Por debajo de la primera luz que se insinuaba por el cielo, el río resplandecía con un gris turbio y mate: la superficie era tersa y el fluir imperceptible desde las alturas de donde vuelan los gansos migratorios en su viaje hacia el Norte. Al Sur de la quebrada de Linsho la selva estaba inmóvil, cubriendo como una piel lanuda el cuerpo de la tierra de la que nacía. El vuelo súbito de algún pájaro no turbaba aún el sosiego. Ni una brisa se movía, ni un reflejo de luz se veía en los árboles. Las alas de las grandes mariposas estaban apretadamente plegadas.
El cuerpo de Lalloc yacía fuera del zaguán en donde había trastabillado, con el cuchillo de Guenshed clavado en la espalda. Los pies habían tropezado en el escalón y las rodillas, al caer, se habían hundido en la tierra blanda por el peso del voluminoso cuerpo. Los brazos estaban extendidos hacia adelante, uno sobre el suelo, con la palma hacia abajo y los dedos metidos en la tierra, como cavándola, el otro estaba tendido como un brazo de nadador, aunque rígido por la muerte. La cabeza estaba ladeada y la boca abierta. Dos tajos profundos habían arrancado casi la mejilla izquierda, que caía debajo del mentón como un colgajo sangriento, dejando ver los dientes astillados y apretados. La ropa estaba tan empapada en sangre, tanto vieja como reciente, que apenas retenía otro color. Guenshed estaba arrodillado junto al estanque, lavándose los brazos en el agua y limpiándose las uñas con la punta de su cuchillo. Su morral yacía abierto sobre el suelo, detrás de él, y había puesto fuera dos o tres grilletes de talón. Otras diversas piezas de metal estaban apartadas, a un lado, con la evidente intención de abandonarlas. Después de cerrar el morral aligerado y echárselo a la espalda, ajustó la cuerda al arco, se metió cinco o seis flechas en el cinturón y reanimó el fuego que ardía bajo la marmita, todavía rampante, agregando hojarasca y ramas verdes.
Sus movimientos eran silenciosos y, de cuando en cuando, se detenía con aire incierto y se ponía a escuchar a la media luz los rumores de la selva que despertaba. Cuando oyó un débil rumor de pasos en la maleza que estaba más allá del estanque, se puso inmediatamente a un lado y, con una flecha ya lista en el arco, acechó. En ese momento Sháuter emergió de entre los árboles.
Guenshed bajó el arco y caminó hacia donde estaba el muchacho, que se había puesto a mirar el cuerpo muerto sobre el suelo. Sháuter se dio vuelta, sobresaltado, y retrocedió, llevándose una mano a la boca.
—¿Conque trataste de hacer una caminata por la noche, Sháuter? ¿No? —dijo Guenshed, casi en un susurro—. ¿Viste algunos soldados?
Era claro que Sháuter estaba a medias atontado, tal vez de miedo, tal vez de hambre, tal vez de falta de sueño, tal vez de las tres cosas. Aunque intentó contestar, por unos instantes no logró articular nada inteligible. Finalmente dijo:
—Bien, bien; pero ¿volví o no? ¡Quiero esta mierda de vida! ¿O no?
—¿De modo que es por eso que volviste? —dijo Guenshed, mirándolo con una especie de curiosidad reticente.
—Claro que he vuelto —gritó Sháuter—. En la selva… allá… —Se calló haciendo una señal hacia la espesura—. Eso no es un ser vivo —exclamó—. Vino por ti… lo han mandado para ti… —se incorporó sobre las rodillas—. ¡No fui yo quien mató a Kevennat! ¡Fuiste tú!
Ya no fue capaz de contenerse y miró rápidamente por encima del hombro.
—Esa cosa, ese ser… si es un ser y no un diablo… Era más grande que esa roca, te digo. Cuando marchaba, movía el suelo, casi tropecé con él en lo oscuro. ¡Si habré corrido! …
—¿Es por eso que volviste? —repitió Guenshed, después de una pausa. Sháuter asintió. Luego, volviendo a ponerse lentamente de pie, miró de nuevo el cuerpo y dijo con indiferencia:
—Tú lo mataste, ¿no?
—No nos servía de nada, ¿verdad? —dijo Guenshed—. Si nos encontraban en compañía de él, todo estaba terminado. Pero le saqué la plata. Vamos. Ponlos en marcha.
—¿Los llevas a ellos? —preguntó Sháuter sorprendido. ¡Por amor de Dios! ¿Por qué no nos echamos a correr? ¡A cualquier parte!…
—Levántalos —dijo Guenshed—. Ponles a todos la cadena, muñeca a muñeca, y mantenlos en orden mientras lo haces.
