57
El festín de Elleroth

Cuando despertó, su soldado yeldashay estaba sentado cerca, remendando un trozo de cuero en la luz que se iba. Al ver que Kelderek estaba despierto, sonrió y saludó, pero no dijo nada. Kelderek se volvió a dormir y la próxima vez fue despertado por Melathys, que estaba echada a su lado.

—Si no me hubiese echado, me habría caído al suelo. Pronto iré a acostarme, pero representa tanto estar otra vez sola contigo un rato. ¿Cómo estás?

—Vacío… desolado. El Señor Shardik… no puedo resignarme… —se interrumpió y después dijo—: Estuviste muy bien hoy. La Tuguinda misma no habría estado mejor.

—Sí, habría estado mejor. Pero lo que sucedió estaba ordenado.

—¿Ordenado?

—Es lo que creo. No te conté otra cosa que me dijo la Tuguinda antes de dejar Zeray. Le pregunte si en caso de encontrarte, podía darte algún mensaje de su parte, y me dijo: «Está preocupado por lo que hizo hace años, al ponerse la luna, en el camino a Guelt. No ha podido pedir perdón, aunque lo desea. Dile que lo perdono totalmente». Y después dijo: «Yo también soy culpable… culpable de orgullo y estupidez». Pregunté: «¿Cómo es eso, Säiyet? ¿Cómo es posible?». «Bueno, dijo, sabes tan bien como yo lo que nos han enseñado y lo que hemos enseñado a los demás. Se nos enseñó que Dios iba a revelar la verdad de Shardik por medio de dos casos escogidos, un hombre y una mujer: y que Él iba a quebrar esos vasos hasta hacerlos trizas, e iba a recomponerlos para Su propósito. Supuse, en mi estúpido orgullo, que yo era la mujer, y en verdad muchas veces he creído sentirme hecha trizas. Estaba equivocada. No era yo, querida muchacha», me dijo. «No era yo sino otra mujer, la que Él eligió para que fuera quebrada y a la que ahora Él ha recompuesto».

Melathys lloraba y él la rodeó con su brazo, incapaz de hablar, porque la sorpresa lo embargaba. Después ella dijo:

—Tenemos que volver junto a la Tuguinda. Va a querer enviar algún mensaje a Quiso y quiero ayudarla con los preparativos de su viaje. En cuanto a Ankray… hay que hacer algo por él. Pero ese desgraciado muchacho que está ahí…

—Es un asesino.

—Ya lo sé. ¿Quieres matarlo?

—No.

—Para mí es más fácil compadecerlo… yo no estuve presente. Pero era esclavo, como los demás, ¿verdad? Supongo que no tiene a nadie…

—Creo que hay muchos en las mismas circunstancias. Son los no amados y los abandonados los que son vendidos como esclavos, ¿sabes?

—Debería saberlo.

—También yo. ¡Que Dios me perdone! ¡Oh, Dios, perdóname!

Al día siguiente sus heridas volvieron a inflamarse y a dolerle. Estaba febril y se quedó en cama, pero a la mañana siguiente se sintió bastante bien como para sentarse a mirar el río a la luz del sol, con el brazo metido en agua caliente con hierbas. El aroma de las hierbas se mezclaba al de los leños del fuego de Dirion, algunos niños jugaban abajo y reñían mientras tendían unas redes a secar en la ribera. Melathys acababa de vendarle el brazo y preparaba un cabestrillo cuando de pronto oyó unas aclamaciones a la distancia, en el linde de la aldea.

Se miraron. Melathys se dirigió a la escalerilla y llamó a Dirion. Las aclamaciones se extendían por la aldea y oyeron ruidos de pies que corrían y voces de hombres que gritaban excitados, en yeldashay. Melathys bajó y Kelderek la oyó llamar a alguien. El ruido y la excitación se propagaban por la casa como una hoguera, y ya casi estaba decidido a bajar también, cuando ella volvió, subiendo la escalerilla con la rapidez de una ardilla. Le tomó la mano sana y, arrodillada en el suelo, lo miró a los ojos.

