Dos

La jornada en que ocurrirá una desgracia empieza siempre como todas las demás; hasta que sucede algo, es una jornada cualquiera.

Tampoco el primer día del XII International Workshop, etcétera, etcétera es una excepción: como un congreso cualquiera, en que nadie será asesinado, comienza con un orador de particular prestigio que resume en una conferencia el trabajo de una vida. Después de ello, se arranca con la primera tanda de seminarios, que dura de nueve a once, cuando, como está programado, tiene lugar la primera pausa para el café. A las once y media se prosigue para llegar a la hora del almuerzo, en la que, por lo general, se tienen entre una y dos horas a disposición. Por último, el congreso continúa por la tarde de las tres a las cuatro y media, cuando se hace la segunda pausa para el café, seguida por el último tramo de conferencias, al final del cual, por desgracia, no hay nada previsto.

La pausa para el café es fundamental para restablecer las fuerzas de los congresistas, agotados por dos horas de dura atención, sentados en una butaca de una sala en penumbra. Habitualmente, en estos trances la mayor parte de los eruditos pierde toda apariencia de discreción: se abalanzan sobre las bandejas, llenan los platos de papel con inestables pirámides de colines y canapés y, tragando cuanto han conquistado, escuchan a algún colega que les ha caído al lado y habla con la boca llena, mientras mastican con entusiasmo.

Massimo y Aldo, impecables con sus uniformes de camarero y maitre, respectivamente, son, en todo esto, comparsas que actúan con tiempos y estilos diferentes: Massimo vierte y Aldo mezcla, Massimo asiente y Aldo aprueba, Aldo propone y Massimo suministra. Al principio, obviamente, no se intercambia ni una palabra: hay que plantar cara a los sabios al abordaje. A continuación, cuando la mayor parte de la comida ha sido depredada, la situación se calma y es posible cruzar algunas palabras.

—No creía que fuera a haber tanta gente.

—No son tantos, al fin y al cabo. Serán unos doscientos. He visto congresos de más de mil personas.

—¿Mil personas? Yo tenía en mente las fotos de los congresos históricos, los que salen en los periódicos cuando hay aniversarios, para entendernos. El congreso Solvay o algo por el estilo. Como máximo, veinte o treinta personas.

Aldo sonríe y sirve el café a dos japoneses que le dan las gracias sonriendo a su vez, luego continúa:

—Además, no lo entiendo, ¿para qué sirve un congreso de mil participantes? ¿Cómo se puede debatir?

—No es el congreso de Viena, Aldo. Aparte de que, en los contados congresos a los que he asistido, discusiones serias he visto pocas.

—Tiene razón. En los congresos siempre se debate poco. ¿Me podría poner un café?

El que ha hablado es un tipo bajito con camiseta amarilla y unos pantalones cortos de surfista; ha hablado en italiano, pero el acento y el aspecto lo clasifican como nórdico. En efecto, la tarjeta que cuelga hasta el borde de la camiseta lo identifica como A. C. J. Snijders, Rijksuniversiteit Groningen, The Netherlands. Massimo, a quien el tipo le parece simpático inmediatamente, le sirve lo que ha pedido en una taza de plástico a la vez que le dice:

—Si a esto me permite llamarlo café…

—Gracias. Mira, con que contenga cafeína está bien. Necesito despertarme.

—¿Está muy aburrido ahí dentro?

—Un poco. Es que no es mi campo. Yo soy un teórico, y esta mañana hablan los experimentales. El primer ponente de hoy, el que ha abierto el congreso, era un teórico. Verdaderamente tremendo.

Da un sorbo inspirado al café y hace un gesto que significa «no está tan mal».

—Kiminobu Asahara. Un japonés —añade, como si esto lo explicara todo.

—¿Quién es? —se introduce Aldo así, como para charlar un poco.

—El de allá abajo, muy anciano, en aquel grupo. El alto.

