La Astral Information Office se creó al mismo tiempo que los demás organismos de la ONU, segunda edición aumentada y corregida de la fenecida Sociedad de Naciones.
Cuando la ONU se consideró a sí misma constituida, atribuyéndose la capacidad total de mantener la paz en el mundo por todos los siglos venideros, un representante de nación desconocida y nombre olvidado se levantó para hacer la siguiente sugerencia:
«Si la ONU era una organización formada con vistas a evitar las guerras, tanto cercanas como futuras, ¿no debería preverse también el caso de que otros planetas atacasen a una o a todas la naciones de nuestra madre Tierra? El hecho de que hasta el presente no se anunciaran amenazas desde otros planetas, ¿significaba acaso que hubiera de continuar siendo así eternamente? La existencia de vida en los millones de mundos que poblaban el espacio no había podido ser probada, pero tampoco desmentida. Ni siquiera los planetas relativamente cercanos a la Tierra podía afirmarse con seguridad que estuvieran deshabitados. A mayor abundamiento; si había en el Universo miles de sistemas planetarios como el nuestro y todavía mayores, y suponiendo que en cada sistema planetario existiera un mundo capaz de mantener vida, ¡uno solamente por cada sistema!, resultaba de un sencillo calculo que en el cosmos giraban camino de la eternidad varios miles de mundos como el nuestro. Siendo así, no era fantástico esperar que cualquier día, dentro de mil años o solamente de unas horas, una poderosa escuadra aérea, conducida por hombres, por bestias o sólo Dios sabía qué alucinantes bichos dotados de inteligencia, podía descender del espacio y atacar a la Tierra, tal vez dominarla, ¡quién sabe si destruirla!».
Esta posibilidad sumió a los prohombres de la ONU en una profunda meditación. Por muy fantástica que pareciera la sugerencia a nadie se le ocurrió reír. Los hombres que ocupaban los escaños de aquella inmensa y semicircular sala estaban demasiado abrumados por su terrible responsabilidad. Se habían comprometido a acabar con las guerras, de su labor actual dependía la futura felicidad del mundo, y la historia tomaría seguramente en cuenta cualquier error u omisión que cometieran.
Lógicamente, si la ONU tenía entre otros cometidos el de ejercer un constante servicio de policía para descubrir y hacer abortar toda posible agresión, no podía omitir la vigilancia de los múltiples planetas que, aparte de los de nuestro sistema solar, eran capaces de contener vida y de constituir una amenaza para la tan preciada y costosa paz de la Tierra. Nada importaba la lejanía ni tampoco lo dudoso de esta agresión. Puesto que la ciencia admitía la posibilidad de que nuestro planeta no fuera el único del Universo poblado de seres vivos y dotados de inteligencia superior, cabía, aun dentro de un margen muy estrecho de probabilidades, la eventualidad de una invasión ultraterrenal. Y mientras quedara una probabilidad de agresión, así fuera entre millones, la ONU tenía el inaplazable e ineludible deber de atenderla y vigilarla.
Este fue, ni más ni menos, el origen de la Astral Information Office, organismo especialmente creado para denunciar cualquier acto hostil que pudiera venir de los espacios. Como es natural, la Astral Information Office pronto contó con sus empleados, su presupuesto, su fondo de reservas y su pequeño y mal ventilado despacho en el undécimo piso del magnífico rascacielos que los países signatarios de la ONU levantaron en Nueva York.
Todo esto lo supo Miguel Ángel Aznar de Soto empleando el sencillo procedimiento de ir haciendo preguntas aquí y allá.
Miguel Ángel era un joven de 27 años. Medía cerca de dos metros de alto y era, físicamente, el tipo de hombre que más se acercaba a la perfección: hombros anchos, fuertes bíceps, cintura breve, caderas estrechas y piernas largas. Tenía negro, bronco y ondulado el cabello, la tez morena, curtida por el sol y el viento, oscuros y relampagueantes los ojos, inteligente y despejada la frente, nariz de líneas clásicas, boca grande y de bien dibujados labios y barbilla cuadrada y firme.
Miguel Ángel ni siquiera había oído hablar de la Astral Information Office antes de que su jefe de vuelos le hiciera entrega de una orden de traslado. Según esta, Miguel Ángel Aznar de Soto, teniente piloto de las Fuerzas Aéreas, Sección 2 de Transportes Aéreos, quedaba asignado al personal de la Astral Information Office.
—¿Qué significa esto? —preguntó Ángel pasando sus ojos del papel a la cara del comandante—. ¿Qué diablos quiere decir Astral Information Office?
—No lo sé —confesó el comandante—. Parece que nos han pedido un buen piloto, «al mejor de los pilotos», y el comodoro le ha asignado a usted para ese puesto.
