Capítulo 9

Cuando la luz que entraba por los altos ventanucos empezaba a extinguirse, volvió Arthur Winfield. Entró precedido por el inevitable estrépito de cerrojos y empuñando una antorcha. Todos saltaron en pie y le miraron en silencio mientras la recia puerta volvía a cerrarse.

En su cara y en sus ojos había una nueva luz. Puso el hacha en una anilla en la pared, se volvió hacia sus amigos y exclamó:

—¡Era Carol! ¡Cielos, parece que lo sueño!

Le rodearon haciéndole mil preguntas.

—Vamos a un rincón —dijo el piloto—. Lo que voy a referirles es muy importante.

Se apiñaron en el rincón más oscuro y alejado de los ventanucos. La oscuridad les daba una engañosa impresión de mayor sigilo.

—Era Carol Mitchel la que vino a llamarme —susurró Arthur—. Ella nos vio entrar en el monasterio y me reconoció enseguida. Mandó a llamarme en cuanto se vio libre del profesor Mattox.

Después de una pausa Winfield prosiguió:

—La verdad de lo ocurrido en el que llamábamos «caso Mitchel» es de una complejidad que aturde. Ya todos sabemos cómo el doctor Mattox se enamoró de Carol Mitchel, fue rechazado, procesado y recluido en prisión. Que se escapó y no volvió a saberse de él, hasta que una vieja tibetana, loca de remate, nos refirió a Miguel Ángel y a mí una fantástica historia acerca de cierto trasplante de cerebros y otras lindezas por el estilo.

—Según eso —le interrumpió Miguel Ángel—, ¿ya no crees en la posibilidad de que fuera cierta la historia de la vieja?

—¿Cómo voy a creerlo después de haber hablado con Carol? Lo que realmente ocurrió fue esto: que, tal y como Kruif nos confesó esta mañana, trajo a este valle a los Mitchel en vez de llevarlos a Teherán. El doctor Mattox, que por lo visto no perdió la pista de Carol en todos estos años, sobornó a Kruif para que amarara su hidro en el lago de ahí enfrente. Al llegar aquí, Carol y su padre se encontraron con Mattox.

—¿Qué hacía Mattox en este valle? —preguntó el profesor.

—Vino para atender a la salud de Sakya Kuku Nor. Sabe Dios de qué forma entraron en contacto Sakya y Mattox. Sakya era, digámoslo así, la reina de este valle. Tenía más de cien años, se enteró de los experimentos de Mattox acerca de la forma de rejuvenecer a las personas y le trajo para que la volviera a una ilusoria juventud. La naturaleza intrigante de Mattox pronto dio sus frutos. Llegó a dominar a Sakya totalmente. Con la amenaza de abandonarla le obligaba a secundar todos sus planes y Sakya secundó el de raptar a mi ex-novia con su oro.

Arthur hizo una pausa para mirar a sus interesados oyentes. Suspiró y continuó diciendo:

—Mattox continuaba enamorado de Carol. La muchacha le odiaba con toda su alma y el doctor se propuso operarle en el cerebro para privarle de la memoria. Creía que, borrando todo el pasado de Carol, esta empezaría a corresponder su amor.

—¿Hizo esa operación? —preguntó Bárbara.

—Sí, la hizo. Pero primero ensayó en John Mitchel. Dejó al millonario sin memoria, casi con un cerebro de niño recién nacido, y se deshizo de él haciendo que Kruif lo devolviera a la India en el avión Cessna. A continuación, durmió a Carol administrándole una droga, y la llevó al quirófano para operarla en el cerebro.

—Y Carol, como su padre, perdió la memoria.

—En efecto, Mattox se propuso provocar una amnesia en Carol, pero posiblemente temió dañarla demasiado, hasta el extremo de dejarla insensible a su amor. Carol no perdió completamente la memoria. Recordaba vagamente cosas de su pasado, como se recuerdan confusamente los sucesos de nuestra niñez. Naturalmente, el doctor faltó así a la promesa hecha a Sakya, la cual, en su credulidad, esperaba ver transplantado su cerebro al cuerpo joven y bello de Carol Mitchel. Mattox anunció desenfadadamente el cambio de cuerpos, y presentó a Carol al pueblo de Gpur como la reencarnación de Sakya Kuku Nor. Víctima de engaño, Sakya había anunciado a sus correligionarios y fieles su inminente reencarnación en el cuerpo de la joven norteamericana. De este modo, cuando Mattox presentó a la convaleciente Carol como una nueva Sakya Kuku Nor, la verdadera Sakya se vio cogida en sus propias palabras, y nadie la creyó. El ignorante pueblo de Gpur creyó que la auténtica Sakya vivía ahora en el cuerpo de americana, y nadie quiso escuchar sus protestas.

—¡Vaya con el doctor Mattox! —gruñó Walter Chase.