—Elleroth está aquí —dijo— y la noticia es que ha terminado la guerra; pero sé tanto como tú lo que eso significa.

Kelderek la besó y esperaron en silencio. Melathys apoyó la cabeza en la rodilla de él y él le acarició el pelo, sorprendido de sentir tanta indiferencia por su propio destino. Pensaba en Guenshed, en los niños esclavos, en Shara y en sus piedras de colores, en la muerte de Shardik y en la balsa ardiente. Parecía importar poco lo que podía suceder, fuera del hecho de que, pasara lo que pasara, no dejaría a Melathys. Al fin dijo:

—¿Viste esta mañana a Sháuter?

—Sí. Por lo menos no ha empeorado. Ayer pagué a una mujer para que lo atendiera. Parece honrada.

Un rato después oyeron a unos hombres que entraban abajo y la voz de Tan-Rion, hablando tan rápidamente que no pudieron entenderle. Unos momentos después apareció en lo alto de la escalerilla, seguido por Radu. Ambos esperaron, mirando a alguien que los seguía. Hubo una pausa y luego Elleroth subió torpemente al cuarto, tendiendo la mano derecha desenguantada para que lo ayudaran antes de dejar los travesaños.

Kelderek y Melathys se levantaron y pusieron lado a lado mientras el Ban de Sarkid y sus compañeros se adelantaron hacia ellos. Elleroth que estaba tan pulcra e impecablemente vestido como la última vez que Kelderek lo había visto en Kabin, tendió la mano y, tras un momento de vacilación, Kelderek la tomó, aunque hubo duda en la mirada que devolvió al otro.

—Hoy nos saludamos como amigos, Crendrik —dijo Elleroth—. Es decir, si estás dispuesto a serlo, como lo estoy yo.

—Tu hijo es mi amigo —replicó Kelderek— eso puedo decirlo en verdad. Juntos hemos sufrido mucho y creíamos perder la vida.

—Es lo que él me ha dicho. Todavía no sé mucho, pero sé que te hirieron por defenderlo y que probablemente le salvaste la vida.

—Lo que sucedió —dijo Kelderek vacilante— fue confuso. Fue el Señor Shardik quien dio la vida… fue él quien nos salvó a todos.

—Eso también me lo ha dicho Radu. Bueno, me doy cuenta que todavía tengo que enterarme de mucho —sonrió a Melathys.

—El señor Kelderek ha estado gravemente enfermo —dijo ella— y todavía está débil. Es mejor que nos sentemos. Sólo lamento que este lugar sea tan tosco.

—He pasado las dos últimas noches en lugares peores —contestó Elleroth con alegría— y os aseguro que no lo he notado.

—Eres sacerdotisa de Quiso, me han dicho…

Melathys pareció confundida y fue Kelderek quien contestó.

—Esta es la sacerdotisa Melathys a quien la Tuguinda de Quiso envió como mensajera para que dirigiera los últimos ritos del Señor Shardik. La Tuguinda fue herida en Zeray y todavía se encuentra allí, enferma.

—Lamento enterarme de eso —dijo Elleroth— porque es honrada como médica desde Ikat hasta Ortelga. Ya se arriesgó demasiado cuando cruzó el Vrako. Si yo hubiera sabido, cuando fue a verme a Kabin, que quería ir a Zeray, lo hubiera impedido. Espero que se recobre pronto.

—Roguemos a Dios porque así sea —dijo Melathys—. La dejé fuera de peligro y mejorada.

Juntos se sentaron en los toscos bancos de la galería que daba sobre el Telthearna, y uno de los soldados de Tan-Rion trajo nueces, pan negro y vino. Elleroth, que parecía cansado hasta el agotamiento, expresó su preocupación por las heridas de Kelderek e hizo preguntas sobre los últimos ritos de Shardik.

—Tus soldados hicieron todo lo posible por ayudarnos —contestó Kelderek—. Ellos y también la gente de la aldea.

Después queriendo evitar preguntas sobre la ceremonia, dijo:

—¿Vienes desde Kabin? Has venido muy pronto. Hace apenas cuatro días que murió el Señor Shardik.