El grupito señalado por Snijders está compuesto exclusivamente por japoneses de una edad como para haber bombardeado Pearl Harbor, por lo que es un detalle que, al señalar, Snijders especifique que Asahara es alto. En efecto, uno de los ancianos orientales supera en una cabeza la media del grupo. El sujeto sostiene un vaso en la mano y parece cataléptico: mientras le hablan, los ojos se le cierran y el tronco se le pliega levemente hacia delante. El movimiento hace que el líquido contenido en el vaso se derrame sobre la mano del venerable anciano, que (quizá) por efecto de la temperatura, se despierta unos veinte segundos para luego volver a caer poco a poco en la inconsciencia.

—¿Qué hace, duerme? —pregunta Aldo.

—Más o menos. Coge el sueño con mucha facilidad, incluso mientras habla. Y mientras habla, la voz se le vuelve cada vez menos clara. Durante toda la conferencia habrá perdido la conciencia unas cien veces. Ha sido una tortura. Diez segundos de silencio y a continuación, una palabra. No sé por qué siguen dejando hablar a alguien tan viejo.

—Bueno, se tratará de una persona importante.

—Y probablemente, respetada —aduce Aldo, cáustico, dado que no le parece tan grave ser viejo.

—Claro que es importante. En la ciencia, ha conseguido muchas cosas buenas. Pero no es oportuno invitarlo a hablar. La gente se duerme. Debería hacer acto de presencia y basta.

Snijders acaba el café en dos tragos y después mira hacia el colegio de sabios con aire desconsolado.

—Bueno, por esta mañana creo haber escuchado suficiente. ¿Sabéis decirme si aquí cerca hay playas públicas?

—Aquí cerca, no. Hay establecimientos privados en la playa en los que se puede alquilar una sombrilla o una caseta y se tiene acceso al mar —explica Aldo mientras le pone un zumo de fruta a una joven delgada con aspecto de volver del funeral de su gato y cuya tarjeta indica que se trata de Maria de Jesús Siqueira, Universidade de Coimbra, Portugal.

—¿Y cuánto cuesta alquilar una sombrilla? —pregunta Snijders, con un tono que deja claro que el coste del alquiler podría ser decisivo para establecer si el litoral le gusta o no.

—Bah, depende. Entre cinco y diez euros por día. No demasiado —responde Aldo de forma desabrida, tras examinar a Snijders como preguntándose si semejante tipo había visto alguna vez diez euros juntos en su vida.

—Mmm. Es caro, indeed. Bueno, puedo volver a la conferencia… —apunta con aire sonriente, aunque levemente afligido.

La portuguesa, que se ha quedado allí parada con su vaso en la mano, presumiblemente sin entender nada, amaga un esbozo de sonrisa que a continuación esconde, hundiéndola en el zumo de fruta.

—Si le interesa —interviene Massimo—, el hotel tiene piscina. Se encuentra detrás de los setos de adelfa. Está reservada a los clientes del hotel.

Yo soy cliente del hotel, dice la luz que se enciende en los ojos de Snijders.

Sentado en la oscuridad de la sala de conferencias, Koichi Kawaguchi sufría atrozmente.

En primer lugar, sufría por las conferencias. Todas las conferencias previstas para la jornada eran impartidas por químicos experimentales y él no era ni químico, ni experimental. Koichi Kawaguchi era un informático que había desarrollado, junto a otros investigadores de su departamento, un código para el cálculo de las propiedades mecánicas de los compuestos de base polimérica. Puesto que este código, en principio, podía ser usado —y apetecido— por todos los que se dedicaban a investigar en el campo de las macromoléculas, su departamento había mandado a un portavoz para presentar el código y hacer un poco de publicidad a todo congreso cuyo tema guardase relación con los polímeros, aunque fuera sólo tangencialmente, incluyendo el presente congreso, cuyo tema era la síntesis y la caracterización de polímeros funcionalizados y biofuncionalizados. O dicho de otro modo, un asunto por el cual Koichi no sentía el más mínimo interés, estudiado por gente a la que presumiblemente no interesaba su código.