—La vieja Sakya trató por todos los medios de recobrar la obediencia de su pueblo, y ante la imposibilidad de conseguirlo le contó a Carol toda la verdad de lo sucedido. Le dijo quién era, cuál era su verdadero nombre y cómo había sido secuestrada. Carol asoció el relato de Sakya con los vagos recuerdos que conservaba de su pasado y creyó a la vieja. Le entregó su anillo, le confió sus recuerdos y le encargó que me buscara. Sakya, aunque vigilada, disfrutaba de cierta libertad dentro del monasterio, pues aunque se la suponía reencarnada en el cuerpo de Carol, todavía inspiraba respeto, siquiera porque la anciana había sido durante un siglo la envoltura mortal de la Sakya, a quien todos adoraban. Sakya, que tenía todavía una respetable cantidad de oro, compró a un par de guías para que la ayudaran a escapar del valle. Logró transponer las altas montañas que circundan el valle, llegó a Calcuta, y de alguna forma supo que yo me encontraba en la ciudad. Me buscó, vino a mi habitación y me contó aquella fantástica historia acerca del trasplante de cerebros.

—¿Por qué no dijo la verdad? —preguntó Miguel Ángel Aznar.

—No lo sé, y nunca lo sabremos. Sakya jamás regresó a este lugar. Fue asesinada aquella misma noche y su cadáver arrojado al río. Tal vez representó aquella comedia imaginando que de este modo estimularía más mi afán por rescatar a Carol y salvarla a ella misma, llevándola conmigo al Tíbet y devolviéndole su condición de reina de Gpur. Es difícil saberlo. Mattox había enviado a sus esbirros en persecución de Sakya, y estos lograron alcanzarla.

—¡Vaya historia más extraña! —exclamó Balmer.

—¿Y cuál es la situación actual de Carol Mitchel en este lugar? —preguntó el profesor Stefansson.

—Carol teme a Mattox y optó por llevarle la corriente, siguiendo sus indicaciones como lo haría bajo estado hipnótico. Se presenta ante el pueblo de Gpur cuando las solemnidades religiosas se lo imponen, y gobierna en este minúsculo reino siempre bajo las órdenes del doctor. Pero Carol acariciaba propósitos de fuga… y ha creído ver el cielo abierto cuando supo que estábamos aquí. Por una feliz coincidencia, el doctor Mattox no se encuentra en Gpur en estos momentos. Pero estará de regreso al amanecer. Por lo tanto tenemos que intentar la fuga esta misma noche.

—¡Fugarnos! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Cómo?

—El hidroavión de los Mitchel sigue amarado en la orilla del lago.

—Pero con todos esos platillos volantes ahí…

—Los platillos volantes van a despegar de un momento a otro. Esta noche no habrá aquí un solo platillo volante capaz de impedirnos la fuga. Pero hay otros inconvenientes…

—Ya me lo estaba temiendo —dijo Miguel Ángel.

—Kruif vendrá con nosotros.

—¿Kruif, ese secuestrador asesino?

—Tiene las llaves del avión y conoce bien el terreno que habremos de sobrevolar en la noche. No es que me guste que venga con nosotros, pero Kruif ha impuesto esa condición y tendremos que aceptarla… o no habrá fuga.

—¿Cómo es posible que Kruif, después de todo lo ocurrido, desee volver al mundo civilizado? A cualquier parte que vaya le echarán el guante y le condenarán a cadena perpetua.

—Kruif también tiene su problema. Los Hombres Grises van a llevarlo cautivo a Venus. No se lo han anunciado expresamente, pero Kruif teme que su final sea ese. Al parecer, los Hombres Grises tienen en el valle una gran cosmonave. Periódicamente, la cosmonave hace viajes desde la Tierra a Venus y regresa. Cuando la cosmonave está aquí, es señal inequívoca de que pronto habrá listo un contingente de prisioneros para ser trasladado a Venus.

—¿Qué es eso de un contingente de prisioneros? —preguntó el profesor Stefansson con curiosidad.

—Cada año desaparecen varios miles de personas en todos los países del mundo. Se supone que la mayoría desaparecen voluntariamente. Otros son víctimas de ataques de amnesia, y algunos sufren accidentes. A todas estas motivaciones hay que añadir una más. Los Hombres Grises están secuestrando continuamente hombres y mujeres en todo el mundo. Hombres de ciencia, doctores en medicina, técnicos y especialistas. Nadie sabe lo que están haciendo los Hombres Grises de Venus, pero se supone que están creando una poderosa industria para la que precisan abundante mano de obra especializada. Esta noche los platillos volantes saldrán con destino a distintos lugares y regresarán con nuevos prisioneros. Nosotros mismos podemos formar parte del próximo cargamento de esclavos que saldrá hacia Venus, y Kruif teme ser igualmente uno de ellos. Esa, y la providencial ausencia del doctor Mattox, es la razón por la cual se hace aconsejable intentar la fuga esta noche.

—Bien —dijo el profesor Stefansson—. Si es ese el único inconveniente, llevaremos con nosotros a Kruif y allá se las entienda con las autoridades cuando lleguemos a un lugar civilizado.

—Ese no es el único inconveniente —dijo Arthur—. El hidroplano sólo tiene en sus depósitos el combustible que sobró después de su último viaje. Es decir, el combustible que tenemos no nos permitirá alcanzar la India. El avión sólo volará unos doscientos kilómetros como mucho, de hecho sólo nos servirá para salir del valle y alejarnos lo suficiente antes del regreso de Mattox y los platillos volantes. Volaremos hacia China. Kruif cree que podremos alcanzar el río Saluen. Allí destruiremos el hidro, de forma que no queden rastros y no puedan localizarnos cuando los platillos volantes inicien nuestra búsqueda…

—El Cessna es un avión pequeño —observó Miguel Ángel Aznar—. ¿Podrá llevarnos a todos?

