Aunque ya estaba completamente oscuro podía oír, a cierta distancia, el ruido de hombres que trabajaban: gritos concertados, rítmicos, como si estuvieran colocando objetos pesados en sus lugares; martilleos, astillazos y el golpear de las hachas. Un débil resplandor de antorchas se percibía desde algún punto cerca del río. En una ocasión, cuando un gran chapuzón fue seguido por gritos particularmente fuertes, Dirion, sentada junto a la lámpara, chasqueó la lengua, reprobando. No dio ninguna explicación, sin embargo, y, después de un rato, él dejó de pensar qué demanda guerrera urgente podía haber caído sobre los soldados en aquel remoto lugar donde, dentro de lo que sabía, no amenazaban enemigos. Quedó dormido y cuando despertó, el ondular de la luz lunar se veía en el techo y Melathys estaba sentada junto a la lámpara. Desde afuera un centinela yeldashay gritó: «Todo en orden», con el tono inexpresivo, estilizado, de quien cumple con la rutina.
Pero mucho más avanzada la noche, cuando despertó, gimiendo y luchando porque soñaba con Guenshed, era Melathys quien estaba a su lado. De algún modo se había golpeado la uña. El dolor era atroz y ella lo consoló como se consuela a los niños o a los animales, repitiendo las mismas frases con voz segura, tranquila.
—Bueno, bueno, ya pasará el dolor; tranquilo, tranquilo… —Hasta que él sintió que en verdad era ella quien le calmaba el dolor.
Cuando la oscuridad empezó a diluirse en la primera luz, él seguía despierto, dócil, escuchando el río y los crecientes ruidos de la mañana… los pájaros, el tantán de una cacerola y el chasquido de ramas que alguien quebraba con la rodilla.
Advirtió que, por primera vez desde que había salido de Ortelaga, disfrutaba de esos ruidos, que lo colmaban, como en otros tiempos, con la esperanza del día.
Sin embargo, después de comer y cuando Melathys le cambió las vendas, volvió a quedar dormido y despertó poco antes de mediodía cuando un rayo de sol casual le dio en los ojos. Se sintió más fuerte, evidentemente dolorido, pero no ya como una víctima indefensa. Después de un rato puso los pies en el suelo, se paró, mareado, agarrándose a la cama, y miró alrededor.
Su cuarto y otro formaban el piso superior de una cabaña bastante grande: suelo y paredes de madera, con un techo estilo ortelgano de cañas y palas, sobre postes de zetlapa. El lado Este, detrás de la cabecera de la cama, era una galería, semiamurada y abierta sobre el río, que corría abajo, muy cerca.
Se bamboleó hasta la pared de la galería y se apoyó contra ella, mirando por encima del Telthearna a la distante ribera de Deelguy. Todo estaba tan tranquilo que, después de un rato, su oído percibió el sonido de una respiración. Se volvió y, mirando hacia el cuarto contiguo, vio a Melathys dormida sobre una cama baja y tosca como la suya. No era menos hermosa al dormir, con los labios cerrados, la suave frente, sus anchos y curvados párpados, pensó, como olas que golpeaban sus mejillas con las oscuras crestas de las pestañas. Esta era la muchacha, que, por su causa, había dormido muy poco la noche anterior, y nada antenoche. Él había sido devuelto a ella gracias a Shardik, a quien una vez había maldecido, había querido matar.
Se volvió otra vez hacia el río y por largo tiempo permaneció apoyado en la baranda, contemplando las lentas nubes y sus imágenes reflejadas.
Se incorporó para orar, pero no pudo levantar el brazo herido y tras un corto rato, vencido por la debilidad, tuvo que apoyarse de nuevo en el pretil. Por largo tiempo sus pensamientos no formaron palabras, se demoraron sólo en su pasada ignorancia y voluntad de poder. Pero, extrañamente, aquellos pensamientos le hacían bien, no provocaban vergüenza ni inquietud, se convirtieron finalmente en un fluir de humildad y gratitud. El misterioso don de la muerte de Shardik, ahora lo sabía, trascendía toda la vergüenza y la culpa personal, debía ser aceptado sin demorarse en su propia indignidad, del mismo modo que un príncipe que llora la muerte de su padre debe contener su pesar y ser fuerte para asumir, como un legado sagrado, las responsabilidades y cuidados del estado, que han recaído en él. Pese a la humanidad y a toda la locura, Shardik había completado su tarea y había vuelto a Dios. Para su antiguo sacerdote, sumergirse en su propio dolor y penitencia, hubiera sido traicionarlo de nuevo, ya que la naturaleza de la sagrada verdad inmanente a esa tarea era un misterio que debía ser alcanzado por medio de la plegaria y la meditación. Y ¿después?, pensó. ¿Después qué?