Su dominio llenó el lugar como el agua en una inundación desarraigando y ahogando todas las otras voluntades. Aquellos niños que, mareados por el hambre y las privaciones, habían pasado la noche entre las ruinas, ahora, incapaces de pensar en huir o en esconderse, obedecieron a Sháuter como lo habían obedecido desde hacía ya tanto tiempo, sintiendo que emanaba de Guenshed, mientras avanzaban a tumbos por el campo abierto, un poder más maligno que el que nunca había mostrado. Ahora, cuando su suerte se había derrumbado, cuando su crueldad había quedado ya libre de las restricciones que había impuesto hasta ahora la esperanza del lucro, marchó entre ellos lleno de una excitación intensa, con los ojos brillantes, y ellos, horrorizados, se estremecieron. Kelderek, saliendo a gatas del surco en donde se había tirado, sintió que este mismo poder lo hacía ponerse de pie y luego, con pasos tambaleantes, lo hacía acercarse hasta el borde del estanque, donde Guenshed estaba de pie esperándolo. Enterado de la voluntad de Guenshed, permaneció en silencio hasta que Sháuter lo encadenó, engrillándolo por la muñeca a un niño de pelo liso, cuyos ojos se movían sin cesar. Este niño, a su vez, estaba encadenado a otro y así sucesivamente, hasta que todos quedaron eslabonados. Kelderek no se sorprendió ni de que Sháuter hubiera vuelto ni de que Lalloc hubiera encontrado su fin. Estas cosas, comprendía ahora, no necesitaban explicación. Ellos y todo el resto —el hambre, la enfermedad, el dolor y las penurias— ocurrían porque la voluntad de Guenshed era esa.
Sháuter levantó la mirada después de afirmar el último grillo, asintió con la cabeza y retrocedió. Guenshed tanteando la punta de su cuchillo, sonreía en la luz del día, que se intensificaba.
—Bueno —dijo por último Sháuter— ¿nos ponemos en marcha?
—Trae a Radu —contestó Guenshed, señalando con el dedo.
En tomo a ellos los rumores de la selva aumentaban: chillidos de pájaros y zumbidos de insectos. Uno de los niños vaciló sobre sus pies, se aferró al compañero que tenía al lado y luego cayó, arrastrando a otros dos más don él. Guenshed no los tomó en cuenta y los niños siguieron en el suelo.
Radu estaba de pie junto a Kelderek. Mirando de reojo, Kelderek vio que la postura del jovencito expresaba el miedo del que había hablado el día anterior. Los hombros estaban agachados, las manos se aferraban al cuerpo y los labios estaban muy apretados.
—Buenos días, Radu —dijo Guenshed cortésmente.
El verdugo vulgar, a quien le ha sido entregado alguien que fue en un tiempo un refinado caballero, ahora pálido de terror, quebrado y condenado, no puede excluir de su trabajo cierto deleite personal y una inclinación natural a tomar las cosas a chacota.
—Ten la bondad de acompañar a Sháuter, Radu —dijo Guenshed—. Te ruego, pon ese cadáver donde nadie lo vea.
—¡Qué mierda! ¿Hasta cuándo? —gritó Sháuter, pero encontró la mirada de Guenshed y se calló. Kelderek, dando vuelta la cabeza con el permiso tácito de Guenshed, observó a los dos muchachos que se esforzaron por levantar el cadáver corpulento, manchado de sangre y que lo llevaron (y en parte arrastraron) a través del umbral en el que había caído Lalloc antes de morir.
Cuando volvieron, Guenshed dio un paso hacia adelante y tomó suavemente a Radu de los hombros.
—Radu —dijo con una especie de alegría serena—, ve y trae a Shara aquí. ¡No te demores!
Radu lo miró a través de los dedos de sus manos.
—¡No puede moverse! ¡Está enferma! ¡Quizá esté muriendo! —hizo una pausa y luego gritó—: ¡Tú lo sabes muy bien!
—Tranquilo, tranquilo —dijo Guenshed—. Ve y tráela, Radu.
—Ve a traerla, Radu —repitió Guenshed, muy sereno.
Kelderek oyó el llanto de Shara antes de ver a Radu, que la traía en brazos. Shara se debatía y el muchacho apenas la podía sostener. Su voz, mientras trataba de tranquilizarla y consolarla, apenas se oía por encima del llanto asustado y casi delirante de ella.
—¡Radu, Radu, déjame, Radu! ¡No quiero ir a Leg-bai-lí!
—Tranquila, querida, tranquila —decía Radu, agarrándola torpemente en el momento en que trataba de serenarla—. Volvemos a casa. ¿Te acuerdas que te lo prometí?
—Me duele —dijo la niña llorando—. Vete, Radu; me duele.
Miró a Guenshed sin reconocerlo: su propia mugre la cubría como cubren los cascotes las calles de una ciudad derrumbada. Saliva sucia le bajaba por el mentón y se escarbaba con gesto débil los mocos secos pegados a los hoyos de la nariz. De repente gritó de nuevo, sin duda dolorida, y un chorro delgado de orina, empañada y blancuzca como leche, mojó los brazos del muchacho.
—Vamos, vamos; dámela, Radu —dijo Guenshed, tendiendo las manos.
Kelderek levantó la mirada y vio los ojos de Guenshed, brillantes y voraces como los de una gigantesca anguila, a cada lado de su boca abierta.
—Hace demasiado ruido —dijo Guenshed en voz baja, lamiéndose los labios—. Dámela, Radu.
En el instante en que Kelderek intentó dar un paso adelante, comprendió que Radu se había negado a obedecer a Guenshed. Sintió el brusco tirón de la cadena en la muñeca y oyó la palabrota que dijo el niño a quien estaba atado. Simultáneamente, Radu se dio vuelta y, con la cabeza de Shara apoyada blandamente en su hombro, empezó a alejarse.
—No, no, Radu —dijo Guenshed, con la misma voz tranquila—. Ven aquí.
Radu no le hizo caso y siguió avanzando, con la cabeza inclinada sobre su caiga.