—Tres o cuatro de nosotros tendremos que salir del valle buscando el paso entre las montañas. El Cessna vendría un poco justo para nueve personas, pero no se trata solamente de eso. El valle no quedará totalmente desguarnecido, aunque se marchen todos los platillos volantes. Los Hombres Grises tienen instalada en este mismo monasterio una planta atómica. Esta planta alimenta de energía una potente emisora de radio capaz de comunicar con Venus. La gran antena de esa emisora está en la cima de una de las montañas; en esa misma montaña tienen instalada una rampa lanzamisiles para la defensa de su base. Es decir, tan pronto pongamos en marcha el motor del hidroplano, los Hombres Grises se darán cuenta y avisarán a la defensa para que nos derriben. Por lo tanto, si queremos escapar de este valle, algunos de nosotros tendremos que subir a la montaña y volar la rampa de misiles y la antena de radio.

—O sea, que la fuga no es tan fácil como parecía a primera vista —refunfuñó Richard Balmer.

—Veamos —dijo Miguel Ángel—. ¿No sería posible atacar la planta atómica aquí, en el mismo monasterio, evitándonos el tener que subir a la cima de la montaña?

—No he visto personalmente esa instalación, pero Kruif asegura que es inexpugnable. Los Hombres Grises son gente muy desconfiada y han protegido su planta atómica con sistemas de alarma y puertas de acero electrificadas. Además, un ataque a la planta de energía no pondría fuera de servicio a la rampa lanzamisiles. Recuerda que es a esos misiles a quienes tememos, aunque los Hombres Grises podrían utilizar también su emisora para llamar al platillo volante que se encuentre más cerca y hacer que este acudiera rápidamente.

—Además, no cabemos todos en el hidroplano —gruñó Walter Chase—. ¿Para qué discutir?

Los hombres guardaron silencio, quebrados en su moral ante la perspectiva de tener que dividirse en dos grupos, uno de los cuales, el que se quedara para llevar a cabo la misión, contaría con escasas probabilidades de poder llegar al más próximo lugar civilizado.

—Dime una cosa, Arthur —dijo Aznar incisivo—. ¿Has escogido ya a los hombres que deberán sacrificarse?

—Yo seré uno de ellos —contestó Arthur—. Baiserab vendrá conmigo. Él puede sernos de inestimable ayuda para encontrar el paso y guiarnos a través de las montañas.

—¿Haces esto por Carol, no es cierto?

—Por Carol… y porque en cierto modo yo os metí a todos en este lío.

—Bien mirado, sólo necesita uno más para que le acompañe. Podríamos echarlos a suertes entre los demás —dijo el profesor Stefansson.

—¿Se siente usted capaz de escalar esas montañas? ¿Cree que podrá andar durante cuatro o cinco días atravesando ventisqueros, escalando riscos y bajando colgado de una cuerda, a quince grados bajo cero mientras le zarandea el viento? —preguntó Richard Balmer, quien concluyó sin esperar la respuesta del sabio—. No sea ingenuo, profesor. No quiera presumir de atleta, usted es un viejo. Si hay que echarlo a suertes, usted no entrará en el sorteo.

—No es justo que otro me tenga que ceder su lugar en el avión —protestó Stefansson.

—Yo iré con Arthur, y así no habrá discusiones —se ofreció Miguel Ángel Aznar.

—Yo iré también con ustedes —dijo Richard Balmer como quien no concede importancia a la cosa—. El Cessna agradecerá mucho librarse de mí. Peso tanto como Bab y miss Mitchel juntas. Además, necesitarán un experto en radio para colocar las cargas en el punto adecuado para inutilizar la emisora. ¿Dispondremos de explosivos?

—Nos darán algunas armas, pero no es fácil que podamos disponer también de explosivos.

—Bueno, no importa —dijo Balmer—. Si hay misiles allí, encontraremos la forma de utilizarlos para arruinar la instalación de los Hombres Grises, de modo que no puedan comunicarse con Venus en bastante tiempo.

—Está decidido —dijo Miguel Ángel Aznar—. Arthur, Richard, Baiserab y yo formaremos la cuadrilla de demolición. Cuando vean las explosiones en la cima de la montaña, ustedes pondrán el avión en marcha y despegarán.

La conversación fue interrumpida por un estrépito de cerrojos en la parte exterior. La puerta se abrió de nuevo y un par de mongoles entraron con un caldero lleno de carne guisada con patatas. También dejaron algunas piezas de pan de centeno, negro y duro, un queso hecho de leche de cabra y un gran jarro de agua.

Los expedicionarios estaban hambrientos y se dispusieron a dar cuenta del guiso de carne, pese al feo aspecto que este ofrecía.

—Dejen el queso y el pan para Arthur Winfield y el grupo que habrá de acompañarle. —Dijo el profesor Stefansson—. Su camino será mucho más largo que el nuestro y puede hacerles falta.