—Las noticias llegaron por el río a Zeray la misma noche —replicó Elleroth— y yo las supe en Kabin antes del mediodía del día siguiente. Marchar cien kilómetros en dos días y medio es poco para un hombre cuyo, hijo y heredero había muerto, y está vivo de nuevo, pero es una comarca recia y la marcha es ardua, como bien lo sabes.

—Pero apenas hace una hora que estás en Tissarn —dijo Melathys—. Deberías haber comido y descansado antes de molestarte en venir aquí.

—Por el contrario —replicó Elleroth— debí haber venido aquí antes, pero tal es mi vanidad que me detuve para lavarme y cambiar de ropa, aunque confieso que ignoraba que iba a encontrar a una de las hermosas sacerdotisas de Quiso.

Melathys rió como una muchacha acostumbrada a las bromas y a bromear.

—Entonces ¿por qué tanto apuro? ¿Son siempre tan puntillosos los nobles yeldashay?

—¿Yeldashay, Säiyet? Soy de Sarkid de las Espigas —después, gravemente, dijo—: Bueno, tenía un motivo. Sentí que tú, Crendrik, debías recibir mi agradecimiento y escuchar mis noticias lo antes posible.

Hizo una pausa, pero Kelderek no dijo nada y, tras unos momentos, Elleroth prosiguió:

—Si todavía tienes alguna ansiedad respecto a tu suerte, puedes dejarla de lado. Cuanto te dije en Kabin que te mataríamos si volvíamos a encontrarte, ignoraba que ibas a compartir la miseria de la esclavitud con el heredero de Sarkid y desempeñar un papel salvándole la vida.

Kelderek se levantó bruscamente, dio unos pasos y quedó dando la espalda, mirando hacia el río. Tan-Rion levantó las cejas y casi se levantó, pero Elleroth meneó la cabeza y esperó tomando la mano de Radu y hablándole aparte, en voz baja, hasta que Kelderek recobró la compostura.

Kelderek se volvió del todo y dijo desabridamente:

—¿Y no tienes en cuenta que fui yo la causa de los sufrimientos de tu hijo y de la muerte de la niña?

—Mi padre no sabe nada de Shara todavía —dijo Radu.

—Crendrik —dijo Elleroth— si estás arrepentido, me alegro de ello. Sé que has sufrido… probablemente más de lo que se puede decir, pues el verdadero sufrimiento proviene de la mente y lo peor de todo es el remordimiento… Yo también he sufrido pena y miedo… por largas semanas sufrí por la pérdida dé mi hijo, a quien creí no ver ya más. Ahora los tres hemos quedado libres —él, tú y yo— esto es un milagro y lo cierto es que yo no soy lo bastante mezquino para regatear mi agradecimiento al pobre oso, que salió vivo de los Estreles como la madre misma del Señor Deparioh, ni para guardar rencor al hombre que protegió a mi hijo. Me parece que todas las deudas han quedado saldadas con la muerte de Shardik… su sagrada muerte, pues esto es algo que hay que creer. Tengo también otra razón para que haya amistad entre nosotros, una razón política, si quieres. Entre Ikat y Bekla reina ahora la paz, y en este mismo momento, mientras hablamos, todos los prisioneros y los rehenes están volviendo a sus casas —sonrió—; de tal modo que no sería apropiado, ¿no te parece?, que yo me mostrara vengativo contigo.

Kelderek se sentó en el banco.

—En la época en que tú estabas en Kabin —siguió diciendo Elleroth, tratando infructuosamente de evitar un bostezo de cansancio— el general Santil-ke-Erketlis realizó una incursión personal, junto con algunas tropas nuestras, con el objeto de alcanzar y liberar a una columna de esclavos que cruzaba hacia el Oeste, desde Thettit. Consiguió su propósito, pero al mismo tiempo se acercó mucho al ejército beklano que, como supongo que sabes nos había seguido por el Norte desde la frontera yeldashay. Fue mientras el general volvía con los esclavos liberados que se encontró con un grupo de oficiales beklanos que también iban en dirección a Kabin… a negociar con nosotros. Estaban dirigidos por el general Zelda y tenían la intención de ofrecer una tregua inmediata y proponer que se entablaran negociaciones de paz. Hace tres días yo estaba en conferencia con Erketlis y los ortelganos cuando llegaron noticias de lo que había ocurrido en Zeray. Inmediatamente partí a Tissarn, pero de todos modos estoy seguro de que los términos ya deben haber sido establecidos. No necesito aburrirte con todos los detalles. Pero lo principal es que Yelda, Lapán y Belishba serán independientes de Bekla. Los ortelganos podrán retener Bekla y las demás provincias a cambio de comprometerse a abolir el tráfico de esclavos y colaborar para que todos los esclavos vuelvan a sus casas.