Guenshed emitió un gruñido, extrajo su cuchillo y lo lanzó contra el muchacho. No dio en el blanco y Guenshed se precipitó sobre él, le arrancó a la niña de los brazos y le dio un golpe que lo tiró al suelo. Por un instante permaneció inmóvil, sosteniendo a Shara entre las manos. Luego le clavó los dientes en un brazo y, antes de que pudiera gritar, la tiró dentro del estanque. Sháuter que corrió hacia ellos, fue puesto de lado, y Guenshed saltó detrás de la niña dentro del agua.
El cuerpo de Shara rompió la superficie del estanque con un chasquido brusco. Se sumergió pero, en seguida, levantando la cabeza, se incorporó, arrodillándose en el agua playa. Kelderek vio que levantaba los puños y, como una criatura de meses, tragaba aire para gritar. Cuando gritó, Guenshed avanzó en el agua, la tiró hacia atrás y la sumergió, pisoteándola. Poniendo un pie sobre el pescuezo de la niña, miró en derredor y se puso a rascarse los hombros, mientras la conmoción primero de las olas y luego de las ondas, se fue aplacando. Antes de que se tranquilizara el agua, Shara, apretada entre el pedregullo y los guijarros de colores del fondo, había cesado ya de luchar.
Guenshed salió del estanque y el cuerpo, con la cara vuelta hacia arriba, se elevó a la superficie; los cabellos, oscurecidos por el agua, flotaban alrededor de la cabeza. Guenshed marchó velozmente hasta el punto donde Radu yacía en el suelo, lo obligó a ponerse de pie, recogió el cuchillo y luego, haciendo sonar sus dedos para Sháuter, señaló colina abajo, hacia el río. Kelderek oyó el jadeo del adolescente cuando se daba prisa por ponerse a la cabeza de la columna.
—Vamos, vamos —mascullaba Sháuter—, vamos antes de que nos mate a todos. ¡En marcha, vamos, en marcha!
Por sí solos; los niños no habrían podido dar ni cien pasos, no habrían podido sentarse derechos en un banco o quitarse los harapos infectados de bichos. Invalidados, enfermos, hambrientos, apenas conscientes de lo que los rodeaba, sabían sin embargo que estaban en las manos de Guenshed. Era él quien tenía poder de hacer caminar a los cojos, hacer marchar a los enfermos y lograr que los hambrientos se sobrepusieran a su debilidad. Ellos no lo habían elegido a él, sino que él los había elegido. Sin él no podían hacer nada, pero ahora él habitaba en ellos y ellos en él. Él había vencido al mundo, de tal modo que la vida se había convertido en algo sencillo, sin distracciones, que consistía en avanzar, siguiendo la voluntad de él, hasta la meta que él había señalado.
Kelderek, tambaleándose colina abajo, entre los árboles, no podía sentir más que el resto. «La niña ha muerto», pensaba. «Guenshed la mató». Bueno, estas cosas se han vuelto corrientes entre nosotros, y con esto puedo estar seguro de que mi propia maldad ha completado su obra en mí. Si aún quedara en mi un corazón, ¿no tendría que llorar por esto? Pero no quiero nada, salvo el evitar nuevos dolores.
El cuerpo de Bled yacía oculto a medias por la maleza. Había señales de violencia a su alrededor: tierra removida y ramas rotas. Los ojos estaban abiertos, pero en la muerte el brillo demencial los había abandonado, y los miembros ya no remantenían la posición agazapada. Eran estos los que aumentaban el aparente tamaño de Bled, como una araña viva es magnificada en la mirada de quienes la temen por su vigilante atención y la posibilidad de correr repentina y velozmente sobre sus patas arqueadas. Ahora Bled tenía el aspecto de una araña muerta: pequeño, feo e inofensivo. Sí, y también repulsivo, porque un lado de la cabeza había sido aplastado y el cuerpo se veía flojo y fláccido, como si hubiera sido estrujado por la mano de un gigante. Del lado izquierdo el jubón estaba desgarrado y la carne al descubierto estaba lacerada por cinco tajos paralelos, separados y profundos.
Aun en el caso de haber estado más afiebrado, más débil, Kelderek no habría dejado de reconocer las huellas que estaban junto al cadáver. Eran tenues, porque el suelo estaba cubierto de musgo y enredaderas, pero aun en el caso de haber sido más tenues, él no habría dejado de reconocerlas. La muerte del muchacho debía ser reciente: a lo sumo dos horas, y consciente de esto hizo una señal a los niños para que guardaran silencio y se puso a escuchar atentamente.
Sin embargo, no pudo acallar a Sháuter, que se tiró al suelo, presa de supersticioso terror. Guenshed, que se acercó con Radu, que tenía la cintura atada con una cadena, apenas logró hacerlo poner de pie.
—Mierda, mierda —decía el adolescente, debatiéndose—. Te lo dije. ¿No te lo dije? Es el diablo, Guenshed. ¡Ha venido a buscamos a todos! Te digo que lo vi, los vi en lo oscuro…
Guenshed lo abofeteó y Sháuter cayó encima de Radu, que estaba quieto como un poste y miraba sin ver delante de él mientras Sháuter mascullaba aleo, babeándose y tratando de asirse de sus manos. Kelderek, a quien le parecía muy posible que Shardik estuviera bastante cerca para oír, observó a Guenshed con la intención de averiguar si prestaba atención a las huellas o las reconocía por lo que eran. Tenía la esperanza de que no se diera cuenta y las primeras palabras de Guenshed le demostraron que efectivamente estaba en lo cierto.