Debajo de él, las piedras yacían limpias en la ribera vacía. El mundo, pensó, era muy antiguo. «Haz conmigo lo que quieras hacer», murmuró. «Estoy esperando, al fin».
Oyó que se acercaban los soldados, en el primer momento no reconoció el ruido. Después, a medida que se acercaban, lo que había sido un único ruido, se convirtió en muchos. Ruido de pasos, tintineo de armas, voces, una tos, una orden gritada, la áspera reprimenda de un trizat. Debía haber muchos soldados, más de cien, adivinó; y, por los ruidos, estaban armados y equipados. Melathys siguió durmiendo mientras ellos pasaban, sin ser vistos por él, por el lado que daba a tierra de la cabaña.
Cuando las pisadas ya se perdían, oyó de pronto voces en yeldashay que hablaban abajo. Después golpearon la puerta: Dirion abrió y se dirigieron algunas palabras, pero en voz demasiado baja para que él pudiera entenderlas. Al cabo de un rato, Dirion subió por la escalerilla del extremo de la galería. Cuando estaba ya en la mitad del cuarto lo vio de pronto, se sobresaltó y empezó a reprenderlo y a empujarlo hacia la cama. Sonriendo. Kelderek preguntó:
—¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—Bueno, el joven oficial, naturalmente —contestó ella viene a buscar a la Säiyet… para llevarla a la ribera. Están listos para hacer la hoguera y debo despertarla. Ahora vuelve a la cama, querido.
En aquel momento Melathys despertó, tan silenciosamente como emerge la luna detrás de las nubes, sus ojos se abrieron y miraron sin rastros de sueño. Ante su sorpresa, ella ni lo miró y dijo con rapidez a Dirion:
—¿Ya es tarde? ¿Ha venido el oficial? —Dirion asintió y se le acercó. Kelderek la siguió con lentitud, se acercó también a la cama le tomo la mano.
—¿Qué pasa? —repitió—. ¿Qué buscan esos soldados?
Ella lo miró gravemente a los ojos.
—Es el Señor Shardik —contestó—. Debo hacer… lo que está ordenado.
Al comprender, él contuvo el aliento.
—¿El cuerpo?
Ella asintió.
—La manera ordenada es muy antigua… tan antigua como Quiso. La misma Tuguinda no recuerda toda la ceremonia, pero lo que debe hacerse es bastante claro, y Dios no rechazará lo más que podemos ofrecerle. Por lo menos, el Señor Shardik tendrá unas exequias adecuadas y honrosas.
—¿Cómo se hará?
—¿La Tuguinda nunca te lo dijo?
—No —contestó con tristeza Kelderek—. No. Tampoco me ocupé de aprenderlo.
—Irá por el río en una balsa ardiente —después, poniéndose de pie, tomó ambas manos de Kelderek entre las suyas y dijo:
—Kelderek, amor mío, debí habértelo dicho, pero ya no podía demorarse más la cosa y esta mañana parecías aún muy cansado y débil.
—Estoy bastante bien —contestó él con firmeza—. Voy contigo. No te opongas.
Ella pareció a punto de contestar, pero él añadió:
—Debo ir a toda costa.
Se volvió hacia Dirion:
—Si el oficial yeldashay está todavía abajo, salúdalo en mi nombre y pídele que me ayude a bajar la escalerilla… —Ella meneó la cabeza pero se fue sin discutir, y él dijo a Melathys:
—No te demoraré, pero, de alguna manera, debo vestirme decentemente. ¿Qué ropa vas a llevar?
Ella señaló un armario toscamente armado, sin pulir, que estaba en el extremo del cuarto desnudo y él vio tirado encima un simple vestido limpio, de anchas mangas y cuello alto, teñido, un poco descuidadamente, de rojo oscuro… el «único vestido bueno» de una muchacha de campo.
—Son gente buena —dijo—. La mujer del alcalde me dio la tela… era de ella… y sus mujeres me lo hicieron ayer —sonrió—. En cinco días me han dado dos vestidos nuevos.
—La gente te quiere.
—Puede ser útil. Pero ven, querido, ya que no voy a intentar disuadirte, tenemos que darnos prisa. ¿Qué ropa llevarás?