Kelderek asintió lentamente con la cabeza, mirando su taza de vino y ladeándola. Por último miró a Elleroth y dijo:

—Me alegro que la guerra haya terminado y más aún me alegro que vayan a abolir el tráfico de esclavos. —Se llevó una mano a los ojos—. Es muy amable de tu parte haber venido aquí a darnos tan pronto la noticia. Si no puedo darte una respuesta mejor, es porque todavía me siento débil y tengo la mente confusa. Espero que podamos hablar de nuevo… tal vez mañana.

—Todavía me quedaré aquí unos días —contestó Elleroth— y sin duda nos veremos de nuevo, porque tengo una o dos ideas en la cabeza, ideas del momento, pero a lo mejor sale de ellas algo…

Poco tiempo después Elleroth se retiró y Kelderek, sintiéndose cansado por la entrevista, incierto y perturbado, durmió varias horas y no se despertó hasta el fin de la tarde.

Al cabo de unos días se sintió más fuerte y su brazo herido empezó a dolerle menos. Había tomado la costumbre de hacer caminatas por la orilla y la aldea: a veces iba casi un kilómetro hacia el Norte, hasta el campo abierto que rodeaba la Quebrada. No había advertido hasta entonces hasta qué punto era pobre la aldea —treinta o cuarenta casuchas y veinte botes amontonados en un pedazo de terreno insalubre, sombrío, sobre la orilla, bajo una cresta arbolada— esa misma cresta por la que había bajado la mañana de la muerte de Shardik.

El contingente de Sarkid también permaneció en el lugar: parte de los soldados se alojó en Tissarn y parte en donde él los había visto por primera vez, en las zonas de acceso a la Quebrada de Linsho. Tan-Rion, a quien se le preguntó la razón de esto, explicó que los yeldashay seguían patrullando la provincia en busca de traficantes de esclavos fugitivos, desde la confluencia del Vrako y el Telthearna hasta la Quebrada misma, y que las tropas de Sarkid formaban el talón de la red. La noche siguiente dos nuevos traficantes de esclavos fueron apresados, el uno y el otro en los últimos extremos del cansancio y necesidad, que habían huido al Norte desde hacía días ante el avance de los soldados. A la mañana siguiente las patrullas mismas llegaron a Linsho y la cacería terminó.

Unos pocos días después Kelderek volvía de pescar con Melathys —sólo una hora: no podía permitirse más— cuando se toparon con Elleroth y Tan-Rion no lejos de donde había estado la balsa funeraria de Shardik. A pesar de lo que Elleroth había dicho en el último encuentro, ni él ni Kelderek habían vuelto a hablarse desde entonces. Sin embargo a Kelderek no se le había ocurrido pensar que esto era culpa de Elleroth. El Ban de Sarkid había estado ausente durante varios días, visitando sus varios puestos y campamentos, pero en todo caso Kelderek sabía muy bien que él no estaba en situación de poder esperar cordialidad de Elleroth o una repetición de la escrupulosa cortesía que le había mostrado la mañana de su llegada. Había sido una casualidad que el ex-rey de Bekla hubiera compartido padecimientos con el hijo de Elleroth y hubiera contribuido a salvarle la vida. Esto le había salvado la suya propia, pero él no tenía ninguna utilidad ahora para el Ban de Sarkid, que ya había hecho todo lo que de él podría esperarse.

