total, tanto dentro como fuera del congreso ya había quien se encontraba ampliamente en condiciones de difundir las noticias con eficacia. Pero, mientras tanto, el programa de la semana se había ido alegremente a la mierda.

Previendo pasar mañana y tarde en el congreso, Massimo había arreglado con Tiziana que trabajara toda la semana como horas extraordinarias y, por tanto, Tiziana se había presentado puntualmente a las siete para tomar posesión del bar. Puntual e inútilmente, puesto que Massimo ya no tenía compromisos y puesto que, dado el tiempo que hacía, los negocios para el bar no se anunciaban como gran cosa. Haciendo caso omiso del calendario, que mostraba, insolente, la fecha del 23 de mayo, el cielo había decidido fastidiar a Pineta y a los pinetanos con una buena jornada de frío, el desleal frío primaveral que te entra por los tobillos y las pantorrillas carentes de calcetines porque ya es verano, y había completado el conjunto con una de esas insulsas lloviznas persistentes que parecen ungir más que mojar, demasiado poco para coger el paraguas, pero suficiente para formar unos charcos en los cuales, caminando con rapidez por el frío, acabarás inexorablemente antes o después. De todos modos, si bien se puede insultar al cielo, no se puede cambiarlo, así que toca cambiar los planes del día, y justamente de esto había comenzado a hablar Massimo con Tiziana.

—Si quieres descansar, yo me quedo en el bar —le había dicho Tiziana—. Total, ya estoy aquí. Hoy me parece que una persona basta y sobra.

—No, no necesito descansar, gracias —había respondido Massimo—. En realidad, no tengo nada que hacer. Me había organizado para poder trabajar aquí y en el congreso. Ahora en el congreso no hay nada que hacer, y en cuanto al bar, tienes razón: es probable que no venga casi nadie. Pero, para estar rascándome la barriga, prefiero hacerlo en el bar y no en casa.

Después de un breve silencio, Tiziana había tomado la palabra con una luz de picardía en los ojos:

—Oye, Massimo —había empezado—, si de veras quieres quedarte, yo podría hacerte una propuesta. En el interés mismo del bar.

—Oigámosla —había respondido Massimo mientras se preguntaba cuántas posibilidades habría de que la propia Tiziana le propusiera ir a trabajar en topless.

—Hace cuatro años que trabajo aquí, ¿correcto?

Dios mío. Quiere un aumento de sueldo.

—Pues bueno, no te ofendas, pero en cuatro años que llevo aquí este sitio no ha cambiado ni una coma. Siempre las mismas paredes, los mismos cuadros, la megapantalla allí, las mesas allá… ¿No te aburre?

No lo sé, había pensado Massimo, mientras vagaba con la mirada por las paredes del bar. Diría que no.

—A ver, yo pensaba que no estaría mal darle un repaso. Pintar una o dos paredes, quizá una con esponja o de una manera distinta. Reproducciones de cuadros bonitas o fotos bonitas en las paredes, unas cortinas bonitas en las ventanas, por ejemplo. Algo que dé un poco de alegría. No me malinterpretes, no es que esté sucio o descuidado, pero en días como éste, en mi opinión, uno entra, ve el sitio, ve a los vejetes y se pregunta dónde está el cadáver.

Massimo había mirado a su alrededor. Bien visto, en efecto, no es que Tiziana anduviera muy equivocada. El hecho es que Massimo no prestaba ninguna atención a ciertos aspectos hasta que se los hacían notar y, por eso, nunca había notado que el interior del bar estaba asumiendo un aspecto un poquitín rancio.

—Entonces, dígame, arquitecto —había inquirido Massimo—. Dígame qué cambiaría.

—Mira, en mi opinión, hace falta poco —había respondido Tiziana con una gran sonrisa de treinta y dos dientes, comenzando a mostrar una cierta sobreexcitación—. Ante todo, pintar dos paredes. Yo haría una amarilla, que da luz, y otra que pegue con la barra y el suelo. Desde luego, con el suelo gris de gres no tengo idea de qué puede pegar, pero ya lo pensaré. Luego pondría tres o cuatro reproducciones de cuadros. A mí me gustan mucho ésos que van estampados directamente sobre tela, pero aquí se darían de patadas; quizá sea mejor algunas buenas fotos en blanco y negro, del tipo de las de Mapplethorpe, no sé si lo conoces. Una aquí, otra allá, dos aquí tal vez un poco escalonadas, como en movimiento; si no, parece una exposición fotográfica y queda falso. Ante todo, tiremos esas dos porquerías colgadas allí y pongamos una cortina o una veneciana en la ventana grande; eso nos tendría que poner camino de la decencia. Si te parece bien, hoy miro un poco por ahí y mañana, que es día de cierre, me pongo manos a la obra y te lo dejo todo a punto. ¿Qué dices?

Socorro. He creado un monstruo.

