«… ya que este es el comienzo del tercer día en que viajamos hacia el Oeste desde la frontera occidental del reino de Su Majestad, a través de algunas de las comarcas más inhospitalarias que nunca he visto. Al principio mientras nos mantuvimos cerca de la orilla del río Varin, (al que nuestro guía llama, en su lengua, “Tiltharna”) había selva y maleza salpicada de rocas, a continuación, a decir verdad, de la zona que se extiende por la frontera occidental de Su Majestad, pero más salvaje y, por lo que hemos visto, deshabitada. No hay, por supuesto, caminos y, por nuestra parte, no hemos encontrado ni un solo sendero. Por un tiempo bastante largo tuvimos que desmontar y llevar a pie los caballos con las mulas de carga: hasta tal punto es pedregoso y traicionero el suelo. Tampoco vimos embarcaciones en el río, pero esto no nos sorprendió, porque, como sabe Su Majestad, nadie ha llegado a Zakalón, por la parte de arriba. El guía nos dice que más abajo de esta región hay un despeñadero, (que él llama Berel), lleno de cascadas y rocas semisumergidas, de modo que no es posible ir desde allí hasta nuestras regiones por el río. Que este hombre y sus seguidores se hayan visto forzados a hacer este viaje a pie y que su nación sea totalmente ignorante del uso de los caballos demuestra en parte, creo, que este país desconocido, al que nos dirigimos, genera una humanidad recia y resuelta y también que sus habitantes —o algunos de ellos— deben tener mucho interés en desarrollar vínculos de comercio con nosotros.
»Vadeamos dos afluentes del Varin, tanto el uno como el otro —ya que nos encontramos con ellos cerca de la confluencia— con ciertas dificultades. Lo cierto es que, en el segundo cruce perdimos una muía y una de nuestras carpas. Esto ocurrió anteayer, y poco después abandonamos la selva y entramos en el desierto que ahora estamos atravesando. Esta región tiene plantas pinchudas, una arena fina, que el viento levanta (lo cual es malo tanto para los caballos como para las muías) y rocas negras que tienen un aspecto siniestro.
»Nuestro guía dice que esta región forma la extremidad meridional de un país llamado Deelguy; dentro de lo que puedo entender, un reino semibárbaro de bandidos belicosos y ladrones de ganado, que viven entre bosques y laderas de montaña. Los deelguy, sin embargo, habitan a unos veinticinco kilómetros hacia el Norte. La verdad parece ser que a este desierto, una tierra que nadie quiere, se le permite seguir siendo en parte territorio del rey de Deelguy, un reino cuyas fronteras (y autoridad) son en todo caso bastante vagas.
»Su Majestad recordará que cuando el hombre Tan-Rion, ahora nuestro guía, logró comunicar en una audiencia que él provenía de un país que estaba más allá del Varin, dotado de recursos comerciales, a los consejeros de Su Majestad (incluyéndome, lo reconozco) les resultó difícil creer que semejante país pudiera existir sin nuestro conocimiento previo. Sin embargo, la dificultad de este viaje, junto con la circunstancia de que los habitantes sólo han logrado en el año pasado establecer un cruce seguro del Varin en un punto que está al alcance de Zakalón, vuelve esto más creíble para mí; y en una palabra, estoy convencido ahora que, como Su misma Majestad ha dicho, ésta puede ser una tierra con recursos que merezcan nuestra atención. Tan-Rion describió (si lo entendí bien) unas minas de hierro y de varias clases de piedras preciosas; también se refirió a maderas y piedras trabajadas aunque no sé de qué modo. También habló de trigo, vino y ganado. Buen parte del comercio posible, creo, tendrá que esperar la construcción de un camino o, por lo menos, el establecimiento de una ruta fluvial. (No me ha pasado inadvertido que tal vez sea posible más adelante llevar mercaderías a través del Vardin y embarcarlas de nuevo en algún punto apropiado de la costa, más abajo de los rápidos). En lo que a trueque se refiere, sólo tengo que recordar a Su Majestad que aparentemente la totalidad del país ignora todo lo que se refiere a caballos y que ninguno de estos hombres ha visto nunca el mar.
»En cuanto al idioma, tengo el placer de declarar que, al parecer, hago algunos progresos. Lo cierto es que, uno tiene la impresión de que hay dos idiomas de uso general más allá del Varin; el primero, llamado beklano, está más difundido en la zona del Norte, mientras que el segundo, el yeldashay, se habla por lo general en el Sur. Tienen semejanzas, pero yo me estoy especializando en el beklano, con el que puedo más o menos arreglármelas de cierto modo. Usan muy poco la escritura, que parece fascinar a mi instructor soldado cuando yo escribo el sonido de lo que él me dice. Según él, han pasado tres años desde el fin de la guerra civil —algo que tuvo que ver con la invasión de Bekla por una tribu extranjera que aparentemente traficaba esclavos— confieso que no me pude dar cuenta clara de lo que era la cosa. Pero ahora están en paz y, desde que las relaciones entre el Norte y el Sur han mejorado, las perspectivas de nuestra embajada parecen bastante buenas.
»Hoy cruzamos —si no me han engañado— el Varin hasta una ciudad desde la cual podremos viajar tierra adentro hasta Bekla. Naturalmente mantendré informada a Su Majestad de…».
Siristru, hijo de Balko, hijo de Mereth de los Dos Lagos, alto consejero de Su Majestad Ascendiente, el rey Luín de Zakalón, echó una mirada a la carta inconclusa, se la entregó a su servidor para que la guardara con el resto del equipaje y se dirigió a la tienda en donde esperaban los caballos entre la breña. Sólo Dios sabía cómo y cuándo se podría entregar aquella carta. De todos modos, iba a producir buena impresión el mantener una información bastante continuada, demostrando que el rey y los intereses del rey estaban presentes todo el tiempo en su mente. Se había permitido hacer una mención de la execrable agua de beber, aunque no había dicho nada de su estómago trastornado y de la diarrea que, diariamente, temía que se transformara en disentería. Una sugerencia discreta de ciertas dificultades podía ser más elocuente que muchos detalles. Tampoco había, mencionado sus ampollas: y mucho menos la ansiedad nerviosa que se apoderaba de él a medida que avanzaba desde Zakalón por la región desconocida del otro lado del río. Como conocía las esperanzas del rey, se había tomado el trabajo de manifestar confianza en las perspectivas comerciales. Lo cierto es que éstas parecían razonables y, aun en el caso de que no lo fueran, no había nada malo en dejar ver una esperanza inicial de tiempos mejores. En su corazón, sin embargo, hubiera querido que el rey no lo hubiera elegido para esta expedición. Él no era un hombre de acción. Le había sorprendido el nombramiento y, disimulando su inquietud bajo una capa de modestia, había preguntado la razón de él.
«¡Oh, necesitamos un hombre prudente y ecuánime, Siristru!», había dicho el rey poniéndole una mano en el hombro y caminando con él a lo largo de la galería que daba sobre la Terraza de las Abejas. «Yo no quiero de ningún modo enviar algún soldado pendenciero o un aventurero joven y ávido por medrar, que no harán nada más que alborotar a esta gente, tratando de echar mano a todo lo que puedan. Eso equivaldría a empezar con el pie izquierdo. Yo quiero enviar a un hombre de experiencia, sin apetitos personales, alguien que sea capaz de hacerse una composición de lugar y que pueda volver con la verdad. Haz eso y te aseguro que conmigo quedarás cumplido. Esta gente, sea la que fuere, tiene que ser tratada de modo que pueda tener confianza en nosotros y respetarnos. ¡Por el Ciato!, ¡ya la cosa ha ido demasiado lejos! Yo no quiero que esta gente sea explotada sin más».
Y así fue, oyendo el murmullo de las abejas, que revoloteaban en torno a la varita de oro, Siristru había aceptado el nombramiento.
Bueno, después de todo, era bastante justo y, si de hacerle justicia se trataba, Luín era un hombre de juicio ponderado y ecuánime… Si se quiere, un buen rey. El inconveniente consistía, como siempre, en llevar a la práctica sus excelentes ideas. Cuando se llegaba a este punto, los soldados pendencieros y los aventureros jóvenes y ávidos resultaban más capaces de atravesar desiertos y selvas y tenían menos miedo que un consejero prudente y ponderado de cuarenta y ocho años, un hombre de letras con afición a la metafísica y al estudio de la ética. Muy poco iba a haber de esto en el lugar adonde iba. Las maneras y las costumbres de los pueblos semi-civilizados tienen cierto interés, por supuesto, pero este era un terreno de investigación en el que había trabajado suficientemente en su juventud. En la actualidad, Siristru era básicamente un maestro, un estudioso de los escritos de los sabios, un hombre que tal vez se preparaba a ser él mismo un sabio, si sobrevivía.
—No me importa tanto que los bárbaros me descuarticen —dijo en voz alta, dando un latigazo a unas ortigas— pero sí me importa que me aburran (latigazo), me fastidien (latigazo), me condenen al tedio (latigazo)…
—¿Señor? —preguntó su criado, saliendo de las filas—. ¿Me llamaste?
