Cuatro

—«Tragedia en el congreso, se golpea la cabeza y muere. Reportaje de Pericle Bartolini». Por Dios, ¿te lo imaginas? Si ocurre una desgracia, lo mandan siempre a él, pobre hombre. Cuando lo ve, hasta el cura se toca las pelotas. «Pineta. Parecía un accidente sin importancia, pero cuanto sucedió ayer en el hotel Santa Bona ha acabado en tragedia. La primera jornada del Duodécimo Congreso Internacional Macrolecul, no, Macromolecul y Biomacr…», bueno, eso, «estaba llegando a su término cuando los científicos se enteraron a través de uno de los organizadores de la desaparición de» —Ampelio hizo una pausa— «kiimiinoobuasaahara, científico japonés de fama mundial en el campo de las biotecnologías. El profesor Asahara, en la sobremesa, padeció lo que se consideró una leve desventura», dicho así parece que se hubiera cagado encima, «al tropezarse probablemente con una alfombra, se había golpeado violentamente la cabeza contra la arista de un mueble, sufriendo una herida lácerocontusa en el cráneo. Un accidente sin importancia. Sin embargo, mientras era llevado a su habitación como medida de precaución, el anciano profesor perdió repentinamente el sentido. Los médicos de Urgencias», los que estaban en el bar, «que fueron avisados por teléfono, no pudieron hacer nada más que invitar a los acompañantes a esperar una ambulancia. Por desgracia, lo inevitable ya estaba al acecho».

Eso es, justamente. Inevitable. Como la necrofilia de estos viejos de aquí. ¿Cómo es posible que siempre empiecen a leer el periódico por las desgracias? ¿Por qué? Parece que contaran los puntos. Olé, he sepultado a otro. Ampelio, seis mil trescientos doce; resto del mundo, cero. Será la edad. Será que te parece cada vez más improbable estar vivo. Total, aquí empezamos a chapotear en las cosas improbables. Dos homicidios en dos veranos seguidos en una población de cinco mil almas. Esto terminará siendo como el pueblo de la señora de Se ha escrito un crimen. Sí, ésa que vive en un pueblucho de tres mil habitantes donde cada día matan a una, luego cada tanto la invitan de alguna parte a pasar el fin de semana y ¡zas!, matan a alguien también allí. Pero ¿será posible que aún no se hayan dado cuenta de que la vieja señora es gafe? ¿Para qué la invitan al campo?

Mientras el cerebro de Massimo vagaba erráticamente, libre de asistir al cuerpo, ocupado en cargar el lavavajillas, Ampelio seguía leyendo, entremezclando como era habitual el contenido del artículo con sus comentarios:

—«Cuando al fin se presentó la ambulancia, la situación ya se había precipitado. Cuando llegaron a Urgencias, el eminente anciano había expirado y los médicos no pudieron más que constatar su deceso». Por tanto, podían volver todos al bar.

—¿Cuántos años tenía? —preguntó Del Tacca mientras azucaraba el café.

—Setenta y cuatro —respondió Ampelio doblando el periódico.

—Joven…

—Ya lo creo —rio Massimo mientras acababa de poner las cucharitas en el cesto—. Lo estranguló la niñera.

—¿Qué quieres decir? O sea que, como Pilade tiene setenta y cinco años, ¿quiere decir que ha vivido demasiado? Y conmigo, que tengo ochenta y tres, ¿qué quieres hacer? ¿Matarme a bastonazos?

A veces me dan ganas, pensó Massimo mientras procuraba introducir el cesto cargado de vajilla en las fauces del monstruo, causando con cada intento equivocado un molesto fragor de cubiertos.

—Era una broma. Como la vuestra. Con setenta y cuatro años, uno no es joven.

—Depende. Tú tienes treinta y siete y pareces el más viejo de todos.

Y parecía que no la tomaban conmigo. Massimo estaba a punto de responder, cuando fue interrumpido por el estruendo de la lluvia, seguido inmediatamente por la entrada de Aldo en el bar.