Massimo había vagado de nuevo con la mirada por las paredes hasta llegar a aquellas donde se exhibían lo que Tiziana había definido como «las dos porquerías»: una página de periódico enmarcada con la formación del Gran Torino, con la inscripción «1942-1949: Sólo el Destino los venció» y una primera página de la Gazzetta dello Sport, con fecha del 5 de diciembre de 1993, que anunciaba un bote récord de la quiniela. Gracias a una correspondencia biunívoca entre los resultados de aquel domingo y los escritos por Massimo en la boleta, nuestro amigo había entrado en posesión de una parte de dicho bote y, en consecuencia, había mandado a tomar por culo las matemáticas, el doctorado y la incertidumbre, y se había comprado el bar. Que era suyo. Al menos, eso había creído al principio, antes de que fuera invadido por lo que quedaba del batallón Morbegno, y ahora también Tiziana le ponía palos en las ruedas.

—Qué digo. Y yo qué sé. No consigo imaginármelo.

—Pero ¿te gusta?

—Tiziana, te acabo de decir que no consigo imaginármelo. Te pareces a mi abuela, que me preguntaba si me gustaba la sopa aun antes de haberla probado.

—Está bien, entonces. ¿Me dejas hacerlo?

Instante de duda. La verdad, la muchacha no estaba del todo equivocada. ¿Por qué no?

En aquel momento, había sonado el teléfono y Massimo había ido a responder.

—BarLume, buenos días.

—Diga, ¿hablo con el café BarLume? —había preguntado la voz mimeografiada del agente Galan.

—Claro, sigue siendo el BarLume, como antes. ¿Por qué no se fía?

Momento de silencio.

—Aquí la comisaría de Pineta. El señor comisario Fusco querría hablar con usted. Se lo paso. No cuelgue, por favor.

—¿Señor Viviani? ¿Le molesto?

¿Le molesto? ¿Qué está sucediendo? ¿Fusco, educado? Adaptémonos, venga. Se lo merece.

—No, señor comisario Fusco, dígame.

—Tengo que pedirle un enorme favor, pero antes es necesario que compruebe algo. Me han dicho que usted habla inglés con fluidez. ¿Es cierto?

¿Y eso? Massimo se había visto durante un momento sentado en un pupitre, en compañía de un Fusco en versión niño con la bata azul, aunque ya con los bigotes, mientras silabeaba: «Lesson namber uán. Lisen and ripit. De buc is on de téibol, and de pensil is on de buc». Se repuso y respondió:

—Es cierto.

—Bien. ¿Podría venir a verme a la comisaría? Lo necesito con urgencia. Mire, le estoy pidiendo un favor. No puedo obligarlo. Pero…

—No se preocupe, no hay problema. Ya voy.

Al menos hago algo.

Massimo había colgado a tiempo de ver la cara desconsolada de Tiziana, quien había entendido que la llamada la reconvertía de arquitecto a camarera.

—¿Tengo que quedarme? —había musitado con una voz que parecía pintar de gris todo el día.

Massimo no había tenido el valor de contestarle que sí.

—No, no es necesario. Dentro de un rato verás que llega el asilo senil. Puedes confiarle todo a Aldo; total, con este tiempo de mil demonios, hoy no vendrá nadie.

—¿Entonces, puedo hacer lo que te he dicho? —había preguntado, engallada.

—Claro. Escucha, te doy carta blanca. Haz lo que te parezca. Sólo te prohíbo dos cosas. Las cortinas, por muy venecianas que sean, te las prohíbo. Ya hay quien toma este bar por un hospicio, no quisiera que comenzaran a tomarlo también por un burdel. Y lo que tú llamas «las dos porquerías» no se tocan.

—Quizá pueda cambiarlas de sitio.

—Quizá. Pero en las paredes están y en las paredes se quedan. Me marcho. Nos vemos mañana, creo.

—Sí, bwana. Hasta mañana. Gracias.

Al llegar a la comisaría, había sido introducido de inmediato en el despacho del señor comisario, en el cual, además del Responsable de la Ley y el Orden, se encontraban un hombre sesentón y una mujer un poco más joven, rubia y delgadísima, sentada en el borde de la silla, descargando todo el peso en la punta de los pies y con la musculatura de las piernas contraída como si estuviera lista para levantarse en cualquier momento. El hombre, en cambio, estaba completamente apoyado en el respaldo, con las manos entrelazadas sobre un muslo, aunque el continuo tamborileo de los índices mostraba, de todos modos, un cierto nerviosismo. Los dos hombres se habían puesto de pie cuando Massimo había entrado, mientras que la mujer había permanecido en los tacos de salida, volviendo sólo la cabeza en un valeroso, aunque poco convincente, intento de sonrisa.

—Buenos días, señor Viviani. El profesor Marchi y la señora Ricciardi. El profesor es el organizador científico del congreso, la señora está al frente del comité organizador —explicó Fusco mientras el profesor Marchi se identificaba con un gesto de la cabeza y un «buenos días» pronunciado con voz cordial y un poco ronca.