Por tanto, las perspectivas que se le presentaban a Koichi eran un congreso en el que asistiría a las sesiones orales (saltarse las conferencias no era una opción) escuchando ponencias de las cuales no entendería nada y que, en todo caso, no le interesaban en absoluto.

Aunque Koichi esto lo podía soportar.

El otro aspecto que se le planteaba a Koichi era el de pasarse todo el turno de la poster session delante de su póster de traje y corbata, como la costumbre japonesa impone a todos aquéllos que presentan un trabajo mediante un póster o en una sesión oral; póster frente al cual, probablemente, no se detendría nadie, obligando a Koichi a varias horas de humillante e inmóvil espera delante de su tablero.

Aunque también esto lo podía soportar Koichi.

Todo ello tendría lugar en la sala de conferencias del hotel Santa Bona, cuyas sillas de plástico duro se concertaban de forma admirable con el funcionamiento discontinuo del aire acondicionado para fastidiar al congresista, el cual, durante los diez minutos en que el aire acondicionado estaba de vacaciones, sudaba como un maratonista, y los siguientes diez minutos, en los cuales la instalación, posiblemente sintiéndose culpable, intentaba recuperar su crédito soplando aire frío de manera vigorosa, corría el riesgo de contraer una patología a elegir entre la pleuritis y el lumbago.

Aunque también esto Koichi conseguiría soportarlo.

Lo que de verdad no conseguía soportar era que la sala de conferencias del hotel contaba con una pared acristalada. A través de esa pared acristalada, se veía un seto de adelfa. Detrás del seto de adelfa, Koichi, varios minutos antes, había visto desaparecer al extraño profesor holandés, en bañador y con un flotador, con un libro en la mano. Ahora, cada tanto, se veía aparecer por las aberturas del seto la silueta de A. C. J. Snijders sentado en el salvavidas, sosteniendo el libro con una mano y con la otra blandamente abandonada en el agua, en evidente paz con el mundo y consigo mismo.

—En tu opinión, ¿podrán terminar con todo esto?

—No sabría decirte. Si lo logran, los admiro muchísimo. Y llevaré una flor sobre sus tumbas.

—Vale, no exageres.

—No exagero en absoluto. Mira qué cantidad de cosas. Si de verdad estos viejos acaban con todo esto, alguno nos dejará las arrugas.

Eran las cuatro y media de la tarde y, mientras se desarrollaba la primera parte de la sesión posmeridiana del congreso, con el misterioso título de «Proteinbinding, folding and recognition», Massimo y Aldo estaban terminando de acomodar en las mesas situadas frente a la piscina las bandejas y las jarras destinadas a la merienda de los sabios.

De la parte alimenticia de la tarde se había ocupado personalmente Tablón, chef del restaurante de Aldo y convencido defensor del binomio cantidad-calidad.

Para organizar un aperitivo-tentempié-bocado a media tarde, Tablón había pensado en aprovechar sus recientes vacaciones en España y llenar los diez metros cuadrados de mesa a su disposición con una magnífica extensión de tapas de toda clase. Desde detrás de la mesa, Massimo admiraba, salivando, la alineación de canapés variopintos: tortillas de patata, tostadas de bacalao desmenuzado, pequeñas salchichas adornadas con un velo de alcachofa, ramilletes de brócoli cubiertos de beicon y espolvoreados con granillos de cebolleta crujiente, tomates rellenos de queso de cabra y perejil, y demás. Algo que daba alegría de sólo verlo. Y hambre, claro, de la que Massimo estaba siempre bien provisto. Por lo demás, es nieto de Ampelio y la sangre no es agua.

Sin embargo, los canapés estaban demasiado bien colocados. Todos ordenados, en puñados compactos y simétricos. Era imposible coger uno antes de que llegara la horda sin que quedara un agujero evidente. Por eso, Massimo estaba tratando de valorar cuántas posibilidades tenía de que los congresistas dejaran algunos supervivientes para poder luego declararlos prisioneros y proceder, por tanto, a su ejecución después de haberlo recogido todo, acaso disfrutando del fresco de las siete de la tarde mientras yacía sentado en una tumbona junto a la piscina, sin ningún pensamiento en el mundo. Total, en el bar Tiziana estaba hasta las ocho. Por otra parte, los eruditos ya habían dado pruebas de su talento esa misma mañana, cuando habían incursionado en las mesas de la pausa para el café sin dejar más que servilletas desdobladas y algunos restos de zumo de piña.

