Tres

El despertador. ¿Es el despertador? Qué lata. Levantémonos, venga. ¿Cómo es que fuera está tan oscuro? ¿Hace mal tiempo? Madre mía, cómo llueve. El mundo se viene abajo. Demasiado hermoso. Venga, un cafelito y vamos.

De pie delante del ventanal del salón de su casa, con una taza de café en la mano, Massimo contemplaba la lluvia caer, como grandes cuerdas de agua que azotaban la ventana. Aquella mañana se había despertado de buen humor, entre las últimas huellas de un sueño en que volaba, y cuando Massimo soñaba que volaba siempre se despertaba con buena disposición frente al mundo. La visión de la lluvia no había logrado que se le pasara el buen humor, al contrario: aquella lluvia estruendosa y violenta, sin truenos, lo electrizaba y lo hacía sentirse vivo. Le ocurría también cuando, de pequeño, tenía que ir a la escuela bajo el diluvio: era una mañana especial y, mientras caminaba hacia la escuela, saboreando la comodidad del aula cálida y seca, se sentía como una especie de viajero heroico, perdido en la tormenta.

Al llegar al bar, se quitó el chubasquero y los pantalones de lluvia y los metió en una gran bolsa de plástico que dejó en la trastienda. A continuación, comenzó la ritual Ronda de las Cosas que Hacer. En efecto, cada mañana, cuando entraba en el bar, Massimo siempre realizaba, en un orden no subvertible, las mismas cosas tranquilizadoras. Est modus in rebus.

En primer lugar, enchufó la máquina de café, que se puso en marcha con su habitual silbido borboteante, rompiendo el silencio absoluto que reinaba en el establecimiento. Luego encendió el horno, la heladera y el lavavajillas, tras lo cual dispuso las mesas y las sillas en su sitio dentro del bar, mientras que el mobiliario del exterior, como siempre que llovía, fue castigado en el trastero. Después, y esto sólo al final, dio las luces del local; de ese modo, se encontraba frente al bar, ya vivo y funcionando. Por último, recogió del buzón la Gazzetta, que el quiosquero depositaba cada mañana a las seis y media, se sentó en una mesa con un vaso de té frío y se sumergió en las páginas color salmón. Éste era, sin duda, el momento más hermoso de la jornada. Solo, sin un pensamiento y en paz consigo mismo y con el mundo.

Beata solitudo, sola beatitudo.

En aquel momento, sonó el teléfono.

Massimo miró en dirección a la trastienda, donde se encontraba el maléfico aparato.

Por toda respuesta, el teléfono siguió sonando con cruel indiferencia, con un chirrido semejante a la cadena de un pozo que, al dejarla suelta, comienza a descender tintineando veloz contra la polea. Y el cubo atado a la cadena, con el humor de Massimo dentro, descendiendo cada vez más.

No se puede ignorar el teléfono, Massimo nunca lo ha conseguido. Conseguía ignorar a las personas, los vencimientos, la buena educación, la burocracia (cuando no se trataba del bar) y muchas otras cosas que no estimaba dignas de su atención, pero cuando sonaba el teléfono, tenía que responder. De mala gana, se desplazó hacia el aparato, deliberadamente muy despacio, porque acaso así este pesado se convence de que no hay nadie y cuelga, lo cual significa que no es nada importante. Quizá Tiziana esté enferma y no pueda venir, lo que hundiría aún más el humor de Massimo.

Llegó al teléfono y levantó el auricular:

—BarLume, buenos días.

Le respondió una voz con acento véneto.

—Buenos días, ¿hablo con el café BarLume?

—Sí, sigue siendo el BarLume. No he desplazado el teléfono respecto de hace dos segundos.

—Aquí la comisaría de Pineta. ¿Es usted el señor Massimo Viviani?

La comisaría. ¿Qué pasa?

—Sí, soy yo.

—El señor comisario Fusco quisiera hablar con usted. Puede esperar un instante en la línea, ¿por favor?

—Desde luego.

Fusco. Virgen santa. Mens enana in corpore enano.

Lo que Massimo sentía por el comisario Vinicio Fusco era una especie de irritada compasión; en efecto, encontraba triste y, al mismo tiempo, fastidioso aquella mezcla de arrogancia, pretenciosidad, estupidez y terquedad que, compactadas con dudoso gusto en un bloque de aproximadamente un metro cincuenta, daban vida a Vinicio Fusco. Y, como siempre ocurre con las personas que nos caen antipáticas, incluso características que de por sí no tienen ningún significado intrínseco, como la altura, se transforman en defectos imperdonables, además de en excelentes asideros para tomarle el pelo al sujeto en cuestión.