—Salud a todos, guapos y feos —dijo mientras se quitaba el impermeable—, ¿qué se cuenta?

—Que antes se llegaba con puntualidad —repuso Del Tacca—. Hace una hora que te esperamos.

—Perdona. No sabía que ir al bar fuera considerado un trabajo.

—Tú no —gruñó Ampelio—, pero es que Pilade trabajaba en el ayuntamiento.

—De todos modos, he llegado tarde por un buen motivo —continuó Aldo—. Como buen ciudadano, he tenido que prestar mis servicios a la sociedad civil, como me fue requerido por la Autoridad. El mismo requerimiento realizado a nuestro experto barman, que ahora me mira con cara de malas pulgas. ¿Rimediotti aún no ha llegado?

Noticia, dijeron las caras de los viejecitos. Noticia fresca a punto de caer. Cuando alguien pregunta de ese modo falsamente indiferente si Fulano aún no ha llegado, significa que tiene algo que contar y necesita la máxima audiencia.

—Está bien. Massimo, ¿me haces un café?

—No, te hago una pregunta —contestó Massimo mientras, tras encender el lavavajillas, deshornaba los cruasanes en la trastienda—. ¿No teníamos que evitar contarlo por ahí?

Aldo miró a Massimo un instante y a continuación se asomó sobre la barra para coger el paquete de cigarrillos del camarero.

—Massimo, yo a los diez años aprendí que, para vivir bien, no tenía que hacer caso a mi padre y a mi madre. A los treinta, para seguir pasándomelo bien, no escuchaba lo que me decía mi mujer. A partir de los sesenta, tuve que comenzar a ignorar también al médico. En tu opinión, a los setenta y dos años, ¿debería hacer lo que me dice Fusco? Te robo un cigarrillo, los míos están un poco mojados.

Fusco, se repitieron en silencio Ampelio y Pilade, mirándose a los ojos. Crónica de sucesos. Fechorías. Esto promete.

—De todos modos, ya verás cómo hoy Rimediotti no viene —soltó Pilade, reacomodándose en la silla—. Con esta humedad, estará medio doblado por el dolor de espalda.

Por tanto, implícitamente, eso quiere decir que ya estamos todos. No hay necesidad de esperar a nadie más. Venga. Habla.

—Bueno, esta mañana, mientras dormía, suena el teléfono. Voy a responder y una vocecita muy amable me pregunta si puedo presentarme en la comisaría. Entre tanto, afuera ya llueve como Dios manda. Por qué, pregunto. Se lo diremos cuando llegue, me responde. ¿Tengo que ir de inmediato o puedo esperar a que los animales salgan del arca?, pregunto. Es una cuestión urgente, le estaremos agradecidos si viene de inmediato, me responde la vocecita amable. Ah, Tiziana, por favor, dado que Massimo no me pone un café, ¿me lo harías tú?

—Enseguida —respondió Tiziana, que se dirigió hacia la máquina y comenzó a afanarse para acabar rápido y perderse lo menos posible.

—Por tanto, me pongo la gabardina y voy a la comisaría. Allí soy acogido por un maderito, todo cortesía, que me dice «si quiere ponerse cómodo un momento, el señor comisario está conversando con otra persona sobre el asunto en cuestión». De acuerdo, me meto allí. Al cabo de un rato, se abre la puerta del despacho del comisario y ¿quién sale?

—¿Y quién quieres que salga? Massimo —respondió Tiziana mientras le servía el café a Aldo, echándole a perder el clímax de la narración.

—¿Qué tiene que ver…? —se sorprendió Pilade—. Oye, Tiziana, ¿entonces lo decías en serio?

—¿Cuándo te he contado que estaba en la comisaría? ¡Caray! Claro que lo decía en serio.

—¡Yo qué sé! Creía que bromeabas.

—En resumen —continuó Aldo recuperando las riendas del discurso—, veo a Massimo y sumo dos más dos. ¿Por qué llamarnos a Massimo y a mí a la vez? Porque los dos estamos encargados del catering del congreso. Por tanto, en el congreso ha sucedido algo.