—Lo he hecho llamar —continuó Fusco cuando Massimo estuvo sentado— porque tenemos un problema. Usted recordará que, hace dos días, falleció repentinamente un profesor japonés invitado al congreso. Ahora —prosiguió Fusco mientras miraba a Massimo con dos ojos que intentaban asegurarse de que a éste no se le escapara nada respecto del hecho de que ya conocía toda la historia—, tenemos un problema.

—Dígame —respondió Massimo con la voz, tranquilizando a Fusco con un movimiento de la cabeza que esperaba que resultara imperceptible, o incomprensible, para los otros dos.

—Por desgracia, el médico no ha podido extender el certificado de defunción. Por lo visto, hay pruebas que indican con claridad que la muerte del profesor no debe adscribirse a causas naturales. Todo ello hace necesario abrir oficialmente una investigación —dijo Fusco, acentuando levemente la voz en la palabra «necesario», como para recordar implícitamente a alguien presente en la habitación que él sólo cumplía con su deber y que, si los químicos se mataban entre sí en los congresos, no era culpa suya.

El profesor Marchi asintió para dar a entender que comprendía.

—Necesario, aunque no por ello indoloro —continuó el profesor, con aquella voz ronca que rechinaba un poco con su aire elegante y desenvuelto y con la densa barba jaspeada de gris—. Es decir, nos damos cuenta de que, por cómo han sido presentadas las cosas por el señor comisario Fusco, es necesario llevar a cabo una investigación, y nos mostramos de acuerdo. Al mismo tiempo, nos encontramos en una posición difícil. Estoy seguro de que pueden entenderlo —insinuó Marchi, con el tono amable de la persona habituada a no tener que levantar la voz para ser escuchado—. Nosotros organizamos un congreso, lo cual quiere decir que, implícitamente, nos hacemos cargo de nuestros invitados. —Pausa para que los oyentes asimilaran bien el concepto—. Ya ha sido bastante penoso enterarse de la muerte de uno; ahora se nos plantea la posibilidad de que sea arrestado un segundo. Esto nos inquieta, en tanto responsables, en cierto sentido, de nuestros invitados.

—Nadie ha hablado de arrestar —matizó Fusco tamborileando con el lápiz sobre el escritorio—. Pero nos encontramos en la necesidad de realizar interrogatorios. Yo lo he llamado por cortesía, para advertirle y no ponerlo frente al hecho consumado. Me doy perfecta cuenta de que la situación es atípica y, le ruego que me crea, desde mi punto de vista es catastrófica. Volviendo a la situación, me enfrento a la necesidad de interrogar a un gran número de personas que son potenciales testigos. La mayoría de ellas dejará el congreso e Italia el próximo sábado, lo cual significa que tengo tres días para interrogarlas, porque no puedo, de ningún modo, obligarlas a quedarse o pedir una custodia cautelar para doscientas personas. Por tanto, una vez efectúe los interrogatorios, debería establecer lo sucedido y, si efectivamente se trata de un crimen, identificar al responsable y llevar a cabo su arresto.

Fusco ralentizó el ritmo del tamborileo y miró hacia los dos académicos. Después continuó:

—Mirémonos a los ojos, señores. Dada la situación, y dados los tiempos, cuento con escasísimas posibilidades de descubrir lo ocurrido y no tengo ni la más mínima esperanza de poder arrestar a alguien. Lo que me preocupa, dicho con toda franqueza, es hacer las cosas lo mejor posible. No cometer errores garrafales. No poder ser criticado o reprobado desde un punto de vista formal, porque desde un punto de vista sustancial, lo repito, no puedo asegurar un resultado. Al contrario, me siento en la obligación de asegurarles que no tenemos ni la más mínima posibilidad de llegar a un resultado.

Fusco posó el lápiz sobre la mesa y miró a Massimo. Vaya, me toca a mí. Creo que he entendido, pero veamos.

—Ahora, a lo nuestro. Como he dicho, el tiempo es poco y debo tomar decisiones. Tendría que interrogar, en teoría, a doscientas veintiséis personas, la mayoría de las cuales no habla italiano. Por este motivo, necesito intérpretes. He pedido ayuda a la comisaría de Pisa, que me ha respondido que nanay. Lo he solicitado a Florencia, que quizá mañana me mande a una persona. No basta. Necesito ayuda externa y no puedo valerme de los participantes en el congreso en cuanto, en principio, todos son posibles implicados. Por tanto, señor Viviani, necesito que usted me haga de intérprete para la primera parte de los interrogatorios. ¿Acepta?

Vale, lo había entendido. ¿Tengo otra opción? Y, sobre todo, ¿tengo otra cosa que hacer?

—Por supuesto, acepto.

—Bien. Como explicaba, habrá que tomar decisiones. Ante todo…

—Perdone, señor comisario —intervino la señora Ricciardi, a la que Massimo identificó por la voz como la secretaria que le había telefoneado seis veces al día durante todo el mes anterior al congreso, minando la tranquilidad de su existencia y regateando el precio de todo—, pero quisiera que me explicara una cosa. El señor Viviani, aquí presente —prosiguió, señalándolo con el pulgar mientras la voz se le agriaba—, también ha trabajado en el congreso, como encargado de las pausas para el café. ¿Por qué él no es sospechoso? No es que tenga nada en su contra, por el amor de Dios, pero me gustaría saberlo.

