Y ahora empezó, entre los niños esa desintegración final que tan sólo el miedo a Guenshed había logrado detener tanto tiempo. A pesar de la niebla de ignorancia y terror que los envolvía, hubo una cosa clara para todos. Los planes de Guenshed habían fracasado. Tanto él como sus veedores estaban asustados y no sabían qué iban a hacer ahora. Bled caminaba ensimismado, agobiado y murmurando, con los ojos fijos en el suelo. Sháuter se mordisqueaba continuamente una mano y todo el tiempo su cabeza, con la boca abierta y los ojos cerrados, caía hacia delante, como la de un oso que no puede sostener su peso. De los tres emanaba la desesperación, como murciélagos que llegan revoloteando desde una cueva, más y más a medida que decrece la luz. Los niños empezaron a rezagarse. Varios que habían caído o se habían echado al suelo seguían en el mismo lugar, porque Guenshed y sus flageladores compartiendo ahora el mismo terrible destino de sus víctimas, no tenían ni voluntad ni ánimo para hacerlos poner de pie a latigazos.
Era claro que a Guenshed ya no le importaba que los niños estuvieran vivos o muertos. No les prestaba atención, pero apresuraba su propio paso, preocupado tan sólo por distanciarse de los soldados. Sólo mantenía una constante vigilancia sobre Kelderek y Radu y les ordenaba, cuchillo en mano, que marcharan delante de él y no se detuvieran por nada.
Del mismo modo que, cuando dos animales han peleado, el vencido parece achicarse en el momento en que se aleja, Radu había sufrido una regresión: de adolescente, había vuelto a ser niño. El orgullo con que había llevado sus harapos y sus llagas, como si hubieran sido insignias honoríficas de la casa de Sharkid había sido reemplazado por un abatimiento fatigado, como el que tiene el sobreviviente de una catástrofe. Iba con aire incierto de un lado al otro, como incapaz de elegir por sí mismo la dirección, y una vez, cubriéndose el rostro con las manos, tuvo un acceso de llanto que sólo se paró cuando le faltó el aliento. Al levantar la cabeza sus ojos que se encontraron con los de Kelderek, tenían una expresión de desesperación y de pánico, como los de un animal que mira desde una trampa.
—Tengo miedo de morir —murmuró.
Kelderek no encontró respuesta a esto.
—No quiero morir —repitió Radu con desesperación.
—¡Vamos! —dijo Guenshed ásperamente, desde atrás.
—¡Eran los soldados de mi padre!
—Ya lo sé —contestó Kelderek—. Puede ser que nos encuentren todavía.
—No, no ocurrirá. Guenshed nos matara antes. ¡Oh, Dios, le tengo tanto miedo! No lo puedo ocultar ya más.
—Si los soldados nos encuentran, sin duda me van a matar a mí —dijo Kelderek—. ¿Sabes? Yo fui enemigo de tu padre. Ahora parece extraño.
Sorprendido, Radu le lanzó una rápida mirada; pero al mismo tiempo Shara, despierta por fin, empezó a agitarse sobre los hombros de Kelderek y a gimotear de hambre y desolación.
—¡Hazla callar! —dijo Guenshed.
Radu, con cierta dificultad, la tomó de los hombros de Kelderek, pero, al hacerlo, resbaló, de tal modo que la niña lanzó un grito agudo de miedo. Guenshed cubrió la distancia que de ellos los separaba en cuatro pasos, asió a Radu por el hombro con una mano y tapó la boca de la niña con la otra.
—Si grita de nuevo, la mato —dijo.
Radu, asustado, se apartó de él, murmurando algo a Shara. Ella quedó en silencio y, por último, prosiguieron el avance entre los árboles.
—No me voy a morir —dijo Radu con un poco más de compostura—. No mientras ella me necesite. Su padre es uno de nuestros arrendatarios, ¿sabes?
—Me lo habías dicho.
Ya era casi oscuro y no había señales de persecución. Kelderek ya no tenía idea de cuántos niños seguían aún con ellos. Trató de mirar a su alrededor, pero no pudo enfocar la mirada, y luego no fue capaz de recordar por qué se había puesto a mirar. La debilidad traída por el hambre parecía haber destruido en él la vista y el oído. Su mente bailaba, unas punzadas de dolor febril le atravesaban la cabeza. Cuando vio en tomo unas paredes de piedra, no hubiera podido decir si éstas eran reales o creaciones de su mente trastornada.
Sháuter lo había asido del brazo y lo estaba sacudiendo.