—¡No me lo puedo creer! ¡El japonés muerto! —saltó Ampelio—. ¿Lo han asesinado?

—Ampelio, el japonés murió porque se tropezó con una alfombra y se golpeó la cabeza —lo aplacó Pilade con presunta autoridad—. Explícame cómo podría haberlo alguien matado. ¿Disfrazándose de alfombra y haciéndole una zancadilla?

—No —contestó Aldo, serio, mientras Pilade y Tiziana se reían—. Según Fusco, mucho más sencillo: alguien lo envenenó.

—Venga, chaval —cargó la mano Ampelio, riéndose también él—. ¿Cómo encaja el veneno? ¿Existen venenos que, si se los das a la gente, los haces tropezar? Es de no creer.

—No, demente. Escúchame, que, si no, se hará de noche. Parece que este hombre, que, entre paréntesis, en mi opinión estaba ya con un pie en la tumba, murió debido a una parada respiratoria. Básicamente, se golpeó la cabeza, lo llevaron al hospital y allí murió por parada respiratoria.

—Muy bien, ¿y entonces? —respondió Del Tacca, impávido.

—¿Te parece normal, Pilade? —Aldo cogió el cigarrillo que había apoyado sobre la mesa e hizo saltar la llama del mechero—. ¿Te golpeas la cabeza y mueres ahogado? ¿Dónde se ha visto?

—No sé dónde se ha visto —intervino Massimo mientras vigilaba los cruasanes, cuya superficie se estaba dorando bajo la luz amarilla y discreta del hornillo—. Aquí dentro, con seguridad, no se ha visto que fumes.

—Venga, Massimo, fuera está el huracán Katrina. No hay nadie por ahí. ¿Quién quieres que entre a decir algo?

—Yo no quiero que entre nadie, ya lo sabes. Pero estamos en un bar, que tiene la innegable característica de ser un local público. Y en los locales públicos no se puede fumar.

—Si es por eso, lo solucionamos de inmediato —intervino Ampelio—. Lo convertimos en un círculo privado, en vez de un bar, como en las asociaciones recreativas. Así ya no es un local público y se fuma en santa paz.

—Ni hablar. Aparte de que, si montara un círculo privado, antes de darte el carné me enrolo en la Legión Extranjera. De todos modos —Massimo volvió a dirigirse a Aldo—, de momento esto es un bar. Si entran y te pillan, la multa nos la ponen a mí y a ti. Con respecto a ti me importa un pimiento, pero no veo por qué yo debo pagar el pato. ¿Tú fumas en tu restaurante?

—Ahora ya está encendido —zanjó Aldo con fatalidad, como si el cigarrillo hubiera sido encendido por la voluntad de Manitu—. Si entra un inspector, yo pago la multa por los dos. Basta con que no me interrumpas. O sea, que el médico vio cómo había muerto este hombre y le entraron sospechas, por lo que ordenó una autopsia. En resumen, este hombre tenía en la sangre una considerable cantidad de Orfidal. Fue eso lo que le causó la parada.

—Entiendo. ¿Entonces?

—¿Cómo, entonces? Le dieron un montón de Orfidal. Lo envenenaron.

—Sí, muy bonito —también Pilade, seguro de la inmunidad que había establecido el precedente creado por Aldo, cogió el paquete de Stop sin filtro y sacó un cigarrillo—. ¿Y quién dice que se lo dieron aposta para envenenarlo? Mi pobre hermano Remo tomó Orfidal durante diez años y nunca le sucedió nada. Aparte de que se agilipolló, pobrecillo, pero era la edad, no el Orfidal.

Una técnica fundamental, en la práctica profesional de las chácharas de bar, consiste en oponer a un hecho o a un razonamiento general un contraejemplo adecuado, mejor aún si se refiere a acontecimientos ocurridos a parientes de primer grado, preferiblemente desaparecidos. La parentela, según la tradición oral en boga en el pueblo, garantiza de una manera no clara la autenticidad del hecho y, al mismo tiempo, la no disponibilidad del protagonista del ejemplo a causa del deceso la hace difícil de refutar.