Para distraerse del pensamiento de la comida, dado que todo se encontraba listo para el inicio de la pausa, Massimo se había sentado con los cascos del iPod en los oídos a disfrutar de un buen popurrí de éxitos comerciales de los años ochenta a hoy.

Mientras él escuchaba música, hundido en la sillita de plástico, Aldo había sacado del bolsillo un mazo de cartas de póquer, aún dentro de su estuche plastificado. Lo abrió, extrajo el mazo y lo extendió en un abanico perfecto, de manual, con cada carta mostrando en el ángulo el palo y el valor antes de ser cubierta por la anterior. Cerró el mazo, lo cortó y lo barajó a la americana. Luego, sacó una carta del mazo y se la mostró a Massimo con el aire de quien está a punto de hacer algo sorprendente, pero debió de cambiar de idea porque, casi de inmediato, la volvió a meter en el mazo, que dejó detrás de la mesa.

—Ya estamos. Levántate, quítate esa cosa de las orejas y échame una mano.

—¿Y no haces ningún jueguecito para Massimo?

—Ninguno. Luego te lo hago, si te portas bien. Están llegando los bárbaros.

En efecto. Las puertas acristaladas que daban a la terraza se habían abierto y desde la sala de congresos los sabios se desperdigaban al aire libre, siguiendo trayectorias diversas. Algunos se demoraban, con paso plácido, hablando con otros colegas de proteínas; otros, en cambio, se dirigían con decisión hacia las mesas de los carbohidratos. Otros, en cambio, sacando de los bolsos los ordenadores portátiles, buscaban un rincón tranquilo en el que se captara bien la señal Wi-Fi para revisar el correo y comprobar que, en su ausencia, el mundo seguía girando. De cualquier modo, más pronto o más tarde, todos encontraron la manera de pasar por las mesas y llenarse el platito, como era su derecho, mientras Massimo y Aldo servían, ofrecían y esperaban.

—No eres el único de manos rápidas aquí dentro —dijo Massimo en un momento dado.

—¿Cómo?

—Estos alemanes de aquí delante, ése de camisa blanca y aquél con el pelo a cepillo. Están comentando que esta mañana alguien ha robado un ordenador durante la pausa.

—Ah. Qué científicos tan honestos.

—No necesariamente. Puede haber sido cualquiera. Quizá alguien del hotel.

—Tienes razón —respondió Aldo—. Puede ser cualquiera. Incluso tu amigo.

—¿Mi amigo?

—Sí, el que la tiene tomada con los viejos —dijo Aldo, con un guiño.

Massimo siguió su mirada. A poca distancia, A. C. J. Snijders conversaba tranquilamente con varios jóvenes a la vez que bebía un vaso de agua mineral.

—Me parece que la cosa es mutua —repuso Massimo mientras, con creciente frustración, veía que los canapés de las bandejas iban raleando, lenta pero inexorablemente; sobre todo el bacalao desmenuzado, que a Massimo le gustaba tanto y que, desde el momento en que había puesto la mesa, le había hecho aumentar la salivación: parecía uno de los más solicitados y quedaban pocas esperanzas de que algún trocito pudiera escapar a la atención de los congresistas.

—¡Por favor…! —exclamó Aldo después de haber tendido una servilleta a una francesa de mediana edad que se había manchado de manera horrible con el café—. Aparte de todo, se necesita también un mínimo de respeto por uno mismo. Tú dime si un profesor universitario puede ir por ahí con esa pinta. Parece que lo acaben de soltar de un secuestro.

