Si ése era todo el caos, entonces Italia debía de ser el país más hermoso del mundo. Eso pensaba Koichi Kawaguchi apenas hubo bajado del vuelo JL3476, que lo había recibido en el aeropuerto de Narita y lo había hecho aterrizar, entre incomprensibles aplausos de los italianos presentes en el avión, en una de las pistas de Roma Fiumicino.
Koichi Kawaguchi estaba preocupado porque era la primera vez que salía de Japón, no sólo para ir a un congreso, sino en general, y le habían advertido que Italia era un país bellísimo, pero extremadamente caótico y desorganizado. Además, Koichi era una persona aprensiva, de manera casi patológica. Por tanto, la idea de encontrarse solo en un aeropuerto extraño, en un país cuya lengua no sabía, para tener que coger un vuelo interno que partía sólo dos horas después del aterrizaje desde Tokio, le había producido ansiedad desde hacía casi un mes.
En cambio, todo había ido mucho mejor de lo previsto.
Para empezar, ya al salir Narita había detectado a varias personas que iban al congreso. Aunque no los conocía personalmente, Koichi había observado a unos muchachos que, entre el equipaje, llevaban en bandolera un tubo portaplanos de plástico, lo cual los identificaba inmediatamente como personas que van a un congreso científico.
En efecto, en un congreso, los jóvenes raras veces dan una conferencia o una comunicación oral. Por lo general, para ellos se organiza la llamada «poster session», es decir, unos ratos perdidos en los cuales, de manera muy informal, cada joven científico explica en persona a todo congresista que se detenga delante de su póster qué tipo de investigación ha desarrollado. En general, el póster en cuestión es guardado por su propietario, que lo enrolla con cuidado, en uno de esos tubos portaplanos de los que hablábamos antes, que, de costumbre, no pasan inadvertidos. Esto, dicho sea de paso, no por mérito de su diseño elegante, sino más bien por culpa de su perversa funcionalidad: dichos artilugios son proyectados con esmero a fin de encajarse de manera inesperada en cualquier abertura que les dé la posibilidad de hacerlo, incluidas las piernas del imberbe propietario y de sus vecinos más próximos. Por tanto, la imprevisible dinámica del objeto a menudo da lugar a un corolario de tropezones, traspiés y tirones involuntarios que rompen de manera llamativa la monotonía de la terminal.
Más allá de sus fastidiosas consecuencias en el plano mecánico, los tubos habían permitido que Koichi reconociera a los potenciales congresistas, y por las conversaciones captadas al vuelo había entendido que iban exactamente al mismo congreso.
Por ello, había decidido, con una mezcla de timidez y decisión típicamente niponas, no perder de vista al grupo de compatriotas y seguirlos con discreción, sin presentarse. En efecto, era su primer viaje al extranjero y quería saborearlo solo al máximo. No obstante, estaba totalmente decidido a convertirse en la sombra de sus paisanos y aprovecharlos como perros guía, especialmente a la llegada a Fiumicino donde, estaba seguro, se iba a encontrar frente a un caos dantesco.
En cambio, el aeropuerto romano le había parecido sorprendentemente tranquilo. No había ni rastro de las desbordantes riadas de gente vociferante, pobladas por hordas de carteristas ávidos de billeteras del Sol Naciente, que caracterizaban sus pesadillas a plena luz del día desde hacía varias semanas. Ni un alarido, nada de jaleo; es más, el número de personas era inesperadamente escaso. Compararlo con la cifra que lo engullía en la estación de Shinjuku del metro de Tokio, a la que bajaba cada mañana, era como confrontar la densidad de jugadores presentes en un campo de fútbol respecto de la gente en el fondo del estadio.
La impresión del aeropuerto, a primera vista, era bastante decepcionante, con algo de provinciano. Las pocas tiendas que ocupaban el primer piso eran feas, y decididamente poco atractivos el restaurante-pizzería-cafetería y los dos bares que se disputaban el derecho de saciar al recién aterrizado transeúnte.
No obstante, en contra de lo esperado, el sitio le gustaba.
Le gustaba la evidente calma con que los italianos hacían las cosas, la sonrisa con que el agente de policía le había revisado el documento y deseado una buena estancia en un inglés titubeante, pese a trabajar en un aeropuerto. La inexplicable y, sin embargo, innegable complacencia del camarero al que le había pedido un café, como si tomar un café a aquella hora y en aquel bar fuese lo adecuado para alguien que sabe estar en el mundo. Y el café, oscuro y concentrado, servido en una taza ya templada, estaba buenísimo.
