Inicio

La escena podría hacer pensar en un rito religioso, lo cual es extraño, porque se desarrolla entre las mesas de un bar al aire libre.

El oficiante es un tipo en la treintena, alto, con una gran nariz aguileña y un vago aire de Oriente Medio. Se mueve con calma hierática entre tamariscos y mesas; el paso, sistemático y solemne. En los brazos sostiene, como a un niño, un pequeño ordenador portátil, que consulta con un aire que oscila continuamente entre satisfecho y ceñudo mientras explora la jungla de sillas y sombrillas. Debe de estar familiarizado con el lugar: se desplaza sin levantar los ojos de la pantalla, pero consigue evitar atropellar los diversos muebles. A veces, en las que se podría considerar estaciones particularmente significativas de la liturgia, comienza a trazar extrañas señales ligeramente cruciformes con el ordenador a la vez que sus labios se mueven en sumisa plegaria. Desde lejos sólo llegan incoherentes fragmentos de la oración, algo del tipo «ostia puta, hasta hace un segundo había señal».

En vez de las beatas que habitualmente atestan los lugares de culto, hay una hermosa muchacha de pelo rojo que lleva una camiseta blanca con la inscripción «Il BarLume». Uno no repara en el resto de la vestimenta, pero la camiseta se queda grabada. Está bien, no exactamente la camiseta. La muchacha mira al presunto sacerdote con poca fe y mucha preocupación, y marca unas crucecitas en una hoja de papel en la que está dibujado esquemáticamente el exterior del bar.

A poca distancia del oficiante, con aire plácido y distendido, lo siguen cuatro extraños monaguillos. Extraños por la edad, porque, de costumbre, los monaguillos tienen entre diez y quince años, mientras que los personajes en cuestión revolotean en torno a la setentena. Extraños por el lenguaje, porque, aunque es normal que los monaguillos hablen durante la misa, si utilizaran el léxico del viejecito de chapela y jersey serían descalificados de por vida. A veces el celebrante se vuelve y los mira con cara de pocos amigos pero, como auténticos monaguillos, ellos no lo tienen en cuenta y siguen hablando.

—¿Cómo has dicho que se llama esa porquería?

—Uáirless.

—¿Cómo?

—Uáirless. Es inglés, Ampelio. Significa «inalámbrico». Es un modo de conectarse a la red telemática.

Quien había hablado era Aldo, viudo setentón de buen aspecto. Aldo es el único representante del cuarteto de veteranos jovencitos que aún no ha cedido a los atractivos de la jubilación: desde hace varios años posee y administra un restaurante llamado Boccaccio. El Boccaccio tiene un servicio enérgico pero cortés, una bodega ilimitada que va de Francia a Nueva Zelanda y un cocinero excepcional, Otello Brondi, apodado amistosamente Tablón por la dimensión de sus manos.

Amante de la música barroca, de la literatura clásica y de las mujeres que respiran, en la actualidad Aldo es una de las tres o cuatro personas vivas en condiciones de expresarse en un italiano gramaticalmente correcto, libre por completo de anglicismos y de una decidida pulcritud.

Algo de lo que es orgullosamente incapaz su interlocutor directo, que se llama Ampelio, cuenta ochenta y tres años y es el abuelo del camarero (perdón, del barman). Ha tenido un feliz pasado como jefe de estación, sindicalista y ciclista aficionado y ahora tiene un sereno presente de tardes y anocheceres pasados en compañía de sus añejos amigos en el bar de su nieto. Que es el que está vagando con el ordenador en la mano.

—Ah. ¿Qué es, como Interné?

—Es Internet. Pero inalámbrico. Si tienes un ordenador portátil, vienes al bar y te conectas directamente, sin necesidad de cables.

—Entiendo. Tú vienes al bar y, en vez de hablar con Ugo y Gino, te conectas a Interné y observas qué sucede en Australia. Mientras observas Australia, a dos metros de ti Ugo y Gino hablan de lo bien que folla tu novia. Por favor, por…

—Ampelio, no digas tonterías. Internet es un medio. Depende de cómo lo uses. Tienes acceso a miles de millones de informaciones. Lo sabes todo de todos, lo verdadero y también lo falso. Y todo eso, a una velocidad de miedo y sin moverte de casa.