—Los yeldashay me ayudarán —se dirigió rengueando hasta el pie de la escalera que Dirion subía trabajosamente por segunda vez, cargada con un balde de agua fría. Melathys dijo en beklano:
—El lavarse es como la ropa. Pero ella es la bondad misma. Dile al oficial que no tardaré.
El oficial yeldashay había seguido a Dirion hasta la mitad de la escalera y, al mirar hacia abajo, Kelderek reconoció a Tan-Rion.
—Dame la mano, por favor —dijo—. Me he recuperado bastante como para ir hoy contigo y la sacerdotisa.
—Ignoraba esto —contestó Tan-Rion, evidentemente tomado de sorpresa—. Me habían dicho que no podrías hacerlo.
—Con tu ayuda podré —dijo Kelderek—. Te suplico que no te niegues. Para mí este deber es más sagrado que el nacimiento y la muerte.
Como respuesta Tan-Rion le tendió la mano. Cuando Kelderek bajaba penosamente la escalerilla, Tan-Rion dijo:
—¿Seguiste a tu oso a pie desde Bekla hasta aquí?
Kelderek vaciló.
—En cierto modo… sí, creo que sí.
—Y el oso salvó al hijo del señor Elleroth.
Kelderek, dolorido, sintió una leve impaciencia.
—Estuve allí… —sintiéndose débil, se apoyó contra la pared del cuarto de abajo, al que había llegado—. ¿Podrías… quizás tus hombres puedan… encontrarme ropas decentes?, cualquier cosa limpia y decente servirá.
Tan-Rion se volvió hacia los soldados que esperaban junto a la puerta, hablando en su idioma. Uno le contestó, frunciendo el ceño y evidentemente perplejo. Él volvió a hablar, con más rudeza y ambos se alejaron de prisa.
Kelderek logró salir tambaleando de la cabaña y se dirigió a la costa, se quitó la camisa tosca, como una bolsa, que había usado en la cama y se arrodilló para lavarse con una sola mano, en el agua playa. El agua fría lo hizo recobrarse y quedó sentado, con la cabeza bastante clara, en un banco, mientras Tan-Rion lo secaba con la camisa a falta de algo mejor. Los soldados volvieron: uno traía un bulto envuelto en una capa.
Tan-Rion hizo una señal de asentimiento y se volvió hacia él.
—Te han traído sus propias ropas. Sugieren que te las pongas y lleves la capa de los centinelas nocturnos encima. Creo que no se puede hacer más en tan poco tiempo. No estará mal.
—Lo agradezco —dijo Kelderek—. ¿Pueden ellos… podrá alguien sostenerme? Estoy más débil de lo que creía, ¿sabes?
Uno de los soldados, al notar su torpeza y el evidente miedo a lastimarse el brazo izquierdo, pesadamente vendado, se había ya adelantado y lo había ayudado con aquellas ropas desconocidas. Era el uniforme regular de un soldado de infantería yeldashay. El hombre le ató la capa al cuello y después puso el brazo sano de Kelderek sobre sus hombros. En aquel momento Melathys bajó la escalerilla, se inclinó con gravedad ante Tan-Rion, tocó un instante la mano de Kelderek y después encabezó la marcha por la calle de la aldea.
Fuera, entre las chozas, una doble fila de soldados sarkid, con toda la panoplia, esperaban. Todos llevaban las espigas de trigo en el hombro izquierdo. Eran lanceros y, al acercarse la sacerdotisa de Quiso, seguida por su propio oficial y el pálido sacerdote-rey-ortelgano, que cojeaba, y que había sufrido junto al hijo del Ban, saludaron golpeando los extremos de bronce de las lanzas sucesivamente, con un sonido apagado y envolvente, sobre la tierra pisoteada. Melathys se inclinó ante el trizat y ocupó su lugar al frente, entre las dos filas. Kelderek, siempre apoyado en el hombro del soldado, se situó a unos pasos detrás de ella. Después de unos momentos ella se volvió y le habló.
—¿Estás siempre decidido, amor? —murmuró.
—Si vamos despacio… podré hacerlo.
Melathys sonrió al soldado, le dio las gracias con un cabeceo, volvió a su lugar, miró a su alrededor y luego, dejando que el trizat y sus hombres la siguieran, se puso en marcha con el mismo paso lento y solemne. Kelderek avanzó cojeando, respirando con dificultad, pesadamente apoyado en el hombro del soldado. El Telthearna estaba a la izquierda y se dio cuenta que iba al Sur, saliendo de la aldea, hacia el lugar en donde había muerto Shardik.