—No, no —dijo Siristru apresuradamente, sintiéndose turbado, como siempre que lo sorprendían hablando solo—. No, no. Venía a ver si ya estabas listo, Thyval. Se supone que llegaremos hoy al cruce, como creo que te dije. No conozco la distancia justa, pero preferiría llegar al otro lado con luz del día, de modo que podamos hacernos una idea del lugar antes de que se ponga oscuro.
—Sí, señor, me parece una buena idea. Los muchachos están preparando ahora sus cosas. ¿Qué hago con la yegua, señor? ¿La pongo junto con las muías?
—Tendrás que hacerlo, si sigue cojeando —contestó Siristru—. Ven a avisarme en cuanto estéis listos.
Llegaron a la ribera oriental un poco antes de mediodía, después de sólo cinco horas de marcha.
En estas regiones la primavera todavía no se había convertido en verano, pero de todos modos el día se calentaba pronto y el viento se movía lo bastante para levantar arena de manera molesta. Siristru, que marchaba pesadamente detrás de su yegua coja, iba cabizbajo, con los ojos entornados y, cuando la arena se le metía entre los dientes, trataba de pensar en sus alumnos de metafísica en Zakalón. Hay que contar con las cosas buenas que uno tiene: por lo menos no faltaba el agua tibia para quitarse la arena. Tan-Rion estaba de excelente humor ante la perspectiva de la vuelta y conducía a sus hombres haciéndoles cantar canciones de Yeldashay. Las canciones eran ruidosas, simpáticas, pero no la clase de música que a Siristru le gustaba.
De repente se volvió consciente —y se sintió halagado de ser el primero en notarlo, pues sus ojos ya no eran los que habían sido— de unas figuras distantes sobre la arena. Se detuvo y trató de ver a la distancia. La región, aunque desierta como siempre, ya no era chata. Había lomas y dunas largas y abruptas, salpicadas por las sombras de piedras blancas encima, enormes y eternas bajo el sol, como sólo se pueden ver en las colinas del desierto. En un punto sobre la izquierda había un montón de casuchas, una especie de tolderío, primario y nuevo a la vez: era aquí que se veían las figuras en movimiento. Más allá el terreno descendía de manera invisible y parecía haber una especie de fulgor reflejado en el aire. Sobre la bruma más distante aun sobre el horizonte —y, aunque se restregó los ojos, no logró ver mejor— se cernía un verdor que podía ser la selva.
Una hora después se detuvieron en la orilla izquierda del río y contemplaron la ciudad, que estaba sobre la margen Oeste y que Tan-Rion llamaba Zeray. Alrededor de ellos se juntó una multitud de soldados asombrados y de campesinos de Deelguy habitantes del caserío y trabajadores de la balsa. Todos comprendieron, evidentemente, que estos extranjeros llegaban de un país distante y desconocido, traídos por Tan-Rion, a quien habían visto partir tres meses antes. La algarabía se intensificó así como los apretujones, las indicaciones con las manos y las exclamaciones cuando se dieron cuenta que estos animales de nariz larga usaban atavíos hechos por el hombre y obedecían al hombre como bueyes.
Siristru, decidido a no mostrar nerviosidad en medio de los apretujones y la algarabía, de la cual no podía entender ni una palabra, se mantuvo silencioso junto a la cabeza de su caballo, apartado, hasta que Tan-Rion, acercándose, le pidió que lo siguiera y empezó a abrirse paso entre la multitud con el lomo de su vaina. La gente se apartaba riendo y chacoteando como niños, con un miedo que era a medias imitado y a medias real; después volvían a cerrar filas detrás de los recién llegados bailando y cantando, cuando Tan-Rion avanzó hasta una cabaña más grande que servía de cuartel general a los oficiales de Deelguy. Tan-Rion dio un solo golpe en la puerta y entró. Siristru le oyó gritar un nombre y luego, queriendo mostrar serenidad a medida que la multitud se apretujaba en torno a él, se volvió para contemplar la ciudad que estaba del otro lado del río.
La ciudad se levantaba detrás de un estrecho de aguas turbias y amarillentas; las aguas por lo que pudo juzgar, eran demasiado veloces en el centro para cualquier embarcación. Pudo notar que una rama grande, cubierta de hojas, se hundió en la mitad de la corriente tan rápidamente como si hubiera caído por el aire. No pudo ver el extremo bajo del estrecho, pero corriente arriba, en la otra margen, el río doblaba hacia una bahía en donde él pensó que podía descubrir lo que parecía ser un cementerio entre árboles. La ciudad misma estaba más cerca, directamente en frente de él, llenaba un promontorio informe sobre la bahía. Nunca en su vida había visto Siristru una ciudad con un aspecto tan dejado de la mano de Dios. Evidentemente, no era grande. Había varias casas viejas, tanto de piedra como de madera, pero más bien chicas y con proporciones que no eran ni agraciadas ni agradables. Las nuevas casas, al parecer más numerosas que las viejas, estaban terminadas o no y tenían un aspecto utilitario y apresurado, como si no hubieran sido puestas en su lugar o proyectadas de acuerdo a un plan. Había unos cuantos árboles, algunos sanos y otros no, pero era claro que no había un parque en ningún lado. Cerca del río la gente —y aun a esta distancia parecían más bien chicuelos— estaba trabajando en dos construcciones casi terminadas, que parecían barracas. Frente a éstas había un desembarcadero y también, dentro del agua y también al lado, una serie dentro de lo que él podía calcular. Era de este cable que iban a depender sus vidas. La balsa iba a ser tirada desde aquí, y tendría la fuerza de la corriente empujando en un ángulo muy agudo por detrás.
Thyval le tiro de la manga.
—Disculpa, señor, ¿crees que tienen intenciones de llevarnos en eso?
Siristru lo miró a los ojos y asintió lenta y tétricamente dos o tres veces.
—Bueno… los caballos no van a aguantar, señor, y de todos modos no hay lugar para ellos.
—¿Ni siquiera para un solo caballo, crees, Thyval? Esta gente no sabe nada de caballos, y a mí me gustaría llegar con uno, por lo menos.
—Bueno, señor, yo correría el riesgo, pero lo malo es que el agua está agitada… Me parece que la cosa se pone bastante fea… Estamos todos amontonados y no hay baranda ni nada…
—Sí, sí, naturalmente —dijo Siristru apuradamente, pues el cuadro que se le describía era demasiado para su estómago ya convulsionado—. Lo mejor será que tú vengas conmigo, Thyval, y también Baraglat… ¿no tienes miedo, verdad, Baraglat? No, claro qué no, bravo muchacho que eres… El resto tendrá que quedarse aquí con los caballos hasta mañana. Yo volveré Dios sabe cuándo con esta corriente, pero volveré… y me ocuparé de todo. Ahora, en lo que se refiere al equipaje… ¿Cuál es la mejor forma de distribuirlo? Y hay que decir a algunos de los hombres de Tan-Rion que se queden con los nuestros. No podemos dejar a nuestra gente aquí sola con estos bandoleros… Y habrá que buscar un establo para los animales… No voy a tolerar majaderías. Tan-Rion, un momento, por favor…
Metafísico o no, Siristru no carecía de decisión y capacidad práctica y sus hombres confiaban en él. Hay mucha diferencia entre ser incapaz de hacer algo y sentir desagrado en hacerlo. El rey Luín siempre había sido un buen conocedor de los hombres, aunque los eligiera de manera poco ortodoxa. En media hora el equipaje estaba distribuido, Tan-Rion había accedido a solicitar tres yeldashay de confianza —uno de los cuales hablaba el idioma deelguy— para que permanecieran con los hombres y los caballos de Siristru; a los oficiales de Deelguy se les dijo que debían ofrecer en lo que a alojamiento se refiere, y los que tenían que hacer la travesía ya estaban embarcados.
Además de los viajeros había un grupo de seis labradores de Deelguy, cuya tarea consistía en mantenerse hombro a hombro y tirar de la soga. Se pusieron a esta tarea, cantando rítmicamente detrás de su jefe, y la balsa, ladeándose casi directamente corriente abajo, se fue colocando poco a poco en la corriente central.
El cruce fue para Siristru una experiencia agotadora. Aparte de la soga y los postes de las argollas, junto a los cuales no había lugar nada más que para la tripulación, no había de dónde agarrarse y la pesada balsa, con la corriente casi totalmente de frente, bailaba como la tapa de una caldera con agua hirviente. Se puso en cuclillas sobre el equipaje, apretando las rodillas y tratando de dar un ejemplo de serenidad a sus hombres, que estaban sin duda aterrados. Tan-Rion estaba de pie a su lado, con las piernas abiertas; buscando el equilibrio, cuando la balsa se ladeaba y giraba. El agua corría sobre la entabladura, como si estuvieran baldeando. Junto con las canciones, que proseguían sin descanso, y el continuo chapaleo del río bajo los maderos, sólo se podía hablar intermitentemente y a gritos. Cuando se internaron un poco, un viento frío empezó a echarles espuma encima.
—¿Qué están cantando? —gritó Siristru a Tan-Rion.
—Oh, el capataz lo inventa en el momento… cualquier cosa para mantenerlos animados. Creo que he oído antes esta canción.