—Buenos días, señor Viviani —saludó la voz de Fusco.

—Lo eran —respondió Massimo, pensando en la Gazzetta.

—Necesitaría hablar con usted lo antes posible. ¿Puede venir a la comisaría?

—En este momento, no. Estoy solo en el bar. Tengo que esperar a que llegue Tiziana.

—¿Falta mucho?

—No creo. Debería llegar hacia las siete.

—Muy bien. En cuanto llegue la señorita Guazzelli, le rogaría que acudiera a comisaría.

—Está bien. ¿Me podría decir…?

—En la comisaría le explicaré todo, no se preocupe —interrumpió Fusco con un tono en el cual a Massimo le pareció advertir un cierto sarcasmo—. Buenos días.

Una porra, buenos días, pensó Massimo mientras la Gazzetta lo miraba con aire desconsolado. Ahora tengo que volver a vestirme, zambullirme en la tormenta e ir a escuchar qué quiere este pesado. Bah, hasta que llegue Tiziana puedo leer un poco el periódico.

Massimo se acomodó en el asiento, bebió un sorbito de té y abrió la Gazzetta con renovado esmero. En aquel momento, la puerta se abrió y entró un extraño ser de color verde, de alrededor de un metro setenta de altura y forma de pera, con dos brazos pero sin piernas y chorreando agua.

—Joder, qué lluvia —exclamó el objeto—. ¿Has visto?

Por la voz, Massimo comprendió que su sueño infantil de conocer en persona a un personaje de Barbapapá no estaba a punto de hacerse realidad y que el ente que acababa de entrar por la puerta era Tiziana, arrebujada en un enorme chubasquero con capucha que le escondía el rostro y le llegaba hasta los pies. Decepcionado, también porque Tiziana había llegado y, por tanto, era el momento de levantarse, Massimo cerró el periódico.

—La he visto y la he oído—afirmó, levantándose mientras Tiziana se liberaba de su uniforme de buzo y lo metía todo en la mochila.

—Madre mía. Oye, voy un instante a cambiarme. Con ese catafalco de chubasquero encima he sudado mucho. Luego me ocupo yo de las pastas. Acábate el periódico, si quieres.

—Ojalá —dijo Massimo—. Tengo que ir a la comisaría.

—¿A la comisaría?

—Sí. Me ha telefoneado Fusco hace cinco minutos, más o menos.

—¿Y qué quiere?

—Tocarme las pelotas, eso quiere. Por lo demás, no lo sé. No ha querido contarme nada.

—Qué simpático.

—Como siempre.

Massimo volvió a ponerse el impermeable y miró al exterior. La comisaría quedaba a varios centenares de metros, si cortaba a pie por el pinar, o a tres kilómetros, si cogía el coche. Venga. Atravesemos el pinar a pie bajo la tempestad. Adelante, Indiana Jones.

Las escasas ganas de Massimo de coger el coche venían principalmente del nuevo diseño urbanístico con que la concejalía de tráfico del ayuntamiento de Pineta había estimado, no está claro cómo, mejorar el tráfico del pueblo o, para decirlo en los términos del propio concejal, de la aglomeración urbana.

Indiferentes a la presencia de un cerebro en el interior de la caja craneal, los responsables de la concejalía habían proyectado y realizado una serie de modificaciones delirantes, sin ninguna consideración por el hecho de que una red viaria debería servir para que los vehículos pudieran viajar y no para las fantasías enfermas de supuestos Le Corbusier con el sentido práctico de una gallina de Guinea. Todo ello sin contar con que el funcionamiento de la red viaria de Pineta era el último de los pocos problemas que afligían a la pequeña ciudad; pardon, aglomeración urbana.

Como ejemplo, una de las mejoras que se habían aportado al tejido vial de Pineta había sido el llamado «Trazado de 12 km de carriles bici en el área urbana limítrofe, paralela y enfrentada al Viale dei Cardi, que continúa por Via del Lungomare, y adecuación de la señalética a las vigentes Normas Europeas para la viabilidad urbana destinada a los velocípedos». En la práctica, las aceras de las calles del paseo marítimo y de las vías que daban a ellas habían sido adornadas con una tira amarilla que corría paralela al bordillo y con algunos carteles que mostraban un hombrecito en bici, y rebautizadas descaradamente como «carriles bici».