«Ah, Señor Shardik —rezó en silencio—, el imperio era orgullo y locura. Lamento mi ceguera, y también lamento todo lo que sufriste entre mis manos. Pero, por los otros, no por mí, te suplico que no nos dejes para siempre sin la verdad que viniste a revelar. No porque la merezcamos, sino por tu gracia y por la piedad que te inspira la impotencia del Hombre».
El pie le resbaló y trastabilló, pero se aferró al hombro de su compañero.
—¿Estás bien, amigo? —murmuró el soldado—. Firme. Ya llegamos, ¿sabes?
Kelderek levantó la cabeza y miró al frente. Las dos filas se abrían ahora, apartándose y, frente a él, Melathys seguía avanzando sola. Entonces recordó dónde estaba. Habían llegado a la parte de la ribera situada entre los aledaños del Sur de la aldea y la caleta boscosa donde Shardik había muerto. Podía ver que estaba repleto, pero en el primer momento no entendió qué gente era ésta que rodeaba el pedregoso espacio abierto hasta el que había seguido a Melathys.
Un miedo brusco se apoderó de él.
—Espera —dijo al soldado—, espera un momento.
Se detuvo, siempre apoyado en el hombre, y miró alrededor. Desde todos los lados los rostros se volvían hacia él y los ojos se clavaban expectantes. Comprendió por qué había tenido miedo. Había conocido antes aquello… los ojos, el silencio. Pero, como para transformar las maldiciones que lo habían hecho salir de Kabin, todo el mundo lo miraba con admiración, con piedad y con gratitud. A la izquierda estaban los aldeanos: hombres, mujeres y niños, todos de luto, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. Reunidos detrás de la fila de soldados, que ahora se habían detenido y daban el frente en orden extendido, cubrían la ribera hasta el borde del agua. Aunque por natural temor reverente y sentimiento de la ocasión no se apresuraron, no pudieron menos de agitarse mientras unos a otros señalaban y levantaban a sus hijos para que vieran a la hermosa sacerdotisa de Quiso, y al hombre sagrado que había sufrido tan amargos golpes y crueldades por defender la verdad y el poder de Dios. Muchos niños traían flores: trepsis y lirios del valle, planellas, enredaderas verdes y largas guirnaldas de pimpollos de melikón. De pronto, por su propia cuenta, se adelantó un muchachito que miró gravemente a Kelderek, dejó un ramo a sus pies y volvió en seguida junto a su madre.
Con un extraordinario sentimiento de dicha grave y solemne, como nunca había conocido, Kelderek se esforzó en avanzar hacia la ribera. Pero aún no veía el río, porque, entre él y Melathys, un tercer grupo lo enfrentaba: una única fila, paralela al borde del agua que se extendía entre los aldeanos y los soldados. En el centro estaba Radu, pálido y consumido, vestido como Melathys con las ropas de un aldeano, la cara desfigurada por machucones y con un brazo en cabestrillo. A cada lado lo acompañaban cinco o seis niños esclavos; aparentemente todos los que habían tenido fuerzas para ponerse de pie y andar. De pronto se sobresaltó, reconociendo en un extremo de la fila a Sháuter, que enfrentó su mirada un segundo y después apartó con rapidez los ojos.
Cuando Melathys se detuvo, los soldados retiraron los bancos, los niños se apartaron y, por primera vez, Kelderek vio el borde del agua y el río más allá.
Una hoguera ardía sobre las piedras, un poco al extremo de la ribera del lado de la fila de soldados. El día era brillante y claro, sólo se veía una leve huella de humo, y el aire por encima temblaba, deformando el paisaje distante. Pero él apenas notó esto y quedó de pie, como un niño, con una mano apretada contra la boca abierta, contemplando lo que veía inmediatamente ante él.