En efecto, el ejemplo de Pilade, contrariamente a cuanto de costumbre sucede en las discusiones de bar, es bastante pertinente. Casi entran ganas de darle la razón y adiós, crimen. Lástima, pareció decir la cara de Ampelio, ya me empezaba a gustar. Por suerte, Aldo estaba bien informado sobre los hechos y cargó las tintas.

—Lo dice el médico. Este pobre hombre estaba enfermo y no podía tomar Orfidal. Para él era como veneno. Por lo que me ha comentado Fusco, ni el doctor Mengele se lo habría prescrito. El médico no tiene dudas. Fue envenenado. Fíate.

—Quien de otro se fía, ya llorará algún día —rebatió Del Tacca aprovechando con maestría otro pilar fundamental de la teoría de las chácharas de bar, es decir, utilizar el recurso a un proverbio o una expresión, además de para tomar la palabra, como palanca para introducirse en los puntos débiles del aparato dialéctico del interlocutor y, posteriormente, echar por tierra su argumentación—. Tú no te fías del médico cuando te dice que tienes la tensión alta, pero te fías cuando sostiene que han envenenado a alguien. ¿Te acuerdas de qué sucedió la última vez que nos fiamos del médico?

—No es que no me fíe del médico, cabezota. Es que no lo escucho. Es distinto.

—Perdona —intervino Tiziana—, por qué…

Aquí Tiziana habría querido preguntar por qué algo tan complicado como el Orfidal cuando hay tantos buenos venenos para matar a alguien, sobre todo en un congreso en el que, evidentemente, existen tantas ocasiones y tantos posibles sospechosos. Pero en aquel momento, desde detrás de la puerta se entrevió, bajo la lluvia, a un tipo con anorak azul de guardia urbano que catalizó de inmediato la atención. Al menos, la atención de Massimo y de Aldo. Massimo miró con muy mala cara a Aldo, mientras este último dio una tranquila calada a la colilla como diciendo yo asumo mi responsabilidad. El tío, entre tanto, se había refugiado de la lluvia debajo del pórtico y estaba atando la bicicleta a un palo.

—Si ése es un urbano, la multa la pagas tú.

—No es un urbano —rebatió Aldo con tono tranquilizador—. Los conozco a todos.

Entre tanto, tras ultimar las operaciones de anclaje, el anorak se frotó las manos y entró en el bar.

—Salud —exclamó, quitándose la capucha.

No era un urbano. Massimo también los conocía a todos. Sin embargo, tenía algo vagamente familiar. Mientras Massimo pensaba dónde coño podía haber visto a ese tío, si de veras lo había visto, el susodicho se quitó el anorak y las dudas de Massimo se desvanecieron. Con aquella camiseta anaranjada toda arrugada, el potencial cliente no podía ser otro que el locuaz y amigable profesor A. C. J. Snijders.

—Un café largo, por favor. Y… ¿tenéis cruasanes?

—Están saliendo ahora. ¿Un café largo, ha dicho? —preguntó Tiziana, no porque no hubiera entendido, sino porque no oía pedir un café largo desde 2002, cuando su patrón había celebrado una asamblea, tan pesadísima como no solicitada, con un desprevenido turista piamontés sobre la implícita barbarie inherente a beber un café demasiado diluido. El turista, dando muestras de haber entendido, había pedido a continuación un café fuerte y un vaso de agua mineral, en el cual había vertido el café que, inmediatamente después, se había tragado de un sorbo, marchándose sin pagar.

—Sí, gracias. Y tres cruasanes.

—¡Así me gusta! —intervino Ampelio echándose hacia delante sobre el bastón—. ¿Te has quedado fuera de casa?

—¿Cómo?