—¡Párate! ¡Párate! ¡Maldito seas! ¿Estás sordo o qué te pasa? ¡Dije que te pararas! —dijo el muchacho, con algo que se parecía a la cordialidad humana—. Es mejor que te sientes, compañero, te hace falta un descanso. Siéntate aquí.
Kelderek se sentó en el borde de una roca. A su alrededor vio lo que una vez había sido un claro: grupos de árboles cubiertos de enredaderas y lianas. Había paredes de rocas apiladas, sin cemento, otras piedras tumbadas por aquí y por allá, otras puestas de punta; fragmentos de muros y marcos, todos sin puertas, los techos caídos con agujeros que dejaban ver el hueco ennegrecido de las chimeneas. Cerca se elevaba una eminencia rocosa, que sin duda en un tiempo había sido utilizada para estas construcciones; al pie de ella corría un hilo de agua que formaba un estanque superficial, y el caudal de éste, que se iba perdiendo por una abertura entre las piedras que lo cercaban, bajaba hacia el Telthearna lejano. Del otro lado del estanque el cerco de piedra estaba cubierto a medias por ramas de la viña trepsis, y unas pocas flores escarlatas ya habían florecido.
—¿En dónde estamos? —preguntó Kelderek—. Sháuter, ¿en dónde estamos?
—¿Cómo diablos quieres que sepa? —contestó Sháuter—. Una aldea abandonada o algo por el estilo, ¿no? Aquí no ha habido nadie en una mierda de años… Pero ¿qué pasa? —siguió diciendo el muchacho, con una violencia sofocada—. Esto es lo mismo que estar muertos ya.
—Es un lugar que sirve para morir lo mismo que cualquier otro, ¿no? Para mí, es para mí —dijo Kelderek—. Se parece a otro lugar… había un estanque y trepsis.
—Está ido —dijo Radu—. Ve a tomar agua, Shara querida Yo iré dentro de un momento.
—¿Llegamos pronto a casa?, —preguntó la niña—. Dijiste que íbamos a casa, ¿no? Tengo hambre, Radu.
—Pronto vamos a casa, querida —dijo Radu—. No esta noche, pero pronto. No llores. Mira, los niños grandes no lloran. Yo te cuidaré.
—Los soldados van a llegar —susurró— los soldados de Sarkid nos llevarán a casa. Pero este es un secreto entre tú y yo.
—Me siento mal —dijo ella— estoy enferma. Quiero agua.
Le besó el brazo con labios secos y tambaleó hasta el estanque.
—Tengo que cuidarla —dijo Radu. Se pasó la mano por la frente y cerró los ojos—. Su padre es uno de nuestros arrendatarios, ¿sabes? ¡Oh, ya te lo dije! También yo estoy enfermo. ¿Crees que esto es una peste?
—Radu —dijo Kelderek—. Me voy a morir. Estoy seguro. El estanque y la enredadera trepsis me han sido enviados como una señal. Aunque lleguen los soldados, me voy a morir, porque entonces ellos me matarán.
—Guenshed —dijo Radu—. Guenshed quiere estar seguro de matamos. O el diablo, que ahora utiliza su cuerpo: tiene intención de matarnos.
—La cabeza te flota, Radu. Escúchame. Hay algo que necesito pedirte.
—No: lo del diablo es verdad. Es porque la cabeza me flota que lo puedo ver. Si a un hombre le gusta el infierno, y hace obra de infierno, entonces los diablos se apoderan de su cuerpo antes que muera. Es lo que el viejo guarda del portón me dijo una vez en Sarkid: entonces yo no lo entendí, pero ahora lo entiendo. Guenshed se ha convertido en un diablo. Me inspira miedo de muerte… su simple vista. Creo que podría matarme de miedo si la cosa se le ocurriera.
Kelderek tanteó, buscando el brazo de Radu, como un ciego.
—Radu, escúchame. Quiero pedirte perdón, y pedir perdón a tu padre también, antes de morir.
—¿Mi padre? Tú no conoces a mi padre. La cabeza te flota, como a mí.
—Entonces te corresponde a ti perdonarme en nombre de tu padre y en nombre de Sarkid. He sido el más grande enemigo de tu padre. Nunca me preguntaste mi nombre. Mi nombre es Kelderek de Ortelga. Pero te enteraste de mi existencia como Crendrik.
—¿Crendrik? ¿El rey-sacerdote de Bekla?
—Sí: yo fui una vez el rey de Bekla. No importa cómo vine a parar aquí. Esa es la justicia de Dios, porque fui yo quien introdujo el tráfico de esclavos aquí en Bekla y di licencia a los traficantes en pago por el dinero que me daban para pagar la guerra con Santil-ke-Erketlis. Si es cierto que la muerte salda todas las deudas y los males, entonces te ruego que me perdones. Ya no soy más el hombre que cometió esos hechos.