El guiso resultó ser bueno, y como había en cantidad, el grupo sació su hambre.

—Dígame, Winfield —interrogó el profesor—. ¿Qué ha podido averiguar miss Mitchel acerca de los Hombres Grises?

—Ya estaban aquí cuando ella llegó. Parece que eligieron el valle de Gpur como base de operaciones debido al aislamiento de este del mundo exterior. Los Hombres de Venus hicieron un convenio con la vieja Sakya Kuku Nor. Ellos llenan las arcas de Sakya de oro, y a cambio son aprovisionados y disfrutan de plena libertad utilizando el valle como base de operaciones. Es poco en general lo que se sabe de los Hombres de Venus. Al parecer son gente muy reservada. Kruif es quien más sabe acerca de esa extraña raza, pero no he tenido ocasión de hablar con él.

—¿Cómo saldremos del valle después de volar la plataforma lanzamisiles? —preguntó Miguel Ángel Aznar.

—Kruif ha volado sobre las montañas y ha trazado un mapa que nos entregará luego.

—¿Y no surgirán dificultades con la gente de Sakya?

—No, ninguna. La guardia personal de Sakya obedece ciegamente a Carol, suponiendo que en ella está reencarnada el alma de la verdadera Sakya. De todos modos, muy pocos de los habitantes de Gpur sabrán que su reina se dispone a abandonarles. Y para cuando lo sepan ya estaremos lejos del valle.

—¿A qué hora vendrán a buscarnos?

—Al filo de la medianoche. Para entonces tendremos luna. Nos será muy necesaria para volar sobre las montañas y encontrar un lugar adecuado donde amarar.

—Bien, si es así disponemos todavía de algunas horas para descansar —dijo Miguel Ángel.

El grupo se disolvió marchando en busca de los camastros. Miguel Ángel Aznar se quitó la pelliza de cuero, se tendió en el camastro y se cubrió con la prenda, dispuesto a descabezar un sueño.

Faltaban pocos minutos para las doce. La antorcha había acabado por consumirse, convertida en una brasa humeante en el oscuro rincón de la mazmorra. Solamente los que poseían nervios capaces para ello habían conseguido dormir un poco, y Miguel Ángel Aznar era uno de ellos.

No obstante, como si en su subconsciente funcionara un reloj despertador, también Aznar se despertó. Sus compañeros cuchicheaban en la oscuridad y Miguel Ángel buscó en sus bolsillos un cigarrillo que no encontró.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó.

—Sí —contestó Bárbara Watt…

La sintió acercarse en la oscuridad. La muchacha tomó asiento en el borde el camastro y encendió una cerilla.

A la luz de la candela, Miguel Ángel Aznar pudo ver el blanco rostro de la chica. Ella le ofreció un cigarrillo y a continuación se lo encendió.

—Quédese con el paquete —dijo Bab—. Su camino será mucho más largo que el nuestro. Tome también las cerillas.

—Gracias, se lo acepto. ¿No quiere uno?

—No. Suelo fumar poco —rechazó ella apagando la cerilla—. Creo que en realidad no me gusta. ¿No es absurdo que una haga cosas que no le gustan, sólo porque las hacen los demás?

—Sí, es realmente absurdo. Nadie empieza a fumar porque le guste. El primer cigarrillo suele sentarnos mal a todo el mundo. Pero insistimos hasta acostumbrarnos al tabaco.

Guardaron silencio. En la oscuridad de la mazmorra la punta del cigarrillo de Aznar era una pequeña brasa.

—Es curioso —dijo él de pronto—. Llevamos varios días juntos y no sé nada de usted. Cuáles son sus gustos, dónde nació, si tiene padres o hermanos… o novio.

—¿Le importa saber si tengo novio? —preguntó Bab.

—No lo sé, nunca me lo había preguntado. Pero ahora que lo pienso, no soy capaz de imaginarme qué tipo de hombre le iría bien. Usted no es una chica corriente. El hombre que finalmente se case con usted tampoco debería ser un tipo vulgar.

—Es muy amable por su parte decir que no soy una chica vulgar. A nadie le gusta la vulgaridad…

—No es un cumplido, se lo aseguro. Me gusta su manera de ser. Valiente, serena… otra chica cualquiera, en sus circunstancias, estaría llorando de miedo.

—¿Se figura que no siento miedo?

—Claro que sí. También yo estoy asustado. Y eso es precisamente lo que distingue a las personas valientes de las cobardes. El cobarde se viene abajo ante el peligro. El valiente agudiza su ingenio y no permite que el miedo ponga plomo en sus piernas ni nieblas en sus ideas.

—Usted es un hombre valeroso.

—¡Vaya, no he querido decir eso! —protestó Miguel Ángel Aznar.

—Sí, lo es. Y, además, tiene la virtud más difícil de encontrar en los hombres, la generosidad. Usted se ha ofrecido para atacar y destruir la batería de misiles de los Hombres Grises, sacrificándose voluntariamente en beneficio de los demás.

—Bueno, alguien tenía que hacerlo. Arthur fue el primero en ofrecerse, y no podíamos dejarle solo.

