Le habían dado un grupo de niños esclavos que debía llevar al Palacio de los Barones, pero los niños eran tan posados que él no los pudo cargar y debió arrastrarlos detrás de él paso a paso. El camino pasaba por una montuna y d seguía al Señor Shardik a través de florestas empinadas y siniestras, llenas de los espíritus de soldados muertos, que soplaban y cuchicheaban entre las ramas. Finalmente el camino se volvió tan empinado y el peso era tan grande que tenía que ponerse a gatear, y de este modo llegaba por último a la cumbre. El palacio de los varones estaba en la cumbre misma, pero al irse acercando comprendió que no era nada más que madera chata pintada en un marco y mientras la miraba, se hizo trizas y rodó montaña abajo.
Al despertar se arrastró hasta la puerta y trató de echar una ojeada a las estrellas. Había hojas o nubes que las tapaban. Lo mejor que podía hacer era intentarlo, pensó. Si, ahora era demasiado tarde —la mitad de la noche o más tarde— tanto Guenshed como Lalloc podían estar durmiendo: si estaban durmiendo, tal vez él pudiera libertar a Radu y a Shara… tal vez incluso podría matar a Guenshed con su propio cuchillo.
La noche era intensamente oscura, pero había una dirección en la que pudo divisar un distante parpadeo luminoso, en parte tapado, o así parecía, por una especie de telón. Dio unos pocos pasos hacia esta luz y descubrió que se había equivocado en cuanto a la distancia, pues estaba cerca, muy cerca. Una capa había sido echada sobre el marco sin puerta, por el que Guenshed había hecho pasar a Radu al anochecer. Llegó hasta allí, se arrodilló y acercó un ojo a una de las rendijas, a través de las cuales pasaba la luz.
Paredes de piedra y un piso de guijarros —nada más— y un fuego débil en la chimenea del otro lado. En el rincón más apartado, Radu y Shara dormían sobre las piedras desnudas. Radu estaba tirado, inmóvil, pero Shara gimoteaba sin parar, nerviosa y evidentemente enferma.
Guenshed, con un largo bastón en una mano, estaba sentado sobre su mochila, contemplando las llamas y espantando malhumoradamente un enjambre de insectos que se habían trepado a la punta de un leño que ardía. Kelderek tuvo de nuevo la fantasía de que este hombre nunca dormía o que, como un insecto, sólo dormía en ciertas estaciones. Del lado opuesto, Lalloc estaba sentado torpemente en un leño, apoyando su pierna herida en la sana. Contra la mochila de Guenshed había una botija de vino y, después de unos instantes, el traficante la recogió, bebió y se la pasó a Lalloc. Kelderek, viendo que la idea del rescate era impracticable, ya se iba a retirar cuando Lalloc habló. Movido por la curiosidad, pese a que la mente le flotaba y a que estaba comido por los insectos, escuchó.
—¿No siempre estuviste en esta clase de trabajo, verdad? —preguntó Lalloc, frotándose la pierna—. ¿Cuánto tiempo hace que te conozco, Guensh… tres años?
—No siempre —contestó Guenshed.
—¿Qué eras?… ¿Soldado, tal vez?
Guenshed se inclinó y tiró un escarabajo a las llamas.
—Era ayudante del verdugo en Terekenalt.
—¿Es buen trabajo? ¿Se hace plata?
—Uno vive —dijo Guenshed.
Hubo un silencio.
Lalloc echó otra rama al fuego y empinó la bota de vino. En el rincón Shara se retorció sobre el suelo, balbuceó unas palabras y se mojó los labios resecos, sin despertar.
—¿Los ortelganos te dieron una oportunidad? ¿No?
—No me quisieron dar la licencia… hijos de puta. Eso ya lo sabes.
—¿Por qué no quisieron?
—Dicen que demasiados niños quedan estropeados. Lo más probable es que yo no haya tenido la plata para sobornar a alguien y conseguir la licencia.