Ángel frunció la frente y se fue a hacer indagaciones. A fuerza de preguntar supo lo que antes ha quedado consignado: que la Astral Information Office era la encargada de vigilar el espacio y de aportar información sobre las estrellas.
—Ya entiendo —murmuró Ángel—. Se trata de una cuadrilla de sabios viejos y chiflados. Información estelar. ¡Brrr!
Resignado con su suerte, escéptico y pesimista, Ángel Aznar hizo sus maletas, se despidió de sus amigos, y tomó el primer tren hacia Nueva York. Dos días más tarde empujaba la puerta, en cuyas maderas campeaba este letrero: Astral Information Office.
Por lo pronto ya le costó bastante encontrar este despacho. Aun en el mismo edificio de la ONU eran muy pocos los que conocían la existencia de semejante organismo. Ángel tuvo que preguntar en la garita de INFORMACIONES para averiguar la ubicación del despacho, y la mirada de curiosidad que le lanzó la empleada no le gustó nada.
Al abrirse la puerta sonó una campanilla, al sonar la campanilla se derrumbó una pirámide de libros que había sobre una mesa, y al rodar los libracos por el suelo se alzaron hasta los de Ángel un par de enormes y maravillosos ojos de color esmeralda.
—Buenos días —dijo Ángel, rompiendo el corto silencio que siguió a su entrada.
La mujer que había tras la mesa apoyó su redonda y graciosa barbilla sobre los sonrosados puños y le miró fijamente.
—¡Hola! —dijo por toda contestación. Y los ojos color verde esmeralda recorrieron la atlética figura del piloto de las Fuerzas Aéreas en una larga mirada, mezcla de curiosidad y asombro.
Ángel, a su vez, examinó descaradamente a la hermosa joven rubia que se sentaba tras la mesa. Vio una cabellera áurea y rizosa, una despejada frente donde se arqueaban dos altivas cejas en gesto de perplejidad, y una boca roja y sonriente que dejaba asomar una doble hilera de blanquísimos dientes.
—Mi nombre es Miguel Ángel Aznar de Soto —dijo el piloto tras un carraspeo significativo.
La joven rubia alzó todavía más una de sus cejas y chupó el lapicero que tenía entre los dedos.
—¿Aznar? —murmuró. Y mirando el emblema de las Fuerzas Aéreas en la solapa de Ángel, exclamó—: ¡Ah, sí! Seguramente usted es nuestro nuevo piloto…
—¡Tanto como nuevo…! —sonrió Ángel—. Soy bastante viejo en el oficio, pero creo ser el que ustedes esperan. ¿A quién debo presentarme? ¿Es usted la jefa de este despacho?
—Soy la secretaria del profesor Stefansson. El profesor no debe tardar en venir. Mientras tanto puede sentarse y darme su filiación.
Ángel miró en torno con el ceño fruncido. Había dos sillones y varias sillas en el despacho, pero sobre cada asiento se levantaba una pirámide de periódicos que desafiaban las leyes de la gravedad en sendos prodigios de equilibrio. La oficina era pequeña y reinaba en ella el más caótico de los desórdenes. Donde quiera que volviera la mirada sólo hallaba libros, revistas y montañas de periódicos. A lo largo de las paredes se veían algunas estanterías repletas de cartapacios amontonados sin orden ni concierto. La misma mesa sobre la que trabajaba la secretaria del profesor Stefansson era una muestra de la más deplorable negligencia con sus pilas de recortes de periódicos, sus carpetas, tijeras y botes de goma. Hasta el piso desaparecía bajo una alfombra de papel impreso.
La linda secretaria del profesor Stefansson adivinó el apuro del aviador.
—Tire al suelo lo que estorbe —dijo abarcando con un amplio ademán todo el despacho.
—Muy bien —rezongó Ángel. Y yendo a la silla más próxima, tiró de un papirotazo todos los papeles al suelo. Luego sacó un pañuelo y sacudió el polvo del asiento.
—Todo está un poquito sucio —dijo la rubia rebuscando por uno de los cajones de su escritorio.
—Sí, ciertamente —confirmó Ángel mirando hacia un rincón del que colgaban a su comodidad dos grandes telarañas—. Un poquitín.
—Hace tiempo que llevo el propósito de ordenar esto y permitir la entrada al barrendero. Naturalmente, la intromisión de un extraño aquí, tal y como están las cosas, originaría una verdadera catástrofe. Ni el profesor ni yo podríamos luego encontrar nada de lo que buscáramos.
—¿Y puede hallarlo ahora? —preguntó Ángel extrañado.
—¡Naturalmente! —exclamó la joven. Y a continuación, rascándose la punta de su graciosa naricilla murmuró—: ¿Dónde pondría yo la ficha de usted, que nos mandó las Fuerzas Aéreas?