—Winfield tenía una razón para ofrecerse voluntario. Él ama a Carol Mitchel y desea salvarla. Pero los demás, ¿qué somos para usted? Prácticamente unos desconocidos.

—No lo crea, yo les estimo mucho. Ustedes son mis amigos, y yo tengo un gran concepto de la amistad.

La fría mano de Bárbara Watt buscó la de Aznar en la oscuridad y se la apretó con fuerza. Su voz era ligeramente ronca:

—Gracias por todo, señor Aznar… en nombre propio y en el de todos los demás. Espero que las cosas le vayan bien y nos veamos de nuevo algún día…

—¡Seguro! —dijo Aznar animosamente—. Nos reuniremos en Calcuta. ¿Acepta usted salir conmigo una noche?

La muchacha no llegó a contestar. Un ruido en la puerta les hizo poner nerviosamente en pie. Alguien descorría el cerrojo con sigilo. Miguel Ángel Aznar arrojó al suelo su cigarrillo y lo aplastó con el tacón.

La maciza puerta giró con leve chirrido sobre sus goznes y la luz de una linterna bañó el pálido rostro de Arthur Winfield.

—¡Vamos, salgan todos! —apremió una voz.

Winfield fue el primero en salir. Miguel Ángel Aznar se caló la gorra, se echó la pelliza de cuero al hombro y siguió a los demás hasta el corredor. Allí estaba Kruif con una pistola automática en la mano. En la otra mano empuñaba una linterna eléctrica.

Detrás de Kruif, empuñando otra linterna, había una mujer de estatura regular, vestida con pantalones largos y una pelliza acolchada, cubriéndose la cabeza con un gorro peludo provisto de orejeras. Posiblemente fuera una mujer hermosa en otras circunstancias. A Miguel Ángel le pareció una chica bastante corriente.

Por último, a espaldas de Carol Mitchel, estaban dos mongoles, también con gorros peludos, cada uno de ellos cargado con una pesada mochila y empuñando una metralleta.

—¿Han decidido quiénes van a asaltar la rampa de misiles de los thorbod? —preguntó Kruif.

—¿Se refiere a los Hombres de Venus? —preguntó el profesor Stefansson—. ¿Qué significa la palabra «thorbod»?

—Lo ignoro. Siempre he supuesto que su significado es el mismo que la palabra «hombres», o alemán, o inglés entre nosotros. Algo que define su raza o su nacionalidad.

El profesor Stefansson asintió con un gruñido y el piloto volvió a insistir:

—¿Se han puesto de acuerdo sobre quienes habrán de destruir la rampa de misiles?

—Yo —dijo Arthur Winfield—. Conmigo vendrán el teniente Aznar y el sargento Balmer. El sargento es un experto en electrónica y se ocupará de inutilizar la emisora. ¿Disponemos de explosivos?

—Lo siento, no he podido conseguir explosivos. Pero los misiles están cargados de explosivos de alta potencia y estallarán si originan un incendio. En una de esas mochilas hay una lata de petróleo. También algunas provisiones para el largo camino que les espera. Aquí tiene un mapa detallado del camino que deberán seguir para alcanzar la cabecera del río Saluen. Si siguen el río llegarán a Sokyong, una ciudad de cierta importancia donde podrán considerarse a salvo.

—¿Cómo daremos con la rampa de misiles y la emisora de radio? —preguntó Miguel Ángel Aznar.

—Los guías les acompañarían hasta allí. El resto tendrán que hacerlo solos. Encontrarán más de un thorbod en la emisora y la batería de misiles. Tendrán que matarlos. Pero recuerden que no es fácil matar a un thorbod, excepto si les disparan a la cabeza o les separan la cabeza del tronco con un cuchillo. Son tipos fuertes y de una vitalidad extraordinaria. Nosotros estaremos esperando sobre el hidroplano. Cuando veamos saltar la batería, despegaremos.

—¿Y si fracasamos?

—No podremos escapar. No me arriesgaré a despegar sin tener la certeza de que esos misiles están fuera de combate.

—Dígame, Kruif. ¿Qué hará usted después? —preguntó Miguel Ángel con curiosidad.

—Eso es cuenta mía —repuso el piloto—. Nuestro pacto sólo me compromete a sacarles del valle hasta donde alcance el combustible que queda en los depósitos del avión. Y ahora vamos; estamos perdiendo mucho tiempo.

Echaron a andar, Kruif a la cabeza del grupo seguido de Carol Mitchel y los dos mongoles armados de metralletas.

Alumbrando el camino con su linterna, Kruif condujo al grupo a lo largo del corredor hasta la escalera. Subieron por esta hasta la destartalada habitación de arriba, pero en lugar de salir de esta tomaron otra angosta escalera que les llevó hasta la coronación de la muralla.

La luna se levantaba en este momento sobre la cima de las montañas, arrancando reflejos de las nieves que coronaban los altos picachos. Kruif apagó la linterna.

Después de recorrer un largo trecho de la muralla, otra escalera de piedra les llevó hasta el tejado del monasterio. Este era a modo de una extensa terraza formada de grandes losas, entre cuyos intersticios crecían las hierbas.