Lalloc chasqueó la lengua, pero se interrumpió cuando Guenshed le lanzó una mirada severa.
—Bueno, no me río. No, no. Pero hace falta estilo, Guensh, hace falta estilo para ser traficante de esclavos. ¿Por qué no tienes buenos veedores? Veedores que no dejen morir a los niños, que no les peguen en los lugares en donde las marcas se ven… ¿Me entiendes? Que se las arreglan para que tengan buen aspecto, que les enseñan a mostrar una buena facha a los compradores.
Guenshed se dio un puñetazo en la palma de la mano.
—Muy bien para ti, ¿eh? Sí, pero yo tengo que trabajar con elementos baratos. Para los chicos no hacen falta veedores. Basta con elegir otro par de chicos… Y uno se libra de ellos en cuanto se da cuenta de que ya saben más de lo que uno quiere que sepan. Tú… tú sólo compras a otros traficantes. ¿Verdad? ¿No tienes capital con qué trabajar? Yo tengo que salir y conseguirlos baratos. Tengo que darme todo el trabajo, correr todos los riesgos… No tengo licencia. Entonces vienes tú, me los compras y los vendes más caros. ¿No es así?
—¿Para qué tienes a esa chiquita? —preguntó Lalloc—. Me dijiste que te habías librado de todas las chicas en Tonilda. ¿Por qué no la vendiste a ésa?
—¡Ah… para mantenerlos en orden! Fue por eso —dijo Guenshed, señalando a Radu con el pulgar.
—¿Cómo?
—Es un tipo curioso —dijo Guenshed—. Es lo más inteligente que nunca hice. El mayor riesgo que corrí. Si la cosa sale, haré una fortuna; y todavía puede salir. Es un joven aristócrata… trabajo de rescate, una vez que lo lleve de vuelta a Terekenalt. Mientras lo tenga a él, no me importa perder el resto. No lo puedo romper, todavía no… Con esa clase de gente nunca se sabe… Ni siquiera cuando ellos mismos creen que están rotos. La chiquita es lo mejor para mantenerlo en orden. Mientras esté dispuesto a cuidarla, no va a intentar hacer nada… ¿verdad? La broma fue cuando se me acercó en Thettit y me dijo que quería ocuparse de ella, cruzar con ella el Vrako… Era un riesgo, se podía haber ahogado. Pero valía la pena, para no tener problemas con él. Esta clase de gente te crea muchos líos. Orgullo. ¡Ah, sí, él es demasiado superior para tipos como tú y como yo!… Pero lo voy a quebrar antes de lo que se puede creer al noble caballerito… Haré que azote a los niños para que le den de comer, y no voy a tener que levantar un dedo para forzarlo: verás si no lo logro.
—¿Quién es? —preguntó Lalloc.
—¡Ah!… ¿Quién es?… —Guenshed hizo una pausa para producir efecto—. Es el heredero del Ban de Sarkid.
Lalloc silbó.
—Bueno, Guensh, bueno, no me sorprende que el lugar esté lleno de ikats… ¿Eh?… Has hecho bien. Y ahora sabemos por qué nunca dejan de buscar, ¿no? Tenemos mucho que agradecerte, Guensh…
—Doscientos mil meld —dijo Guenshed—. ¿No vale la pena correr un riesgo? Y tú me dijiste que debíamos cruzar el río en la mañana, ¿no?
—¿Quién es el otro, Guensh…? El hombre… Yo creía que sólo te ocupabas de muchachos y chicas.
—¿No lo sabes? —contestó Guenshed—. Deberías saberlo, mugriento e hijo de puta como eres.
Lalloc dejó de beber, mirando por encima de la bota de vino con cejas arqueadas y ojos reflexivos. Luego el vino se depositó en su hueca caverna y él meneó la cabeza y la bota a la vez.
Es el rey Crendrik eso es —dijo Guenshed—. Es el que fue rey-sacerdote de Bekla. El tipo del oso.