—Aldo tiene razón —dice Del Tacca—. Lo sabes todo de todos en cuanto sucede, incluso cuando no sucede nada. Y sin salir de casa. Es como tu mujer, Ampelio, pero la puedes apagar.

El tercero en hablar es conocido por los habitantes de Pineta simplemente como «el Del Tacca del ayuntamiento»; esto para distinguirlo del «Del Tacca de Foce Nova», que vive cerca de la desembocadura nueva, del «Del Tacca del tranvía», que hacía de cobrador, y del «Del Tacca de la Agip de la avenida», cuya actividad laboral nos parece oportuno pasar por alto; digamos que no trabaja como empleado de gasolinera. El Del Tacca del ayuntamiento es un hombrecito gordo, casi más ancho que alto, que a primera vista puede parecer un poco altivo pero que, en realidad, es tan antipático como pisar una caca. Virtud desarrollada, junto al amplio porcentaje de tejido adiposo, en el transcurso de los años en el así llamado trabajo en el ayuntamiento de Pineta: años de desayunos forzosos, trámites perdidos y partidas semiclandestinas de tres sietes mientras la gente hacía la cola frente a una ventanilla en la que figuraba un cartelito de «enseguida vuelvo».

Entre tanto, el ministro del culto ha cerrado la pantalla del ordenador y se ha sentado a la mesa de la muchacha procaz. La muchacha se llama Tiziana y trabaja en el BarLume[1] desde hace dos o tres años como chica para todo. El ya citado BarLume es propiedad de Massimo, que corresponde como persona física tanto al ministro del culto como al nieto de Ampelio. En resumen, el tipo que se ha sentado se llama Massimo y es el camarero.

Massimo enciende un cigarrillo, mira la hoja que le tiende Tiziana y frunce el ceño.

—Aquí está todo.

No es una pregunta, es una afirmación. Incluso un poco desconsolada.

—Sí. Aquí está todo.

Tiziana no añade nada. Tendría ganas de hablar porque es una muchacha alegre y solar, pero también es una persona inteligente. Por tanto, ha comprendido al vuelo que su patrón detesta particularmente las preguntas inútiles y, aunque con un cierto esfuerzo, se abstiene de hacerlas.

—Entonces, recapitulemos. Las cuatro mesas junto a los tamariscos no tienen señal.

—Sí. Es decir, no, no la tienen.

—Y las tres cercanas a la columna, señal débil.

—Exacto.

—Y la mesa de debajo del olmo, señal excelente.

—Exacto. Entonces…

Entonces una mierda, piensa Massimo. No es posible, coño. Es una conjura. Pongo Internet vía satélite en el bar, me gasto una pequeña fortuna, pierdo las tres o cuatro neuronas aún conectadas que me quedaban al instalarlo, especifico los parámetros correctamente y demás, y al final ¿qué sucede? No funciona. Peor, funciona a rachas. La señal da asco. Oscila, se atenúa, escupe. Hay señal en un solo punto, joder. Fuerte, precisa e inquebrantable. En una sola mesa. En la mesa de debajo del olmo. En la mesa en que mi abuelo y los otros adoradores del Gerovital pasan toda la tarde todas las tardes, de abril a octubre, desde que abrí. Lo siento, pero que se apañen. Necesito esa mesa.

Empieza la tarde y el bar, junto con la mayor parte del pueblo, se está concediendo la larga cabezadita posmeridiana que precede a la hora del aperitivo. Fuera, en las mesas, sólo hay dos muchachas con un ordenador portátil y dos cafés batidos, cerca de los tamariscos, y los cuatro alféreces de la tercera edad, orgullosamente descollantes en las sillas de la mesa de debajo del olmo. Tiziana, después de haber tomado nota de los pedidos de los susodichos, entra en el bar.

—¿Massimo?

—Presente.

—A ver, dos cafés, uno normal para el abuelo y un carajillo de anís para Aldo. Un amargo Averna con hielo para Pilade y una quina para Rimediotti.

—Bien. Hazme los cafés, Tiziana, por favor. De lo demás me ocupo yo.