Deslizándose silenciosamente entre torres y cúpulas alcanzaron una puertecilla medio carcomida. Kruif volvió a encender la linterna para alumbrar una retorcida escalera que les llevó hasta el templo del monasterio, donde ardían algunas lamparillas de aceite.

Cruzando todo el templo llegaron hasta otra pequeña puerta. Kruif descorrió un cerrojo y abrió la puerta.

El grupo se encontró al aire libre, bajo la fría noche, no lejos de la orilla del lago.

Bajo la luz de la luna andaron con rapidez rodeando el lago en dirección a un bosquecillo que llegaba hasta la misma orilla lamida por las aguas. Kruif se detuvo al llegar al bosquecillo.

—Aquí nos separamos —anunció. Y extendiendo su brazo señaló una cima que se encontraba contra el cielo— aquella es la montaña que tendrán que escalar. Quédense con la linterna.

Miguel Ángel aceptó la linterna señalando a la pistola que Kruif conservaba en la mano.

—¿Por qué no me entrega también su pistola? Usted no la necesita.

—Los nativos les entregarán sus metralletas y sus cuchillos cuando lleguen arriba. La pistola se queda conmigo —fue la seca respuesta de Kruif.

—Bien —suspiró Aznar volviéndose hacia el profesor Stefansson—. Despidámonos.

El profesor le estrechó la mano en silencio.

—Que haya suerte —dijo George Paiton emocionado al estrechar la mano del español.

Walter Chase, como el profesor, estaba demasiado emocionado para pronunciar palabra. Sólo palmeó amistosamente la espalda de Miguel Ángel y se alejó.

Le tocaba el turno a Bárbara Watt. Su mano, pequeña y fuerte, apretó cálidamente la del teniente.

—Cuídese, Miguel. Recuerde que tiene una cita conmigo. Le esperaré.

—No faltaré, se lo aseguro —dijo Miguel Ángel.

Inesperadamente, la muchacha se aupó sobre las puntillas de los pies y le besó rápidamente en la comisura de los labios. Todo fue demasiado rápido para que el español tuviera ocasión de corresponder al afecto de la muchacha.

Ella le soltó la mano y se alejó rápidamente.

Los demás también habían terminado con la despedida.

—Bien, vámonos —dijo Miguel Ángel haciendo una seña a los guías.

Se alejaron con rapidez cruzando el valle. El sendero que seguían ascendía continuamente, y se hizo más empinado y difícil cuando empezaron a escalar la montaña.

Marchaban en fila india, con los dos guías abriendo la marcha, seguidos de Miguel Ángel y Baiserab, con Arthur detrás y Richard Balmer resoplando detrás.

El sendero, en los tramos más difíciles, aparecía tallado en la roca en forma de escalones. Los zig-zag se sucedían unos a otros, y al mirar atrás podían ver el angosto valle a sus pies, con el lago brillando como un espejo bajo la luz de la luna.

Al cabo de una hora de escalada los guías se detuvieron y echaron al suelo sus mochilas.

—¿Por qué no continuamos? —preguntó Miguel Ángel.

Uno de los guías señaló a la cima de la montaña, diciendo algo que nadie entendió. Los dos hombres soltaron las metralletas y echaron a correr sendero abajo como perseguidos por el diablo.

—Debemos encontrarnos cerca del emplazamiento de la batería —dijo Arthur recogiendo las metralletas, entregando una de ellas a Aznar—. En adelante deberemos continuar solos.

Miguel Ángel comprobó que el arma estaba cargada. Eran las mismas que les arrebataron los thorbod al hacerles prisioneros.

Richard y Baiserab aprovecharon el breve descanso para hacer un rápido inventario del contenido de las mochilas. En cada una de ellas venía arrollada una gruesa manta de lana, y entre los pliegues de cada manta había un largo y afilado cuchillo.

Una de las mochilas contenía una lata de petróleo, dos grandes piezas de pan y algunos botes de conservas. La otra contenía más latas de conserva, dos quesos y un gran tasajo de cecina, además de una cafetera, té y una sartén.

—Bien, no es mucho, pero podremos arreglarnos —comentó Richard mientras volvía a meter las cosas en la mochila.

—Sigamos —dijo Miguel Ángel.

El sendero continuaba en forma de toscos escalones tallados en la roca. Cincuenta metros más arriba, Miguel Ángel se paraba bruscamente ante un muro de cemento.

—Hemos llegado.

El sendero venía a terminar en una especie de cornisa. A la derecha se levantaba el muro de cemento. A la izquierda la cornisa se asomaba a un precipicio.

Siguiendo sigilosamente el muro de cemento, Miguel Ángel Aznar se detuvo ante una pequeña puerta de hierro. Baiserab, Arthur y Richard se reunieron con él. Miguel Ángel dirigió la luz de su linterna contra la puerta, alumbrando el picaporte.

—Puede estar cerrada por dentro —murmuró—. Veamos antes si hay acceso por algún otro lugar.

Recorrieron el resto de la cornisa, encontrando al final de esta una escalera de hormigón. La escalera les llevó hasta el techo de la casamata de hormigón, donde vieron una enorme lona moteada de verde y amarillo, la cual cubría algo de forma indefinida.