—«Shardik a moldra konvay gau» —canturreaba el jefe cuando la tripulación se inclinaba hacia adelante y se disponía a dar un tirón.
—¡Shardik! ¡Shardik! —respondía la tripulación, entre dos respiros.
—¡Shardik a lomda, Shardik a pronta!
—¡Shardik! ¡Shardik!
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Siristru, escuchando atentamente las sílabas reiteradas.
—Bueno… Veamos… Quiere decir: «Shardik dio su vida por los niños, Shardik los encontró, Shardik los salvó»… Ya te das cuenta, señor… Cualquier cosa que siga el ritmo.
—¿Shardik? ¿Quién es?
Hubo un tremendo tumbo. Tan-Rion rió, levantando las dos manos en un gesto de impotencia, encogiéndose de hombros. Unos instantes después gritó:
—¡Casi, casi!
Poco a poco llegaron a aguas más tranquilas. En los cien últimos metros los hombres dejaron de cantar y tiraron de la soga con cierta facilidad. Les arrojaron un cable enroscado desde el embarcadero y unos minutos después llegaban. Siristru se aferró a una mano que se ofrecía y, por primera vez en su vida, pisó la margen derecha del Varin.
La balsa fue llevada a una especie de muelle levantado sobre unas robustas estacas metidas en las aguas playas. Era la vista de estos desde la orilla opuesta lo que lo había dejado perplejo aquella mañana temprano. Cuando los labradores de Deelguy bajaron a tierra, seis o siete niños, el mayor de los cuales no tendría trece años, subieron a la balsa, cargaron el equipaje y luego, después de abrir las argollas, retiraron la soga y arrastraron la balsa por el muelle hasta otra soga similar que estaba en un extremo. Siristru, dándose, vuelta, vio a Tan-Rion que lo estaba señalando a él y a su grupo. Tan-Rion estaba de pie, un poco alejado, hablando con un joven de pelo negro que parecía tener cierta autoridad en el muelle de desembarco, pues de repente interrumpió a Tan-Rion y gritó una orden a los niños que estaban en la balsa. Se empezó a formar un coro. Los que trabajaban en las construcciones cercanas, con aspecto de depósitos, habían dejado al parecer sus herramientas y se acercaban a mirar. Siristru devolvía las miradas con cierta perplejidad, pues la mayoría de ellos eran niños. Sin embargo, no tuvo mucho tiempo de cavilar, ya que Tan-Rion se acercó a él acompañado del joven de pelo negro que le hizo una inclinación más bien formal y le tendió la mano. Era feo, incluso repelente, con un ojo desviado y una marca en la cara, pero su manera, después de decir unas palabras de bienvenida, era cortés y bastante benevolente. Llevaba una especie de insignia o emblema: una cabeza de oso entre dos espigas de trigo y Siristru, que no podía entender el beklano que hablaba (y que no parecía de nativo), sonreía, asentía con la cabeza y tocó el emblema con un dedo, a guisa de gesto amistoso.
—Este joven tiene a su cargo los niños del puerto —dijo Tan-Rion.
—Su nombre es Kominion, pero la mayor parte de nosotros le llamamos simplemente Sháuter. He enviado un hombre a que informe al gobernador de tu llegada y pida una casa que habrá de ponerse a tu disposición. En cuanto sepamos en dónde es, Sháuter recogerá tu equipaje. Puedes entregárselo con toda confianza. Esto llevará un poco de tiempo, por supuesto, y temo que nuestras instalaciones te parezcan un poco primitivas: lo cierto es que esta es una ciudad de frontera. Pero por lo menos puedo asegurarte que tendrás comida y un fuego mientras tengas que esperar. También hay una taberna bastante decente aquí, donde podrás estar cómodo y aislarte; un lugar que se llama «El soto verde».
—¡Vamos, apartaos, muchachos! —gritó—. ¡Dejad tranquilos a los forasteros y volved al trabajo!
Contento finalmente de pisar suelo firme después de la carrera por el río, Siristru, caminando junto a su guía, llevó a sus hombres por la zona portuaria hasta la ciudad, que parecía tan movida y ajetreada como una cueva de ladrones.
«… obligado a dejar los caballos en la margen oriental y disponiéndome de vuelta a enviar esta carta con dos o tres jinetes, aunque los voy a echar de menos, porque todos se han portado muy bien en momentos difíciles y los recomiendo al favor de Su Majestad.
»En cuanto a la travesía por balsa del Varin, hecha por esta gente, revela bastante ingenio y me inspira esperanzas de que podamos beneficiarnos al entablar relaciones comerciales con un pueblo de tantos recursos. El Varin es aquí relativamente angosto: el estrecho tiene tal vez unos cuatrocientos cincuenta metros hasta la ciudad de Zeray en la orilla opuesta. La corriente, en consecuencia, es muy rápida, demasiado rápida para la navegación, y más abajo hay una caída peligrosa, conocida como el Berel, de la cual ya he escrito y a la que ellos mucho temen. Sin embargo, han aprovechado esta corriente, porque desde Zeray se las han arreglado para tender dos sogas a través del río, una hasta un punto de la otra orilla a unos mil metros corriente arriba, y otra asegurada a una distancia similar corriente abajo. Esto, me dicen, fue realizado con muchas dificultades, en primer lugar por haber tenido que llevar un extremo de cada soga a través del río varias millas corriente abajo, poco a poco, hasta sus actuales puntos de anclaje. Cada soga tiene una longitud de unos mil doscientos metros y su fabricación lleva varios meses.
»Ahora estamos instalados en una casa aquí: bastante pobre, pues el nivel general es bajo, pero sana y limpia. Más entrada la tarde me veré con el gobernador y, naturalmente, le transmitiré el mensaje de buena voluntad de Su Majestad. Poco después creo, vamos a hacer una excursión al Oeste, de unos cincuenta kilómetros, hasta una ciudad llamada Kabin donde, si he entendido bien, hay un depósito de aguas que abastece a la ciudad de Bekla. Es aquí y en otra ciudad que ellos llaman Igat o Ikat que esperamos hablar con los gobernantes del comercio con Zakalón.
»Hay una característica de esta ciudad que Su Majestad, estoy seguro, encontraría tan sorprendente como yo, y es el gran número de niños que trabajan, a veces sin ningún adulto a cargo de ellos, y que realizan buena parte de la actividad del lugar. Cuando una tarea requiere una dirección especializada, por ejemplo la construcción de nuevos almacenes en la zona del puerto, trabajan bajo las instrucciones de los maestros, pero en otros casos, cuando se trata de tareas sencillas, tienen sus propios capataces, niños mayores que los dirigen sin ninguna supervisión. Lo que hacen, aunque útil, es por lo que he visto bastante primitivo, pero es apropiado para el lugar, y los niños, en su mayoría, parecen estar contentos. En esta casa nos atienden tres doncellas muy graves que no tienen más de once o doce años de edad; toman sus obligaciones muy seriamente y consideran un honor el haber sido elegidas para atender huéspedes extranjeros».
Se oyó un ligero golpe en la puerta. Siristru levantó la mirada y, no recordando la palabra beklana para decir «adelante», produjo un sonido que —esperó— trasuntaba un consentimiento amable. Una de las niñas de servicio abrió la puerta, se llevó la palma de la mano a la frente y se puso a un lado para dar paso a un hombre grande que Siristru nunca había visto. Su blusa de cuero, que llevaba el emblema del oso y las espigas, parecía cruzarle todo el ancho del pecho, y los pantalones de cuero —al parecer hechos para un hombre de tamaño normal— le llegaban hasta la mitad de la pantorrilla. Sobre el hombro llevaba con soltura una gran bolsa, que parecía muy llena. El hombre sonrió cordialmente a Siristru, se llevó la palma de la mano a la frente y dijo:
—Crendro.
Esta palabra no era conocida por Siristru, pero como evidentemente era un saludo, contestó «Crendro» y esperó. La siguiente frase de su visita, sin embargo, lo confundió del todo, y debió llegar a la conclusión de que el hombre estaba hablando en alguna lengua o dialecto extraños.
—¿Sabes hablar en beklano? —preguntó tartamudeando—. Yo entiendo el beklano un poco.
—Yo también, señor —contestó el gigante en un beklano chueco pero comprensible y acompañado de una sonrisa amable.
—¿Así que tú eres un príncipe extranjero, eh? ¿Y has llegado en la balsa? Vas a hacer la fortuna de todos nosotros, supongo… o eso es lo que me dicen. Todos mis respetos, señor.
Al llegar aquí Siristru ya se había dado cuenta que su visitante era, evidentemente, algún criado y, por su estilo, un criado privilegiado; pero también era alguien a quien había que mantener a distancia para que no se propasara y charlara más de la cuenta. Por lo tanto, sin sonreír y secamente dijo:
—¿Tienes un mensaje para mí?
—Así es, señor, así es —contestó el hombre—. Mi nombre es Ankray. Yo atiendo al gobernador y su señora. El gobernador volvió de Lak una o dos horas después de mediodía y supo que tú habías llegado; así que me dijo, «Ankray, si vas a la zona del puerto no olvides de traerme de vuelta una de esas bolsas con tocos gordos que usan allí, esos que llegaron de Tonilda el otro día, y de vuelta a tu casa puedes pasar a ver a ese príncipe extranjero, ese caballero, y decirle que tendré mucho gusto en verlo cuando quiera venir». De modo que si te parece conveniente, señor, puedes venir conmigo ahora, ya que no conoces la dirección: yo te puedo llevar allí.