Elleroth lo saludó con su acostumbrada urbanidad, se informó del estado de su salud y expresó el deseo de que Melathys no pensara que la vida en la aldea era dura e incómoda. Luego dijo:

—La mayoría de mis hombres —y yo también— partirán a Zeray pasado mañana. ¿No queréis venir los dos? Personalmente, yo viajo por el río y puedo haceros un lugar.

—Mucho te lo agradecería —contestó Kelderek y fue consciente, a pesar de sí mismo, de su situación de inferioridad en relación a este hombre y de una total dependencia de su buena voluntad—. Ya es tiempo de que volvamos a Zeray, y me temo no estar lo bastante fuerte para marchar con las tropas. Dijiste: «La mayoría de mis hombres». ¿No van todos?

—Debí habértelo explicado antes —contestó Elleroth—. De acuerdo a los términos convenidos con los ortelganos, la provincia quedará bajo nuestra jurisdicción, todas las tierras al Este del Vrako. Esto es perfectamente justo y razonable, dado que Bekla nunca tuvo dominio aquí y el último, en realidad el único. Barón de Zeray, el ortelgano Bel-ka-Trazet, nos invitó concretamente a que realizáramos la anexión hace unos pocos meses. Por un cierto tiempo, hasta que la cosa esté asentada, estableceremos una fuerza de ocupación allá, con puestos en los lugares apropiados.

—Sólo me sorprende que consideres que vale la pena —dijo Kelderek, decidido a expresar una idea propia—. ¿Qué provecho puede haber en esto?

—El provecho se lo deberemos a Bel-ka-Trazet —contestó Elleroth—. Nunca lo conocí, pero debe haber sido un hombre notable. Si no me equivoco, fue él quien vislumbró por primera vez lo que yo considero que va a ser una innovación de suma importancia.

—Era un hombre notable —dijo Melathys—. Un hombre capaz de sacar ventajas de un montón de cenizas.

—Él nos aconsejó —dijo Elleroth— la instalación de una balsa en el estrecho de Zeray, e incluso describió en líneas generales cómo podría hacerse la cosa. Una idea enteramente de su caletre, dentro de lo que pude darme cuenta. Nuestros pioneros, junto con algunos hombres de Deelguy, están ahora en la obra, pero hemos solicitado la ayuda de algunos cordeleros. Esto es muy importante. Nadie entiende los usos y las cuali-dades de las sogas como los ortelganos. Cuando la balsa esté completa, Zeray se convertirá necesariamente en una ciudad comercial de cierta importancia, pues habrá una ruta nueva y directa a Ikat y a Bekla, a través del Telthearna y hacia el Este. La balsa, de todos modos, va a abrir nuevos mercados a todas las comarcas que están ahí.

Los aldeanos se enteraron con pena de la partida de los soldados, que por lo general se habían portado bien y pagado honradamente por todo lo que habían bebido. Además, habían traído un agradable cambio y cierta excitación a la rutina de la vida diaria en Tissarn. Había la bulla y el tumulto que suele haber cuando las armas y los equipos se juntan y son examinados, cuando se abandonan cuarteles, se distribuyen cargos y se despacha una partida adelantada a preparar el campamento de la primera noche (pues solamente Elleroth y unos pocos oficiales con sus escoltas iba a ir por agua, dado que el número de canoas era escaso).

Durante la tarde Kelderek, cansado del ajetreo y la conmoción, recogió una caña de pescar, una carnada, y se dirigió al río. No había caminado mucho cuando se encontró con nueve o diez de los niños esclavos, que chapaleaban en la orilla. Se acercó a ellos y halló que estaban de mejor humor que lo que él esperaba: incluso empezó a tener cierto placer en su compañía, que le recordaba ahora un poco los viejos tiempos de Ortelga. Uno de los niños, un muchachito moreno, de rápidos movimientos, de unos diez años, les enseñaba a sus compañeros una canción de Paltesh. Esto llevó a otras canciones, hasta que por fin Kelderek, después que insistieron y lo desafiaron a que hiciera una contribución, les enseñó la primera canción ortelgana que le vino a la memoria:

El gato pesca un pez entre la espuma; el gato pesca un pez y se lo lleva a casa.