Lalloc casi dejó caer la bota de vino; la sujetó a tiempo y la bajó lentamente, asombrado.
Lo encontré tirado, sin sentido, en un pantano, a cincuenta kilómetros al Sur de aquí —dijo Guenshed—. No sé como llegó allí, pero lo reconocí en seguida. Lo había visto en Bekla, lo mismo que tú. En fin, ese no se va a escapar. Sabe que los ikats lo van a matar.
Lalloc lo miró con aire interrogativo.
—La cosa es así —dijo Guenshed, removiendo el fuego—. Yo soy listo y los mantengo a él y al muchacho. Si es necesario, dejo el resto, pero a estos dos los guardo de todos modos. Bueno, ahora sabemos que el Ban de Sarkid está luchando a favor de los ikats. Si alguna vez me atrapan los ortelganos —como recordarás no tengo licencia— podré decirles que el hijo del Ban está conmigo, se los puedo entregar, y es muy probable que queden tan contentos que me dejen ir. Pero si nos capturan los ikats, les entrego a Crendrik: es lo mismo, van a estar muy contentos de conseguirlo y entonces nos dejarán ir. Crendrik no tiene otro valor, naturalmente, pero el muchacho tiene mucho, si logramos salir de aquí. Por la forma en que están saliendo las cosas, lo más posible es que seamos rodeados por los ikats y no por los ortelganos, de tal modo que yo cuento con Crendrik.
—¿Pero si los ikats te pescan con el muchacho, Guensh?
—No lo harán —dijo Guenshed—. Me ocuparé de que eso no pase. Nunca me van a agarrar con ningún niño… Y tampoco encontrarán los cuerpos.
Se puso de pie bruscamente, rompió dos o tres ramas Con una rodilla y las echó al fuego. Kelderek podía oír el golpeteo de la nuca de Shara contra las piedras, mientras se agitaba y gritaba en sueños.
—¿Cuál es el proyecto, entonces? —preguntó Guenshed—. ¿Cómo te las arreglarás para cruzar el Telthearna?
—Bueno, es un gran riesgo, Guensh, pero es la única salida que tenemos. Hay que intentarlo. De otro modo, los ikats nos agarran sin vuelta. Allá abajo hay una aldea —la llaman Tissarn— una aldea de pescadores junto al río…
—Ya sé… Ayer tomé tierra adentro para evitarla. Bueno, dejamos todo, vamos allá, encontramos algún hombre, le pagamos todo lo que tengo, nos da una canoa, un bote, cualquier cosa, antes de que lleguen los ikats. Cruzamos y llegamos a Deelguy. La corriente es Fuerte, vamos río abajo un buen trecho. De todos modos, siempre cruzando. Es la única forma en que pode-mos intentarlo.
—¿Y no estarán vigilando la aldea? Es por eso que la evité.
—Tenemos que intentarlo, Guensh.
—Llevaremos al muchacho.
—Eso no me gusta. En Deelguy soy hombre buscado ¿sabes? No quiero que nadie nos vea. Tal vez averiguan quién es el muchacho, descubren que somos traficantes de esclavos… ¿cómo se puede saber?… En Deelguy no es legal.
Guenshed no dijo nada.
—Guensh: estoy muy mal herido. Guensh: tú eres mi amigo. ¿Estás conmigo? ¿Me ayudas?
—Claro que te voy a ayudar. No te preocupes.
—No. Júralo, Guensh. Jura que eres mi amigo, jura que estarás conmigo, que siempre me vas a ayudar, ¿sí? ¡Por favor, júralo, Guensh!
Guenshed se acercó y le apretó la mano.
—Te juro que seré tu amigo, Lalloc, y que te apoyaré. Dios me está oyendo.
—¡Oh, gracias, Guensh, gracias a Dios que te encontré! Nos va a ir bastante bien. Ahora durmamos un poquito, ¿eh? Pero lo primero que hacemos en cuanto amanezca es irnos,’ ¿eh? No hay tiempo que perder, ¿sabes?