Con esta ingeniosa idea, el ayuntamiento había conseguido embolsarse el dinero que la Comunidad Europea, subestimando sistemáticamente la fantasía y la inventiva del necesitado pueblo itálico, destinaba a la realización de carriles bici, otorgando un tanto por kilómetro de carril llevado a cabo. El hecho de que las aceras empedradas no fueran lo mejor para una bici, unido a la presencia natural y ya ampliamente aprovechada por la ciudadanía de una pista apta para el tránsito en bicicleta que se extendía por el interior del bellísimo pinar, no había hecho la más mínima mella en el propósito del ayuntamiento. De todos modos, los pinetanos habían seguido usando tranquilamente los senderos, mientras que el maldito tramo Pineta-Roubaix era utilizado solamente por los turistas, dando lugar a ocasionales accidentes.

Por éste y otros motivos, conducir el coche por el centro de Pineta se había convertido en una especie de yincana de obstáculos que Massimo intentaba evitar como fuera: por tanto, arrebujándose de nuevo en el sarcófago del chubasquero, se había encaminado a pie hacia la comisaría.

Mientras caminaba en medio de la tormenta, con una lluvia tan fuerte que, a través del chubasquero, podía advertir con claridad sobre la piel el chasquido líquido producido por cada gota, Massimo pensaba en qué motivo podía tener Fusco para citarlo. Como le ocurría a menudo cuando estaba solo, al reflexionar hablaba en voz alta y, sobre las olas de la argumentación, el pensamiento iba a la deriva.

—A ver. Para que Fusco me llame a esta hora debe de ser algo importante… Algo penal… El bar, no. No debería tener nada que ver. Hace rato que no veo gente sospechosa, aparte del concejal Curioni, claro… Ése vendería a su padre por un voto, si pudiera encontrarlo… Me pregunto cómo alguna gente puede dormir tranquila… Un grosero, por lo demás… Pero cómo puede alguien tan ignorante hacer de político… No, mejor no pensarlo, si no me amargo… Yo, que trabajo de camarero, soy licenciado, y en cambio, éste, que está convencido de que el subjuntivo es una enfermedad de los ojos, es concejal… Volvamos a nosotros. Matar, aún no he matado a nadie. Mi abuelo le ha deseado la muerte a varios miles de personas, pero no debería de ser delito… A Tiziana no me la imagino matando a nadie… ¿Y qué más he hecho en este período? Casi nada, estoy todo el rato en el congreso… Por Dios, el congreso… Ha ocurrido algo en el congreso… Ha ocurrido algo, sí, imbécil, ha muerto un tío, pero por causas naturales… No veo qué puede tener que ver Fusco… A saber por qué pienso en él como «Fusco», sin artículo… A todos los demás a los que llamo por el apellido se lo pongo: el Del Tacca, el Pacchiani, el Rimediotti… y a Fusco lo llamo «Fusco», no «el Fusco»… Falta de confianza, quizá… Aparte de que tampoco suena bien, «el Fusco», es artificial… También es verdad que no es necesario especificar, el único Fusco es él… Menos mal… Vamos, hemos llegado…

Nada más entrar en la comisaría, chorreando agua como un paraguas gigante, Massimo fue acogido por un agente joven, gafotas y delgadísimo, una especie de seminarista uniformado, que se acercó a él tras salir de la garita.

—¿Massimo Viviani? —preguntó el agente con la misma voz de acento véneto que poco antes lo había llamado por teléfono.

—Presente.

—Buenos días. Soy el agente Galan. El señor comisario Fusco me ha rogado que lo haga pasar de inmediato. Sígame, por favor.

Aún chorreando, Massimo entró en el despacho del señor comisario, como a Fusco le gustaba que se refirieran a él, y permaneció erguido en el umbral. Ante él, de pie frente al alféizar, mirando afuera en silencio, estaba Fusco.

Dado que éste no profería palabra, Massimo comenzó a quitarse el chubasquero. Mientras intentaba desencallar los zapatos del dobladillo de los pantalones, Fusco se volvió y lo observó durante un momento, luego se dio de nuevo la vuelta hacia la ventana y le preguntó:

—¿Usted conoce las leyes, señor Viviani?

—Más o menos.

Conozco las bases, pensó Massimo mientras acababa de extraer el pie de la trampa de tela. Tú, en cambio, ignoras incluso las de la educación. Buenos días, siéntese, perdone por haberlo hecho venir hasta aquí a estas horas de la madrugada en medio de un huracán. Es lo que uno se esperaría. Por lo menos.

Desde la ventana, Fusco comenzó a caminar arriba y abajo por la habitación mientras volvía a hablar:

—La ley dice que, cuando una persona muere, un médico debe establecer las causas del deceso. Si las causas del deceso están claras, las apunta en un certificado y la fiesta ha terminado. Si, por lo contrario, no están claras o no son inmediatamente atribuibles a causas naturales, el médico no firma el certificado de defunción y llama a una autoridad judicial.