—No haga caso —se introdujo Massimo con la esperanza de reafirmar que el bar era suyo—. Ese viejo de tres patas se estaba preguntando si eran todos para usted. ¿Sabe?, aquí la gente no se ocupa de sus asuntos ni aunque la mates.

—Ah, ya veo —respondió, en absoluto ruborizado—. Sí, son para mí. Tengo que desayunar bien. Pensaba visitar Pisa y no pararme para comer. Ciudad turística. Cara.

—¿Y cómo irá a Pisa? —preguntó Pilade.

—Con ésa. La alquilé en el hotel —respondió Snijders señalando la bici.

—¿En bici hasta Pisa? ¿Con esta lluvia? —preguntó Tiziana, incrédula.

—¿Por qué? No soy de azúcar.

—¡Sólo faltaría! —aprobó Ampelio, evidentemente satisfecho de ver que alguien, en esta época de vicios y perversiones, como el coche, aún usaba la bicicleta como medio para desplazarse—. Son menos de diez kilómetros, todo en llano. En media hora ha llegado.

—Media hora. Sí, es suave. Gracias —dijo Snijders cogiendo el primer cruasán—. Espero ver, al menos, la plaza y el camposanto esta mañana. Por la tarde tengo que regresar al congreso.

—Ah, ¿usted viene del congreso? —preguntó Ampelio con aire resabido—. ¿Ése en el que han asesinado al japonés?

No es posible. No me lo puedo creer. Ha pasado una hora. Ni-u-na-ho-ra. Hace una hora que me he enterado de esta historia y que le he jurado a Fusco que no contaría nada. Ahora, mi abuelo está haciendo pasar la noticia más allá del telón. Me rindo.

—Asesinado, sí —respondió Snijders, que, tras reflexionar un momento, continuó—: Es decir, no. No ése. Ha muerto, pero fue un accidente.

—En el periódico es un accidente —replicó Ampelio—. También la novia de Taccini adujo que había sido un accidente pero, mientras tanto, se había quedado embarazada mientras él estaba de soldado en Grecia. ¡Hay que decir que algunos accidentes ocurren si los haces suceder!

—No, perdone. Creo que usted se equivoca —intentó argumentar Snijders, mientras con toda probabilidad se preguntaba quién era Taccini—. Fue un accidente. Se golpeó la cabeza, pobre viejo.

—Pues sí —dijo Massimo amargamente, a la vez que intentaba diluir el desconsuelo en el amado té frío—. Siempre se golpea la cabeza el viejo equivocado.

—Lo que quiere decir el señor —intervino Del Tacca con la buena educación que los residentes de Pineta reservan exclusivamente a los extranjeros y a los duros de entendederas— es que ese pobre hombre murió a causa de una parada respiratoria. Una parada, digamos, bastante anómala. Al menos, eso parece.

—No lo entiendo —repuso Snijders mientras buscaba una silla a tientas, claro indicio de que, aun sin entender, su intención era entretenerse allí hasta que se le hiciera la luz.

—Si quiere llegar a Pisa —intervino Massimo—, creo que haría bien en ponerse en marcha. No lo digo por meterme en sus asuntos…

Más que nada por continuar ocupándome de los míos. Si Fusco se entera de esto, me arresta y me mete en chirona con el resto del asilo de ancianos. Por lo cual si usted, gentil y afable profesor, se quitara de en medio y no siguiera preguntando sobre el tema, quizá aún tendría una débil esperanza de que todo esto permaneciera circunscrito al interior del bar durante el medio día que se necesita para dar la noticia oficial.

—Oh, no importa —exclamó Snijders sonriendo, tras echar un vistazo fuera del bar, mientras la lluvia seguía tamborileando, impertérrita, sobre los techos de los coches—. Creo que tampoco la torre inclinada es de azúcar. Esta tarde debería encontrarla todavía en su sitio. ¿Podría tomarme un capuchino, por favor?

—Resulta bastante increíble —comentó Snijders mientras jugueteaba con las migas de los cruasanes (cinco) restantes en el platito.