El viento soplaba con fuerza en aquellas alturas, cosa que apenas habían advertido mientras trepaban por el sendero, y la lona estaba fuertemente sujeta por numerosas cuerdas amarradas a argollas hincadas firmemente al piso de hormigón. El viento hinchaba y hacía latiguear la lona con fuertes chasquidos.

Miguel Ángel se metió a gatas por debajo de la lona y alumbró con la linterna. Salió por la misma abertura y anunció:

—Es una antena en forma de plato, como las que utiliza la NASA para el rastreo de sus satélites artificiales. Está montada sobre un caballete, el cual a su vez gira sobre una vía circular.

—Es muy grande —dijo Richard Balmer—. Lo menos debe tener quince metros de diámetro.

—La antena no nos interesa tanto por ahora como la rampa lanzamisiles —dijo Miguel Ángel—. Sigamos.

Rodearon el gran bulto que formaba la lona cubriendo la antena. Al otro lado, sobre un plano más alto, giraba lentamente la antena de un radar. Al pie de esta antena, recortándose en silueta contra el cielo, descubrieron los misiles montados sobre una rampa giratoria.

Tanto los cohetes como la misma plataforma estaban pintados con colores de camuflaje.

—Ahí están los misiles —señaló Arthur.

Desde el techo de la casamata subieron por una escalerilla metálica al techo de una segunda casamata que servía de asiento a la rampa lanzamisiles.

—¡Cuidado! —advirtió Miguel Ángel señalando una trampa metálica en el suelo.

Arrimada contra el muro de roca, pero de forma que podía girar hasta quedar encima de la trampa, se veía una pequeña grúa. Probablemente por aquella abertura se sacaban los misiles para el servicio de la plataforma lanzadora.

—¿Ven esto? —señaló Miguel Ángel Aznar—. Probablemente ahí abajo está el almacén de proyectiles. Traigan acá la grúa, vamos a levantar la trampa.

Rápidamente Arthur Winfield y Richard Balmer empujaron el brazo giratorio de la grúa hasta situarlo sobre la trampa. Richard accionó los mandos eléctricos de la grúa, haciendo bajar el cable de acero de cuyo extremo pendía un gancho.

El rumor del motor eléctrico al desenrollar el cable era apenas audible entre el silbido del viento que azotaba aquellas alturas. La trampa tenía un asa en el centro y Miguel Ángel enganchó a ella el cable.

—Ya pueden tirar.

El motor eléctrico se puso de nuevo en marcha, tensando el cable y gruñendo al encontrar la resistencia del cierre interior de la trampa. Miguel Ángel estaba temiendo que el cable iba a romperse cuando cedió el cierre de la trampa con un crujido.

La trampa saltó y quedó balanceándose al extremo del cable. Baiserab apartó el brazo de la grúa y Aznar fue a asomarse al agujero alumbrando con la linterna.

El haz de luz de la linterna le mostró una escalerilla metálica que se hundía en el agujero. Más abajo alumbró una pequeña carretilla sobre unos rieles. Sobre la carretilla descansaban un par de misiles, listos para ser izados por medio de la grúa.

Sin pensarlo un instante, tendiendo la metralleta a Baiserab para que se la sostuviera, Miguel Ángel empezó a bajar la escalerilla hasta que sus pies tocaron el piso. Desde arriba, por el agujero, Baiserab le tendió la metralleta.

Mientras el resto del grupo descendía, Aznar encontró un interruptor eléctrico y lo accionó. Brillaron las luces eléctricas.

Tal como Miguel Ángel había supuesto, se encontraban en el polvorín debajo de la rampa lanzamisiles. El español estaba examinando con curiosidad los proyectiles allí almacenados cuando Richard Balmer llegó a su lado.

—Proyectiles SAM de fabricación soviética —señaló Miguel Ángel—. Los thorbod no se molestaron siquiera en traer material bélico de su propia concepción. Apuesto a que en alguna parte, en Rusia, en China o Vietnam, desvalijaron un puesto de defensa antiaérea y se lo trajeron acá en sus platillos volantes.

Los misiles estaban amontonados en ordenadas pilas a cada lado de un pasillo central por donde se deslizaba la vagoneta. Al final de este pasillo había una puerta de acero con su picaporte. Por la posición de la puerta era fácil adivinar que esta comunicaba con la casamata contigua, donde estaban los operadores de la gran antena de radio para la comunicación con Venus.

Miguel Ángel Aznar empuñó de nuevo la metralleta al acercarse sigilosamente a la puertecilla. Pegó el oído al acero y escuchó. Richard Balmer se acercó y pegó también su oído a la puerta.

Los dos hombres levantaron a la vea la cabeza y se miraron.

—¡Se oye hablar en inglés! —exclamó Balmer en un susurro.

—Debe ser una radio. Los thorbod escuchan nuestras emisiones de radio y de este modo están al tanto de todo cuanto ocurre en nuestro mundo.

Hizo señas imperiosas a Arthur para que se acercara.

—Si la puerta no está cerrada con llave, vamos a entrar ahí disparando contra todo lo que se mueva —anunció.