—¿Realmente vas a morir? ¿Estás seguro? ¿No se puede hacer nada?
Era un niño sorprendido y asustado el que miraba a Kelderek en la última luz.
—Me ha llegado la hora de morir. Es lo que sé ahora. Los soldados de Ikat me habrían matado en Kabin, pero tu padre lo impidió. Cuando me envió a través del Vrako, me dijo que si me encontraban de nuevo, me iban a matar. De modo que moriré, a manos de los soldados o a manos de Guenshed.
—Si mi padre pudo perdonarte entonces, Crendrik, yo te perdono ahora. Oh, ¿qué importa? ¡Esa niña va a morir! Guenshed la matará: ¡lo sé! —gritó el muchacho.
Antes de que Kelderek pudiera contestar, Guenshed ya estaba encima de ellos, silencioso en la oscuridad. Hizo sonar sus dedos y los dos se pusieron lentamente de pie, temblando y encogiéndose como animales que temen a un amo cruel. Ya iba a hablar cuando Lalloc se acercó y Guenshed se volvió hacia él, dejándolos en donde estaban.
—No vas a sacar mucho de ellos, Guensh —dijo Lalloc—. No te ocupes de ellos. No, no, ni siquiera yo te podría pagar mucho por ellos. Es muy poco lo que pierdes, realmente muy poco.
—De todos modos, guardo estos dos para mí —contestó Guensh.
—Ninguno de los dos vale la pena, Guensh. No ahora. No podrás venderlos nunca y, si nos agarran con ellos, ¿qué te parece? Bastante difícil es salir de aquí, no tenemos nada que comer y hay que intentar salir, Guensh. Hay que tratar de llegar hasta Deelguy, del otro lado. Es lo único que podemos hacer ahora.
Guenshed se sentó sobre la pared rota, mirando ante él con aire desanimado. Los anillos de Lalloc tintinearon cuando él se frotó nerviosamente las manos.
—Guenshed: esta noche no podemos intentarlo. Dejémoslo para mañana. En cuanto haya luz. Puedes meterte allí… esa tiene un poco de techo. Encendemos un fuego: de afuera no se verá. Oye, Guensh, tengo un poco de bebida, bebida buena, fuerte. Nos quedamos ahí, sin querer se viene la mañana y cruzamos el río. ¿Eh?
Guenshed se puso lentamente de pie y empezó a apoyar la punta del cuchillo en la yema de un dedo tras otro. Finalmente hizo un movimiento cerrado de cabeza y dijo:
—Me lo guardo para mí.
—Bueno, lo que tú digas, Guensh. Sí, sí, pero ya no te sirve para nada. Ninguno de ellos te sirve para nada. Déjalos. Ya no nos hacen falta. En este momento no pueden ir a ninguna parte: están terminados, no hay nada que hacer con ellos. Mañana nos vamos.
—Lo guardo para mí —repitió Guenshed.
Shara se acercó lentamente a Radu, tapándose la cara con un brazo. Al poner la mano en la mano del muchacho, Guenshed les lanzó una mirada con ojos que parecían los de una serpiente, llenos de una malevolencia fría y universal. Radu se agachó para levantarla, pero estaba demasiado débil, cayó sobre una rodilla y, al hacerlo, se encontró con la mirada de Guenshed. Se irguió a medias, al parecer como si quisiera correr, pero cuándo Guenshed lo tomó de la oreja agujereada, Radu jadeó:
—¡No! ¡No! ¡No lo haré! …
—¿No ves? No eres nada más que un muchachito tonto, ¿no es así Radu? —dijo Guenshed, retorciéndole la oreja lentamente, de modo que Radu cayó de rodillas—. Nada más que un chiquito tonto, ¿no eres eso?
—Sí.
Guenshed acercó la punta del cuchillo a un párpado de Radu, pero luego, como si se sintiera cansado de lo que había empezado a hacer, metió el cuchillo en la vaina, lo hizo poner de pie y lo arrastró hasta la cabaña derruida donde Lalloc ya estaba arrodillado y soplaba sobre las ascuas de su fuego, haciéndolo llamear. Shara se tambaleaba al lado de ellos y el sonido de su llanto se volvió inaudible cuando pasaron el umbral. Al quedarse solo en la oscuridad, Kelderek se dejó caer al suelo; pero más tarde —no hubiera podido decir cuánto tiempo después— se arrastró en cuatro patas hasta la cabaña más cercana y en ella se quedó dormido.