—Espérame e iré contigo directamente.
No era la clase de invitación a la casa del gobernador que él había esperado, pero no tenía importancia: era una pequeña ciudad, no había nada que oír o hacer aquí, la verdadera diplomacia se presentaría después, en las ciudades que estaban al Oeste. Sin embargo, había que ser cortés con este gobernador, que por otra parte tal vez fuera el hombre responsable de haber proyectado y construido la balsa.
Suspiró, dobló y guardó en el bolsillo su carta inconclusa al rey y llamó a Thyval para pedirle su mejor capa y decirle que lo esperara en la casa del gobernador.
El gigante iba adelante mostrando el camino y conversando cómodamente en su atroz beklano, sin preocuparse lo más mínimo al parecer de que Siristru lo entendiera o no, con su bolsa repleta que bamboleaba como si fuera una liviana red de pescador.
En este momento notaron a una banda de ocho o nueve niños que corría detrás de ellos y les gritaba para llamarles la atención. Dos llevaban unas espesas coronas de flores. Siristru se detuvo, asombrado, y los niños lo alcanzaron, jadeantes.
—U-Ankray —dijo una niña de pelo oscuro, de unos doce años, poniendo la mano en la del gigante— ¿es éste el huésped extranjero, el príncipe que iba a llegar por el río?
—Bueno, sí, es él —contestó Ankray— y ¿qué hay con esto? Ahora va a ver al gobernador, así que tú no debes molestarlo ahora, querida.
La niña se volvió hacia Siristru, levantó la palma de la mano hasta la frente y le habló en beklano, con una especie de alegría confiada que lo dejó estupefacto y lo inquietó.
—Señor —dijo— cuando oímos que estabas aquí, tejimos unas coronas para darte la bienvenida a ti y a tus sirvientes. Las llevamos a tu casa, pero Lirrit nos dijo que habías salido para ver al gobernador. «Corred», nos dijo, «y lo alcanzaréis». Así que hemos venido corriendo para darte las guirnaldas y decirte: «Bienvenido, señor, a Zeray».
—¿Qué dicen, señor? —preguntó Thyval, que había estado contemplando los niños con cierto asombro—. ¿Están tratando de vendernos las flores?
—No: es un regalo, o así me parece —contestó Siristru. Aunque los niños le gustaban, la situación estaba fuera de su experiencia y no sabía qué decir. Se volvió hacia la niña de pelo oscuro.
—Gracias —dijo—. Eres muy amable.
Se le ocurrió que hubiera sido mejor tratar de averiguar algo más. Tal vez un mayor reconocimiento de esta encantadora cortesía sería del agrado de quien estaba detrás de ella.
—Dime, ¿quién te dijo que trajeras las guirnaldas? ¿Fue el gobernador?
—¡Oh, no, señor! Nosotros recogimos las flores: nadie nos ha mandado.
Y siguió dando una explicación liviana y feliz que él no pudo seguir, mientras dos de sus compañeros se ponían en puntas de pie para colgar las guirnaldas en los pescuezos de él y de Thyval. La mayor parte de las flores eran de la misma clase, pequeñas, de color lila, con un perfume suave pero penetrante.
—¿Cómo les llaman a estas flores? —preguntó, sonriendo y tocándolas.
—Planella —contestó ella, y le besó la mano—, las llamamos planella. Y estas otras, las rojas, son trepsis.
—Cantemos para ellos —gritó un niño de piel oscura, cojo, que estaba hacia el fondo del grupo—. ¡Vamos, cantemos para ellos!
Y en el mismo instante se puso a cantar y los otros lo acompañaron, un poco sin aliento, en distintos registros. Thyvel se rascó la cabeza.
—¿Qué están cantando, señor? ¿Puedes darte cuenta?
—Apenas —contestó Siristru—. Cantan en otro idioma, un idioma que no es el beklano, aunque hay alguna que otra palabra, por aquí y por allá, que parecen ser las mismas. «Hay algo o alguien que saca un pez (creo) del río…». Oh, bueno, ya sabes, la clase de canciones que cantan los niños en todas partes.
—Supongo que dentro de poco querrán dinero —dijo Thyval.
—¿Te las has arreglado para conseguir un poco de dinero del país?
—No, señor.
Pero la canción terminó y los niños, tomándose unos a otros de la mano, corrieron, riendo y saludando con la mano y llevándose con ellos al niño cojo.
—Curiosa manera de irse —murmuró Thyval, tratando de quitarse la guirnalda.
—No te la quites —dijo Siristru rápidamente—. No debemos hacer nada que pueda ofender a esta gente.
Thyval encogió sus perfumados hombros y prosiguieron la marcha. Ankray señaló hacia un barranco donde había una casa de piedra en la cumbre. Aunque recién edificada, no era ni grande ni imponente, pensó Siristru, mirando el piso alto que sobresalía de la pared circundante. Tal vez, el gobernador, si no era él mismo el proyectista de la balsa, debía ser algún viejo soldado, un hombre práctico designado para llevar adelante la ruda tarea de construir un puerto de trabajo. Quienquiera que fuera, lo cierto es que tenía muy poca idea del estilo.
El portón —de construcción pesada, con tablas entrecruzadas de las que sobresalían las anchas cabezas de los clavos de hierro— estaba entreabierto y Siristru, siguiendo a Ankray, que entró sin más ceremonias, se encontró en una especie de corral que parecía en parte de una granja, en parte de un taller de artesano. Por todo el lugar se veían materiales de una y otra clase. En la parte Norte del patio o corral, contra la pared que daba al Sur de la casa, se veía un banco de carpintero y allí estaba un hombre de pelo gris, con aire de viejo soldado, que sostenía una flecha en una mano mientras con la otra colocaba cuidadosamente un cañón de pluma ya tratado debajo de la muesca. Un hombre más joven y un grupito de muchachos de aspecto bastante rotoso estaba a su alrededor, y era evidente que les estaba enseñando a fabricar flechas, dado que hablaba y ejemplificaba lo que decía agitando la flecha que tenía en la mano para demostrar los efectos de su determinado estilo de fijar el vuelo.
Al entrar Siristru en el corral, a la zaga de Ankray y sintiéndose excepcionalmente incómodo con la gran guirnalda de flores que le hacía cosquillas en los lóbulos de las orejas, todos se dieron vuelta a mirarlo, e inmediatamente el hombre más joven se apartó del grupito y marchó hacia él, sacudiéndose la viruta de las manos y gritando por encima del hombro:
—¡Esta bien, Kavass, sigue, sigue no más! Cuando termines, echa una mirada a esos gruesos bloques que trajo Ankray, ¿me haces el favor?
Como Ankray no dio señales de disponerse a anunciar la llegada de los forasteros, Siristru echó mano de sus precarios conocimientos de beklano y dijo:
—He venido a ver al gobernador.
—Yo soy el gobernador —contestó el hombre, sonriendo. Inclinó la cabeza, se llevó la mano a la frente y luego, como si estuviera un poco nervioso, la secó en la manga antes de tenderla a Siristru, que la asió instintivamente, aunque un poco asombrado. ¿Acaso la palabra que usó para «gobernador» no era la justa?
Hizo un nuevo intento.
—El… el dirigente, el dirigente de la ciudad.
—Sí; yo soy el dirigente de la ciudad. ¿No es así Ankray?
—Sí, señor. Traje los bloques y también al príncipe extranjero, como tú me dijiste. Y ese muchacho Sháuter me dice que te diga…
—Bueno, me lo dirás después. ¿Quieres decirle a la Säiyet que el príncipe ha llegado y a Zilthé que lleve unas nueces y vino a la sala de recepción? Trata de que todo esté como; debe estar, y llévate al criado del príncipe y ocúpate de él.
—Muy bien, señor.
Siristru siguió al hombre, que marchó hacia la casa, murmurando:
—Si he entendido bien el significado de esa palabra, debo decir que yo no soy príncipe.
—No importa —contestó alegremente el gobernador—; si la gente aquí cree que lo eres, a ellos les dará gusto y á ti te favorecerá.
Por primera vez en varios días Siristru rió y, aprovechando la ocasión que se presentaba de mirar directamente al hombre sin parecer demasiado curioso o descortés, trató de situarlo. A primera vista parecía tener treinta años, pero esto no era fácil de saber, pues a pesar de sus maneras vivaces había en él una especie de gravedad y responsabilidad que sugerían más años. Tampoco era fácil adivinar si era primordialmente un hombre de acción, o un hombre de pensamiento, pues la cara indicaba al perceptivo Siristru la experiencia del peligro y —si debemos usar la palabra— de la pena; también del sufrimiento.
En definitiva pensó el diplomático Siristru, un personaje críptico y paradójico, a quien había que tratar con mucho cuidado. El lóbulo de una de las orejas estaba marcado con una hendidura desgarrada, fea, que no tenía aro, y el brazo izquierdo se mantenía tieso, como si hubiera sufrido algún percance. ¿Qué podría haber sido el pasado de este hombre y cómo había llegado a ser gobernador de Zeray?