Massimo coge una bandeja de madera y la apoya sobre la barra, se inclina debajo del mostrador y extrae una botellita de un líquido oscuro. La mira amorosamente durante un momento, luego la empuña y la sacude con fuerza una decena de segundos.

La apoya con delicadeza sobre la bandeja con el abridor al lado y a continuación vierte un dedo de amargo en un vaso, añadiendo para completar otro medio dedo de vinagre balsámico; luego, coge un cubito de hielo directamente con los dedos y lo deja caer con aire profesional en el vaso. Por último, examina con atención los dos cafés que Tiziana ha preparado y depositado en la bandeja. Toma un decidido sorbo de ambos; después, con ademán de autoridad, rellena el contenido de las dos tazas con agua con gas recién sacada de la nevera y añade una pizca de zumo de limón para Aldo que, por otra parte, quiere un carajillo.

—Listo. Puedes llevártelo.

—Massimo, venga…

—¿Qué?

—No hagas el idiota, venga.

—No se ofende al amo. Es de mala educación y falta de astucia. Te despido, ¿sabes?

—No he dicho que seas idiota, he dicho que haces el idiota. Perdona, pero pobres viejos.

—Una porra, pobres viejos. ¿Les he pedido o no que, por favor, cambiaran de mesa?

—Sí, Massimo, pero tú también debes entender que…

—No «tú también», sólo «tú». Massimo debe entender. Massimo debe entender que los viejos, pobrecillos, tienen sus costumbres. Massimo debe entender que debajo del olmo se está fresco. Por otra parte, no veo por qué Massimo debe tomárselo tan a pecho. En el fondo, el bar no es suyo. Se lo han expropiado los viejos. Que se aguante.

—En cualquier caso, yo no les llevo esa porquería.

—No hay problema. Está viniendo Rimediotti.

En efecto, en el bar ha entrado un viejecito algo más decrépito que los demás. Es alto y macilento, con una camiseta azul a rayitas horizontales y pantalones color anciano; todo ello le da un aire ambiguo, a medio camino entre un enfermo crónico y un fugitivo.

Massimo siempre lo había oído llamar «Rimediotti» y sólo después de muchos años descubrió que, en un tiempo lejano, había sido bautizado con el nombre de Gino. Es un viejecito tranquilo, de ideas vagamente nostálgicas sobre las dos décadas del fascismo, y un notable jugador de billar.

—¿Ya está, Massimo? ¿Me lo puedo llevar?

—Por favor, Rimediotti, cójalo.

Rimediotti agarra la bandeja y se marcha. Massimo oye que en la radio está sonando Y. M. C. A., de los Village People, sube el volumen y se pone a lavar los vasos siguiendo el ritmo. Cuando alza la cabeza, a través de la cristalera ve en la mesa a los cuatro viejos que gesticulan, aparentemente dedicados a una improbable danza al son del grupo de simpáticos gays californianos que resuena en el interior del bar. En un momento dado, los cuatro se levantan, decididos, pero, en vez de hacer «Uaaai-em-si-éi» con los brazos, como la fantasía de Massimo esperaría, apuntan, guiados por Ampelio, hacia el bar.

Entran hablando o, más bien, gritando, todos juntos. A través de una paciente obra de convolución de la señal acústica, necesaria para separar las voces de los viejecitos de los alegres aullidos provenientes de la radio, se entiende que Rimediotti acusa a Massimo de haberle arruinado la ropa, Aldo lo acusa de haberle cortado la digestión y Ampelio lo acusa de ser un hijo de puta. Sólo Del Tacca permanece callado, mirando con muy mala cara a Massimo. Éste se siente en el deber de preguntarle:

—¿Y usted, Pilade, no tiene nada de qué lamentarse?

—En tu opinión, ¿eso era un amargo? —responde Del Tacca, todavía mirándolo con cara de pocos amigos.

—¡Tú no eres normal! Tú —chilla Rimediotti desde debajo de la cortinilla de pelo abrillantada de quina a causa de la explosión de la botellita, lo que le da un aire aún más desastrado—, ¡eres un criminal! ¡Eres un retrasado! ¡Eso eres! ¡Un cretino! ¿Cómo es posible?