Muy bien, pensó Massimo. ¿Y a mí qué me importa?

—Por ello, a modo de ejemplo: si un anciano profesor japonés, por decir una nacionalidad, muere tras golpearse violentamente la cabeza contra el canto de un mueble, el médico puede firmar el certificado o no. Si no lo firma, llama a la autoridad judicial. Es decir, a mí.

Demonios.

—Ahora las cosas están así. El profesor —Fusco miró una hoja y comenzó a silabear— Ki-mi-no-bu A-sa-ha-ra, de setenta y cuatro años, murió ayer por la tarde en el Santa Chiara de Pisa por parada respiratoria, sobrevenida como consecuencia de un violento trauma craneal.

—Perdone —intervino Massimo—, no lo entiendo. ¿Parada respiratoria como consecuencia de un trauma craneal?

Fusco levantó los ojos y lo observó con aire bovino.

—Exactamente. En la práctica, este pobre hombre tropezó con una alfombra y se dio en la cabeza. Como consecuencia del golpe parecía confundido, por lo que sus colegas consideraron oportuno llevarlo al hospital. Sin embargo, nunca llegó al hospital o, mejor dicho, ingresó cadáver. El médico que lo atendió constató el deceso y, en una primera aproximación, lo atribuyó a una parada respiratoria.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. Tampoco el médico lo entendía. Por eso, junto con el doctor Cattoni, que vendría a ser nuestro médico forense, ordenó una autopsia.

Fusco se dirigió al escritorio y se sentó apoyando las nalgas sobre el borde del mismo, frente a Massimo.

—En este momento aún no dispongo del informe de la autopsia, por tanto, no hay nada oficial. Pero, en resumidas cuentas, los dos médicos se mostraron de acuerdo en que una parada respiratoria repentina en un hombre que goza de buena salud es algo bastante improbable y, en consecuencia, buscaron una causa. Casualmente, encontraron en la cartera del profesor una tarjeta con advertencias médicas. ¿Sabe?, una de ésas que llevan los epilépticos, o los que tienen ciertas enfermedades o alergias por las que no pueden en absoluto tomar ciertos medicamentos, y que describen qué hacer en caso de crisis. En pocas palabras, el profesor Asahara sufría de una enfermedad neurológica bastante rara, llamada… —Fusco consultó la hoja—, llamada «miastenia gravis».

Aquí viene lo bueno.

—¿Es decir…? —preguntó Massimo, puesto que Fusco parecía necesitar un estímulo.

—Es decir que, dado que las cosas no parecían bastante complicadas, a los médicos no les basta con eso. Vale que padezca esa enfermedad, conceden, pero las condiciones generales del difunto no eran en absoluto compatibles con este tipo de deceso. No tenía un pie en la tumba. Se sostenía en pie, hablaba, no mostraba síntomas evidentes de la enfermedad. En resumen, en opinión de los médicos, si se hubiera tratado sólo de esa enfermedad, el profesor, que por lo demás gozaba de una excelente salud, hubiera tirado aún mucho tiempo.

Notable, pensó Massimo. Aquel tipo, que parecía tener cerca de ciento seis años y se mantenía despierto de milagro, según los médicos se encontraba en espléndidas condiciones. Qué temple el de estos nipones. Se ve que el sushi, el té verde y el pez globo te mantienen en forma aunque lleves una vida de mierda. Despertador, metro, trabajo, reverencias… Mientras un hemisferio del cerebro de Massimo desplegaba esta serie de burradas, el otro, afortunadamente, se despertó de repente y halló un posible motivo para la llamada de Fusco.

Mientras tanto, Fusco continuó:

—Para ser breves, del análisis de la sangre se desprende que el difunto había ingerido una dosis masiva de lorazepam, es decir, de un ansiolítico.

Comprendo. Orfidal, para entendernos.

—Es decir —prosiguió entre tanto Fusco—, de un medicamento que ningún médico concienzudo habría prescrito jamás a un paciente afectado por la enfermedad que antes le comentaba. Además, a raíz de algunas preguntas formuladas con discreción a varios colegas, no parece que el profesor sufriera de crisis de ansiedad, depresión o cualquier trastorno del comportamiento en absoluto.

—Entiendo —dijo Massimo.

Bingo, pensó. He acertado. Venga, al menos mi cerebro aún funciona.