En el agua playa estaba amarrada una pesada balsa, más grande que el suelo de una cabaña-vivienda, hecha de troncos atados con enredaderas. Estaba cubierta con paja apilada, leños y ramas secas, sobre los que habían echado flores y ramas verdes. Encima de este gran lecho, oprimiéndolo, como una fortaleza se asienta sobre el terreno en que se levanta, yacía el cuerpo de Shardik. Estaba echado de lado, tan naturalmente como si durmiera, con una pata delantera extendida y las garras rozando casi el agua. Los ojos estaban cerrados —los párpados cosidos quizás, pensó Kelderek, notando los cuidados y sacrificios que los aldeanos y los soldados se habían impuesto en la tarea de preparar para su funeral al Poder de Dios— pero el largo hocico, si alguna vez estuvo atado, había reventado ahora los lazos, de manera que los labios mostraban amenazadoramente los dientes puntiagudos. La pobre cara herida había sido limpiada, pero, pese a todo lo que los soldados habían hecho, no se borraban las heridas y los sufrimientos de Shardik. Ni tampoco el pelo, larga y cuidadosamente peinado, la falta de briznas y espinas, el lustre con aceite, podía disfrazar la hambrienta desolación del cuerpo. No era posible que Shardik pareciera pequeño, pero sí menos colosal; como si se hubiera contraído con el apretón de la muerte. Había un leve olor a cadáver y Kelderek se dio cuenta que Melathys desde el momento en que supo las noticias, había comprendido la necesidad de apresurarse, sabiendo que apenas iba a tener tiempo de cumplir con todo lo que deseaba la Tuguinda. Había hecho bien, pensó, y más que bien. Entonces, al dar unos pocos y penosos pasos hacia adelante, su línea de visión se hizo directa y percibió lo que había estado oculto hasta entonces.
Entre las patas delanteras de Shardik yacía el cuerpo de Shara. Una pata tendida tapaba los pies de la niña, y la cabeza levantada de ella yacía sobre la otra. Estaba con la cabeza descubierta, vestía una camisola blanca y las manos cruzadas sobre un ramo de trepsis escarlatas, su pelo rubio había sido peinado cayendo sobre los hombros y alrededor del cuello le habían puesto un hilo de piedras de colores. Aunque tenía los ojos cerrados, no parecía estar dormida. Su débil cuerpo y su cara eran los de un niño muerto, agotado y ceroso: también más limpio, más quieto, y más tranquilo de lo que Kelderek lo había visto nunca en vida. Apoyando la cabeza en el hombro del soldado, Kelderek sollozó sin frenos, como si la ribera estuviera desierta.
Kelderek se apoyó en el brazo que lo sujetaba y miró una vez más la balsa en el momento en que Melathys pasaba ante él y se dirigía a hablar con Tan-Rion. Pese a la deuda que tenían con los yeldashay, habló como era debido, con la autoridad que le había sido conferida y no como alguien que pide un favor.
—Capitán —dijo— según el antiguo rito de Quiso no debe haber armas en un lugar consagrado al Señor Shardik. Te lo digo, pero dejo a tu cargo hacer lo que consideres mejor.
Tan-Rion tomó muy bien la cosa. Vaciló sólo un momento, asintió, después se dirigió a sus soldados y los hizo marchar una breve distancia a lo largo de la ribera. Allí todos los hombres clavaron sus lanzas y dejaron al lado su cinturón, el espadín y el cuchillo. Cuando volvieron, se detuvieron y formaron. Melathys avanzó por el agua playa y permaneció inmóvil ante la balsa, con los brazos tendidos hacia Shardik y la niña muerta.
Habló en ortelgano, idioma bastante desconocido para los yeldashay, aunque bastante bien entendido por los aldeanos de Tissarn. Primero pronunció la invocación tradicional de Quiso al Señor Shardik, seguida por una secuencia de plegarias cuyos períodos, arcaicos y hermosos, brotaban sin vacilación de sus labios. Después, volviéndose a enfrentar a los oyentes y pasando a un equilibrado tono narrativo, habló de cómo habían encontrado a Shardik en Ortelga y cómo su vida había sido salvada por las sacerdotisas de Quiso; de cómo había salido vivo del Estrel; de su sufrimiento ordenado y de su muerte sagrada salvando al heredero de Sarkid y a los niños esclavos del poder del mal. Kelderek, al escuchar se sorprendió menos del dominio que ella tenía, que de la autoridad y humildad presentes a la vez en su voz y en su actitud. Era como si la muchacha que había conocido se hubiera vaciado para convertirse en un vaso que desborda palabras antiguas, suaves y universales como piedras, y como si permitiera con esto que el pesar y la piedad ante la muerte, común a todas las criaturas, manara no desde, sino a través de ella. Por su boca, parecía, los muertos hablaban a los que no habían nacido, como arena que cae grano a grano por la cintura de un reloj de vidrio. La arena terminó al fin de pasar y la muchacha permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada, los ojos cerrados, las manos apretadas contra el cuerpo.