—Lo siento, Rimediotti —dice Massimo mientras continúa lavando los vasos—. A veces ocurre, usted también lo sabe. Los tapones de las botellas saltan. Creo que es a causa de la presión del anhídrido carbónico de su interior. O, más bien, de la diferencia de presión entre interior y exterior. Además, he leído en alguna parte que esta diferencia de presión es más acentuada bajo los olmos. En mi opinión, cerca de los tamariscos no habría sucedido nada. ¿Puedo ofrecerles alguna otra cosa? —pregunta Massimo con el tono solícito del camarero.

Un tétrico silencio por parte de los viejos sigue a la propuesta de Massimo.

Cuando dos voluntades fuertes comparten un objetivo y ninguna de las dos tiene la intención de retroceder de las propias posiciones, es inevitable llegar a un enfrentamiento. Como dos motores, los contendientes avanzan el uno hacia el otro sin ninguna preocupación por las consecuencias y sin ninguna posibilidad de reflexión. El más duro gana.

La historia se compone de episodios semejantes. Pensad, por ejemplo, en César y Antonio. Pensad en Churchill y Stalin. Pensad en Zidane y Materazzi.

También aquí ha llegado el momento. Nos encontramos en el enfrentamiento directo. El ambiente parece vitrificarse, como conviene al momento del duelo, mientras los contendientes se miran, circunspectos. Por desgracia, en vez de la música de Morricone, que habría venido tan bien, la banda sonora de la situación está constituida por el inoportuno berrido entusiasta de los Village People, que sostienen a coro que no hay manera de ser infeliz si participas en una bonita fiesta llena de maricas.

Despreocupándose de la amena música de fondo, los duelistas se estudian con aire amenazante.

Lenta pero ineluctablemente, el volumen de la música baja.

La canción está a punto de terminar.

Dentro de poco, será el momento.

—Perdonen…

Se trata de una voz tímida, educada, que apenas asoma. Pero es más que suficiente para romper el hechizo.

La voz pertenece a una de las dos muchachas que estaban fuera, en la mesa junto a los tamariscos, que ha entrado en el bar y observa al grupo con un par de ojos azules enormes, como los de los dibujos animados japoneses. Detrás de ella, aparece también su amiga: tiene una expresión de niña inocente y, en cambio, un escote sin duda muy maternal. Massimo mira a la primera muchacha con ademán interrogativo/cortés, mientras los viejos aprueban incondicionalmente a la amiga.

—Quería pedirles un favor. Necesitaría usar Internet, pero en nuestra mesa no funciona muy bien. Ummm… dado que he notado que en la mesa de al lado hay muy buena señal, quería preguntar si sería posible hacer un cambio de mesa.

Sigue un momento de palpable incomodidad.

—No debe preguntármelo a mí. Pregúnteselo a estos señores, la mesa es suya —contesta Massimo con velada perfidia, señalando a los viejecitos.

La muchacha, tras haber identificado, con misteriosa sabiduría femenina, a Ampelio como el jefe, lo mira y le sonríe.

—¿A usted le molestaría hacer el cambio?

Acompaña el conjunto abriendo y cerrando los ojazos de manera persuasiva. Ampelio farfulla algo, turbado, mientras Rimediotti, muy galante, dice:

—Pero, por Dios, señorita, no hace falta que lo pida. Por favor, faltaría más.

—Si a ustedes no les importa…

—Por supuesto —asegura Aldo—, no hay problema.

—¿De verdad? Gracias, entonces.

La muchacha da las gracias con una nueva sonrisa y sale con su amiga.

El silencio sigue a esta escena. Un silencio total, puesto que Tiziana ha apagado la radio. Los viejecitos, que antes apuntaban a Massimo, ladrando al unísono como una manada de lobos présbites, ahora miran cada uno en una dirección diferente y evocan ligeramente a un grupo de desconocidos esperando el autobús 31.

En cambio, Massimo agarra una bandeja y comienza a llenarla con celeridad. Se inclina debajo de la barra para coger la quina y mientras tanto dice:

—Tiziana, un café solo y un carajillo de anís. Después recuérdame que tengo que ir a la óptica.

—Está bien. ¿Tienes problemas?

—No, no. Sólo voy a comprarme un par de lentes de contacto azules. Quizá la próxima vez, si pido algo haciendo ojitos, puede que alguien me escuche.