Entraron a una habitación sencilla, limpia, con piso de piedra, alfombrada con esteras, en la que ardía un fuego pálido, atenuado por la luz del sol de la tarde. El gobernador, con una nueva sonrisa, quitó gentilmente la guirnalda de los hombros de Siristru y la puso sobre la mesa, a su lado. El tejido no era muy firme y ya empezaba a deshacerse.
—Algunos niños de tu ciudad se acercaron y me la dieron cuando venía hacia acá —dijo Siristru.
—¿De veras? ¿Sabes, por casualidad, qué niños eran? —preguntó el gobernador.
—Vasa, señor —dijo una voz de mujer—; es lo que me ha dicho Ankray. Y algunos de sus amigos de Rotelga. ¿Debo servir ahora el vino?
Una mujer joven entró, con tazas de plata y una jarra sobre una bandeja. Después de ponerla sobre una mesa, volverse hacia Siristru y llevarse la mano a la frente, éste notó, con un estremecimiento de piedad rápidamente disimulado, que la mujer no estaba en su sano juicio. Sus ojos grandes y risueños se fijaron en los de él con una persistencia desconcertante y fuera de lugar en una persona de servicio y en una mujer y luego pasaron, sin cambio de expresión, a contemplar una mariposa que agitaba sus alas en la pared soleada, hasta detenerse en el gobernador, que se aproximó y le tomó las dos manos, cariñosamente, entre las suyas.
—¿Así que fue Vasa? El príncipe ha tenido suerte, ¿no es cierto? Gracias, Zilthé. Sí, sirve el vino en seguida, por favor. Pero yo me voy a tomar un poco de tiempo: antes me voy a lavar y a cambiar de ropa. Tengo que hacer honores a tu visita —dijo, volviéndose a Siristru—. Tu llegada a Zeray tiene suma importancia para todos nosotros, para todo el país, en realidad. Ya he despachado un mensajero a Kabin con las noticias. ¿Me disculpas si desaparezco por unos instantes? Como puedes ver —y extendió las manos—, no estoy en condi-ciones de recibirte. Pero mi mujer se ocupará de ti hasta que yo vuelva. Vendrá aquí en seguida.
Salió del cuarto y Zilthé se volvió para avivar el fuego y limpiar la chimenea. Siristru se paró en la luz del sol aspirando todavía la fragancia penetrante de la planella en la guirnalda y escuchando, en la distancia, el canto muy asombroso de un pájaro desconocido. Levantó la mirada rápidamente al ver entrar a la habitación una segunda mujer joven.
Hombre de cierta edad o no, Siristru tenía buen ojo para las mujeres, y ésta le llamó mucho la atención. Cuando ella entró él sólo fue consciente de una notable gracia de movimiento: un modo de andar suave, casi ceremonioso, que expresaba calma y dominio de sí. Luego, cuando ella se acercó, vio que, aunque ya no estaba en la primera juventud, era notablemente bella, con grandes ojos oscuros y una cabellera negra, recogida en una trenza floja que le caía sobre un hombro. Su vestido era rojo vivo, ceñido, como una vaina, tenía bordada en la parte frontal, desde los hombros hasta los talones, la figura rampante de un oso en hilo de plata y oro sobre un fondo pintoresco de árboles y aguas, minuciosamente tejido. Violento, de estilo casi bárbaro, el diseño, el colorido, y el bordado mismo eran tan impresionantes que, por un instante Siristru estuvo en peligro de olvidar la espada por la vaina, como se dice. Un trabajo como éste, en Zakalón, iba a encontrar sin duda un mercado fácil. Mientras tanto, ¿cuáles serían las convenciones de este país en relación a las mujeres de rango? Bastante libres, sin duda, puesto que el gobernador había enviado a su esposa sola a que lo entretuviera y, por lo tanto, esperaba que él conversara con ella. Bueno, no se quejaba. Acaso había juzgado mal al país, aunque por lo poco que había visto en Zeray, iba a ser raro que hubiera aquí una mujer culta.
La mujer lo saludó con gracia y dignidad, aunque su beklano parecía un poco inseguro y él adivinó que, lo mismo que el gigante servidor, no hablaban en su idioma nativo. Desde el alféizar donde estaba parado él podía ver los cobertizos y el muelle debajo, a un cuarto de milla, frente al agua ondulante del estrecho. Ella le preguntó, sonriendo, si había tenido miedo durante la travesía. Siristru contestó que sí, sin ninguna duda.
—Yo soy muy cobarde —dijo ella, sirviéndole una segunda copa y sirviéndose también ella—. Por mucho tiempo que viva aquí, nunca lograrán hacerme cruzar al otro lado.
—Sé que este lado se llama Zeray —dijo Siristru—. ¿El lugar de la otra orilla tiene nombre o es demasiado nuevo para tenerlo?
—Apenas existe todavía, como has visto —contestó ella, echando hacia atrás sus largos cabellos—. No sé como lo llaman los deelguy… Yos Bos o algo que suena así, supongo. Nosotros lo llamamos Bel-ka-Trazet.
—Es un hermoso nombre. ¿Tiene algún, significado?
—Es el nombre del hombre que concibió la idea de la balsa y que vio cómo podía funcionar. Pero ha muerto.
—Una pena que no haya podido ver terminada su obra. Bueno: bebo en su honor.
—Yo también —y chocó la taza de plata de él con la suya: las dos sonaron débilmente a la vez.
—Dime —dijo él, encontrando las palabras con cierta dificultad—. Supongo que te das cuenta que no sé nada de vuestro país y necesito aprender tanto como pueda… ¿Qué parte desempeñan las mujeres en… bueno… en la vida, en la vida pública? ¿Pueden ser dueñas de terrenos, comprar y vender, utilizar la ley… y otras cosas… o están más… retenidas?
—No pueden hacer ninguna de esas cosas. —Ella pareció sorprendida—. ¿Las hacen en tu país?
—Bueno, sí, son cosas posibles para una mujer… digamos, para una mujer con propiedad y cuyo marido ha muerto… y que desea mantener sus derechos y dirigir sus propios asuntos.
—Nunca oí una cosa semejante.
—Pero… tú… perdóname, no encuentro la palabra, tu manera sugiere que las mujeres aquí tienen mucha libertad.
Ella rió, evidentemente halagada.
—No me tomes como ejemplo, cuando vayas a Bekla: no quiero que algún marido te clave un puñal. Yo soy un poco desusada, y sería un poco largo de explicar por qué. Fui en un tiempo sacerdotisa, pero aparte de eso he llevado una vida… muy diferente de la vida de la mayoría de las mujeres. Y además, esta es una provincia remota, a medias civilizada, y mi marido tiene que utilizar a todos, hombres y mujeres, especialmente cuando se trata de ayudar a los niños. Yo actúo libremente en nombre de él y la gente lo acepta, en parte porque soy yo y en parte porque necesitamos cada cabeza y cada par de manos que tenemos.
¿Habría sido esta mujer en otros tiempos una prostituta sagrada?, pensó Siristru. No parecía posible. Había en ella cierta delicadeza y sensibilidad que no indicaban tal cosa.
—¿Una sacerdotisa? —preguntó—. ¿Del Dios de este país?
—Del Señor Shardik. En cierto modo, todavía soy su sacerdotisa, su sierva.
—Entiendo. Pero Shardik… es la segunda vez que oigo ese nombre. «Shardik dio su vida por los niños, Shardik los salvó».
Siristru siempre había tenido una excelente memoria fonética.
Ella palmoteo asombrada.
—¿Cómo? ¡Estás hablando el idioma de Deelguy! ¿En dónde oíste eso?
—Los hombres de la balsa cantaban eso esta mañana.
—¿De Dellguy? ¿En serio?
—Sí. Pero ¿quién es Shardik?
Ella retrocedió, lo miró fijamente a los ojos y abrió los brazos.
—Este es Shardik.
Siristru, sintiéndose un poco turbado, miró detenidamente el vestido. Sin duda el trabajo era fuera de lo común. El enorme oso, con ojos rojos y llameantes, estaba parado y amenazaba a un hombre armado con un arco, mientras que detrás un grupo de niños harapientos se agazapaba en lo que parecía ser una ribera arbolada. Sin duda era una escena salvaje, pero no había clave de su significado. ¿Adoración animal? ¿Sacrificios humanos, tal vez?
—Espero llegar a saber más sobre él —dijo finalmente—. Ese vestido es realmente espléndido… un hermoso trabajo. ¿Fue hecho en Bekla o en algún lugar cerca de aquí?
Ella rió de nuevo.
—Muy cerca de aquí sin duda. La tela vino de Yelda, pero mis mujeres y yo lo bordamos encesta casa. Nos llevó medio año.
—Un trabajo maravilloso… maravilloso. ¿Es… sagrado?
—No, no es sagrado, pero yo lo uso… bueno, en ocasiones importantes. Me lo he puesto para ti, como puedes ver.
—Es un honor para mí… Y el vestido es digno de la dama. ¿Qué me dices? ¡Y en un idioma que sólo he empezado a aprender hace dos meses!