El silencio fue quebrado por la voz del joven oficial abanderado que como maestro de coro, inició el hermoso lamento yeldashay llamado a veces «El Dolor de Deparioh», pero más vulgarmente conocido como «Las Lágrimas de Sarkid». El lamento, que narraba el sagrado nacimiento y la juventud de U-Deparioh, liberador de Yelda y fundador de la casa de Sarkid, se canta aún hoy, aunque quizás haya cambiado a través de los siglos; del mismo modo que, como dicen, las formas de las constelaciones sufren cambios que ningún hombre vive lo bastante para percibir. Los soldados retomaron el lamento, el solemne canto se hizo más fuerte y resonó como un eco por la ribera de Deelguy.
Entre las espigas yacía la muchacha,
en amargo dolor yacía,
herida y sola por la maldición del Estrel,
dio a luz el héroe Deparioh, en Yelda encadenada.
El soldado que estaba junto a Kelderek cantaba con los demás, y las palabras, que salían sin pensar de su boca, expresaban para él el sentimiento de formar parte de cosas más grandes que sí mismo, su pueblo, su patria, y esos recuerdos, de él y no de otros hombres, que eran su participación en la vida humana.
No conoció padre ni madre
entre extranjeros como esclavo trabajó,
desterrado, lejos de su patria,
el Señor Deparioh, la espada de Dios.
El portador del estandarte se adelantó, sosteniendo ante sí el emblema de las Espigas de Trigo, y desde el otro extremo salió a su encuentro un aldeano llevando una red entre los brazos. Juntos se volvieron hacia el río y marcharon hacia Melathys, pasaron a ambos lados de ella, chapalearon en las aguas y pusieron sus cargas sobre la balsa. Radu, que los seguía, posó por un momento la mano sobre las grises garras de Shardik, y después en la frente de Shara. Al volver a la orilla encendió una antorcha en la hoguera y esperó erguido, manteniendo ante sí la llama.
¡Si encontrarte pudiera, oh fuerte Señor Deparioh,
si pudiera apretar tu mano en la mía!
Tus hazañas en Yelda no se olvidan,
y de Sarkid las lágrimas te honran.
El canto se fue apagando. Cuando ya no se oyó, Melathys levantó la cabeza y lanzó un largo grito ululante que recordó instantáneamente a Kelderek la ciudad de Bekla sumida y silenciosa en la oscuridad sagrada, el peso de sus pesadas vestiduras y el súbito brotar de la llama en el cielo de la noche.
—¡Shardik, el fuego del Señor Shardik!
—¡El fuego del Señor Shardik! —contestaron los aldeanos.
Radu se acercó lentamente sobre las piedras y tendió a Kelderek la antorcha caliente.
Por unos momentos Kelderek, confundido ante la vivacidad de sus recuerdos, vaciló sin comprender qué se le pedía que hiciera. Después, cuando su mente se aclaró, se sobresaltó y dio un paso atrás, levantando la mano, como para rechazar. Radu se dejó caer sobre una rodilla, ofreciendo siempre el fuego.
—Creen que eres tú quien debe hacerlo, señor —murmuró el soldado—. Supongo que estás dispuesto.
En el silencio Kelderek oía el crujido de la llama y, más allá el chapoteo del agua. Clavando los ojos en la balsa, se adelantó, tomó la antorcha que le tendía Radu y descendió hacia la ribera donde seguía esperando Melathys, con la cabeza baja.
Ahora estaba solo en el agua, nada se interponía entre él y la niña muerta, más cerca de Shardik de lo que nunca había estado desde el día en que salió vivo del Estrel. Los cuerpos yacían ante él: la mole del oso, como una piedra de molino vista contra la pared de un molino, marcada por las cuerdas con que la habían arrastrado y por el desgarrón de la flecha en la máscara contraída y hambrienta.
Se preguntó si esperaban que hablara o que rezara: después vio que no tenía tiempo, porque la antorcha se había consumido mucho y debía usarla en seguida.
—¡Senandril, Señor Shardik! —gritó—. ¡Acepta nuestras vidas, Señor Shardik, el que murió por los Niños!
Sumergido hasta la cintura en al agua, sujetándose en el borde de la balsa con la mano izquierda herida, lanzó la antorcha sobre la pila de ramas y viruta. El fuego se encendió en seguida, y ardió con las opacas llamas amarillas de la brasa. Retirando la antorcha, volvió a encender una y otra vez los troncos y las ramas. Finalmente, cuando el extremo empezó a desmoronarse y a quemarle los dedos, la arrojó, entre un chisporroteo, a lo alto de la pira. La antorcha cayó, ardiendo, a unos pocos metros más allá del lugar en que yacía Shara.