—Alquílate también un buen par de tetas —repone Ampelio, arisco—. Total, ya comienzas a razonar como las mujeres.

—¿Usted qué desea, Pilade? ¿Un amargo? —pregunta Massimo, indiferente, desde debajo de la barra.

—Mira, Massimo —continúa Ampelio, imperturbable—, el problema es que, incluso con las lentillas, las tetas falsas y todo lo demás, eres tremendamente feo y seguirás siendo tremendamente feo.

—Lo sé —dice Massimo, resurgiendo de debajo del mostrador—. Por lo demás, es algo de familia. Todos tremendamente feos, desde hace generaciones. Con alguna cima, como la tía Enza.

Cuando Enza Viviani de Barontini, hermana de Ampelio y tía de la madre de Massimo, vino al mundo, la señora Ofelia Viviani, de soltera Medori (bisabuela de Massimo y madre de Ampelio, conocida en toda la familia como «Ofelia de Windsor» por la cantidad de oro y joyas que llevaba en las ocasiones solemnes), había recibido la visita de toda la parentela y de conocidos diversos, incluido Romualdo Griffa, padre de Aldo y viejo amigo de la familia. Romualdo, tras inclinarse sobre la cuna y ofrecer al infante un dedo grueso como una baguette, había atronado levantándose con voz estentórea:

—Vaya, Ofelia, enhorabuena. Es un varoncito muy guapo.

—Oye, Romualdo, que es una mujercita.

—¿De veras?

Romualdo se había inclinado de nuevo sobre la cuna, incrédulo.

—Vaya, pobre niña.

Volviendo al presente, también los demás parroquianos se ríen; conocen la historia, porque Ampelio la habrá contado unas cincuenta veces por cabeza. En cambio, Tiziana, que no la conoce, sonríe porque ha entendido que la tormenta ha pasado. Con la misma sonrisa, se acerca a Rimediotti, que a pesar de todo continúa refunfuñando mientras la quina le destila, implacable, del efervescente mechón; lo aplaca con la misma sonrisa, le inclina levemente la cabeza hacia abajo y le seca la cabellera. El venerable anciano, que, gracias a la posición de la cabeza, se encuentra de repente frente al pecho de Tiziana, le da las gracias y se ruboriza.

En resumen, después de la tempestad viene la calma: el clima es de camaradería fraternal y, gracias al recuerdo de Massimo, ahora Ampelio se siente proclive a remover el pasado y a ponerse a contar las mil historias de cuando él y los demás caballeros del Instituto Nacional de la Seguridad Social eran jóvenes, e incluso de antes. Puesto que para bloquear a Ampelio cuando decide relatar algo que se remonta a los tiempos de su remota juventud es necesaria la intervención de la OTAN, y dado que nuestro añejo héroe es un narrador de indiscutible talento, aunque de repertorio limitado, el resto de los presentes se dispone de buen grado a escuchar.

Del Tacca, ante un vaso de amargo cien por cien, atiende a Ampelio sin mirarlo y ríe para sus adentros. Rimediotti y Aldo escuchan de pie, cabecean en reconocimiento cuando Ampelio introduce a un personaje del pasado para mostrar que lo recuerdan y que, desde luego, se trataba de todo un carácter. Tiziana escucha divertida las historias inverosímiles del viejo bribón de memoria escandalosamente inmune a los efectos de los años y de las arterias endurecidas; cada tanto mira con cara de pocos amigos a Massimo, que continúa haciendo que trabaja de camarero, cortando, moviendo, mezclando y lavando para no darle una satisfacción a su abuelo, aunque, en realidad, lo escucha también él.

En un momento dado, Ampelio comienza a hablar de cuando Aldo y él trabajaban en Pisa y sustituían en broma los menús que había expuestos fuera de los restaurantes turísticos que rodeaban la plaza dei Miracoli por otros producidos artesanalmente, en los que figuraban platos improbables como el carpaccio de culo de camello o la menestra de pelos. Massimo, que ha oído la anécdota n veces, coge una bandeja y sale al exterior para retirar los vasos de las dos muchachas que han conquistado la mesa situada debajo del olmo.

Las halla en un estado de gran agitación.