—Parece que lo agarró algún animal —dijo Guenshed—. Es lo que se merece por esconderse y tratar de huir en lo oscuro. Bueno, reanímate, Sháuter; te voy a dar una oportunidad. Voy a ser bueno contigo, Sháuter. Aquí no hay ningún diablo, no eres nada mas que un tonto, es de los ikats que tienes que cuidarte. Ahora tenemos que actuar sin demora. ¿Entiendes? Tú ve ahora a la izquierda, tan lejos como puedas, es de ese lado que van a venir. Si husmeas alguna llegada, ve a esa roca que está sobre la orilla, esa que tiene una hendidura, ¿ves? Allí estaré yo. Si tienes intenciones de entregarte a los ikats, es mejor que no lo hagas. Te van a ahorcar de un árbol antes de que puedas chillar. ¿Entendido?
Sháuter hizo una señal de asentimiento y, ante otro gesto de Guenshed, tomó la dirección de la izquierda, siguiendo una línea paralela a la orilla del Telthearna, que ahora era visible debajo, con sus aguas verdes que reflejaban las copas de los árboles.
Monte abajo; cada palpitación del pulso era una punzada dolorosa detrás de los globos de los ojos, apretaba una mano contra un ojo, el gozne de la cadena le cortaba las muñecas y la visión era nublada por el mismo esfuerzo que hacía por ver. Monte abajo; y un susurro de llanto, como el llanto de una niña; debía ser una ilusión. No llores, Melathys, querida mía, no llores por mi muerte. ¿Adónde habrás de ir ahora? ¿Qué será de ti? ¿Llegaron alguna vez los soldados a Zeray? Un mensaje… pero él nunca me entregará a los soldados, antes me va a matar con sus propias manos. El Señor Shardik… Después de todo, moriré antes que el Señor Shardik… Nunca conoceré el gran propósito por el que Dios solicitaba su muerte. Lo traicioné… Tenía intenciones de matarlo. Melathys de Quiso, Melathys que jugaba con la espada del Barón. No podíamos esperar misericordia: un hombre común y una mujer lanzados a cosas demasiado grandes para ellos. ¡Si hubiera escuchado a la Tuguinda en el camino de Guelt! Perdóname, Säiyet, dentro de una hora estaré muerto. Si la niña pudo morir, también puedo morir yo. He sido yo quien hizo posible el trabajo de este hombre cruel, he sido yo quien trajo a Lalloc y a la gente como él a Bekla.
Monte abajo; no resbales, no arrastres la cadena. El sol debe haber salido, deslumbra ahora sobre las aguas, refulge bajo los árboles. El dolor me atraviesa la mano, desde el dedo herido. Conduje a centenares a la desdicha y la muerte, y la Tuguinda podría haberlos salvado a todos. Le temía a Ta-Kominion, pero ahora ya es demasiado tarde. Es Radu, es Radu que llora, Guenshed lo ha quebrado, finalmente. Seguirá viviendo para asesinar a otros niños, estará del otro lado del río cuando los soldados encuentren a la niña en el estanque. ¿Lo viste, Dios? ¿Ves cómo sufren los niños? Antes a mí me llamaban Kelderek-juega-con-los-Niños. ¿Por qué manifestaste el Señor Shardik a un hombre como yo, que no hizo más que traicionarlo a él y derrotar Tu propósito?
La maleza se ponía más espesa cerca del río. Kelderek se detuvo, vacilante, y Guenshed lo alcanzó: llevaba el arco en una mano y en la otra tenía a Radu, sujeto por el hombro. El muchacho estaba amordazado con un pedazo de soga. La cabeza de Radu caía sobre el pecho y los brazos colgaban a los lados. Guenshed empezó a moverse a través de la maleza, en dirección a la orilla, haciendo señas a Kelderek y los niños para que los siguieran en silencio.
Kelderek salió a la orilla. El sol, sobre las aguas, resplandeció en sus ojos. Inmediatamente llegó a una bahía pequeña, una especie de ría semicircular rodeada por un barranco empinado, de tal vez dos veces la altura de un hombre. En el borde la maleza había sido cortada en profundidad, unos dos o tres pasos para formar un camino que, a cada lado de la ría, llevaba a la orilla. A unos pocos metros a la derecha, formando ángulo recto con este camino y obstruyéndolo a medias, estaba la roca alta y hendida que Guenshed había contemplado desde la selva de arriba A la izquierda de ellos, amarrada a la orilla de la ría, había una canoa con redes, arpones y otros enseres de pesca. Pero a cierta distancia de la canoa podía divisarse, entre los árboles, un grupo de cabañas y el humo que se levantaba de algunas.
—¡Mierda! —murmuró Guenshed, echando una rápida mirada entre los árboles—. ¡Ya tenemos la cosa!
Desde la selva llegó de repente un llamado alto, dulcísimo, casi humano en su claridad consonántica. Un instante después un relámpago de púrpura y oro refulgió entre los árboles. Era un pájaro de colores tan vivos a la luz del sol que incluso los niños hambrientos y afiebrados lo miraron maravillados.
—¡Kynat! —cantó el pájaro—. ¡Kynat chrrr-ak! ¡Kynat, Kynat dirá!