Siristru se estaba divirtiendo.
Ella no contestó nada y se limitó a lanzarle una mirada aguda, brillante y humorística, como la de un estornino. Él sintió un súbito estremecimiento. Con el brazo duro o no, el gobernador era más joven que él.
—Vestidos como este, no tan hermosos, por supuesto, pero de esta clase, podrían ser exportados a mi país, ¿no te parece?
Ella decidió tomar la cosa a broma: se restregó las manos y se inclinó servilmente, como algún viejo mercader que adula a un cliente acaudalado.
—Por supuesto, bondadoso señor, sin ninguna duda, muy halagada. ¿Cuántos deseas? —Y luego ya en serio:
—Tendrás que preguntarle a mi marido. Verás que él es capaz de hablar con mucha competencia en todo lo que se hace o se vende desde Ortelga a Ikat. El comercio lo entusiasma: cree en él apasionadamente; dice que es la sangre que circula por el cuerpo del mundo. ¿Cómo se llama tu país?
—Zakalón. Es muy hermoso. Las ciudades están llenas de jardines con flores. Espero que algún día puedas visitarnos, si llegas a vencer tu repugnancia a cruzar el estrecho.
—Tal vez. He viajado poco en mi vida. Lo cierto es que nunca he estado en Bekla. Ni siquiera en Ikat-Yel-dashay.
—Tanto más motivo para ser la primera mujer que va a Zakalón. Ven a dar envidia a nuestras damas. Si te gustan las ceremonias, debes venir para el gra… para el festival del solsticio de verano… si esas son las palabras justas.
—Sí, lo son. ¡Muy bien! Bueno, tal vez, tal vez. Dime, señor…
—Siristru, Säiyet.
Sonrió. Acababa de acordarse de «Säiyet».
—Dime, Siristru: ¿Piensas quedarte aquí unos días o estás de paso para Kabin?
—Bueno… es algo que depende del gobernador, pero en primero lugar, por supuesto, tendré que ocuparme de traer a mis hombres y animales desde… Belda-Brazet…
—Bel-ka-Trazet.
—… desde Bel-ka-Trazet. Y además no me siento del todo bien después del viaje. Creo que pasaré unos pocos días aquí antes de que estemos listos para seguir a Kabin. La selva y el desierto fueron muy penosos. Los hombres necesitan descansar y tal vez un poco de… no sé la palabra… ya me entiendes… de jugar, de beber…
—Diversión.
—Eso es: diversión. Perdóname: lo voy a escribir.
Ella lo contempló sonriendo y meneando la cabeza mientras él escribía.
—Si te quedas unos cinco días más —dijo ella— tú y tus hombres podrán asistir a nuestro festival de primavera. Es una fiesta muy alegre… habrá mucha… diversión y una ceremonia muy hermosa en la orilla. Por lo menos, para nosotros lo es, especialmente para los niños. El día de Shara: ese es el momento en que vemos las llamas de Dios ardiendo como estrellas.
—¿Las llamas de Dios?
—Es una broma de mi marido. Él llama a los niños «las llamas de Dios». Pero yo hablo de la ceremonia. Se decora una gran balsa de madera con flores y ramas y se la echa al río, incendiada. A veces puede haber tres o cuatro balsas. Y los niños hacen osos de barro y los llenan de flores —trepsis y melikon, ¿sabes?, y al final del día los ponen sobre tablas chatas y los hacen flotar corriente abajo.
—¿Es una conmemoración de algo?
—Bueno, sí… Se conmemora al Señor Shardik y a Shara. Este año una vieja y querida amiga de nosotros hace el viaje especialmente para estar aquí… Si todo sale bien, llegará dentro de dos o tres días. Ella me enseñó hace mucho tiempo, cuando era niña…
—No hace tanto tiempo.
—Gracias. Me gustan los cumplidos, sobre todo ahora que tengo dos hijos. Si no te sientes bien, te recomiendo que te demores un poco, pues en ese caso podrás utilizar sus conocimientos. Es la médica más grande de la región. Lo cierto es que, en buena parte, es por esto que viene… no sólo por la fiesta, sino para atender a nuestros niños enfermos… Siempre hay unos cuantos al fin del invierno.
Siristru iba a preguntarle algo más cuando el gobernador volvió al cuarto. Se había cambiado de ropa: llevaba ahora una sencilla túnica negra, que tenía bordadas en el pecho la figura del oso y unas espigas de trigo con hilo de plata. Esto, tan severo en contraste con el esplendor del vestido de su mujer, ponía de relieve sus rasgos austeros y su aire de seriedad casi mística. Siristru estudió la cara cuando él se inclinó para servirle vino. También este hombre, comprendió de repente, era por temperamento un metafísico, aunque no tuviera facilidad de palabra ni ideas articuladas. Curiosamente, le pasó por la mente una frase del poeta Mitran, de Zakalón, que pone en boca del héroe Serat cuando habla con su esposa en el momento que sigue a la unión amorosa: «No deseo nada, no me falta nada, soy el centro del mundo, donde la pena es alegría». Por un instante, sin embargo, el gobernador, levantó la mirada, las copas se entrechocaron y resonaron sobre la bandeja y el encantamiento quedó interrumpido.
Siristru hizo una observación elogiosa sobre el vino. La dama se disculpó y los dejó solos y el gobernador, invitándolo a sentarse, empezó sin más a hablar de proyectos comerciales, como podría hablar un novio que va a casarse de su inminente boda. Si Siristru había esperado poco o nada del tosco alcalde de una ciudad de frontera, se vio ahora forzado a cambiar de idea. Las preguntas del gobernador caían como flechas. ¿A qué distancia estaba Zakalón? ¿Cuántos campamentos permanentes o fuertes harían falta para establecer el servicio regular de rutas? ¿Cómo podía tener Siristru la seguridad de que no había población hostil en la selva? Dado que el Telthearna podía ser usado para el transporte corriente abajo, ¿qué iba a hacerse con el curso superior? En cuanto al problema del idioma, él podría, si se aceptaba la idea, enviar cincuenta niños mayores a Zakalón para que los educaran como guías e intérpretes. Los niños aprendían más rápidamente que los hombres y él conocía algunos que estarían encantados de esta oportunidad. ¿Qué bienes podría ofrecer Zakalón? Caballos… ¿Qué clase de caballos, exactamente? Pareció asombrado cuando Siristru empezó a explicar; los dos se confundieron en dificultades de lenguaje y terminaron riéndose cuando Siristru trató de dibujar un caballo con un dedo mojado en vino. Luego prometió al gobernador que al día siguiente, de un lado del río o del otro, iba a ver a un hombre que cabalgaba el más veloz de los caballos. Si eso era cierto, contestó el gobernador, entonces Zakalón no necesitaba buscar nuevas mercancías que ofrecer durante varios años. Pero ¿qué pensaba Siristru, francamente, del valor comercial de estos caballos, dejando de lado, por supuesto, el costo y el esfuerzo de transporte de los animales desde Zakalón? Luego se pusieron a discutir los valores equivalentes de las consignaciones de vino, de hierro y de los productos de artesanía fina, como la tela que él acababa de admirar.
El gobernador brindó por Zakalón. Se felicitaron el uno al otro por el propicio encuentro y continuaron trazando con la imaginación un futuro en el que los hombres iban a viajar tan libremente como los pájaros y en el que los bienes iban a pasar por Zeray Hasta los confines de la tierra.
—Pero en cuanto a tu viaje a Bekla —dijo el gobernador volviendo a la realidad con una especie de sobresalto—, el camino que va de aquí a Kabin no está terminado todavía, no sé si lo sabes. Por treinta kilómetros es bastante pasable, pero los otros treinta no son más que barro.
—Nos arreglaremos: no te preocupes. Pero me gustaría quedarme para esa fiesta que daréis… el Día de Shara… ¿no es así que lo llamáis? Me dicen que queman una balsa… en honor del Señor Shardik. ¿No es así? También creo que no me vendrá mal conocer a tu amiga, esa mujer sabia… No me he sentido muy bien durante el viaje y tu esposa dice que es una gran médica.
—¿La Tuguinda?
—Creo que no la nombró… ¿O es un título?
—En el caso de ella es título y es nombre.
—¿Va a venir por ese camino a medio terminar del que me hablabas?
—No, viene por agua. En esta ciudad tenemos la suerte de contar con un río como medio de comunicación con el Norte. Una parte de la provincia es todavía muy salvaje, aunque no tan salvaje como era. Estamos estableciendo nuevas colonias por aquí y por allá, aunque nunca corremos riesgos con los niños en las zonas más remotas. Pero hay una aldea de niños en el camino a Kabin: pasarás por ella cuando vayas a Bekla. Todavía no es muy grande —hay diez soldados veteranos y sus mujeres, que cuidan a un centenar de niños— pero tenemos intenciones de agrandar el lugar en cuanto la tierra esté en condiciones de mantener a más personas. Está en un lugar seguro.
—Estoy sorprendido por los niños —dijo Siristru— por lo poco que he visto de ellos. Tu ciudad parece llena de niños: los vi trabajar en los muelles y en tus nuevos depósitos. Al parecer, dos tercios de los habitantes son niños.