La muchacha de los ojazos y su amiga clican frenéticamente con el ratón, abriendo todos los archivos presentes en el escritorio, en busca de algo que no encuentran. La muchacha de los ojazos tiene la desesperación pintada en el rostro y está a punto de sufrir un ataque de histeria; su amiga, en cambio, está acurrucada sobre sí misma y muestra una conmovedora expresión de perrito cándido. Pregunta tímidamente a su amiga:

—Pero ¿de verdad ya no está?

—Oh, yo no la encuentro. Pero mira… pero cómo co… pero cómo es posible… ¡si estaba! ¡Estaba aquí! ¡Dios santo!

—Con permiso —dice Massimo, arrebatando el portátil de manos de la muchacha y posándolo velozmente en una mesa colocada junto a los tamariscos. Luego vuelve donde las dos chicas, que lo miran pasmadas.

—Tranquila, allí no hay señal. No he podido evitar ver la pantalla. Se te han dañado algunos archivos. ¿Has abierto la ventana de un navegador?

—S… sí —responde la amiga pechugona, porque la muchacha de los ojazos sigue observando a Massimo como si fuera una liebre parlante—. He abierto una ventana porque le quería enseñar un sitio de Barcelona y en un momento dado… No sé, en un momento dado…

—En un momento dado, la ventana ha cambiado de color y se ha colgado.

—¡Sí! Tal cual. La ventana se ha puesto verde y…

—Mmm. Es un virus que desde hace dos o tres días está circulando bastante. Funciona sólo si el ordenador está en red, o sea que ahora no tienes que preocuparte. ¿Guardabas algún documento importante?

La muchacha de los ojazos asiente con la cabeza, aún en estado semicatatónico.

—Mi presentación.

—¿Cómo?

—La presentación de mi seminario. Las transparencias con las que tenía que dar el seminario.

—Con las que tendrás que dar un seminario —puntualiza Massimo con cierta puntillosidad.

—Con las que tendría que haber dado el seminario —rebate la muchacha, enfadándose—. ¡Con las que tendría que haber dado el seminario, pasado mañana! Ahora qué co…

—Perdona si te hago preguntas inútiles, pero ¿estás segura de que no has guardado el seminario en ninguna otra parte?

—No, ¿por qué habría debido hacerlo?

—Por muchos buenos motivos. Lo que acaba de suceder, por ejemplo.

La muchacha lo mira con odio.

—He trabajado siempre en ese ordenador. ¡Cómo voy a saber que te conectas a Internet y hay hijos de puta que te hacen semejantes trastadas!

Massimo podría objetar que semejantes virus rondaban desde hacía varios años y que, si uno tenía un ordenador, ignorar su existencia era una actitud de mujer neandertal; pero, como persona experimentada, sabe perfectamente que, argumentando con coherencia respecto de una ligereza cometida por una mujer histérica con esa misma mujer, no llegaría a ningún resultado. Por eso elige el camino de la decisión.

—Conozco bastante bien el sistema operativo que usas. Creo que podría encontrar una versión reciente del archivo. ¿Cuándo lo creaste?

—Bueno, hace una semana, más o menos.

—¿Cuándo lo abriste por última vez?

—Estaba abierto cuando ha sucedido todo este lío. Hace media hora, diría. Pero mira…

Demasiado tarde. Massimo se ha sentado ante el portátil y ahora sus dedos danzan sobre el teclado como pequeños martillos rosa, emitiendo un extraño ritmo sin demasiado sentido. La muchacha intenta decir algo, pero Massimo la hace callar con un gesto de la mano mientras, con la otra, continúa ritmando órdenes en el teclado. Entonces mira a Tiziana, que ha aparecido hace algunos minutos y sigue la escena como observadora neutral.

—Pero… Mi ordenador…

—No te preocupes. Massimo es una fiera con esos artilugios.

—Sí, pero…

—Además, es licenciado. En Matemáticas. Si me dejas decirte algo, yo a Massimo lo conozco desde hace años. Tiene muchos defectos, pero nunca habla por hablar. Si te lo ha dicho, es que sabe hacerlo.