—No me consta que el señor Viviani conociera a la víctima, ni a ningún otro de los presentes en el congreso —respondió Fusco con el aire de quien está perdiendo la paciencia—. Además, el señor Viviani ya dio pruebas de resultar de gran utilidad a las fuerzas del orden en una investigación precedente y su capacidad de observación podría serme preciosa.

Chúpate ésta, bruja. Primero me trata bien y luego me defiende. Un genio, hoy, Fusco.

—Bien. Ahora… —zanjó Fusco y apretó el botón del interfono.

—Mande —salmodió el agente Galan.

—Galan, estamos casi listos para comenzar. Cuando acompañe fuera al profesor, espere cinco minutos y luego traiga al primero de los citados. —Fusco cerró el interfono—. Como decía, tenemos poco tiempo y hay que tomar decisiones. Ya que la víctima es japonesa, comenzaremos por los japoneses. Son unos veinte. Será necesario… ¿de qué se ríe?

—No, no, perdone —se disculpó el profesor Marchi, que efectivamente había soltado un pequeño bufido parecido a una risita contenida—, es que se me ha ocurrido que podría tener problemas para interrogar a los japoneses.

—¿Por qué? —preguntó Fusco sonriendo también él, pero de modo forzado—. ¿Pegan?

—No, por el amor de Dios —respondió Marchi—, pero, mire, algunos de ellos son muy ancianos. Hablan un inglés pésimo. En general, los japoneses no hablan bien inglés. A decir verdad, lo hablan aún peor que los italianos, que ya es decir… Para los japoneses de una cierta edad, además, el inglés era la lengua del enemigo. En resumen, en algunos casos corre el riesgo de no entender nada.

Fusco interrogó a Massimo con los ojos. Recibió una respuesta positiva.

—Es verdad —corroboró Massimo—, por lo poco que he oído, los japoneses en general son de difícil comprensión. Me permito proponer una solución.

—Diga.

—Entre los japoneses jóvenes hay algunos que hablan un excelente inglés. Lo he oído en el transcurso de las pausas para el café. En particular, uno de ellos. Podríamos pedirle que, en los casos más difíciles, hiciera una doble traducción. Yo hago la parte del italiano al inglés, él del inglés al nipón, y viceversa.

Fusco refunfuñó, pero después comenzó a asentir despacio.

—Está bien. Hagámoslo así. ¿Cómo se llama esta persona?

Koichi Kawaguchi estaba nervioso. Muy nervioso. En primer lugar, estaba nervioso porque el café expreso italiano le gustaba muchísimo y no había tenido en cuenta que la intensidad del sabor iba a la par con la concentración de cafeína, por lo cual, después de tres días, la ración cotidiana de seis tazas a la que se había atenido, además de tenerlo despierto con los ojos de par en par durante dos noches seguidas, comenzaba a darle un poco de taquicardia y tenía las manos sudadas como esponjas. En segundo lugar, lo habían citado a la comisaría junto a todos sus compatriotas por algún motivo que no conseguía entender, pero que alguien sostenía que estaba ligado con la muerte del profesor Asahara. En tercer lugar, al cabo de un rato lo habían llamado aparte para explicarle que tendría que ayudar a la policía italiana a interrogar a algunos de sus colegas que tenían dificultades con el inglés, en colaboración con otra persona. También esto, aunque desde un cierto punto de vista lo había enorgullecido, no había contribuido a tranquilizarlo. De algún modo, separado y discriminado de sus coterráneos, se sentía un poco traidor, aunque era consciente de que no había hecho daño a nadie. Para terminar, esa otra persona era ese tipo alto con cara de talibán que Koichi había visto antes al otro lado del mostrador en la pausa para el café, como si fuera un camarero, y que ahora estaba presente en los interrogatorios de la policía.

Sumando dos más dos, Koichi se había convencido de que Massimo pertenecía a los servicios secretos y que vigilaba desde hacía tiempo a alguno de los congresistas. Esto era lo que lo ponía más nervioso.

—¿Usted conocía al profesor Asahara? —preguntó Fusco, mientras leía de un folio las preguntas que se había escrito con anterioridad, apartando la mirada del profesor Watanabe.

Ya lo creo, pensó Massimo.

Masayoshi Watanabe era un hombrecito de unos sesenta años que no llegaba al metro cincuenta, vestido de un gris impecable y tieso como un palo, con una expresión inmóvil, rígida y despreciativa que recordaba vagamente a un jefe indio con úlcera. De toda la persona del profesor Watanabe emanaba una mezcla de rigor moral, severidad y exasperación que, a pesar de su altura risible, incomodaba de sólo mirarlo.