Ángel echó hacia atrás su silla, puso una pierna sobre otra y sonrió beatíficamente ante la confusión de la secretaria. Esta puso sus blancas y cuidadas manos sobre un montón de recortes de periódico que tenía enfrente y murmuró:
—Veamos. Esa carta debió de llegar hacia el viernes…, aquí hay periódicos del martes…, esto fue del lunes…, luego debe de estar dos pulgadas más abajo… ¡Aquí está!
Mostró triunfante un sobre alargado. Ángel, desilusionado, arrugó la nariz y observó cómo los ágiles dedos de la muchacha extraían del sobre unos documentos que extendió ante sí. Leyó:
—Miguel Ángel Aznar de Soto… ¡Caramba! Tres mil horas de vuelo…
Ángel iba asintiendo a todo con graves cabezazos. De pronto la muchacha alzó los ojos y los clavó curiosos en él.
—¿De verdad que es español?
—Sí.
Una ancha y satisfecha sonrisa retozó en las comisuras de la boca de Ángel.
—¿Nacido en España?
—Nacido en España. Mis padres emigraron de allá y se establecieron en los Estados Unidos cuando yo contaba cinco años.
—Sus primeras palabras las aprendería en inglés.
—En mi casa sólo se habla español. Hablo indistintamente un idioma u otro.
—Veo que, no obstante, tiene nacionalidad americana.
—Sí.
—¿Qué hizo usted en Vietnam?
—Era coolie.
—¿Cómo dice?
—Coolie. Ya sabe, en China llaman «coolies» a los acarreadores, cargadores de muelle… gente que van con carga de arriba abajo. A los muchachos del Mando Aéreo de Transportes nos llamaban así.
—Ya comprendo.
—Y dígame. ¿Cuál va a ser mi trabajo aquí?
—Pues, naturalmente, pilotar nuestro Douglas.
—¿De modo que tienen ustedes un avión Douglas? ¿De qué modelo?
—Lo ignoro. Mis conocimientos aviatorios son muy escasos. Es un avión con alas y motores…
—¡Me lo esperaba! —rezongó Ángel con sorna—. Y, oiga, ¿para qué quieren ustedes un avión de transporte?
—Es una especie de laboratorio ambulante. Esto lo comprenderá usted cuando lo pongamos al corriente de nuestra ocupación.
—Hice algunas investigaciones por mi cuenta —apuntó Ángel—. ¿Es cierto que la Astral Information Office se ocupa de vigilar a las estrellas y todas esas tonterías?
—¿Tonterías dice usted? —saltó la secretaria—. Que no le oiga el profesor decir esas cosas. Desde luego, nos dedicamos a investigaciones un poco raras… Ya sabe usted que esta oficina fue creada para prevenir cualquier posible ataque desde otros planetas. En un principio nuestro trabajo se reducía a auscultar la prensa. Íbamos allá donde se presentara un caso que tuviera un tufillo a misterioso o extraterrestre. Los asuntos inexplicables eran nuestros favoritos, pero cuando empezaron a aparecer los platillos volantes…
—¡Ya caigo! —aseguró el español alzando una mano—. ¿A que ustedes se dedican a seguir la pista a esos platillos? ¡Pero hombre! ¿Todavía hay quien cree en esos cuentos de los platillos voladores?
—Nuestro deber es examinar el asunto y ver qué hay en él de fantástico y qué de cierto —recordó la muchacha. Y señalando los montones de recortes de prensa que tenía sobre la mesa y a su alrededor prosiguió—: Tenemos aquí varios centenares de relatos y reportajes sobre el asunto. Muchos de los que se titulan testigos oculares son a veces unos embusteros y tomaron por platillos volantes objetos completamente terrestres y naturales, pero aún dejando un diez por ciento para los que dicen la verdad, nos quedan testimonios de sobra para afirmar que los platillos volantes son algo tan real y tangible casi como usted y yo.
Ángel se encogió de hombros.
—Desde luego —dijo—, si ustedes se ocupan de ir interrogando a todos los que dicen haber visto platillos volantes, trabajo tienen.
—Mucho trabajo —aseguró ella—. Tuvimos que pedir un avión de las Fuerzas Aéreas para desplazarnos con rapidez de un punto a otro del mundo. Hace poco estuvimos en México, donde se dijo que unos indios habían encontrado uno de los platillos volantes en tierra con sus tripulantes. Nos fuimos a México, sólo para comprobar que todo era una fantasía y también para volver llenos de garrapatas. Nuestro piloto enfermó de fiebres y está en el hospital. Por eso le han mandado a usted aquí, para que le reemplace.
—Bueno —suspiró Ángel—. Nos resignaremos a las garrapatas y a las fiebres, al menos hasta que ese piloto salga del hospital. Y oiga, miss…
—Watt —sonrió la joven—. Bárbara Watt.