Se envolvió pesadamente en la capa, se echó junto al luego, pareció hundirse, casi desaparecer dentro del sueño, como una piedra que echan a un pozo.
Kelderek se apartó para gatear en la oscuridad, pero las pupilas de sus ojos, contraídas por la luz de la fogata, no dejaban entrar ninguna imagen desde la noche que lo rodeaba. Esperó, y al hacerlo comprendió que no sólo no sabía adonde debía ir, sino que tampoco importaba. Guenshed no iba a dormir: de esto estaba seguro. Sólo podía alejarse gateando, inerme, por la selva y pasar hambre hasta que los soldados lo encontraran, o quedarse a esperar la luz del día y la voluntad de Guenshed. Un buey que llevan al matadero ¿puede elegir el camino de la derecha o el de la izquierda? «Llevaremos al muchacho». Pero Guenshed no lo iba a llevar a él, a Kelderek, del otro lado del Telthearna… No había ningún provecho en hacerlo. Y si no lo mataba, lo iba a dejar en la orilla para que lo tomaran los soldados.
Una horrible desesperación se apoderó de él. Poniéndose de pie, extendió los brazos, escudriñando en lo oscuro y tratando de distinguir la forma de las ruinas que lo rodeaban. Logró percibir algo: una forma oscura sobre su derecha, baja, pero discernible contra lo que parecía un hueco entre los árboles. So agachó, se arrodilló y trató de verla más claramente contra el cielo. Mientras lo hacía, la masa se movió y, al mismo tiempo, llegó a sus narices un olor que le trajo inmediatamente el recuerdo de la paja, de las antorchas humeantes, y las arcadas de ladrillo de la Casa del Rey en Bekla: el olor rancio y fétido del oso.
Por un largo momento le pareció a Kelderek que ya debía estar muerto. El estanque y la trepsis los había aceptado como una premonición de su muerte. Que Guenshed supiera quien era él, que lo hubiera sabido desde un principio y tuviera la intención, si so presentaba la oportunidad, de sacar ganancia do él entregándolo a la muerte, esto lo había golpeado plenamente, con el sentido de desolación que siempre acompaña al descubrimiento de lo que creíamos estaba oculto y, en realidad, era conocido todo el tiempo por nuestro enemigo. Ahora, en medio do esto, en su último extremo, invisible, inaudible, Shardik, había surgido de las extensiones de la selva, Shardik, al que él había visto muy lejos en el Sur tres días antes. A Kelderek no se le ocurrió preguntarse si había llegado para vengarse o por compasión. Sencillamente el terror do lo increíble inundó su mente deshecha.
Nuevamente el bulto oscuro so movió contra el cielo, y ahora un gruñido sordo mostró que estaba cerca, más cerca que lo que había parecido, a unos pasos de distancia. Kelderek, apretándose contra la pared del refugio de los traficantes de esclavos se cubrió la cara con las manos, gimoteando de terror.
Al hacerlo, un horrendo aullido se oyó dentro. Fue seguido por otro y otro, por maldiciones, golpes, el ruido de algún objeto pesado sacudido contra el suelo, de luchas convulsivas y, finalmente, un jadeo largo y sofocado. La capa que cubría la abertura fue tirada a un lado y se pudo ver la luz del fuego, que iluminó por un instante dos ojos rojos y brillantes en lo oscuro y una forma negra, grande, que giró y se tambaleó alejándose, desapareciendo entre las paredes desmoronadas. Luego volvió el silencio, interrumpido tan sólo por un sonido arrastrado, brusco, que finalmente cesó, y el jadeo penoso de alguien que termina su tarea ajustando la capa al hueco de la puerta. La luz del fuego quedó tapada y Kelderek, consciente tan sólo de que Shardik se había ido y que él estaba vivo, se arrastró hasta el primer surco que encontró y allí se echó, no sabiendo si estaba dormido o despierto.