El plumón azafranado de la parte interna de las alas, brillante como un fuego de alquimista, se mostraba y ocultaba alternativamente al volar el ave. Trazó unos círculos sobre la ría, revoloteó un momento, desplegó el oro ribeteado de su cola y luego se posó en la proa del bote amarrado.
«¡Kynat dirá!» cantó mirando alerta, con ojos brillantes, a los seres miserables y famélicos, que estaban en la orilla, como si tuviera la intención de darles a ellos y a nadie más su mensaje. Kelderek, al oír la llamada del pájaro, levantó la mirada, buscándolo, pero sólo pudo ver unos grises y unos verdes que giraban, manchados por los rayos dorados de la luz del sol. Luego, cuando el pájaro cantó de nuevo, vio el patio en Zeray y vio a Melathys que se asomaba entre los postigos. Mientras él la contemplaba, ella desaparecía, y a él le pareció verse a sí mismo marchando por los bosques oscuros, y sus lágrimas, que caían de risco en risco, desaparecían finalmente en una extrema oscuridad más vieja que el mundo.
—¡Kynat, dirá! —dijo el pájaro, Y Kelderek volviendo en sí, lo vio posado cerca, por encima del agua, y vio a Guenshed de pie con el arco tendido y una flecha que apuntaba a la cabeza. Con un movimiento repentino y pesado, como el de un leño calcinado que se derrumba en el fuego, se lanzó hacia adelante: la cadena se puso tensa y cayó sobre Guenshed en el instante en que éste disparaba. La flecha desviada raspó la proa de la cadena, haciendo que se balanceara y girara hacia el punto de amarra, de modo que se formaron ondas en el estanque. El pájaro, abriendo sus fabulosas alas, se levantó por los aires y se alejó volando río abajo.
—¡Dan cuatrocientos meld por ellos! —gritó Guenshed. Luego, frotándose la muñeca izquierda en el punto en donde había recibido el latigazo de la cuerda del arco, dijo muy tranquilamente:
—Oh, señor Créndrik, tengo que reservarte un tiempo especial, ¿verdad? Es algo que tengo que hacer.
Había en él ahora una exaltación confiada, más temible aunque su crueldad; la exaltación del ladrón que se da cuenta que no hay nadie en la casa, salvo una mujer indefensa, a la que puede violar y además robar. El dinero de Lalloc estaba seguro en su cinturón y, encadenado a su muñeca, tenía un rehén de esclavos. A sus pies, indefenso pero no insensible, por suerte, yacía el hombre que una vez le había negado una licencia comercial en Bekla.
Con la celeridad y la destreza de una larga práctica, Guenshed soltó a Kelderek y a Radu y, alargando sus cadenas con otra que hizo pasar a través del agujero de las orejas, los ató a un árbol. Kelderek se puso en cuclillas, mirando fijamente al agua y no dando ninguna señal de estar enterado de lo que estaba pasando. Luego el traficante, haciendo sonar sus dedos por última vez, llevó a los niños a lo largo del camino que estaba a su izquierda, hasta uno de los extremos de la ría.
La canoa estaba amarrada a una gran piedra agujereada, como las que usan los pescadores a guisa de ancla. Guenshed, agachándose, puso primero su mochila a bordo y después dos paletas que estaban tiradas en la orilla. Por último pasó la cadena a través de la piedra-ancla y la ató a la muñeca del niño que tenía más cerca.
Completadas sus preparaciones, dejo a los niños y subió velozmente la cuesta.
En el momento en que llegaba junto a Radu y Kelderek, Sháuter salió de entre la maleza, como una exhalación. Mirando en derredor con aire enloquecido, corrió hasta donde estaba Guenshed, con un cuchillo en la mano.
—¡Los ikats, Guenshed, los ikats! ¡Han formado una columna y vienen por el bosque! ¡Deben haber empezado a buscarnos al amanecer!
—¿Cuánto tardarán en llegar aquí? —preguntó Guenshed fríamente.
—Se toman su tiempo, andan husmeando por todas partes, se meten en la maleza; pero ¡van a estar aquí muy pronto puedes estar seguro!
Guenshed no contestó, pero, volviéndose hacia Kelderek y Radu, los soltó y sopló las varitas y las hojas encendidas del brasero que siempre llevaba consigo. Luego puso encima la punta de su cuchillo.
—Ahora, Radu, escúchame —dijo—. En primer lugar; vas a meter este cuchillo en los ojos del señor Crendrik… en los dos ojos. Si no lo haces, yo te haré a ti lo mismo. ¿Entendido? Después de esto vendrás conmigo, soltarás la piedra de amarre y la echarás al agua. En esa forma dejaremos arreglado al grupito que queda atrás. Después tú y yo y Sháuter, si no cambio de idea, podemos emprender la marcha. No hay mucho tiempo, de modo que date prisa.
Asió a Kelderek por el hombro y lo forzó a arrodillarse a los pies de Radu. Este, siempre amordazado, dejó caer el cuchillo que Guenshed le había puesto en la mano. El cuchillo se clavó en el suelo, soltando una voluta de humo que provenía de algún fragmento al rojo. Guenshed, después de recogerlo y calentarlo de nuevo, se lo volvió a dar a Radu y, al mismo tiempo, le torció el brazo izquierdo detrás de la espalda, arrancándole la mordaza y tirándola al agua.