—Muy bien, señorita Watt. Espero que la dicha de trabajar junto a una mujer tan simpática me consuele de los demás sinsabores, pero desde luego, no me entusiasma ni pizca la perspectiva de ir volando de un lado a otro detrás de la sombra de esos absurdos platillos volantes. Yo soy un hombre bastante serio, ¿sabe?
Bárbara Watt le miró con asombro y abrió la boca para decir algo. En este momento se abrió la puerta impetuosamente y un hombrecillo menudo, delgado y vestido de negro se precipitó en el despacho como un alud. Ángel le miró atónito. El recién llegado esgrimía en una mano un paraguas y en la otra un periódico que arrojó sobre la mesa de miss Bárbara Watt gritando con excitación:
—¡Una cosa así era la que yo esperaba! ¡Los hombres grises de Venus… eso ya suena a algo convincente! ¡Los hombres grises de Venus!
Ángel examinó el estrambótico hombrecillo mientras hablaba y gesticulaba. De una sola ojeada captó la negligencia en el vestir y en el calzar del personaje. La ropa, aunque bien cortada, aparecía sucia y atrozmente arrugada. La camisa, en otros tiempos blanca, presentaba un color amarillento. La corbata negra pendía del sucio cuello como un pingajo y la raya de los pantalones había desaparecido para ser sustituida por sendas rodilleras. Llevaba los zapatos sin lustrar y con salpicaduras de barro ya seco. De los bolsillos de la chaqueta, deformados a fuerza de soportar pesos excesivos, salían el extremo de un pañuelo y varias hojas de papel. Lo más nuevo del hombre era su lustroso y esférico sombrero hongo.
Mientras se inclinaba para señalar a Bárbara Watt un artículo del periódico, con un índice de uña enlutada y manchado de nicotina, Ángel escrutó la cara del recién llegado. Tenía este unas facciones pequeñas, angulosas y afiladas. Sus ojillos claros centelleaban tras los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Tenía la frente despejada, la nariz aguileña y la barbilla saliente y puntiaguda. Iba completamente afeitado y debía de tener unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Al arrojar su sombrero hongo sobre la mesa dejó ver su cráneo pelado y reluciente. En cambio, por detrás, la cabellera entrecana le rozaba el cuello de la camisa.
—¡Eh! ¿Qué me dice usted? —interrogó el hombrecillo clavando sus ojos en la muchacha—. ¡Vamos… coja su sombrero y corramos a ver a ese hombre!
—¡Pero si todavía no he podido leer el artículo!
—¡No importa, se lo referiré en dos palabras mientras vamos hacia allá! —Alzó la vista hacia Ángel, y como si le viera entonces preguntó—: ¡Eh! ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Miguel Ángel Aznar de Soto —dijo Ángel.
—Es nuestro nuevo piloto —apuntó Bárbara plegando el periódico y poniéndose en pie.
—¿Otro piloto? ¿Pues no tenemos ya a Bob?
—Bob está en el hospital con fiebres, profesor —le recordó la muchacha con el acento maternal que las mujeres emplean para con los niños. Y volviéndose hacia Ángel concluyó su presentación—: Aquí el profesor Louis Frederick Stefansson, nuestro jefe.
El profesor estrechó un momento la mano de Ángel.
—Muy bien, muchacho —le dijo—. Venga con nosotros.
—¿Adónde vamos? —preguntó Bárbara poniéndose en pie.
—A la India, claro está.
—¡A la India! —exclamó Ángel atónito—. ¿Ahora mismo?
—¡Pues claro está que ahora mismo! —gruñó el profesor. Y volviéndose hacia su secretaria le dijo—: Llame al aeródromo para que tengan preparado el avión y recoja lo que tenga que recoger mientras yo hago lo mismo con mis cosas.
Desapareció por una pequeña puerta acristalada. Ángel miró a la muchacha y la vio de pie, erguida su esbelta y encantadora silueta, recogiendo con toda tranquilidad un mazo de papeles.
—Oiga, señorita —le dijo—. ¿Pero qué significa todo esto?
Ella le señaló el periódico sin decir palabra. El español lo tomó y pudo leer los grandes titulares que rezaban así:
DESPUÉS DE SER BUSCADO DURANTE OCHO MESES INÚTILMENTE, EL MILLONARIO MITCHEL ES ENCONTRADO POR UNOS INDÍGENAS EN LOS ALREDEDORES DE DHARUR, PROVINCIA DE BAIDARABAD.
Debajo, en negrillas más pequeñas, decía. «Andaba errante por la jungla alimentándose de raíces, tiene el cabello, las cejas y la barba completamente blancos. Parece haber perdido completamente la razón y sólo murmura unas palabras extrañas: “¡Los Hombres Grises de Venus!”».