Al abandonar el sendero habían tomado la dirección Este, avanzando con dificultad por un terreno donde no existían huellas de que nadie hubiese pasado por allí anteriormente.
Temían ser perseguidos y buscados por los Hombres de Venus, que querrían vengar en ellos la destrucción de la valiosa estación de radio y la muerte de dos de los suyos. Al amanecer buscaron refugio en la angosta oquedad de un risco. Estaban rotos de cansancio y de hambre, y el frío era muy intenso.
Hacia las ocho de la mañana Richard Balmer despertó de un codazo a Miguel Ángel, que dormía acurrucado en el pequeño espacio, envuelto en una manta.
—¡Eh, teniente! ¡Tenemos un platillo volante a la vista!
Miguel Ángel fue a atisbar entre los ralos hierbajos que cubrían la entrada al refugio. Vio un platillo volante que, como suspendido del espacio por hilos invisibles, parecía explorar desde lo alto cada palmo del terreno.
El viento zarandeaba en ocasiones a la máquina y, en general, esta parecía afectada por la corriente de aire que la empujaba desplazándola lentamente.
—Me pregunto cómo se las arreglarán para sostener «eso» en el aire —murmuró Arthur.
—¡Chist, no hablen! —ordenó Aznar sigilosamente.
—¡Caramba, no hay para tanto! No creo que puedan oírnos desde allí arriba.
—¿Quién sabe? También nosotros tenemos aparatos auditivos de gran sensibilidad, que permitan escuchar una conversación sostenida en voz baja a cien metros de distancia.
Los cuatro hombres esperaron en silencio sin apartar sus ojos del platillo volante. Este, empujado por el viento, se fue alejando hasta desaparecer en la distancia.
Aunque no vieron ningún otro aparato en el resto del día, el temor a los platillos volantes que les buscaban les mantuvo escondidos en su agujero.
Con las últimas luces del día abandonaron su refugio y se pusieron en marcha. La oscuridad de la noche les alcanzó en un paso tan difícil que les obligó a esperar la aparición de la luna, aprovechando para comer algo.
Hacia las once de la noche salió la luna y continuaron la marcha.
Las luces del alba les alcanzaron al pie de un ventisquero, punto culminante de aquella penosa marcha, y traspuesto el cual todo debería ser más fácil, pues realmente habrían cruzado la frontera del valle de Gpur. La vista de aquel ventisquero era tan impresionante desde el pie del mismo, que Richard preguntó a Baiserab si realmente estaba seguro de encontrarse sobre la ruta adecuada.
—El ventisquero está claramente señalado en el mapa de Kruif.
—¿Y quién nos asegura que Kruif nos dio la ruta verdadera?
—Tenemos que seguir su mapa, es nuestra única alternativa —contestó Miguel Ángel.
Como la mañana anterior, los hombres estaban agotados de cansancio. No se habían detenido ni siquiera para encender un fuego en el que calentar agua y hacer té.
Por la misma razón tampoco se atrevieron a encender fuego durante el día. Cavaron con los cuchillos un agujero en el hielo, que cubrieron con una manta de hielo de forma que no pudieran ser vistos desde el aire. Tratar de dormir en estas circunstancias era imposible. Fue un día horrible, pero al menos no se presentó ningún platillo volante, o si se presentó no lo vieron, acurrucados en aquel agujero, rodeados de hielo y con los pies ateridos.
La irritación que sentían les hizo sentirse osados.
A la caída del sol abandonaron el refugio, cargaron con las mochilas y las armas y emprendieron la escalada del ventisquero, atándose los cuatro a una misma cuerda.
Si en este momento se hubiese presentado algún platillo volante habrían sido vistos fácilmente, pues sus vestidos gris oscuro por fuerza tendrían que destacar sobre la blancura inmaculada del hielo. Pero más o menos lo mismo habría ocurrido durante la noche, a la luz de la luna.
Penosamente ascendían por la pendiente de hielo, teniendo en ocasiones que tallar escalones con los cuchillos.
Los resbalones eran frecuentes y a cada momento estuvieron en el riesgo de que la caída de cualquiera de ellos arrastrara a todos los demás como por un tobogán.