¡Que corra el gato, que corra entre la breña!…

Mientras raspaba el sedal de la caña con un palo y preparaba una rama verde para los peces, sintió una vez más, como hacía años no sentía, la exaltación de esa espontaneidad, concentración y simplicidad que lo había llevado una vez a decir que los niños eran «las llamas de Dios».

¡Dáselo a esa niña, sentada junto al fuego! …

Y así prosiguió, tambaleando y avanzando muy lentamente, porque, como le había dicho a Elleroth, aún estaba lejos de haberse curado; pero en su corazón se sentía como en aquellos días en que había sido un joven tonto a quien le gustaba más jugar con los niños que beber con los hombres.

Kelderek, olvidando su caña de pescar y su carnada, dejó a los muchachos y enderezó hacia la casa de Dirion. Melathys lo estaba esperando en la puerta, vestida con su metlán yeldashay con el emblema de las espigas de trigo.

—Elleroth acaba de irse —dijo ella—; el mismo Ban en persona. Nos ha invitado a cenar con él esta noche y dice que espera que tú no estés demasiado cansado. No habrá nadie más y tiene mucho interés en verte, lo cual en él equivale a una invitación urgente, diría yo.

Al cabo de unos instantes añadió:

—Se demoró aquí, por si tú volvías… Y yo me tomé la libertad de contarle cómo andaban las cosas entre tú y yo. Supongo que ya lo sabía, pero tuvo la amabilidad de fingir que no estaba enterado. Le conté como vine a dar a Zeray y le hablé de Bel-ka-Trazet. Me preguntó qué intentábamos hacer ahora y yo le expliqué —o traté de explicarle— lo que la muerte del Señor Shardik había significado para nosotros. Le dije que tú estabas totalmente decidido a no volver nunca a Bekla.

—Me alegro que se lo hayas dicho —dijo Kelderek—. Tú tienes más facilidad para hablar con él y la gente como él que yo. Él me recuerda a Ta-Kominion, y Ta-Kominion era demasiado para mí. Supongo que Elleroth puede ayudarnos, pero no tengo intenciones de pedírselo. Le debo mi vida, pero de todos modos no puedo rebajarme a dar a uno de estos yeldashay la oportunidad de que me diga que tengo la suerte de estar vivo. Pero… pero…

—Pero ¿qué?… querido… —preguntó ella, levantando los labios y besándole el lóbulo agujereado de la oreja.

—Tú dijiste: «nos indicarán lo que debemos hacer». Yo tuve una especie de presentimiento de que algo puede ocurrir antes de que salgamos de Tissarn.

—¿Qué?

—No —dijo él, sonriendo—, no, la sacerdotisa clarividente de Quiso eres tú, no yo.

—No soy sacerdotisa —contestó ella gravemente.

—No es lo que decía la Tuguinda. Pero mañana de noche podrás preguntárselo de nuevo. Y también a Ankray.

—Bueno, Säiyet, el Barón siempre decía que… —la imitación era excelente, pero se interrumpió de repente—. No importa: aquí viene Dirion. Déjame que te cambie la venda del brazo. ¿Qué has estado haciendo en el río? Está demasiado sucia para una cena con Elleroth.

Era agradable tener tanta luz en el cuarto, pensó Kelderek, mirando al criado de Elleroth, que renovaba las lámparas y barría el piso de la chimenea. Desde los días de Bekla no había visto un cuarto tan bien iluminado de noche. Verdad es que la luz no dejaba ver ni lujo ni ostentación —nada más que la pobreza del lugar, en verdad, pues las habitaciones de Elleroth eran muy parecidas a las suyas propias— una casa de madera, como un cobertizo, cerca de la orilla, con dos cuartos desnudos en cada piso; pero también mostraba que Elleroth como podía esperarse, se complacía en mostrarse generoso, incluso espléndido, con sus invitados; y sin idea de retribución, ya que como lo había prometido, nadie estaba allí, fuera de él, Melathys, Tan-Rion, otro oficial y Radu. El muchacho, aunque todavía pálido y demacrado, había cambiado como cambia un músico cuando pone la mano sobre un instrumento. Como un cuento antiguo, el desdichado niño esclavo se había convertido en el heredero de Sarkid: un caballerito joven, a quien se le había enseñado a ser deferente con su padre, amable con los oficiales, silenciosamente atento a la conversación de sus mayores y, en toda situación, a comportarse de acuerdo a su rango. Pero no todo fue cortesanía, ya que habló seriamente a Kelderek de los niños esclavos y de la ceremonia en la orilla; y cuando el sirviente de Elleroth, después de haber cortado la carne de su amo manco, iba a hacer lo mismo para Kelderek, Radu se le adelantó, y rechazó la protesta de Kelderek diciendo que esto era menos que lo que Kelderek había hecho por él.