Se habían necesitado unos veinte minutos divididos en dos de presentaciones, cinco de relato efectivo y trece a balón parado durante los cuales los venerables ancianos se contradecían con tal de asegurarse el derecho a la palabra, para explicar al atento y enormemente curioso profesor bátavo el desarrollo de los hechos y, sobre todo, de los dichos. En estos momentos, a la vez que Snijders observaba que el asunto parecía increíble, Massimo pensaba más o menos lo mismo.

Increíble.

Atraigo a los cotillas como si fueran moscas. Llegan de toda Europa. Tengo que empezar a ponerlo en el menú. Café, 0,80 euros. Capuchino, 1 euro. Descalificación de personas nunca vistas ni conocidas, gentileza de la casa.

—Increíble, pero cierto —continuó en tanto Aldo por inercia, ya que Snijders callaba y, bueno, como aquello era un bar, alguien tenía que decir algo—. Como las revistas de crucigramas.

—Pues sí —se entrometió Del Tacca—. El problema es que quien tendría que investigar no llega más allá de las palabras cruzadas. Porque usted debe saber, querido profesor Sneie, que el comisario del que se habla no es exactamente una fuina.

—¿Una fuina?

—Sí, un zorro, vamos.

—Lo que Pilade quiere decir —tradujo oportunamente Aldo— es que la persona encargada de las pesquisas no es un genio.

—Depende del momento —apuntó Tiziana, que se había metido con pleno derecho en la discusión—. Decid lo que os parezca, pero esta vez ha sido listo.

—Depende de la persona —intervino Massimo mientras pasaba la bayeta sobre las mesas, por hacer algo y para intentar repetirse a sí mismo que aquél era su bar, acaso por poco tiempo porque, si uno mata a su abuelo, lo arrestan y administrar un bar se vuelve difícil—. Si me lo hubiera contado sólo a mí, quizá sí. Habría sido una astucia. Pero revelárselo al bocazas oficial de la cooperativa El Anciano Molesto no me parece una gran idea. ¿Ante quién había que mantener oculta la noticia? Ante los del congreso. ¿Quién es la primera persona a la que se la sueltan? Un participante del congreso. Tú misma.

—Venga, Massimo, no digas tonterías. ¿Cómo podía saber Fusco que alguien del congreso, que además habla italiano, iba a dejarse caer por aquí? Es una casualidad.

Uno de los aspectos más irritantes del ser humano es la ridícula convicción de que no somos responsables de las consecuencias de nuestras acciones, como testimonia la infantil desenvoltura con que demasiado a menudo atribuimos a la voluntad del Azar el desastroso resultado de nuestras pifias.

Fue un accidente.

Fue un accidente, volvía de una boda y había brindado un poco y, encima, ¿qué hacía aquella mujer en medio de la calle? Fue una fatalidad, comió como un refugiado y luego se marchó a nadar un poco para hacer la digestión y le dio un infarto. No fue culpa suya, sólo encendió una hoguera el doce de agosto junto a un pinar.

Cuando Massimo escuchaba estos argumentos, se cabreaba mucho. Es una cuestión de probabilidades. Si te comportas de una manera determinada, las probabilidades de que se arme un follón aumentan. El hecho de que no quisieras provocar un follón no disminuye el hecho de que, objetivamente, hayas montado un follón. Con pensarlo un momento era suficiente. Las normas de seguridad, las normas de comportamiento, existen precisamente para eso. El noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces no sirven. Sirven sólo en el cero coma uno por ciento de las veces, cuando algo va mal. Entonces, si tu cerebro hubiera estado funcionando y te hubieras atenido a las normas como un buen chico, acaso no habría sucedido nada.

—No me hagas hablar, es mejor.

—De todos modos, Massimo, no debe preocuparse —dijo Snijders—. No es mi intención contárselo a nadie del congreso. Tengo mis buenas razones para ello. Al contrario. Ahora que me habéis dicho esto, necesito hablar lo antes posible con ese comisario.