—Sí, pero…

—Tiziana —interviene Massimo mientras sus dedos continúan martillando las teclas—, entre mis muchos defectos se cuenta también una cierta dificultad para hacer las cosas cuando hay gente a mi alrededor. Id adentro, por favor.

—Pero… —alega la muchacha de los ojazos.

A continuación, mira a Massimo y ve que ha encontrado el archivo de su presentación. Está a punto de sonreír, pero Massimo la detiene.

—Aún no he terminado. Necesito tiempo. Id adentro, por favor.

Las muchachas acompañan a Tiziana con obediencia.

Media hora más tarde, la muchacha de los ojazos se ha calmado. Su amiga ha dejado la cara de perro apaleado y ahora muestra una expresión de tranquila alegría que le sienta mucho mejor. Entre tanto, los viejecitos han salido de nuevo y, haciendo como si nada, se han vuelto a poner en la mesa de debajo del olmo para jugar a las cartas. Las muchachas se han quedado en el bar y están charlando de lo divino y de lo humano con Tiziana cuando Massimo entra en el bar con una sonrisa satisfecha. Tiende el ordenador a la muchacha.

—Creo que lo he reconstruido todo. Compruébalo.

La muchacha coge el ordenador y lo apoya directamente sobre la barra. Con el ratón recorre la presentación de principio a fin. Se ven extrañas moléculas en forma de cuadrado, complicadísimos diagramas de síntesis y espectros de absorción de rayos ultravioleta, todo ello con una notable atención al diseño.

—¡Hala! ¡Está todo!

—¿Estás segura? ¿Lo has comprobado bien?

—Sí, sí, seguro. Me has salvado la vida.

—Bueno, tanto como la vida, no. Te he hecho más tranquilo el futuro inmediato.

—De verdad, yo… No sé cómo agradecértelo.

La amiga toma la palabra.

—Yo sé un modo.

Por un momento, Massimo se imagina a la muchacha de los ojazos y a su amiga cubiertas de nata llamándolo desde la cama de su casa. Pero, por el tono con que la muchacha ha hablado, Massimo y ella no han pensado lo mismo. La amiga mira el local y continúa:

—Este sitio es bonito. Sobre todo, la parte de fuera. Podríamos organizar una fiesta aquí después de la cena social del jueves. Una cosa que quede muy clara —dice la muchacha guiñando un ojo—: Quien quiera venir, que venga, pero en un sitio semejante y tras la cena es evidente que sólo deberían venir los jóvenes. De modo que venimos aquí, hacemos vida social como quiere el jefe y nos quitamos de encima a todos los viejos agilipollados. No sé tú, pero yo después de un rato ya no soporto a todos esos carcamales hablando sin venir a cuento.

Ya somos dos, piensa Massimo, mirando fuera hacia su involuntaria colección de anticuario viviente.

—¿Por qué no? —concede la muchacha de los ojazos.

—Mira, hagamos así —propone la otra con aire decidido—. Se lo comentamos al jefe esta tarde, en la puesta en común, y mañana volvemos directamente aquí a decírtelo —añade mirando a Massimo.

—Está bien —responde Massimo—. Si os decidís antes, también podéis decírmelo esta tarde. Total, estoy allí con vosotras.

—¿En qué sentido?

—Antes has mencionado que esta tarde es la puesta en común y tu amiga decía que pasado mañana tenía que hacer una presentación. Por tanto, significa que estáis hablando de un congreso. Por lo que sé, el único congreso en las cercanías —apunta cogiendo un folleto de detrás de la barra— es el XII International Workshop on Macromolecular and Biomacromolecular Chemistry, por Dios, qué desperdicio de mayúsculas, que tendrá lugar en Pineta, en el hotel Santa Bona, del 21 al 26 de mayo.

—Sí, claro. Pero ¿cómo es que tienes ese folleto?

—Porque también los congresistas tienen que comer, y en esos casos se recurre a un servicio de catering. En este caso en particular, el servicio de catering lo hago yo.

—Tú y Aldo —puntualiza Tiziana.

—Bueno, sí. Yo y Aldo, aquel señor de fuera de pelo blanco que está ofendiendo al señor de la chapela, somos los responsables del catering. Por lo cual, salvo que haya alguna sorpresa, esta tarde también yo tendría que estar en el congreso.