La pregunta fue vertida al inglés por Massimo y vuelta a proponer por Koichi en japonés, con una o dos reverencias de puntuación extra. Watanabe, sin en apariencia separar los dientes de arriba de los de abajo, respondió con una especie de rápido gruñido monocorde, compuesto casi exclusivamente por consonantes, en el que a Massimo le pareció distinguir la palabra «Asahara». Koichi reprodujo la respuesta de Kioto a Londres y Massimo la acompañó de Inglaterra a Pineta:

—Dice que el profesor Asahara lo honraba con su amistad desde hacía muchos años y que su desaparición es una pérdida irrecuperable para la ciencia y para todas las personas que lo conocían.

El interrogatorio avanzó así durante varias preguntas: Fusco preguntaba con voz impersonal, Watanabe gruñía frases que tenían toda la apariencia de desdeñosos y complicados insultos y Koichi reproducía respuestas educadísimas y de circunstancias que Massimo traducía fielmente al señor comisario. Después de algunos minutos de jugar a este curioso teléfono roto, Fusco preguntó:

—El día de la inauguración del congreso, la víctima hizo referencia al contenido de su ordenador, expresando la certeza de que dicho contenido podría destruirlo a usted. Esta circunstancia ha sido verificada gracias a la declaración de un testigo. Cito textualmente la declaración del profesor Antonius Snijders: «In my laptop, I have something that will destroy professor Watanabe». ¿Conocía esta circunstancia?

—No —contestó Massimo tras el sólito intermedio, pese a que la cara de Watanabe se volvía cada vez más rígida.

—¿Está en condiciones de plantear una conjetura sobre qué podía ser este particular contenido, o a qué tema podía concernir?

—No —respondió Massimo fiándose de Koichi, aunque no pudiendo menos que notar que el «no» pronunciado por Watanabe la segunda vez, por más que, sin duda, fuera negativo en su sustancia, en la forma le había parecido un poco más articulado y largo que el anterior.

—Dadas las circunstancias, debo preguntarle si usted ha tenido en el pasado motivos que pudieran impulsarlo a desear la muerte del profesor Asahara.

Massimo tradujo y Koichi lo miró por encima de las gafas con aire preocupado. No me haga formular esta pregunta, pedía en esperanto la nerviosa cara del nipón. Hubo un momento de embarazado silencio, aún más pesado por el hecho de que Watanabe, por lo que veía Massimo, había entendido perfectamente la pregunta.

—Traduzca —ordenó Fusco, un poco impaciente.

—Watanabe gakucho… —comenzó Koichi tras inclinarse en postura oval, como un esquiador alpino, pero fue hecho callar por Watanabe con una verdadera orden, tajante y perentoria, silabeada en un inglés tan malo como amenazante:

—¡No nid transretion!

En efecto, no hubo necesidad de traducción. Ni para la pregunta, ni para la respuesta.

En los dos minutos siguientes, según lo que Koichi reprodujo para Massimo mientras continuaba haciendo reverencias como un osciloscopio, un volcán con forma de Watanabe explicó, en un tono que superaba las barreras idiomáticas, las múltiples maneras en que aquella pregunta lo ofendía: como colega, como hombre, como universitario y como japonés, concluyendo que por esa mañana ya había sido insultado bastante y que no tenía intención de responder a más preguntas idiotas. Por tanto, terminada la fase aguda de la erupción, la lumbrera japonesa se dio la vuelta y salió de la habitación sin cerrar la puerta, dejando en vistoso embarazo al heterogéneo cuarteto de investigadores.

—Sinceramente, hubiera preferido que diera un golpe —dijo Fusco tras unos segundos con forzada indiferencia, sin esperar la traducción de Massimo—. Galan, ya que la puerta está abierta, vaya a buscar al próximo y que Dios reparta suerte.

El siguiente, como resultaba de la lista de Fusco y como fue confirmado de viva voz por el propio personaje, era el doctor Shin-Ichi Kubo, es decir, uno de los tres colaboradores directos de Asahara que había entre los congresistas provenientes del mismo departamento del difunto. También Kubo, de treinta y cinco años, iba vestido impecablemente de gris pero, a diferencia de Watanabe (además de que él era más alto que una mesita de noche), en vez de dirigir la mirada hacia Fusco, la mantenía sobre el suelo, como si no tuviera la fuerza de levantarla. Era evidente, de todos modos, por los ojos amoratados y el aire abatido, que la desaparición de Asahara había constituido un golpe para él. Se le plantearon las preguntas de rigor, a las cuales respondió con sencillez, todo el tiempo mirando al suelo, como si leyera las respuestas en las baldosas. Por supuesto, conocía al profesor Asahara; colaboraba con él desde hacía tres años, desde que había sido trasladado a la Waseda, la universidad de Tokio en la que trabajaba. No, no sabía que el profesor padeciera miastenia. No, Asahara no sufría de depresión, o por lo menos nunca había mostrado ningún signo de ello. Sí, sabía que Asahara había pronunciado aquellas palabras; se lo había contado su colega, Goro Kimura. Él no las había escuchado directamente porque no estaba presente en la pausa para el café de la mañana: dado que tenía que realizar una presentación bastante importante el miércoles, durante todas las pausas había permanecido en la sala de congresos con su portátil, terminando la exposición y repasándola. No, no sabía a qué se refería el profesor Asahara con aquellas palabras.