La cena era tan buena como la pueden preparar servidores militares competentes cuando están en servicio activo: pescado (él, por su parte, hubiera conseguido algo mejor), pato, cerdo correoso con berros, fruta caliente con queso de cabra y un syllabub de huevo con nueces y miel. El vino, sin embargo, provenía de yeldashay: un vino meridional, suave y con cuerpo, y Kelderek sonrió interiormente al pensar que Elleroth, que había estado con una prisa tremenda por iniciar su marcha desde Kabin al enterarse que su hijo estaba vivo, había hallado tiempo para encargar una buena provisión. Elleroth, pese a su displicencia aristocrática, tenía un corazón magnánimo y sincero que había sido probado ampliamente —y la misma vida de Kelderek era una prueba de ello— y él no era tan envidioso o tan mezquino como para suponer que la riqueza o el estilo denotaban necesariamente indiferencia por los senti-mientos de los hombres más pobres. Si Elleroth era un aristócrata, también sentía las obligaciones de los aris-tócratas, y con mucha más cordialidad que Ta-Kominion o Gued-la-Dan. Sus soldados lo hubieran seguido hasta los Estreles de Urtah. Y sin embargo Kelderek, pese a te auténtica gratitud que sentía por este hombre que había dejado de lado su antigua enemistad y lo trataba como amigo e invitado, seguía sintiéndose en desacuerdo con el suave autodominio de Elleroth, con el tono parejo y controlado de su voz, con su capacidad de convertir el estilo más bien anecdótico de conversación de Kelderek en su propio estilo: impersonal y desprendido. Se había mostrado sumamente cortés y considerado, pero para Kelderek su conversación y su manera encerraban una sugerencia del embajador que recibe a extranjeros a medias civilizados porque así tiene que hacerlo. ¿Habría tal vez algún propósito no revelado detrás de su invitación? Pero ¿qué propósito podía haber, ya que todo estaba resuelto y arreglado? Radu estaba vivo y Shardik muerto; Ikat y Bekla estaban en paz y Melathys y él estaban en libertad de irse cuando quisieran. En la misma situación estaban Sháuter y los niños esclavos libres como moscas, libres como las hojas del otoño o las cenizas que arrastra el viento. No; ya no había más nudos que desatar.

Elleroth estaba hablando del equilibrio de poder entre Ikat y Bekla, de las perspectivas de paz y de la necesidad de sobreponerse a todos los residuos de enemistad que aún quedaban entre los dos pueblos. La prosperidad, decía, era un bálsamo para los corazones y los hogares, y a Kelderek le pareció que no había peligro en aprobar esta evidente verdad. Luego, después de una pausa Elleroth miró hacia abajo, como si estuviera reflexionando, hizo girar los restos de vino en su copa pero apartó a un soldado atento que, no entendiendo el gesto, se había acercado a llenarla; y unos instantes después le dio permiso para irse. Cuando el hombre se retiró, Elleroth levantó la mirada, sonriendo, y dijo:

—Bueno, Crendrik, o Kelderek Zenzuata, como dice Melathys que debo llamarte, me has dado mucho que pensar: o, en todo caso, yo he estado pensando y tú tienes mucho que ver en la cosa.

Kelderek, un poco confundido a pesar de sentirse fortalecido por el vino de Ikat, no contestó. Pero pudo por lo menos devolver la mirada de su anfitrión con una expresión de espera cortés y cierto dominio de sí mismo.