Otras cosas le habían gustado menos, como los servicios. Había oído decir que los italianos eran el pueblo más limpio de Europa; claramente, se le había ocurrido pensar, los servicios del aeropuerto deben de haber sido concebidos para los alemanes. Amplios, sin duda, pero con el suelo mojado y sucio hasta lo inverosímil, el grifo sin medias medidas que, si se abría menos de la mitad, destilaba una mísera y triste gotita a intervalos de dos o tres segundos, o bien, si se abría más, daba la impresión de haber perforado un dique. Además, el asiento de la taza no estaba templado. En Tokio todos los baños públicos tenían la taza con el asiento templado. Había un desacuerdo entre Italia y Japón sobre qué tazas era oportuno entibiar.
Una vez en la sala de facturación, Koichi advirtió que el avión, que habría debido partir apenas dos horas después del aterrizaje del vuelo de Tokio, aparecía con otras dos horas de confortable retraso.
Eso lo tranquilizó aún más. Es decir, lo tranquilizó hasta tal punto que decidió, en plena sintonía con el espíritu italiano, volver al bar y tomarse otro café.
—Un café, por favor. ¿Vosotros qué queréis?
—Para mí, también un café.
—Para mí, un zumo de naranja. Si me tomo otro café, me paso de revoluciones.
Aquella mañana, cuando el camarero del aeropuerto Galilei de Pisa los había visto por primera vez, los tres jóvenes tenían un aspecto decididamente mejor.
Ahora, a las cinco de la tarde, después de siete horas de espera frente a la única terminal del aeropuerto, ofrecían un aire un poco desastrado. Las camisas, a pesar de los continuos ajustes, se salían de los pantalones con resignados bullones asimétricos, y uno de los tres tenía bajo las axilas dos amplios halos de sudor. Las caras estaban abatidas y la conversación languidecía entre gruñidos y quejas genéricos.
—En cualquier caso, es la última vez que me dejo timar así.
—Sí, cómo no. También el año pasado dijiste lo mismo. Además, es automáticamente la última vez que nos dejamos timar así. No sé a vosotros, pero a mí ya veréis cómo no me renuevan la beca.
Quien hablaba así era el más anciano —por más que este término pudiera parecer fuera de lugar para describir a unos treintañeros— de los tres muchachos, un tipo muy alto y de espaldas anchas, con un rostro de rasgos marcados y varios pendientes en el lóbulo derecho. La beca a la que se refería era nada menos que la beca de estudios de 1238,56 euros mensuales, de una duración de un año, que le había sido concedida generosamente el año anterior por el departamento de Química y Química Industrial de Pisa tras haber obtenido el título de doctor, a la espera de que, como le había explicado su profesor, «maduren tiempos mejores para tratar de conseguirte algo más estable», o alternativamente, como decía él, «que alguno de esos vejestorios que fingen preocuparse por nosotros se percate de que tiene ciento treinta años, se retire al campo para cultivar nabos y deje un puesto libre, maldita sea».
Por el contrario, los otros dos camaradas aún eran estudiantes de doctorado, pero la posición de los tres comportaba, como sucede siempre en el caso de los interinos universitarios, deberes no escritos a los cuales era impensable sustraerse; uno de ellos, por ejemplo, preveía que, en el caso de que tu departamento organice un congreso, tú debes formar parte, de manera oficiosa pero obligatoria, del comité organizador. Lo que, en la práctica, significaba que debías ocuparte de la llegada y de las necesidades de los participantes extranjeros en el congreso.
Por eso, en el ámbito del XII International Workshop on Macromolecular and Biomacromolecular Chemistry, los tres habían sido movilizados por la responsable administrativa del departamento de Química para ir a buscar al aeropuerto a varios grupos de profesores y estudiantes extranjeros y escoltarlos al hotel. Tras haber recibido a severos profesores escandinavos, transportado a lomo baúles de ancianas estudiosas americanas, encontrado equipajes e hijos de histéricas investigadoras españolas y guiado rebaños de científicos japoneses hacia el gran autobús que los iba a llevar al hotel, en este momento los tres se hallaban casi al final de la empresa. Para concluirla faltaba sólo una persona que debería llegar en el último vuelo, después de lo cual serían libres de irse a casa. Como a menudo ocurre cuando el final de una tarea ingrata está cerca, ya no podían más.