—Ahora, doctor Kubo —dijo Fusco con un matiz de amabilidad que impresionó a Massimo—, debo pedirle otro esfuerzo para colaborar. Tenemos aquí el portátil del profesor Asahara, que cogimos de su cuarto. En este momento, dada la escasez de elementos, hay que analizar su contenido. Necesitamos a una persona que conociera al difunto y que nos ayude a examinarlo en presencia de nuestros expertos —explicó Fusco, minimizando el hecho de que el eficiente y numeroso grupo de personas que presagiaba la definición de «nuestros expertos», en realidad coincidía melancólicamente con el agente Turturro, que se había enrolado en la policía después de dos años de Ingeniería Informática.

Tras estas palabras, Fusco se inclinó para coger un maletín del que extrajo un ordenador portátil último modelo, que apoyó sobre el escritorio mientras Massimo y Koichi traducían. Kubo escuchó la traducción de Koichi frunciendo el entrecejo y, después de observar el portátil, se dirigió sorprendido hacia Koichi, musitando algo rápidamente. Antes de que llegara la traducción, Massimo tuvo la sensación de entender lo que tendría que retransmitirle a Fusco, y, contrariamente a lo habitual, la sensación se reveló correcta:

—Dice que éste no es el ordenador del difunto profesor Asahara.

Fusco lo miró con mala cara y respondió:

—¿Qué quiere decir? Lo cogimos de su cuarto. Claro que es del difunto.

Luego de un breve conciliábulo ítalo-anglo-nipón, del cual, en realidad, no parecía haber una gran necesidad en cuanto que Kubo parecía entender perfectamente las preguntas en inglés, Massimo estuvo en condiciones de reproducir una explicación más exhaustiva:

—El doctor Kubo dice que éste no es el portátil con el que siempre ha visto trabajar a Asahara y que había traído también a Italia. Éste es otro modelo.

—Entiendo. Pero no veo por qué no podría ser suyo también éste. Lo encontramos en su cuarto. Vale que a veces en los cuartos de hotel se producen hurtos, pero se trata de hurtos, justamente, no de trueques. Podemos probar a encenderlo, de todos modos, y ver qué hay dentro. Si este ordenador fuera del difunto, el doctor Kubo, aquí, tal vez estaría en condiciones de reconocerlo.

Siguió un conciliábulo de mediana duración.

—El doctor Kubo comenta que lo puede intentar y que, si el ordenador es de Asahara, se puede comprobar fácilmente. Parece que el difunto ponía siempre la misma contraseña en cada ordenador al que tenía acceso, y el doctor Kubo, como todos los demás miembros del grupo, la conoce. Aunque también mantiene que el profesor Asahara trabajaba habitualmente con otro portátil, aquél que ha mencionado antes, y que es probable que se refiriera a ése durante la pausa para el café. Sostiene que, si no lo encontraron, significa que fue hecho desaparecer.

—Entiendo, entiendo —respondió Fusco—. Ya había llegado solo a esa conclusión. Sé perfectamente lo que quiere decir que hubiera otro ordenador y no lo hayamos encontrado. Total, no era bastante complicado este lío, sólo faltaba que nos mangaran el ordenador. Pero, entre tanto, tenemos éste, y debemos partir de éste. ¿Me quiere dar la satisfacción de encenderlo y ver si se entiende algo?

Fusco no estaba del todo equivocado. Massimo aguardó unos instantes; a continuación, dado que, por alguna misteriosa razón, todos parecían esperar que fuera él quien encendiera el ordenador, cogió el aparato, lo abrió y apretó el botón de inicio. La máquina reaccionó con un bip molesto y luego se puso a zumbar quedamente, a la vez que en la pantalla muchas breves cadenas de caracteres minúsculos se amontonaban una tras otra, corriendo a tal velocidad que hacía imposible cualquier intento de lectura.

Mientras el portátil completaba su despertar, Massimo asistió a Kubo para describir a Fusco el modelo y la marca del ordenador desaparecido. Después, de vuelta al ordenador, encontró en la pantalla un mensaje en inglés en el que el aparato sostenía que no conseguía encenderse como era correcto, acusando veladamente al usuario de no haberle suministrado los programas de control necesarios para su funcionamiento, y sugería al mismo que lo comprobara y se pusiera manos a la obra porque, esto no estaba escrito pero se leía perfectamente entre líneas, si no conseguía arrancar no era, desde luego, culpa suya.

—¿Algún problema? —preguntó Fusco viendo que Massimo se había puesto a golpear convulsivamente la barra espaciadora, como hacía también en casa cuando el ordenador se negaba a colaborar.

—No se enciende.