—¡Por amor de Dios! —gritó Sháuter, desesperado—. ¡Te digo que no tenemos tiempo para estos juegos, Guenshed! ¿No puedes esperar a que lleguemos a Terekenalt para divertirte? ¡Los ikats, los ikats vienen! ¡Mata a ese hijo de puta, si lo piensas hacer!, pero ¡vamos de una vez!
—¡Mata toda esa mierda! —murmuró Guenshed, estático—. Vamos Radu, hazlo. Hazlo, Radu. Te guiaré la mano, si quieres, pero lo vas a hacer.
Como en medio de un trance, privado de su voluntad, Radu, ya había levantado el cuchillo cuando, de repente, con un movimiento convulsivo, logró soltarse de los brazos de Guenshed.
—¡No! —gritó—. ¡Kelderek!
Como despertado por el grito, Kelderek se puso lentamente de pie. Tema la mandíbula colgante y puso su mano, con la uña partida de un dedo, cubierta con una costra mugrienta e hinchada, por delante en un débil gesto de defensa. Después de un instante, mirando a Guenshed pero hablando con incertidumbre como dirigiéndose a otro, dijo:
—Será como Dios lo quiere, señor. El asunto es más importante que tu cuchillo.
Guenshed le quitó el cuchillo a Radu y le dio una cuchillada que le abrió una larga herida en el brazo. Radu quedó en silencio y quieto donde estaba.
—¡Oh, Crendrik! —dijo Guenshed, asiéndolo de la muñeca y levantando nuevamente el cuchillo.
—¡Crendrik de Bekla!
—Mi nombre no es Crendrik: es Kelderek Juega-con-los-Niños. Deja en paz a ese niño.
Guenshed golpeo por segunda vez. La punta del cuchillo entró entre los huesos pequeños del codo y lo hizo caer una vez más de rodillas, mientras intentaba inútilmente golpear a Guenshed. En el mismo instante Sháuter, profiriendo un grito, hizo una señal, indicando el borde de la selva.
A mitad de la distancia entre los niños amarrados a la piedra y el punto más alto, donde estaba de pie Guenshed, sobre el centro de la ría, la maleza se abrió y una rama voluminosa cayó sobre el camino, rodó y resbaló lentamente hasta el agua. Un momento después la abertura se hizo más grande aún y dejó ver el cuerpo de un ser enorme y lanudo. Shardik estaba de pie en el barranco; mirando a los cuatro seres humanos que estaban más arriba.
Ah, Señor Shardik: supremo, divino, enviado por Dios desde el fuego y el agua. ¡Señor Shardik de los Arrecifes! ¡Tú, que despertaste entre las trepsis de los bosques de Ortelga, y caíste prisionero de la avidez y la maldad del corazón del Hombre! ¡Shardik el victorioso, el prisionero de Bekla, señor de las heridas sangrientas! ¡Tú, que atravesaste el llano, que retornaste vivo de los Estreles, Señor Shardik de la selva y la montaña, Shardik del Telthearna! ¿También tú has sufrido hasta la muerte como un niño indefenso en manos de hombres crueles, cuando la muerte no quiere venir? ¡Señor Shardik: sálvanos! Por tus heridas que queman como fuego y se pudren, por haber cruzado a nado el profundo río, por el trance hipnótico y por tu salvaje victoria, por la larga prisión y el largo y vano viaje, por tu pasión, tu dolor, tu desvalimiento y la amargura de tu sagrada muerte: ¡salva a tus hijos, que te temen y no te conocen! ¡Entre los helechos y las rocas y el río, por la belleza del Kynat y la sabiduría de los Arrecifes, escúchanos, mancillados y perdidos, que hemos apurado tu vida y que te llamamos! ¡Muramos, Señor Shardik, muramos contigo, pero salva a tus niños de este hombre malvado!
Era evidente que el oso estaba cerca de la muerte. Su enorme cuerpo, deformado y enflaquecido por las privaciones, no era nada más que huesos y piel sarnosa. Una garra colgaba, rota y hendida, y esto formaba parte sin duda de una herida más grave en la pata, que manejaba torpemente y levantaba al marchar. El hocico reseco y los labios estaban partidos y la cara deformada sugería una especié de fusión o desintegración de los rasgos. El cuerpo gigantesco, que la vida ya estaba abandonando, era como una pajarera en ruinas de la que han huido los pájaros vistosos, y en la que los pocos que quedan sólo sirven para intensificar la sensación de pérdida y tristeza en el corazón de quienes la ven.
El oso había sido sorprendido, al parecer, por alguna alarma en la selva que dejaba detrás, pues después de dar vuelta la cabeza a uno y otro lado, cojeó junto al borde del estanque, como si quisiera continuar huyendo de algo. Cuando se acercó a los niños, estos retrocedieron chillando de terror y él en ese instante se detuvo, se dio vuelta, pasó junto al lugar de donde había emergido y dio unos pasos vacilantes por el barranco. Sháuter, enloquecido de terror, se puso a romper las enredaderas espesas y las plantas pinchudas que estaban al lado, pero no logró abrirse paso y cayó al suelo.
—¡Maldición! —dijo Guenshed entre dientes—. Ya está medio muerto. ¡Vamos! —gritó como agitando los brazos como arriando ganado—. ¡Vamos! ¡Salgamos de aquí!
Dio un paso hacia adelante, pero en ese momento el oso recogió el labio, mostrándole los dientes, y se levantó, tambaleante, sobre sus patas traseras. Guenshed retrocedió.