—Dos tercios: el cálculo es justo.
—Entonces, no todos son niños de la gente de aquí, ¿no?
—Oh, ¿nadie te habló de los niños? —dijo el gobernador—. No claro, apenas ha habido tiempo. Vienen de distintos lugares: Bekla, Ikat, Thettit, Dari, Ortelga… incluso hay unos pocos de Terekenalt. Son todos niños que han perdido a sus padres o a sus familias por una u otra razón. Muchos de ellos han sido abandonados, me temo. Ellos no están obligados a venir aquí, aunque pasa muchos eso es mejor que nada, supongo. De todos modos, es una vida dura, pero al menos pueden sentir que los necesitamos y los valoramos. Nada más que eso es una gran ayuda.
—¿Quién los trae?
—Bueno, yo estoy en contacto con toda clase de gente… gente que ha trabajado para mí y que me daba noticias en los días en que… yo… bueno… vivía en Bekla: y el Ban de Sarkid nos ha ayudado mucho.
Siristru no pudo evitar un cierto desagrado. Aparentemente este joven gobernador, en su entusiasmo por el comercio, estaba desarrollando su provincia y construyendo el puerto de Zeray gracias a la labor de niños desvalidos.
—¿Cuánto tiempo están obligados a quedarse? —pregunto.
—No están obligados, están en libertad de irse si quieren. Pero la mayoría de ellos no tiene donde ir.
—Entonces, ¿no dirías que son esclavos?
—Son esclavos cuando vienen aquí. Esclavos del descuido, del abandono, a veces de la crueldad misma. Nosotros tratamos de liberarlos, y muchas veces no es nada fácil.
Siristru empezó a ver un nexo entre esto y algunas cosas que la mujer joven le había dicho en la primera conversación.
—¿Tiene esto algo que ver con el Señor Shardik?
—¿Qué has oído pues del Señor Shardik? —preguntó el gobernador con aire sorprendido.
—Tu esposa habló de él y de la fiesta. Además los hombres de la balsa, esta mañana, cantaban una canción: «Shardik dio su vida por los niños». Me interesaría saber más de esto, del culto de Shardik, si te parece… Estos asuntos me interesan… En mi propio país he sido… bueno, podría decir que un maestro.
El gobernador, que estaba contemplando su taza de plata y hacía girar en ella al vino, levantó la mirada y sonrió.
—Es más de lo que yo soy o nunca seré. Sobre todo, no tengo facilidad con las palabras, aunque por suerte no las necesito para servir al Señor Shardik. La enseñanza, como tú dices, consiste simplemente en que no debe haber ningún niño abandonado o infeliz en el mundo. Al fin de cuentas, esa es la única seguridad del mundo: los niños son el futuro. Si no hubiera niños infelices, entonces el futuro estaría asegurado.
Siristru no había entendido todo lo que decía y, como le resultaba difícil formular preguntas en el idioma del otro, volvió a repetir las palabras que le había oído decir.
—Esclavos del abandono y del descuido, dices. ¿Qué quiere decir eso?
El gobernador se levantó, dio unos pasos hacia la ventana y se paró al lado de ella, contemplando el puerto. Cuando habló lo hizo de modo vacilante y Siristru comprendió con cierta sorpresa que, al parecer, nunca o pocas veces tenía ocasión de expresarse sobre el punto.
—Los niños… nacen del placer y la alegría mutuos… o deberían nacer así. Y Dios quiere que crezcan… bueno… Como un bote sano, que sean capaces de trabajar y jugar, de comprar y vender, de reír y gritar. La esclavitud… la verdadera esclavitud es verse privado de una oportunidad de llegar a ser completo. Los no queridos, los que tienen privaciones y están abandonados… esos también son esclavos, aunque no lo sepan ellos mismos.
—Bueno, bueno, tal vez haya algunos niños abandonados a quienes no les importe tanto…
—¿Cuál de ellos te dijo eso? —dijo el gobernador, con una simulación tan cómica de genuino interés que Siristru no pudo menos de reír. Sin embargo, se estaba preguntando ahora cuál sería la mejor manera de poner punto final a esta conversación. Él la había iniciado al pedir información, y no era correcto cambiar ahora de tema. Lo mejor iba a ser encarar otro aspecto del tema y de ahí pasar a terreno menos vidrioso. La diplomacia es en buena parte el arte de no turbar a la gente.
—¿Dices que… que Shardik era un oso?
—El Señor Shardik era un oso.
—Y… ¿venía de Dios?… Me temo que no conozco la palabra.
—¿Divino?
—Ah, sí. Gracias.
—Era el Poder de Dios. Pero era un oso real.
—¿Ocurrió esto hace mucho tiempo?
—No: yo mismo estuve presente cuando murió.
—¿Tú?
El gobernador no dijo nada más y al cabo de unos instantes Siristru, ahora realmente interesado, se atrevió a preguntar:
—Un oso, y sin embargo hablaste de una enseñanza que os había impartido… ¿Cómo podía enseñar?
—Aclaró para nosotros, con su sagrada muerte, la verdad que nunca habíamos entendido.
Siristru, levemente irritado, contuvo un encogimiento de hombros, pero no pudo dejar de preguntar, aunque en un tono de cuidadosa sinceridad y deliberada modestia:
—¿Y no sería posible que alguna persona tonta intentara argüir… por supuesto sería una tontería, pero siempre puede decirse… que todo lo que ocurrió fue una historia casual y accidental, que el oso no había sido mandado por Dios…?
Se interrumpió, un poco asustado. Sin duda había dicho más de lo debido: había que tener más cuidado.
El gobernador guardó silencio durante tanto tiempo que Siristru tuvo miedo de haberlo ofendido. Esto habría sido muy pesado e iba a tener que bregar para reparar los daños. Ya se disponía a hablar de nuevo cuando el gobernador levanto la mirada, sonriendo a medias, como alguien que sabe lo que va a decir pero que tiene que reír un poco por la dificultad que tiene en expresarlo. Finalmente dijo:
—Esos animales de los que hablaste… los animales que os vamos a comprar… vosotros os sentáis sobre sus lomos y ellos os llevan velozmente.
—¿Los caballos, dices?
—Tienen que ser inteligentes, más inteligentes que las vacas, ¿verdad?
—Es difícil decir. Tal vez un poco más inteligentes, ¿por qué?
—Si tocaran música junto a las orejas de ellos y a las nuestras, supongo que sus oídos podrían captar todos los sonidos que captamos nosotros. Pese a eso, es muy poco lo que entenderían. Tú y yo podríamos llorar: ellos no. En cuanto a la verdad, los que la oyen no tienen dudas. Y siempre hay otros que consideran que no ha ocurrido algo fuera de lo común.
Se agachó y echó un leño en el fuego. La luz de la tarde empezaba a declinar. El viento había amainado y a través de la ventana Siristru pudo distinguir que el río estaba ahora tranquilo junto a la orilla. Tal vez si se hacía la travesía mañana temprano el susto no iba a ser tan grande.
—He andado muy lejos —dijo el gobernador al cabo de un rato— he visto que el mundo blasfemaba y destruía. Pero no tengo tiempo ahora de tratar el punto. En fin, los niños… necesitan nuestro tiempo. En una época yo solía rezar: «Acepta mi vida, Señor Shardik»; y esa plegaria ha sido oída. Ella ha aceptado.
Al oír esto, Siristru sintió que por fin estaba pisando terreno conocido. Aliviar el peso de la culpa era, en su experiencia, la función de la mayoría, sino de todas, las religiones.
—¿Tú sientes que Shardik te quita… te perdona…?
—Bueno… no sé nada de eso —contestó el gobernador—. Pero una vez que sabemos lo que hay que hacer, el perdón importa mucho menos: la obra es demasiado importante. Dios sabe que he hecho mucho daño. Pero ya todo ha quedado atrás.
Se interrumpió al oír el ruido de un movimiento cerca de la puerta del cuarto oscurecido. Ankray había entrado y aguardaba para hablar. El gobernador lo llamó.
—Hay unos niños que esperan para verte, señor —dijo el hombre—. Uno o dos de ellos son niños nuevos, que llegaron ayer. Y ese joven que trabaja en los muelles, ese Sháuter…
—¿Kominion?
—Bueno, algunos lo llaman así —concedió Ankray—. Pero el Barón, él no quiere que…
—Está bien. ¿Qué quiere?
—Dice que quiere órdenes para mañana, señor.
—Está bien. Iré a verlo, y también a los otros.
Cuando el gobernador se volvió hacia la puerta, un muchacho de unos seis años de edad pasó vacilante, miró en derredor y se detuvo, mirando gravemente. Siristru lo contempló divertido.
—Hola —dijo el gobernador, devolviendo la mirada al niño—. ¿Qué estás buscando?
—Busco al gobernador. La gente que está fuera me dijo…
—Bueno, yo soy el gobernador y puedes venir conmigo si quieres.
Levantó al niño en sus brazos en el momento en que Melathys volvía al cuarto. Ella meneó la cabeza, sonriendo.
—¿No tienes ninguna dignidad, mi querido Kelderek Juega-con-los-Niños? ¿Qué va a pensar el embajador?