—¿Cómo?

—No se enciende. O mejor dicho, se enciende, pero el sistema operativo no arranca. ¿Lo ve? —explicó Massimo señalando la pantalla, mediante la cual el estólido aparato seguía sosteniendo que no estaba en absoluto en condiciones de hacer nada.

—Ya veo. ¿Qué quiere decir?

—Eh… —respondió Massimo, reprimiendo el instinto de soltar «y yo qué carajo sé lo que quiere decir»—. Hay algo que no funciona. Pero hay una cosa que no entiendo. Parece que hay conflictos internos, que faltan algunos programas. Las razones pueden ser varias. Por ejemplo…

—Lo sé, lo sé —interrumpió Fusco con el aire amargado de quien no hace más que trabajar para que luego no funcione nada—, estos chismes dejan de funcionar cuando les parece y sin ningún motivo aparente. Mire, acabemos de interrogar a este tipo. Luego llamaré al agente Turturro y que se ocupe él.

El interrogatorio había concluido según el ritual: Fusco le había preguntado a Kubo cuándo tenía previsto dejar Italia y éste había respondido que partiría el sábado, inmediatamente después del congreso, pero que sus colegas del grupo de investigación, Komatsu y Saito, habían planeado quedarse en la Toscana de vacaciones durante toda la semana siguiente. Asahara, en teoría, tendría que haber regresado con Kubo el sábado. Después de un apretón de manos, el doctor Kubo fue dejado en libertad y Fusco volvió a sentarse en el sillón con ruedas.

—Espléndido —comentó con tono desconsolado—. Probablemente, el próximo me dirá que el difunto no era profesor, sino un actor profesional, y que todo el asunto ha sido una broma. Al menos, eso es lo que espero. Está bien, continuemos con esta farsa. Galan, el siguiente, por favor.

Tras terminar la primera tanda de interrogatorios, Massimo volvió al bar para comer algo antes de continuar con el procedimiento, que, exceptuando el espectacular cabreo de Watanabe, se había revelado bastante monótono. En efecto, todos los demás nipones interrogados, aun mostrándose ansiosos por colaborar, habían respondido a las preguntas de Fusco casi invariablemente con la misma frase: algo que comenzaba más o menos con «gomennasai» y que venía a significar «lo siento muchísimo, pero no sé un pimiento». Todos. Bueno, esta vez por lo menos no me lo busqué. Ahora, algo de comer y luego volvemos a cumplir con Nuestro Deber. Con este pensamiento, entró en el bar, dentro del cual, para recibirlo, sólo se encontraba un melancólico Aldo, que jugueteaba distraídamente con un mazo de cartas.

—Hola, Aldo.

—Ah, eres tú. Con calma, te lo ruego. Es sólo la una y media.

—Madre mía, qué susceptible eres. Ya me caliento yo algo. ¿El resto del batallón está comiendo?

—No te equivocas. Todos respondiendo al reclamo de la mandíbula. Y el pobre Aldo aquí, echando las cartas.

Mientras hablaba, Aldo posó el mazo y lo cortó dos o tres veces con un gesto fluido de una sola mano.

A continuación, extrajo tres cartas del mazo y se las mostró a Massimo. Dos sotas y un as. Sonriendo, cogió dos cartas con los dedos de la mano derecha y una en la izquierda, sosteniéndolas entre pulgar y medio, y con un gesto lento y elegante, después de haberse asegurado de que Massimo estaba observando, las hizo deslizarse cara abajo sobre la superficie de la mesa. Hecho esto, miró a Massimo y le señaló las cartas con la mano.

Demasiado fácil, pensó Massimo. Se ha movido con la velocidad de un perezoso enfermo. El as está en el medio.

Con mucha menos gracia que Aldo, cogió la carta del medio y le dio la vuelta.

Sota de picas.

Massimo se quedó boquiabierto. Sabía, porque se lo había contado su abuelo, que Aldo con las cartas podía hacer cosas fantásticas, pero nunca lo había visto en acción. Aldo lo contempló y sonrió con aire satisfecho, mientras Massimo ponía a cero el volumen del iPod.

—¿Cómo has aprendido a hacer esto?

—De joven —explicó Aldo—, cuando trabajaba de camarero en los transatlánticos. —Cogió el resto del mazo y comenzó a hacerlas correr con el pulgar—. Ni te imaginas cuánto se puede aburrir una persona en un barco. Hay que encontrar un modo de pasar el tiempo. Pero los pasatiempos accesibles a la chusma eran pocos, te lo puedes imaginar, y tenían que ser de costes y de dimensiones reducidos. Y de confraternizar con los viajeros, ni pensarlo.

Ante la palabra «confraternizar», el proyector mental de Massimo envió una secuencia soñadora de jóvenes herederas que, con una sonrisa a medio camino entre pueril y lasciva, le pasaban a Aldo a escondidas la llave de la cabina dentro de una servilleta. Pero se espabiló enseguida. Quizá tendría que volver a salir con chicas, en vez de sólo pensar en ellas, se dijo mientras Aldo seguía contándole.