—Uno de nuestros problemas —y no es el menor— habrá de ser en primer término establecer un dominio apropiado de Zeray, y luego desarrollar a esta provincia de modo total. Si en algo has tenido razón, Kelderek, es cuando hablaste de la necesidad del comercio para la prosperidad de la gente común. Zeray habrá de convertirse en una importante ruta comercial, tanto para Bekla como para Ikat. No podríamos monopolizarla aunque lo quisiéramos, pues el comercio tendrá que llegar a través de Kabin, también, y la gente de Kabin no quiere ser independiente de Bekla. De tal modo que vamos a necesitar a alguien que se ocupe de Zeray, preferentemente alguien que no sea extranjero del todo, alguien que no favorezca ni a Bekla ni a Ikat, alguien que se interese en el comercio y comprenda su gran importancia.

—Me doy cuenta —dijo Kelderek cortésmente.

—Además, por supuesto, necesitamos alguien que tenga experiencia personal del Telthearna —siguió diciendo Elleroth—; puede ser que no te des cuenta de esto, Kelderek, ya que estás tan familiarizado con la cosa, pero no todo el mundo sabe dedicar la justa atención y el respeto que requieren las costumbres de un gran río, sus sequías, sus inundaciones, sus nieblas, sus corrientes, y sus remansos… un río que va a ser atravesado por una balsa en un punto peligroso. Esto requiere experiencia y conocimientos que se hayan convertido ya en segunda naturaleza.

Kelderek apuró su vino. La copa era de madera, de artesanía campesina, hecha casi seguramente —pensó— aquí mismo, en Tissarn. En el recipiente alguien se había dado mucho trabajo por lograr una imagen bastante pasable de un Kynat en vuelo.

—Además, sería muy deseable que este gobernador tuviera alguna experiencia previa de gobierno y de ejercicio de la autoridad —siguió diciendo Elleroth—; incluso con ayuda militar, Zeray va a ser un asunto difícil durante cierto tiempo, considerando su actual situación y la de toda la provincia. Y creo que el nombramiento tiene que caer sobre alguien que sepa reconocer a la gente revoltosa desde el primer momento, alguien que esté aguerrido, se podría decir, y sepa poner las cosas en su lugar. Dudo que podamos encontrar algún aristócrata terrateniente ni siquiera un oficial de profesión que esté dispuesto a aceptar el cargo. Casi todos ellos desprecian el comercio y, de todos modos, ¿quién va a estar dispuesto a abandonar tierra y propiedades para irse a Zeray? Y, ¿cuál de los gobernadores de provincia aceptará el traslado? La cosa es difícil, Tan-Rion, ¿no es así?

—Lo es, señor —dijo Tan-Rion—; muy difícil.

—El lugar también necesita ser colonizado —dijo Elleroth—: manos de buena voluntad: eso va a hacer mucha falta. Supongo que tendremos que buscar gente joven que no tenga mucho que perder… gente a quien le hace falta que se le dé una oportunidad y que no anda con remilgos. Sin embargo, de nada serviría enterrarla en Zeray: encontraría demasiadas cosas y eso sólo serviría para aumentar la criminalidad. Va a hacer falta el ojo vigilante de algún gobernador bondadoso que sea comprensivo y sepa sacar algo de la gente de quien nadie sabe sacar nada. Supongo que nos hace falta un hombre que haya sufrido un poco… ¡Dios mío!… Es un problema. Lo cierto es que no puedo imaginar de dónde vamos a desenterrar una persona que pueda llenar todos estos requisitos. Melathys, querida mía, ¿tienes alguna idea?

—Es extraño —contestó Melathys, a quien los ojos le brillaban a la luz de la lámpara— creo que la tengo. Debe ser clarividencia… o tal vez este excelente vino.

—Le escribiré a Santil-ke-Erketlis desde Zeray —dijo Elleroth— pero estoy seguro que aceptará mi recomendación. Radu, querido hijo mío, ya es tiempo de que te metas en la cama. Y Kelderek, también, si no me equivoco. Vosotros dos habéis estado enfermos y parecéis exhaustos. Y nosotros tenemos que ponernos en marcha mañana, varias horas antes del mediodía, si es posible.