—¿Por qué no corremos? —gimoteó Sháuter—. ¡Salgamos de aquí, Guenshed, por amor de Dios!
—¿Cómo? ¿Por eso? —dijo Guenshed—. ¿Dejar la canoa y todas las salidas que tenemos? Caeríamos de cabeza entre los ikats. Esta maldita bestia no nos va a asustar, no a esta hora del día. Te lo digo, ya está medio muerto. Sólo tenemos que matarlo, eso es todo.
Su arco seguía tirado donde lo había dejado después de disparar contra el Kynat y, recogiéndolo, sacó una flecha de su cinturón. Kelderek, todavía de rodillas, desangrándose por un brazo, lo asió por el talón.
—¡No! —jadeó—. ¡Nos va a atacar! ¡Nos hará pedazos, créeme!
Guenshed le dio un golpe en la cara y Kelderek cayó de lado. En ese instante se oyeron voces lejanas en la selva: un hombre daba una orden y otro le contestaba.
—No temas —dijo Guenshed—, no te preocupes, hijo mío. Le meteré tres flechas dentro antes de que pueda pensar en venírseme al humo. Te diré; conozco una o dos cosas. No se va a abalanzar contra mí.
Sin sacarle al oso los ojos de encima, tanteó hacia atrás, arrancó una tira larga de los harapos de Radu y la ató rápidamente al asta de la flecha, un poco encima de la cabeza, dejando las dos puntas colgando, como una guirnalda o una cinta en los cabellos de una niña.
Al oír el rumor de voces, el oso se había puesto en cuatro patas. Por unos instantes se balanceó a uno y otro lado, pero luego, como si se sintiera débil, se paró y una vez más enfrentó al traficante en el camino.
—Sháuter —dijo Guenshed— ¡sopla ese brasero!
Sháuter, comprendiendo lo que Guenshed intentaba hacer, sopló el brasero hasta avivar el fuego y lo sostuvo con manos temblorosas.
—Tenlo quieto —susurró Guenshed.
La flecha ya estaba puesta en la cuerda y Guenshed bajó el arco para que uno de los extremos del trapo cayera dentro del brasero. El trapo ardió y, cuando la llama tomó cuerpo, Guenshed dobló el arco y tiró. La llama corrió hacia atrás y todo el eje, al parecer, ardió en el aire.
La flecha, se incrustó profundamente debajo del ojo izquierdo del oso, dejando pegado a la cara el harapo encendido. Con un aullido atroz, el animal retrocedió, llevándose las patas a su máscara de fuego. La piel seca prendió fuego y empezó a quemarse: primero las orejas, después una pata, luego el pecho, donde se habían incrustado fragmentos, del harapo incendiado. El animal golpeaba las llamas, gimoteando como un perro. Al retroceder unos pasos, Guenshed tiró de nuevo, y la segunda flecha entró en el hombro derecho, cerca del cuello.
Como fuera de sí, Kelderek volvió a ponerse de pie. Una vez más, tuvo la impresión de estar en la batalla al pie de los montes, rodeado por el griterío de los soldados, el pisoteo de los que huían, el olor del suelo removido. Lo cierto es que pudo ver ahora claramente delante de él a los soldados de Bekla, y en sus oídos sonaron los rugidos de Shardik en el instante de salir de entre los árboles. Shardik era una antorcha encendida que los iba a consumir a todos, una carga de fuego de la cual no había escape. La ira de Shardik llenaba la tierra y el cielo, la venganza de Shardik iba a quemar al enemigo y lo iba a hacer polvo. Vio que Guenshed se daba vuelta y corría por el camino y se metía con trabajo en la hendidura de la roca. Vio a Sháuter arrojado a un lado y a Radu que caía encima de él. Dio un salto y gritó:
—¡Shardik! ¡Shardik, el poder de Dios!
Shardik, con la flecha clavada en la cara, se acercó a la roca en que Guenshed se había metido. Sin agacharse, metió una pata ennegrecida en la hendidura. Guenshed la apuñaló y el oso, rugiendo, la retiró. Luego golpeó de nuevo y partió la roca en dos.
La parte de arriba de la roca se rajó como una cáscara de nuez y luego, cuando Shardik la golpeó de nuevo, se rompió en tres pedazos enormes, que se bambolearon y cayeron a las aguas de abajo. Una vez más golpeó, un golpe mortal: sus garras desgarraron la cabeza y los hombros del enemigo. Luego trastabilló y se aferró a la roca, temblando y lentamente se desplomó sobre la base hecha pedazos.
Kelderek y Radu, que contemplaban la escena, vieron una figura que salía gateando de la base de la hendidura. Radu gritó y, por un instante, la figura se volvió hacia él, como si pudiera oír. Tal vez podía, pero no tenía ojos ni cara, sólo una gran herida, una masa de carne sanguinolenta, salpicada con dientes y huesos rotos, en la cual no se podían distinguir rasgos humanos. De esta pulpa sanguinolenta salían tenues gemidos, como los de un gato, pero sin palabras, pues no tenía boca, no había labios. Tropezó con un árbol y gritó atrozmente; al retroceder se vieron fragmentos de corteza y ramitas metidas en su máscara blanda y roja. Ciegamente levantó las manos ante el árbol, como si quisiera evitar los golpes de algún cruel torturador, pero no había nadie cerca. Luego dio tres pasos trabados, tropezó, y, sin emitir sonido alguno, cayó sobre el borde. El chasquido de la caída llegó desde abajo. Radu gateó hacia adelante y miró sobre el borde, pero nada se elevó hasta la superficie. La vaina del cuchillo flotaba en medio de sangre en el agua, y la trampa de moscas estaba deshecha junto a los pedazos de roca: esto fue todo lo que quedó del malvado y cruel traficante de esclavos, del hombre que se había vanagloriado de poder enloquecer a un niño de miedo, de un miedo peor que los golpes.