Lentamente, paso a paso, iban ascendiendo hacia la cresta del ventisquero, que no alcanzaron hasta las primeras luces del alba.
—No podemos detenernos aquí —dijo Miguel Ángel a sus exhaustos compañeros.
El descenso fue muy rápido, dejándose resbalar a veces ex profeso hasta el saliente más próximo, sirviéndose con ventaja de la cuerda para alcanzar el límite de los hielos a la salida del sol.
El ventisquero alimentaba un pequeño riachuelo, apareciendo el suelo cubierto de musgo. Demasiado cansados para pensar siquiera en comer, los cuatro hombres se envolvieron en sus mantas de pelo de yak y se tumbaron sobre el musgo, durmiendo pesadamente hasta pasado el mediodía.
Antes de reanudar la marcha comieron de sus escasas provisiones: cecina de yak, queso y pan duro.
El camino a lo largo de la garganta por donde se deslizaba el riachuelo estaba sembrado de grandes piedras. Poco después se internaban en un desfiladero. El viento, encajonado entre las inaccesibles paredes roqueñas, soplaba allí con extraordinaria fuerza. Frecuentemente tenían que andar por el agua, que procedente del ventisquero era fría como el mismo hielo.
Cuando finalmente consiguieron salir de aquel infierno era cerrada la noche. Por primera vez encontraron vestigios de auténtica vegetación. Con las últimas fuerzas que les quedaban reunieron ramas de arbustos secos y encendieron un fuego. Hicieron té, calentaron las conservas y secaron su calzado.
Reconfortados y optimistas, apagaron el fuego y se envolvieron en las mantas para dormir toda la noche de un tirón.
En contraste con la zozobra de los días anteriores, todos se sentían animosos a la mañana siguiente. Brillaba el sol, cantaba el arroyo entre las piedras, y el césped cubría de verde las laderas próximas.
De nuevo encendieron fuego, tomaron té y comieron con apetito. Miguel Ángel Aznar extendió el tosco mapa sobre sus rodillas mientras comía.
—Si el mapa no está equivocado, este riachuelo debe ser la cabecera del río Saluen. Podemos llegar hoy mismo a esta aldea llamada Sokyong.
Reunieron el equipo y se pusieron en marcha. El pequeño riachuelo que nacía al pie del ventisquero engrosaba constantemente su caudal con las aportaciones de nuevos arroyos que bajaban de las montañas y los manantiales en ambas márgenes del río.
El río era ya muy caudaloso en Sokyong, a donde llegaron aquella tarde. Sokyong era un poblado de cierta importancia. Un policía local les llevó ante el alcalde, con el cual discutió largamente Baiserab.
Baiserab informó a sus amigos:
—Nos darán posada y comida. Mañana nos conducirán a Lo Dyon para presentarnos a las autoridades.
—Espero que no tengamos dificultades para salir de China —dijo Richard Balmer—. ¡Es lo único que nos faltaba!
Considerando las penalidades que tuvieron que sufrir para escapar de Gpur, Miguel Ángel Aznar no concedió demasiada importancia a los temores de Balmer.
A la mañana siguiente fueron despertados temprano, y subidos a un viejo camión ruso, que el propio alcalde conducía, con dos guardias armados de fusiles vigilándoles, tomaron el camino de Lo Dyon, por una carretera infernal a lo largo del río.
A los cincuenta kilómetros de Sokyong el camión se detuvo al encontrar la carretera obstruida por un tiro de búfalos. El río era en aquel paraje ancho y de aguas tranquilas y profundas. Casi un centenar de campesinos colaboraban en la tarea de sacar algo del río. Eran los restos de un avión, cuya cola sobresalía del agua.
—¡Miren, son los restos del Cessna! —exclamó Richard Balmer—. Kruif consiguió llegar hasta aquí y amarar en el río.
—Baiserab, pregunta a esta gente si saben algo de los tripulantes del avión.