La balsa se desplazó lentamente, alejándose. La soltó torpemente, haciendo una mueca al sentir el dolor del brazo, en el momento en que se enderezó. Los soldados detrás habían soltado las amarras, que ahora se hundieron a cada lado, ondulando pero invisibles en el agua encendida. Porque ahora todo el lado de la balsa que daba contra la costa estaba ardiendo, consumiéndose en un muro de llamas cálidas y translúcidas, verdes, rojas y anaranjadas, bordeadas de negro. El fuego corría hacia el centro de la pira, revelando su profundidad como la luz del sol muestra la distancia entre los árboles de la selva; y al arder más alto, hacia las ramas verdes y las flores sobre las que yacía Shardik, empezó a surgir un humo blanco y espeso, que avanzo hacia la costa, cegando casi a Kelderek y a los que estaban detrás de él.
Le faltó el aire y resopló buscando aliento. Los ojos le ardían, le lloraban, pero siguió donde estaba. «Que así sea», pensó. «Esto es mejor, porque no podría ver quemar los cuerpos». Después cuando estaba a punto de desmayarse de sofocación, la pesada balsa empezó a girar más rápidamente, de manera que los cuerpos y todo el costado por el que se había encendido el fuego enfilaron en la corriente. Cuatro o cinco jóvenes pescadores habían atado la amarra del lado de la corriente a una canoa, y arrastraban la balsa hacia el centro del río.
A medida que cobraba ímpetu, un torrente de llamas corría hacia atrás desde la pira. El ruido crujiente se convirtió en un rugido caliente y ventoso y las chispas y las cenizas empezaron a saltar hacia arriba, agitándose y esquivándose como pájaros que huyen. Los troncos empezaron a moverse y a caer; aquí y allá un fragmento ardiente caía silbando en el agua. Y entonces, horadando el rumor de la disolución, como un pesado arado que se hunde en la tierra, se elevó nuevamente el sonido de los cantos. Los aldeanos en la ribera alentaban y urgían a los jóvenes que paleteaban y que ahora se esforzaban a medida que eran arrastrados más lejos y empezaban a ser llevados corriente abajo por la balsa.
Al alba llegamos a la costa, soltamos los botes.
Acompañados por la suerte, comeremos esta noche.
¿Quién tiene la red, quién maneja la lanza?
Los pobres deben vivir como puedan.
La balsa estaba a medio tiro de flecha de la costa e igualmente lejos aún en la corriente del lugar en donde estaba Kelderek, pero los bateleros seguían clavando rítmicamente las paletas en el agua y el plumacho de humo sopló hacia la costa mientras ellos luchaban para alejar más la balsa.
Comprar cara la sabiduría es del hombre el destino,
y aprender a conformarse con lo que se tiene.
Lo que llamo suerte es fuego y barriga llena,
una mujer en la cama y los niños que aprendan tu oficio.
Aplaudían y zapateaban al cantar, al ritmo de las paletas, y, sin embargo, el ruido era grave y apropiado; de cadencia menor, hogareño y cazurro, era la simple música del pueblo, cuya solemnidad es el ingenio dado vuelta para servir a la ocasión y el espíritu del día. La balsa estaba ahora lejos en medio de la corriente, de manera que podían verse las paletas distantes que golpeaban al compás de la canción. Los jóvenes habían enfilado la proa a medias en dirección a la corriente, de manera que la balsa quedó tras ellos y el lado en que estaban los cuerpos se volvió otra vez hacia la costa. Kelderek, al mirar, no percibió nada en medio de la pira ardiente. Se había hundido en el centro: las dos ardientes mitades se abrían a los lados como las alas de una gran mariposa. Shardik ya no era más.
—Por dos veces —gritó—, te seguí al Telthearna, Señor Shardik. Ahora ya no puedo seguirte.
Al volver de tarde vemos fuegos en la costa.
Si uno es tuyo, eres hombre dichoso.
Nadie debe quedar solo en la oscuridad.
Si mueres, hermano, tus hijos compartirán mi fuego.
Los bateleros arrojaron la soga y se volvieron, avanzando contra la corriente hacia la costa, y la vuelta fue fácil en las aguas plácidas junto al banco. Ya no podía verse la balsa, pero a lo lejos parecía arder un punto en la superficie del río, que soltaba humo y cubría la extensión acuosa con una amplia nube moviente.
Destripamos pescados y los chicos los asan.
«Hola, hijo, mi zoán alto y joven
¿Qué tienes que decir esta noche a papá?».
«Cuando sea hombre, remaré como tú».