—Esto es todo. —Fusco se levantó del borde del escritorio y fue a sentarse detrás del mismo, luego continuó—: Según los doctores, en un hombre afectado por miastenia gravis la administración de un medicamento como el lorazepam puede producir dificultades motoras y confusión mental. Eso explica tanto por qué ese pobrecillo tropezó como por qué, después de haber tropezado, y probablemente incluso antes, estaba un poco aturdido. Pero sobre todo, si el paciente se duerme o pierde el sentido, este medicamento puede causar una parada respiratoria.

Lo que explica el consiguiente deceso, completó Massimo sin decirlo.

Fusco calló durante un momento, se miró las palmas de las manos, suspirando, y a continuación prosiguió:

—Ahora bien, me doy cuenta de que aún no hay nada oficial pero, como usted sabe, para estas cosas es esencial una cierta coordinación. No puedo esperar al informe de la autopsia para… —aquí Fusco se detuvo, apartando la mirada de Massimo y haciendo un gesto con la mano que parecía querer decir «mira en qué lío me he metido».

Massimo le echó un cable:

—¿Para preguntarme si yo, desde atrás de las mesas, vi a alguien echar algo en un vaso y llevárselo al profesor Asahara durante la pausa para el café?

—Eso. Exacto. Como entenderá, no tengo ningún motivo para formularle esta pregunta oficialmente. Por otra parte, cuanto más tiempo deje pasar, más aumenta la probabilidad de que usted olvide lo que vio durante la pausa. Si es que vio algo, se entiende. Por eso lo he hecho venir.

¿Has entendido al Fusco?, pensó Massimo, anteponiendo inconscientemente el artículo al nombre del señor comisario. Esta vez ha apuntado y ha conseguido no mear fuera del tiesto. Enhorabuena. Pero sólo eso. Massimo no podía ayudarlo.

—Ya veo. Yo no vi nada, aunque no significa que la cosa no pudiera suceder. Al contrario. Cuando empieza la pausa, la gente se amontona en torno a las mesas de refrescos. Durante algunos minutos, alrededor de cada mesa hay una veintena de personas que cambian continuamente. No puedo excluir que sucediera allí.

¿No puedo excluir que sucediera allí o no puedo excluir que no sucediera allí? Bah, quizá las dos vayan bien.

—Entiendo —comentó Fusco—. Por otra parte, no esperaba otra respuesta. Digamos que tenía esperanzas, pero quien vive esperando…

No siga, se lo ruego. Odio esa expresión.

—Bien. Es un decir. De todos modos, yo no tengo intención ni posibilidad de interrogarlo ahora. Sin embargo, si se hace una investigación, deberé proceder a interrogarlo oficialmente. Por eso, le ruego que intente recordar hasta el más mínimo detalle que pueda haberle llamado la atención.

—Lo intentaré. Pero…

—De todos modos, debo rogarle que no mencione una palabra de cuanto le he dicho. Por el momento, le repito, no hay nada oficial. Toda esta historia podría perfectamente tener otra explicación, aunque no lo creo. Por lo cual, ni una palabra sobre el tema, si es tan amable.

—Por supuesto. No se preocupe.

Fusco asintió y luego apretó una tecla del interfono. Tras unos segundos, la puerta del despacho se abrió y la inconfundible voz de seminarista dijo devotamente:

—A sus órdenes.

—Buenos días, Galan. Acompañe al señor Viviani y traiga aquí al otro.

Mientras el inefable Galan lo llevaba en procesión a la salida, Massimo descubrió a Aldo sentado en la sala de espera leyendo un periódico sensacionalista con aire sereno. Al verlo, cerró el diario y se levantó. No parecía sorprendido.

—Buenos días, Aldo. No sabía que te gustaba leer esas chorradas.

—¿Ah, esto? —preguntó Aldo mirando la primera página del periódico, que prometía amplia información sobre todo tipo de cuernos desarrollados sobre el cráneo de azafatas televisivas y pretendientes al trono en el ámbito de todo el orbe terráqueo—. Me lo he encontrado aquí. Por lo general, leo el Corriere. También esta mañana lo he cogido y me lo he metido al bolsillo. Luego he venido aquí a pie, bajo la lluvia. De momento, en el bolsillo tengo una solución acuosa de periódico al siete por ciento. ¿Qué te ha comentado Fusco sobre el muerto del congreso?

—Perdone —intervino el seminarista, mientras Massimo estaba a punto de abrir la boca—, no creo que sea oportuno que dos personas citadas conversen entre ellas. Señor Griffa, sígame, por favor.

—Voy, voy. Adiós, Massimo. Nos vemos en el bar.