—Va a pensar que soy uno de esos veloces animales que él nos va a vender. ¡Mira!
Y salió corriendo del cuarto con el niño en los hombros.
—¿Te quedas a comer con nosotros, verdad? —dijo Melathys volviéndose hacia Siristru—. Nos sentamos a la mesa dentro de una hora y no hay razón para que nos dejes. ¿Qué podemos hacer para entretenerte hasta entonces?
—Señora, por favor, no te molestes —contestó Siristru, feliz de estar nuevamente en compañía de aquella encantadora mujer, a quien juzgaba demasiado valiosa para su marido, por muy ducho que fuera en cuestiones de comercio—. Tengo que terminar una carta para el rey de Zakalón —sonrió—. Puedo sentarme en cualquier parte y no molestaré a nadie.
Ella pareció sorprendida.
—¿Tu mismo vas a escribir la carta? ¿Tú mismo?
—Bueno… sí, señora… si puedo.
—Claro que puedes… si puedes encontrar algo con qué escribir y para escribir encima. Y esto lo dudo. ¿Me dejas que te observe un poco? Las únicas personas a quien vi escribir fueron la Tuguinda y Elleroth, Ban de Sarkid. Pero ¿dónde vamos a encontrar lo que te hace falta?
—No te molestes, señora. Mi hombre está aquí. Él puede ir a traerme lo que hace falta.
—Haré que te lo manden. Será más cómodo para ti quedarte en este cuarto, creo. En los otros está haciendo frío.
—¿Me dijiste que tienes niños, señora?
—Dos. Todavía son muy chiquitos. El mayor no tiene tres años.
—¿No quieres mostrármelos mientras mi hombre llega?
«… he tenido la agradable sorpresa de descubrir que el joven gobernador de la ciudad está muy enterado de nuestras posibilidades de comercio. Él me asegura que los centros principales del país podrán ofrecernos diversos productos: metales, sin duda hierro, y tal vez un poco de oro, si lo entendí correctamente, además del vino que hacen, que es excelente, aunque no sé si aguantará el viaje y, supongo, algunas joyas, aunque no sé con precisión si son preciosas o semipreciosas. A cambio de esto, en mi opinión, les ofreceremos caballos. No tengo ninguna duda que los van a pagar bien, puesto que no tienen ni uno solo y no saben absolutamente nada de ellos. Lo cierto es que va a ser necesario tomar medidas para establecer normalmente este trueque, que forzosamente habrá de provocar un profundo cambio en el modo de vida de ellos y que, en el futuro previsible se basará en una demanda ilimitada.
»En cuanto al pueblo mismo, por lo poco que he podido ver, me cae más bien en gracia. Por lo general es gente semibárbara, ignorante y analfabeta. Pero sus artes, por lo menos en ciertas formas, me parecen logradas y notables. Me dicen que en Bekla hay algunos buenos edificios, y estoy dispuesto a creerlo. Algunos de sus artilugios —por ejemplo los bordados que he podido ver— tendrían mucha aceptación si se pusieran a la venta en Zakalón.
»Su Majestad está enterada del interés que me inspiran los asuntos religiosos y metafísicos y, por lo tanto, habrá de entenderme si le digo que no me ha sorprendido poco el haberme topado con un culto extravagante que ha tenido una profunda influencia, no sólo en la vida de esta provincia, sino también, dentro de lo que puedo comprobar, en la vida de las zonas metropolitanas del Oeste. Podría describírselo como una mezcla de superstición y humanitarismo visionario, que yo para nada tendría en cuenta si no fuera por los resultados que parece haber obtenido. Esta gente, si he entendido correctamente al gobernador, adora el recuerdo de un oso gigantesco, al que considera de naturaleza divina. Por supuesto, no hay nada extraño en el culto bárbaro de cualquier animal grande y salvaje, sea oso, serpiente, toro u otra criatura, ni tampoco en el concepto de beneficio que proviene de una muerte divina. Sin embargo, la creencia de ellos es que la muerte de este oso obtuvo de algún modo —no he podido enterarme cómo— la libertad de unos niños esclavos, y en razón de esto consideran que la felicidad y la seguridad de todos los niños es importante para el oso y que el bienestar de ellos es un deber sagrado. Podría decirse que consideran a los niños como una cosecha que madura y que no debe ser ni malgastada ni perdida. En relación a los padres, por ejemplo, se considera que dañar a un niño con una separación que deriva en el abandono de ellos o en algo que perjudica de algún modo a su seguridad y poder enfrentar la vida, es el equivalente de venderlos como esclavos. Todos los fieles de Shardik, como llaman al oso, tienen la obligación de cuidar a los niños abandonados o sin hogar en donde quiera que los encuentren. En esta ciudad hay muchos niños de esta clase, huérfanos o abandonados, que vienen de las provincias que están al Oeste y que son más o menos bien cuidados. El gobernador —un hombre capaz en términos generales, creo, aunque no tiene mucha prestancia y tal vez sea un poco extravagante en sus maneras— y su mujer son entusiastas de este culto y han organizado la ciudad en torno a los niños, que sobrepasan a los hombres y mujeres en relación de dos a uno. Trabajan bajo la supervisión parcial de adultos y también tienen sus propios jefes. Y aunque buena parte del trabajo que realizan es, como podría esperarse, inhábil, torpe e incompleto, esto importa poco en una provincia como ésta, en donde la gran demanda es el resultado inmediato y el pulimento viene muy detrás de la utilidad y la satisfacción de las necesidades primordiales. Nadie podría negar que este culto sorprendentemente benévolo exige generosidad y abnegación, y en esto el gobernador y los suyos dan sin duda el ejemplo, pues al parecer viven tan sencillamente como el resto. Las condiciones en que viven los niños son rudas y primitivas, pero el gobernador las comparte y no puede negarse que hace mucho por promover un espíritu de camaradería. No puedo dejar de pensar que, pese a esta adoración supersticiosa del oso, tal vez haya algo valioso en la idea. Es interesante observar cómo la razón emerge de la leyenda, del mismo modo que esta comunidad misma emerge de las selvas que la rodean y alcanza un estado levemente semejante al del país de Su Majestad, cuyos refinamientos y comodidades, puede creerme Su Majestad, añoro terriblemente».
Siristru dejó de escribir, estiró los dedos y levantó la mirada. Ya casi no había luz. Se levantó, empujando el banco en que había estado sentado, marchó hacia la ventana y se puso a mirar en dirección al Oeste. Empezaba a hacer frío. Tierra adentro, el viento estaba levantándose probablemente, y él pudo imaginar los hirsutos bosques moviéndose en la lejana y tétrica soledad. Caía la noche, sombría y sin refugio, y dentro de lo que abarcaba su mirada no podía ver ni luz ni humo. Se estremeció e iba a volver al cuarto cuando su oído captó unas pisadas que marchaban por el camino. Movido por la curiosidad esperó, y, al cabo de unos instantes, apareció una mujer vieja, vestida de negro, con un hato de palos atado a la espalda. Los pies desnudos acariciaban la tierra mientras volvía a casa, el hato subía y bajaba sobre su espalda. En los brazos llevaba una niña pequeña, rubia, y Siristru pudo oír que le susurraba algo a la niña con un ritmo tranquilo y reposado, algo sin sentido y tranquilizador como el ruido de la rueda de molino o el canto de un pájaro. Cuando pasaron bajo la ventana, la, niña levantó la mirada, lo vio y le hizo un saludo. Él devolvió el saludo y, al hacerlo, sintió que había alguien detrás en el cuarto. Un poco incómodo, se volvió y vio a Zilthé, que se acercó y dijo unas pocas palabras que él no pudo entender. Al verlo desconcertado sonrió, levantó la bandeja con lámparas no iluminadas que llevaba y señaló el fuego con la cabeza.
—¡Oh, sí, por favor, enciende! —contestó él—. ¡No me molestas!
Ella eligió una ramita encendida y fue prendiendo los pábilos uno a uno, disponiendo las varias lámparas hasta que el cuarto quedó alegre y bien iluminado. Las otras lámparas se las llevó y Siristru, al quedarse una vez más solo, se sentó junto al fuego, tendió las manos hacia el calor y, del mismo modo que, cuando niño, miraba el corazón del fuego, se puso a buscar formas y cuadros, una isla, un cuchillo llameante, una jaula, los rasgos de una vieja, un despeñadero profundo, un oso lanudo. El fuego llameaba y calentaba con un dulce murmullo y un nudo de la madera estalló bruscamente. Los leños se movieron, la ceniza tembló y cayó, los cuadros se desvanecieron.
Melathys entró con aire atareado. Traía un cuarto de cerdo en una parrilla y había cambiado su hermoso vestido por un delantal de cocina, largo y gris. Cuando ella se acercó, él se puso de pie y sonrió.
—¿Puedo dar una mano? —preguntó.
—Más tarde, tal vez… Alguna otra noche, cuando ya seas un viejo amigo, como sin duda llegarás a serlo. Como ves, tu visita nos brinda una ocasión espléndida para festejar. U-Siristru: ¿no tienes frío? ¿Quieres que ponga unos leños más?
—No, por favor, no te molestes —contestó Siristru—. Es un hermoso fuego.