—¿Cómo? —preguntó Massimo mientras cuatro cuellos artríticos, cuyos propietarios habían entendido perfectamente qué estaba a punto de ocurrir, se orientaban hacia el profesor.

—Necesito hablar con él. Ayer oí algo, en el congreso, que podría tener una cierta importancia.

Silencio. Absoluto. Raras veces se producen momentos más o menos prolongados en los que no se oye ningún sonido. Había dejado de llover, ningún coche transitaba por el paseo, ninguna ama de casa destrozaba seculares melodías; en resumen, ninguno de los ruidos que constituían el habitual, además de molesto, fondo matutino del bar se permitía perturbar la quietud. Parecía que la naturaleza hubiera coordinado todos los acontecimientos para ofrecer un poco de tranquilidad, que aquí hay gente conversando. Massimo saboreó uno o dos segundos ese maravilloso vacío de sensaciones, antes de que Snijders rompiera el silencio aclarándose la garganta e iniciando lo que tenía todo el aire de ser un largo preámbulo.

—Ayer oí a Asahara hablar con varios profesores estadounidenses. Hablaban principalmente de otra gente, de los temas que investigaban y demás. En un momento dado, salió el nombre de Watanabe.

Pausa, sorbo de capuchino frío que hizo que Massimo se estremeciera sólo de vérselo hacer.

—Masayoshi Watanabe es un profesor de Kobe. Un teórico, como Asahara y yo. Es un investigador muy conocido, publica mucho y hace cosas muy, digamos, elaboradas. Tiene a su disposición un conjunto de varios miles de procesadores que usa prácticamente solo o con sus estudiantes. Hace, sobre todo, simulaciones paralelas a gran escala del comportamiento mecánico de polímeros y materiales biológicos.

No hemos entendido un carajo, dijeron a coro las caras de los viejecitos. Snijders se percató y viró el razonamiento hacia tierra:

—En resumen, lleva a cabo un tipo de investigación exigente, con amplio uso de ordenadores y muy cara. Lo conozco de vista, como a Asahara, pero he tenido raras ocasiones de hablar con él. Sin embargo, no es un misterio que a muchos, en Japón, les cae antipático, particularmente a Asahara, que es un teórico de la vieja escuela, a quien el modo de investigar de Watanabe nunca le ha gustado. El hecho es que Watanabe desvía hacia sí y hacia su centro gran parte de los fondos que el gobierno japonés destina a la investigación. Y si van a él, no van a otros.

—Entiendo —dijo sin entender Tiziana—. Pero no lo han matado a él.

—No, el hecho no es ése. El hecho es que el gobierno japonés decide cómo repartir los fondos según la opinión de otros profesores, por lo general, los más importantes del país. Asahara forma parte de este… ¿cómo se dice counsel?

—¿Consejo? —aconsejó Del Tacca.

—Consejo, exacto —aprobó Snijders—. Consejo, consejo. Pero bueno, vamos a lo que escuché. Escuché a Asahara afirmar que en su ordenador había algo que destruiría a Watanabe.

Ah, pensó Massimo. Venga, encontrado el asesino, exclamaron las caras de los viejecitos.

—Entonces, vosotros entendéis que, con lo que me habéis comentado, tengo que hablar antes que nada con la policía.

—Por supuesto —concedió Del Tacca—, pero antes telefonee a casa. El que manda es capaz de arrestarlo por haberle robado las ropas al trapero.

—¿Cómo?

—No, no, nada de cómo —continuó Ampelio—. Es inútil.

—Abuelo, cállate, por favor —intervino Massimo—. Perdone, profesor, pero hay algo que no me cuadra. ¿Qué palabras usó exactamente Asahara? ¿Habló precisamente de destruir?

—Precisamente, precisamente. Dijo lo siguiente —y aquí Snijders retorció la voz en una eficaz imitación de un japonés que se expresa en inglés—: «In maireptop, ai ev somtiingu ret uir destroi purofessor Uatanabe». En mi portátil, tengo algo que destruirá al profesor Watanabe. Y lo decía riendo. Claro, y me lo había tomado como una broma. Pero, indeed

—¿Y qué podía ser, en su opinión? —preguntó Aldo con el tono de quien dice venga, no vamos a creernos todo lo que diga este espantapájaros.