El humo ya no se veía. Los árboles lo escondían a la vista. Kelderek, cerrando los ojos al volverse, vio el soldado a su lado, sintió su brazo bajo sus sobacos y dejó que lo levantara casi en vilo sobre el agua hasta llegar a la costa. Tan-Rion llamó a sus hombres y los llevó a recoger las armas. Después se alejaron; los aldeanos también empezaron a dispersarse, dos mujeres matronales llevaron consigo a Radu y a los otros niños. Pero varios, antes de partir, se adelantaron —algunos un poco vacilantes, porque tenían un temeroso respeto a Kelderek— para besarle las manos y pedirle la bendición. Cualquier hombre sagrado puede tener el poder de conferir la buena suerte y no debe perder la ocasión. Él permaneció agobiado y silencioso como un herón, pero los saludó con la cabeza y miró de frente a todos los que pasaron ante él: un viejo con un brazo seco, un joven alto que se llevó la palma de la mano a la frente, una chica que sonrió tímidamente a la sacerdotisa que estaba allí cerca, entregándole las flores que llevaba. Finalmente pasó una vieja harapienta, con un niño dormido en los brazos. Kelderek se sobresaltó y casi retro-cedió, pero ella, sin mostrar vacilación ni sorpresa, le tomó la mano, la besó, dijo algunas palabras sonriendo y se fue, bamboleándose sobre las piedras.
—¿Qué dijo? —preguntó Melathys—. No pude entenderla.
—Dijo: «Bendíceme, joven señor, y acepta mi bendición en cambio».
Yacía en cama en el cuarto de arriba y veía cómo se ampliaban los elásticos reflejos, mezclándose y cerrándose entre los postes del techo. Melathys estaba al lado, sosteniendo entre sus manos la mano sana de Kelderek. Estaba cansado y nuevamente afiebrado, estremecido y lleno de frío. Nada notable quedaba en el mundo. Todo estaba helado y vacío hasta el horizonte bajo el cielo despojado.
—Espero que nuestro canto no te haya parecido fuera de lugar, señor —dijo Tan-Rion—. La sacerdotisa dijo que sería mucho mejor si lográbamos cantar algo, y había que pensar en algo que los muchachos pudieran cantar, y, claro, todos sabían «Las Lágrimas».
Kelderek encontró algunas palabras de agradecimiento y elogio, y al cabo de un rato el oficial, al ver que estaba exhausto, se despidió. Poco después llegó Radu, envuelto en una capa desde el cuello hasta los tobillos, y se sentó un rato frente a Melathys.
—Dicen que mi padre está en camino —dijo—. Me hubiera gustado que viniera antes. En caso de haberse enterado, le hubiera gustado estar en la ribera esta tarde.
Kelderek sonrió y asintió como un viejo, atendiendo sólo en parte lo que le decían. Pero la verdad es que Radu dijo muy poco, estuvo sentado en silencio un rato largo y, en una ocasión, se mordió la mano para que no le castañetearan los dientes. Kelderek se quedó adormilado y despertó al oír que Radu contestaba a Melathys:
—… pero estarán muy bien, creo —y luego, tras una pausa—: Sháuter está enfermo, ¿sabes?… Parece que bastante mal.
—¿Sháuter? —preguntó Melathys, sorprendida.
—¿Está enfermo? —dijo Kelderek—. Creí verlo en la ribera.
—Sí, creo que pensó que era mejor estar allí a toda costa… no es que eso haga alguna diferencia… pero no está bien esta noche. Creo que sobre todo tiene miedo. Está aterrado: en parte teme a los otros chicos; en parte a los aldeanos. Saben quién es él… o quién fue… y no quieren ayudarlo en nada. Está echado solo en un cobertizo, y creo que huiría si pudiera.
—¿Quién es Sháuter? —volvió a preguntar Melathys.
—¿Lo matarán? —dijo Kelderek. Radu no contestó en seguida y él insistió:
—¿Qué queréis hacer con él?
—Nadie ha dicho nada, en verdad: pero ¿de qué serviría matarlo?
—¿De veras es eso lo que sientes… después de todo lo que has sufrido?
—Es lo que siento que debo sentir… —guardó silencio por algún tiempo y luego dijo:
—Nadie te matará a ti. Me lo dijo Tan-Rion.
—Yo… iré a hablar con Sháuter —dijo Kelderek, intentando incorporarse—. ¿Dónde queda el cobertizo?
—Descansa, amor —dijo Melathys—. Yo iré. Ya que nadie me dice nada, tendré que averiguar sola quién es Sháuter… o escucharlo.