—No lo entiendo. Qué tiene que ver cómo vaya uno vestido —alegó Massimo tras echar un vistazo a Snijders, que, en efecto, daba la impresión no tanto de una persona que se hubiera vestido así espontáneamente, sino de alguien que hubiera sido agredido por su ropa—. Es el cerebro lo que cuenta. Además, si uno no hace mal a nadie, por mí puede ir por ahí incluso con el culo pintado de azul.

—No lo digas demasiado alto, quizá alguien te tome en serio. En cambio, no veo al japonés alto.

—Mmm. Creo que se sintió mal.

—¿Cómo?

—Uno de estos tipos de por aquí cerca hablaba antes de que un tal Asahara se había hecho daño en su habitación justo después de la pausa para el almuerzo. Se había tropezado con una alfombra y golpeado la cabeza contra una cómoda. Estoy seguro de que el viejo japonés del que hablaba hoy el tipo se llamaba Asahara. Además, tropezar con una alfombra me parece acorde con el personaje, por lo que creo que se trata de él. Nada grave, de todos modos. Sólo se ha hecho una herida y lo han llevado a Urgencias para darle unos puntos.

—Pobre hombre. Lo siento —dijo Aldo, con un tono de voz que permitía entrever que a él todos los Asahara de la Tierra le importaban un pimiento.

—Yo también —respondió sinceramente Massimo mientras miraba con resignación cómo una mano femenina se tendía sobre la bandeja y se apoderaba de la última tostada de bacalao desmenuzado.

Siguió la tostada a lo largo del trayecto hacia la boca de la propietaria y fue compensado por el hecho de que la boca en cuestión pertenecía a una muchacha bastante bonita. Es más, muy guapa. Cabello rubio, ojos azules de corte alargado, cejas arqueadas. Elegantes, pero no hurañas. Probablemente, también tenía una hermosa sonrisa; esto Massimo sólo podía suponerlo, ya que la rubia acababa de engullir la tostada y estaba masticando con energía, pero alguien así debía de tener una hermosa sonrisa.

Una de ésas a las que les contarías la historia de tu vida.

Despacio, sin ninguna señal o aviso, los congresistas comenzaron a encaminarse hacia la sala de conferencias. Mientras entraban, Massimo siguió a la rubia con la mirada durante varios segundos, intentando ver en su tarjeta cómo se llamaba y de dónde venía. No lo consiguió. Paradójicamente, no se detuvo sobre el resto de la persona. Para Massimo, una chica con un rostro tan bonito podía hasta ser plana como una mesa.

Vio que los congresistas se metían en la sala y, a través de la puerta acristalada, observó a uno de los organizadores coger el micrófono y pronunciar algunas palabras con aire severo. Mientras hablaba, los congresistas empezaron a mirarse unos a otros, incrédulos.

—Massimo, despierta. Hay que ordenarlo todo.

Massimo se volvió. Aldo se había arremangado la camisa por encima de los codos (míralo, hablando de estilo y luego se arremanga) y había comenzado a recoger los restos de servilletas, palillos y otras cosas de la mesa.

—Perdona, me he distraído un momento. No entiendo qué sucede allí.

—¿Allí, dónde?

—Allí, en la sala de congresos. Debe de haber ocurrido algo.

En efecto, muchas personas se habían puesto de pie y habían comenzado a hablar entre sí, mientras el locutor había dejado el micrófono sobre la mesa y se había unido a uno de los grupitos. Automáticamente, Aldo se abrochó los puños de la camisa y se dirigió hacia la sala. ¡En vez de ocuparse de sus asuntos!, pensó Massimo, y se puso a ordenar las bandejas.

Cerca de un minuto más tarde, Aldo volvió. Se desabotonó de nuevo los puños y miró a Massimo como si tuviera algo que decir. Massimo lo observó y posó las bandejas a un lado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó sin preámbulos, dado que era evidente que había sucedido algo.

—Si he entendido bien… —comenzó Aldo, pero se detuvo.

—Si has entendido bien…

—Ese japonés, Asahara. Parece que ha muerto.