Kelderek se arrastró hasta la roca y se arrodilló al lado, llorando y golpeando la piedra. Una enorme pata, gruesa como un travesaño, colgaba junto a su cara. La tomó entre sus manos y gritó:
—¡Oh, Shardik, Shardik, Señor mío, perdóname!
¡Debí haber entrado a los Estreles por ti! ¡Ojalá hubiera muerto por ti! ¡Oh, Señor Shardik: no te mueras, no te mueras!
Levantando la mirada vio los dientes como tablillas, la boca con el labio recogido en un gesto inmóvil, las moscas que ya se paseaban por la lengua que salía, la pelambre ennegrecida y chamuscada hasta la carne, la flecha que estaba clavada en la cara. El hocico puntiagudo señalaba hacia el cielo, resaltaba como una cuña. Kelderek golpeó la roca con las manos, sollozando de desesperación. Una mano lo asió por el hombro y lo sacudió rudamente, despertándolo. Al levantar la cabeza reconoció que el hombre que estaba a su lado era un oficial del ejército yeldashay; las espigas de trigo de Sarkid estaban bordadas en un hombro. Detrás de él estaba su tryzat, joven y fogueado, con la espada a mano por cualquier emergencia y una expresión de sorpresa y desdén en la fiera mirada que contemplaba, sin comprender, el cadáver aplastado contra la roca y los tres vagabundos sucios que se arrastraban al pie.
—¿Quién eres? —dijo el oficial—. ¡Vamos, contéstame, hombre! ¿Qué estás haciendo aquí y por qué están estos niños encadenados a esa piedra? ¿Qué ibas a hacer?
Siguiéndole la mirada, Kelderek vio unos soldados que estaban junto a los niños en la ribera, y, un poco más lejos, entre los árboles, un grupo de aldeanos de pie, cuchicheando.
El oficial tenía olor a carnicería limpia: el olor que tiene el comedor de carne para el que no la come. Los soldados se paraban con tan poco esfuerzo como los árboles en primavera. Sus correas estaban aceitadas, sus arneses brillaban, sus ojos se movían velozmente a uno y otro lado, sus voces dominantes los unían como dioses que se comunican tersamente entre ellos. Kelderek miró al oficial a la cara.
—Mi nombre es Kelderek-Juega-con-los-Niños —dijo tartamudeando—, y mi vida… y mi vida… Para los yeldashay, no tengo derecho a la vida. Estoy dispuesto a morir y sólo pido que se me permita enviar un último mensaje a Zeray.
—¿Qué quieres decir? —dijo el oficial—. ¿Por qué dices que no tienes derecho a la vida? ¿Eres el traficante de esclavos que cometió esos horrendos crímenes? Esos niños que encontramos en la selva… enfermos, hambrientos… muriéndose, por lo que pude ver… ¿Eso es obra tuya?
—No —dijo Kelderek—. No. Yo no soy el traficante de esclavos. Ha muerto, por el Poder de Dios.
—¿Quién eres, entonces?
—¿Yo? Soy… soy el gobernador de Bekla.
—¿Crendrik? ¿El rey de Bekla? ¿El sacerdote del oso?
Kelderek asintió con la cabeza y puso una mano sobre la inmensa piel que se levantaba como una pared por encima de él.
—El mismo. Pero el oso… el oso ya no os molestará más. Lo cierto es que él nunca os molestó. La molestia provino de hombres mal orientados y pecaminosos, y yo fui el peor de ellos. Di a tus soldados que no se burlen del que ha muerto. Era el Poder de Dios, que vino a los hombres, y los hombres hicieron befa de él. Y a Dios ha vuelto.
El oficial, desdeñoso y sorprendido, consideró que era mejor evitar la conversación con este pajarraco ensangrentado y mal oliente que hablaba de Dios y de sus ganas de morirse. Se volvió hacia su trizat, pero al hacerlo otra figura lo tomó del brazo: un niño con el pelo apelmazado, el cuerpo enflaquecido, con las uñas negras y rotas y una cadena en sus talones. El niño lo miró con autoridad y dijo expresándose en perfecto yeldashay:
—No debes hacer daño a ese hombre, capitán. Envía, por favor, un mensajero a mi padre, dondequiera que esté, con la noticia de que nos han encontrado. Nosotros…
Se interrumpió y habría caído al suelo si el oficial, en el colmo de la perplejidad ahora, no lo hubiera sostenido por los hombros.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo. ¿A qué viene todo esto, eh? ¿Quién es tu padre y quién eres tú, si se puede saber?
—Soy… soy Radu, hijo de Elleroth, el Ban de Sarkid.
El oficial tuvo un sobresalto y, al tenerlo, soltó al muchacho, que cayó al suelo, aferrándose a la roca partida y sollozando:
—¡Shara! ¡Shara!