—Bueno, esperemos que este holandés llegue pronto —dijo uno de los otros dos, tratando de dejar de lado el tema de la beca, que, sin duda, conduciría a consecuencias desagradables para los tres.
A lo largo de toda la jornada, la conversación se había desarrollado en torno a su situación de interinos universitarios. En síntesis, la conclusión a la que habían llegado era que los interinos de la investigación eran considerados por la universidad y por el ministerio más o menos como la flora bacteriana intestinal: unos parásitos. Parásitos buenos, se entiende: necesarios para el buen funcionamiento del organismo (puesto que son los interinos los que realmente trabajan en el laboratorio), pero mantenidos con vida a través de los últimos restos de los recursos ingeridos y, en definitiva, en una situación objetivamente de mierda.
—¿Alguien conoce a este Snijders? —preguntó el tercero—. No habrá que perseguirlo por todo el aeropuerto como al húngaro de antes, ¿verdad?
—No, no —repuso el muchacho alto—. Yo lo conozco, lo he visto en un par de congresos. No hay riesgo de confundirlo.
—¿A qué te refieres?
—Ahora lo verás.
—Justo ahora, mira —indicó el tercero, sonriendo—. Han llegado. Veo movimiento.
—¡Genial! Venga, vamos a buscar a ese germánico y nos vamos a casa.
—Es holandés.
—Holandés o sueco, lo importante es que sea el último.
Al llegar frente a la terminal, el muchacho alto alzó sobre su cabeza un cartel en el que estaba escrito (a mano, los medios son los que son) «XII International Workshop on Macromolecular and Biomacromolecular Chemistry». Casi de inmediato, del grupo de personas que salían de la terminal se separó un tipo de unos cuarenta y cinco años, de un metro setenta escaso de estatura, vestido con una cazadora verde militar que daba particular relieve a la subyacente camiseta anaranjada, metida de cualquier manera dentro de un par de tejanos especialmente arrugados y sin cinturón que terminaban diez centímetros por encima del tobillo, el cual despuntaba de un par de sandalias ultratecnológicas para senderismo. El tipo, que, más allá de una mochila, parecía no traer equipaje, se acercó a los muchachos y los saludó, levantando una mano.
—Buenos días, profesor Snijders. ¿Ha tenido un buen viaje? —preguntó el muchacho alto en italiano.
—Sí, sí. Un buen viaje, de verdad —respondió el tipo en italiano, con un extraño y marcado acento.
Decididamente, Antonius Celsius Jacopus Snijders (para los amigos, es decir, para un gran número de personas, Antón) no tenía aspecto de profesor.
A decir verdad, ni siquiera tenía el aspecto de alguien que contara con un trabajo de cualquier clase o que hubiera trabajado un minuto en toda su vida. En realidad, por más curiosa que pudiera resultar su fachada exterior, Antón Snijders era un magnífico docente y un buen investigador, en condiciones de gestionar un grupo de una decena de personas que llevaban a cabo tareas de investigación de manera digna y original.
—¿Habla italiano? —inquirió uno de los doctorandos, haciendo una pregunta evidentemente inútil, por pura cortesía.
—Mi mujer es italiana —respondió con practicidad Snijders a la que había supuesto correctamente que era la pregunta auténtica, es decir, «¿Por qué habla usted italiano?».
Eso era algo de los italianos que nunca dejaba de llamar su atención: por qué raras veces formulaban preguntas directas. Al muchacho le parecía extraño que un holandés hablara italiano, pero habría considerado maleducado interrogar directamente «¿Por qué habla italiano?». Él no se habría planteado ese problema —en cuestiones de educación, Snijders nunca se planteaba demasiados problemas—, pero ellos sí. Era curioso. Se concentró en uno de los muchachos, que le estaba dando explicaciones logísticas.
—El hotel está a un cuarto de hora de taxi de aquí. Enseguida le llamamos uno.
—No, gracias. No es necesario que llaméis.
—¿Ya le espera alguien? —preguntó uno de los tres.
—No, pensaba caminar hasta el hotel.
Los tres se miraron. Por las expresiones que mostraban, estaba claro que pensaban que habían entendido mal.
—Mire, profesor —advirtió uno de los tres destacando la palabra profesor, quizá para recordarle que, por lo general, de un intelectual se espera una mala forma física—, el hotel está a diez kilómetros de aquí.
—Lo sé —dijo Snijders, aún sonriendo—. He estado sentado durante tres horas. Tengo ganas de mover las piernas.
—¿Está seguro? Son diez kilómetros. Tardará dos horas.
—No tengo demasiada prisa.