—Tengo una sospecha —respondió Snijders sin percatarse del estado de ánimo dubitativo del venerable anciano—. Como ya he dicho, un centro de cálculo como el de Watanabe necesita dinero. Mucho dinero. Sin fundings, no va a ninguna parte. Ahora bien, es posible que Asahara estuviera en el tribunal encargado de valorar la solicitud de fondos de Watanabe y es posible que Asahara diera una opinión negativa. Y que esa opinión, es decir, que el report que desaconseja o incluso impide conceder fondos a Watanabe, se encuentre en el portátil.

Snijders se acabó el capuchino ya gélido mientras Massimo miraba hacia otra parte; luego prosiguió:

—Esto es una, ¿cómo se dice? ¿Hipótesis? Es preciso comprobarla. Ver si de veras era posible que Asahara hiciera esto. Si era tan poderoso. Si, de veras, estas comisiones se están reuniendo en este período.

—Y, claramente, si una opinión negativa por parte de Asahara destruiría de veras a Watanabe —añadió Tiziana—. ¿No es un poco demasiado categórico?

—No sabría decirle —respondió A. C. J., sonriendo—. No sé qué quiere decir.

—Quiere decir que parece un poco exagerado que una opinión pueda destruir la actividad de una persona —explicó Aldo—. Y debo decir que no estoy del todo en desacuerdo. Por más que no tenga experiencia en estos temas y, por tanto, pueda equivocarme.

—Depende —respondió Snijders—. En general, eso es cierto. Pero depende. Un grupo puede estar en dificultades y contar mucho con la financiación. También puede que sufra una serie de momentos desafortunados. No, es difícil que la falta de financiación lleve a la destrucción del grupo. Pero puede ser el principio del fin. Quizá tienes bajo tu tutela a varios jóvenes válidos que quieres retener, pero sin dinero y sin perspectivas no lo consigues. Puede parecer imposible. Quizá lo sea.

Snijders se levantó, se subió la cremallera del anorak y se dirigió hacia la caja para pagar.

—Son cinco setenta por el desayuno y seiscientos por la delación —dijo Massimo.

—¿Cómo?

—Cinco setenta. Para la comisaría, en cambio, basta con que camine quinientos o seiscientos metros a través del pinar. En cuanto salga de aquí, verá un letrero con la inscripción Baño Poseidón. Allí coja el sendero que sale justo detrás de los baños y continúe en dirección opuesta al mar. Después de seiscientos metros, gire hacia la derecha por el sendero y habrá llegado.

—Sii… —interrumpió Pilade—. Así seguro que se pierde. Hágame caso: en cuanto salga de aquí, vaya recto hacia la calle arbolada. Pasado el Baño Caterina, gire a la derecha y entre en el paseo donde están las furcias. Después de doscientos metros, a la derecha, hay una tienda de bicicletas. La comisaría se encuentra al lado.

Más allá del hecho de que el baño citado por Pilade en realidad se llame Catalina, la explicación contenía un detalle que no parecía estar al alcance de Snijders, quien, en efecto, pidió aclaraciones:

—¿El paseo donde están las qué?

—Las señoritas —corrigió Rimediotti, que entre tanto había llegado y se había sentado silenciosamente en su silla, en un último intento de sortear la situación recurriendo a lo políticamente correcto.

Por desgracia, aun salvando el decoro de la pequeña ciudad, la glosa de Rimediotti no aumentó la comprensibilidad del trayecto. Pero, por suerte, estaba Aldo, que es un hombre de mundo y entiende de amores domésticos.

—Las que vosotros ponéis en los escaparates.

—Ah, gracias. Creo haber entendido. Bien, buenos días.

—A usted —contestó Ampelio—. Si, por casualidad, vuelve antes de la una, llegará a tiempo de encontrarnos aquí.