El guía intentó bajarse del camión, pero los guardias no se lo permitieron. El alcalde se había apeado y charlaba con los hombres que dirigían la operación de rescate. Cuando los búfalos dejaron expedita la carretera, el alcalde regresó al camión. Baiserab le preguntó en su imperfecto chino, pero no fue posible obtener ninguna respuesta concreta.
Aquella tarde, después de un viaje de trescientos kilómetros, el desvencijado camión se detenía ante la comisaría de Lo Dyon.
Apenas habían saltado a tierra los polvorientos viajeros, cuando escucharon una voz jubilosa:
—¡Miguel Ángel!
De un edificio contiguo a la comisaría, una mujer vestida con pantalones masculinos venía corriendo. Era Bárbara Watt. Desde el pórtico del edificio les contemplaban el profesor Stefansson, George Paiton y Walter Chase, a quienes tenían a raya dos policías armados.
Bárbara Watt llegó hasta el grupo y se arrojó espontáneamente entre los brazos de Miguel Ángel Aznar.
—¡Por fin, qué alegría de verles! —exclamó la muchacha con pupilas húmedas de lágrimas—. Temíamos que no lograran escapar de aquel valle.
—Pues sí, escapamos —dijo Miguel Ángel reteniendo entre sus brazos a la muchacha.
Ella se ruborizó y se soltó de los brazos del español. Los guardias tiraban del teniente y este se despidió de la joven con un:
—Nos veremos luego.
Después de dos horas de interminable interrogatorio, los cuatro hombres fueron sacados de la comisaría y llevados al hotel con el resto de la expedición.
—Deben habernos tomado por chiflados —confió Miguel Ángel al profesor Stefansson—. No nos creyeron una palabra.
Al día siguiente el grupo fue trasladado a Yercala, donde de nuevo fueron sometidos a interrogatorio. De nada sirvió que el profesor Stefansson se presentara como funcionario de la ONU. No tenía documentos para probarlo.
Por suerte para el grupo, la China acababa de ingresar en las Naciones Unidas, y la política de los dirigentes chinos se inclinaba hacia un mejor entendimiento con los Estados Unidos.
Un día, después de dos semanas, fueron invitados a subir a un avión DC-4 y trasladados a Myilkyina, en el norte de Birmania. Desde Myilkyina, en coche cama, viajaron a Rangún, y desde aquí en avión a Calcuta, donde se encontraron de nuevo con su añorado DC-8, el Cóndor.
Cumpliendo el compromiso que habían contraído, la última noche en Calcuta Bárbara Watt y Miguel Ángel Aznar salieron a cenar juntos. De regreso, en la terraza del Hotel Europa, la pareja se entretuvo, como queriendo prolongar un poco más aquella noche tan feliz.
—Bien, ya todo ha terminado —suspiró Miguel Ángel Aznar—. Usted saldrá mañana hacia San Francisco con el profesor Stefansson, y los demás les seguiremos sin prisa en nuestro Cóndor.
—Bueno, pero volveremos a encontrarnos en Nueva York, ¿no es cierto? —dijo la muchacha arrancando una margarita del inmediato macizo.
—Su piloto debe encontrarse ya establecido, en cuyo caso seré reintegrado a mi unidad.
—¿Entonces? —murmuró Bab con apuro.
—Hemos vivido horas amargas y otras felices. Nunca olvidaré esta aventura… ni a usted. Tal vez deba decírselo ahora, o no tendré ocasión de hacerlo nunca. Bab, me gusta usted. Me gustan su valor y su entereza, su fortaleza de ánimo y su serenidad frente al peligro. También me gustan sus ojos y sus piernas… y creo que hasta cuando saca su endiablado genio me gusta. En fin, yo creo que me he enamorado como un tonto de usted.
—¡Oh, Miguel! —exclamó la chica echándose a reír.
Le puso sus manos sobre los hombros y le miró con pupilas húmedas a los ojos.
—¿Por qué no me pide que me case con usted? ¿Es que acaso no lo desea?
—¡Válgame el cielo… Sí! —exclamó el aviador.
Los dos jóvenes cuerpos se fundieron en un estrecho abrazo y los labios se buscaron hasta encontrarse en un beso largo y apasionado.
FIN.