Arthur asintió silenciosamente y Miguel Ángel puso el dedo sobre el disparador antes de probar con la otra mano el picaporte.

¡El picaporte giró! El español empujó suavemente y la puerta se entreabrió. Una patada acabó de abrirla de golpe y Miguel Ángel saltó dentro.

La casamata de la radio estaba casi dos metros más baja que el polvorín. Cuando Miguel Ángel saltaba desde esta altura, dos thorbod volvían sus ojos sorprendidos. Los dos llevaban pistola al cinto y dirigieron sus manos a las armas.

Arthur Winfield, agachado en el hueco de la puertecilla, disparó una ráfaga de metralleta contra los dos thorbod. Los proyectiles hicieron saltar los cristales de varias de las esferas del panel de mandos de la emisora, y uno al menos de los thorbod acusó con un estremecimiento el impacto de las balas que se incrustaban en su corpachón.

Pero un Hombre Gris no tenía corazón, ni pulmones, ni otro órgano vital en su extraña anatomía. Las balas de la primera descarga no les detuvieron.

Fue Miguel Ángel Aznar quien, con una rodilla en el suelo, apuntó a la cabeza de uno de los thorbod y disparó volándole los sesos. El segundo thorbod ya tenía su arma en la mano cuando Arthur volvió a disparar, esta vez cuidando de acertarle en la cabeza.

El thorbod cayó pesadamente de bruces, derribando la silla en la que había estado sentado al producirse el asalto por sorpresa de los terrícolas.

Al cesar los disparos se hizo un extraño silencio, en el que sólo se escuchaba la voz de la locutora de la BBC de Londres dando noticias de la situación política en el Cercano Oriente.

Miguel Ángel se puso en pie y Arthur Winfield saltó dentro de la casamata. Ambos, metralleta en mano, miraron por todos los rincones en busca de más enemigos. No había otros thorbod en aquella habitación.

Richard Balmer estaba acurrucado en la puerta que comunicaba con el polvorín y Aznar se volvió hacia él.

—La emisora y el polvorín volarán juntos. No es necesario que intervengamos en la emisora.

—Bien. ¿Cómo vamos a volar el polvorín?

—Hay que acumular en él todo lo que sea combustible. Lo rociaremos con petróleo, le prenderemos fuego y saldremos.

—De acuerdo, manos a la obra —dijo Richard retirándose de la puerta.

Había bastante madera en la casamata. Una mesa, cuatro sillas, dos camastros, un armario y varias estanterías que contenían platos, botellas y latas de conservas. Baiserab entró en la habitación para ayudar a Aznar y Arthur en la destrucción de los muebles.

La madera fue echada dentro del polvorín, donde Richard acababa de descubrir el escondrijo de una caja llena de espoletas para los misiles.

Richard armó una buena pira colocando debajo de todo un colchón de lana que roció con el petróleo de la lata. Sobre el colchón amontonó la madera, y encima de todo puso la caja de espoletas.

—Listo, salgan todos mientras enciendo la hoguera.

Aznar y Arthur salieron por la puerta que daba sobre la cornisa. Baiserab se retrasó para coger dos mantas de los camastros y atarlas con un cordel. Al final de la cornisa esperaron a Balmer, el cual no tardó en aparecer corriendo todo lo aprisa que le permitían sus piernas.

—Por aquí —señaló Baiserab el nuevo camino que debían seguir.

Mientras se alejaban vieron salir llamas y humo por la trampa que había quedado abierta al pie de la rampa lanzamisiles. Se encontraban a quinientos metros de distancia, saltando entre las rocas, cuando se produjo la explosión.

Un cráter de llamas iluminó la noche en mitad de una aterradora explosión. La rampa lanzamisiles, la gran antena parabólica, moles de cemento y misiles enteros salieron despedidos en todas direcciones…

El eco repitió de montaña en montaña el estallido, que fue debilitándose poco a poco en la distancia. Apenas se había hecho el silencio, cuando se escuchó un nuevo ruido. Era el roncar de un motor de avión allá en el fondo del valle.

Desde el lugar donde se encontraban, los cuatro hombres vieron el relampaguear de la luna en la hélice y las partes cromadas del avión cuando despegaba. El Cessna surcó las tranquilas aguas del lago, se elevó y tuvo que efectuar un brusco viraje para no estrellarse contra las montañas.

Voló a lo largo del valle ganando altura, y de nuevo se vio obligado a virar para volver en la dirección del lugar donde se encontraban Miguel Ángel y sus compañeros.

Lanzando gritos que los del avión en modo alguno podían oír, Balmer hizo señales con la linterna en el momento que el Cessna pasaba ante ellos. El aparato se alejó rozando casi con los flotadores la cresta de las montañas. Luego se perdió de vista, y el ronquido del motor se fue apagando en la distancia hasta que todo quedó en silencio.

—Hay que reconocer que ese Kruif es un buen piloto donde los haya —dijo Arthur.

—Bueno —suspiró Richard apagando la linterna—. Todo resultó bastante fácil después de todo.

—En efecto —contestó Miguel Ángel—. La parte más difícil empieza ahora para nosotros.

Baiserab les hacía imperiosas señas para que le siguieran. Los tres hombres echaron a andar.