—Por eso, ante la imposibilidad de aprender a tocar el contrabajo y, dado que la idea de darme por el culo con el resto de la tripulación no me atraía demasiado —puntualizó Aldo, destruyendo el aura romántica con que Massimo había comenzado a adornar la escena—, comencé a hacer juegos de cartas. Me pasaba las horas delante del espejo, ensayando una y otra vez, sin pensar en nada más. Era un ejercicio hipnótico que requería concentración. No feroz, atenta. No podías pensar en otra cosa. Y de inmediato te dabas cuenta de que no podías hacerte trampas a ti mismo. Si un juego te salía mal en el espejo, si la esquina de la carta asomaba aunque fuera un instante, te dabas cuenta enseguida de que no podías hacer el juego en público. Habría sido un asco y habrías hecho un papelón. Un mago debe ser infalible; de otro modo, da risa o pena.

Aldo metió las cartas en su estuche y lo apoyó sobre la mesa.

—A veces pienso que todo aquel tiempo pasado delante del espejo con las cartas salvó mi salud mental. Vi a gente beberse literalmente el cerebro. —Aldo calló un momento, luego cambió de tono y continuó—: Ahora, con la artritis, la mayor parte de los movimientos ya no me salen tan bien, pero aún sé hacer el juego de las tres cartas. ¿Has entendido cómo lo he hecho?

—No. Y me gustaría descubrirlo solo, así que no me lo digas. Has hecho caer las cartas una tras otra. Muy lentamente. ¿Tenías de verdad el as en la mano o lo has sustituido antes de hacer el juego?

—Excelente pregunta. No, el as está aquí —contestó Aldo, dándole la vuelta a la primera carta que había a su izquierda.

—Bien. Entonces, has dejado caer el as fingiendo que era una sota.

—Exacto. Bravo.

—Sí, bravo, una porra. ¿Cómo coño lo has hecho?

—Mira.

Aldo cogió la sota con la mano derecha, entre el pulgar y el corazón, y el as también con la misma mano, sólo que entre el pulgar y el índice. Luego giró la mano manteniendo la cara de las cartas hacia abajo, de modo que el as se encontrara encima de la sota, un poco escalonado.

—Ahora tiro sólo estas dos cartas. Tú, que me ves hacer el gesto, inconscientemente das por descontado que hago caer primero la carta que está más abajo. En cambio, no. Mira. Primero tiro hacia la izquierda la carta que está debajo, el as. En cuanto dejo la carta, poso el índice que ha quedado libre sobre el borde de la carta que me ha quedado en la mano y quito el corazón. Por tanto, a ti te dará la impresión de que la carta que llevo en la mano es la que tenía debajo y que, según tú, he sostenido desde el principio entre el pulgar y el índice. Pero te equivocas. En este momento, muy despacio y también con una cierta torpeza, para convencerte de que me he hecho un lío y el juego no me ha salido, poso la segunda carta y el truco está hecho.

Y repitió el gesto muy lentamente, de modo que Massimo pudiera entenderlo. A continuación, volvió a introducir las cartas en el mazo.

—Lo importante es atraer tu atención sobre el sitio equivocado, hacerte creer lo que he decidido que creas. He visto a gente ganándose la vida, en los puertos, con este jueguecito. Yo era tan bueno como ellos. Quizá más.

—Ya veo. Pero ¿y si descubro la carta correcta?

—No la descubres. Te lo aseguro.

—¿Que me lo aseguras? Ni hablar. —Massimo hizo un gesto para subrayar el concepto—. La última vez que me fie de alguien acabé con dos cuernos tan grandes como abetos. Yo sólo me fío de lo que veo.

—Está bien, entonces. Mira, si estuviéramos en el puerto, yo tendría un cómplice escondido entre el público. Si tú descubrieses la carta correcta, yo te preguntaría si te sientes tan seguro como para doblar la apuesta. Y tú, probablemente, te quedarías cohibido un momento. Lo suficiente para permitir que mi cómplice aullara «¡doblo la apuesta!». Así que él ocupa tu puesto, gana en tu lugar y después me devuelve el dinero.

—¿Y si soy más rápido y te digo de inmediato «doblo»?

—No hay problema. Ganarás. En esa situación, mi cómplice se acercará a ti con discreción y, una vez que te hayas alejado, te seguirá hasta tu casa, esperando el momento en que pases por una calle poco iluminada. Entonces sacará una buena cachiporra y te convencerá para que le entregues todo lo que tengas en el bolsillo. Siempre que el cachiporrazo no te lo dé antes. Depende del tipo.

—Entiendo. Pero si…

—Pero si, pero si. ¡Qué coñazo eres, Massimo! Si mi abuela tuviera ruedas, sería una bicicleta. Muévete, hazte algo de comer y cómetelo, así me cuentas un poco qué se dice en la comisaría. He estado aquí toda la mañana, tengo derecho a algunas noticias en primicia.