51
La Quebrada de Linsho

Más avanzada la tarde, llegaron a un amplio recodo del río y Guenshed una vez más enderezó tierra adentro para cortar la península. El calor húmedo de la selva se había convertido en un tormento. Algunos niños no tenían ya bastantes fuerzas para espantarse las moscas de las caras, y se les ordenó que formaran grupos más compactos y se sostuvieran apoyándose los unos en los hombros de los otros, de tal modo que avanzaban como una siniestra multitud de inválidos, y muchos mantenían cerrados los ojos, negros de insectos. El niño que estaba delante de Kelderek lloraba continuamente con un llanto bajo y rítmico —¡ahuuú, ahuuú!— hasta que, por último Bled se precipitó sobre él en medio de un torrente de palabrotas, pinchándole las piernas con la punta de su bastón. El niño cayó ensangrentado, y Guenshed se vio forzado a dar un descanso mientras le restañaban las heridas. Hecho esto, se sentó de espaldas junto a un árbol, silbando entre dientes y hurgando en el fondo de su bolsa.

Kelderek tuvo un impulso y se le acercó.

—¿Podrías decirme por qué me has tomado prisionero y cuánto esperas sacar de mí? Puedo prometerte una gorda suma si me dejas en libertad… más de lo que puedes ganar si me vendes como esclavo.

Guenshed no levantó la mirada ni contestó. Kelderek se inclinó sobre el pelo pajizo del traficante de esclavos y habló poniendo más apremio en la voz.

—No puedes creer lo que te digo. Te ofrezco más de lo que podrías sacar de mí en cualquier otra forma. No soy lo que parezco. Dime cuánto quieres por dejarme ir.

Guenshed cerró la bolsa y se puso lentamente de pie, secándose las manos sudadas en los muslos. Algunos de los niños que estaban cerca levantaron la mirada, esperando, asustados, el chasquido de los dedos. Guenshed, no miraba a Kelderek, y este tenía la extraña impresión de que lo había oído y no lo oía, como un hombre que puede pasar por alto los ladridos de un perro cuando está ensimismado en sus propios sentimientos.

—Puedes creerme —insistió Kelderek—, en Ortelga, por donde supongo que van a pasar, yo…

Como un pez que se lanza sobre su presa, la mano de Guenshed se levantó y asió el lóbulo agujereado de la oreja de Kelderek entre dos dedos. Cuando le metió la uña del pulgar en la herida Kelderek dio un grito y trató de agarrarle la muñeca. Antes de que pudiera hacerlo, el traficante le dio un rodillazo entre las piernas, soltándole al mismo tiempo la oreja para permitirle que se doblara y cayera al suelo. Luego, inclinándose, recogió su bolsa, metió los brazos en las correas y se las subió a los hombros. Dos o tres de los niños cuchichearon vagamente. Uno le tiró un palo a Kelderek. Guenshed, siempre con aire distraído, chasqueó los dedos y, cuando los niños empezaron a tironearse unos a otros y Sháuter se puso en funciones, Guenshed marchó a la parte delantera de la columna e hizo señas al primer muchacho para que le tomara el cinturón.

Kelderek abrió los ojos y se encontró con que Shara lo estaba mirando.

—¿Te lastimó, verdad? —dijo, hablando en una especie, de dialecto yeldashay.

Él asintió con la cabeza y se incorporó pesadamente.

—Nos lastima a todos —dijo ella—. Un día se va a ir. Radu me dijo.

El miedo y la ira se agitaron en él, como se agitan las nubes de barro en un estanque.

Sháuter se acercó, asió la mano de Kelderek y la puso sobre el hombro de Radu, que iba delante de él.

Una hora más tarde habían llegado a la orilla y acamparon por la noche. Kelderek descubrió que no tenía una idea clara de la distancia que habían avanzado durante el día. Quince kilómetros a lo sumo, supuso. Guenshed tenía intenciones de atravesar la Quebrada de Linsho al día siguiente. ¿Habría comida? ¿Podrían descansar? Sin duda Guenshed tenía que darse cuenta que había que descansar. El hambre interfería en su mente como la lluvia que empaña un paisaje sobre una llanura. Sus pensamientos, resbalando como dedos mojados, no podían abarcar nada. ¿Habría comida en Linsho? ¿No habría algún momento en que dejaran de marchar en fila, en que no hubiera que agacharse para aflojar la cadena? Tal vez Guenshed no le pegara en Linsho, tal vez el dolor que tenía en el dedo iba a disminuir. Estas eran las cosas que uno podía esperar: pero él debía tratar de mirar más allá, considerar, debía considerar qué era lo mejor que podía hacerse…

—¿En qué estas pensando? —preguntó Radu.

Kelderek trató de reír y se golpeó la cabeza.

—En el lugar en donde nací hay un refrán: «golpea la madera, si quieres, pero ¿se irán los bichos?».

—¿Dónde es eso?

Él vaciló.

—Ortelga, pero ahora no importa.

Después de un silencio, Radu dijo:

—Si alguna vez vuelves allí…

—Derecho bajo tierra —dijo Kelderek.

—¿Sabes lo que queremos decir, cuando decimos eso?

Shara llegó corriendo hasta ellos por la orilla, tomó la mano de Radu y se puso a hablar con tal velocidad que Kelderek no podía entenderla, señalando el punto por donde había llegado.

A cierta distancia había una espesa maraña de enredaderas, cubiertas con llamativas flores en forma de cometa, que caía como un telón entre el linde de la selva y la selva misma. Mirando el punto que señalaba Shara, vieron que todo el follaje estaba trémulo, palpitaba leve pero rápidamente, vibraba con alguna extraña e inexplicable energía propia. No podía verse ningún animal ni pájaro, pero por un espacio tan ancho como la pared de una cabaña, las hojas y las flores palpitaban espasmódicamente y los largos sarmientos ondulaban con una especie de violencia liviana y veloz. La niña, asustada pero fascinada, miraba por encima del hombro de Radu. Uno o dos de los otros niños los estaban rodeando y también miraban con curiosidad. El mismo Radu parecía esperar la llegada de algún extraño ser.

Kelderek levantó a la niña en sus brazos.

—No hay nada que temer —dijo—. Te dejaré ver, si quieres. No es nada más que un mamboretá que está cazando… varios, probablemente.

Radu los siguió por la ribera. Vistas de cerca, las flores de la enredadera exhalaban un pesado perfume y grandes insectos con alas de color azul oscuro, tan anchas como la palma de la mano de un hombre, llegaban y se alejaban en el aire crepuscular. Arriba, en una flor abierta, un insecto que había caído en poder de una mantis luchaba por liberarse. Se podía ver la forma alargada de la mantis a medias escondida entre las hojas, que con las patas de adelante tenía aferrado al insecto, del que se había apoderado cuando revoloteaba en tomo a la flor.

—¡Volved de una vez, malditos! —gritó Sháuter, avanzando hacia ellos a lo largo de la ribera—. ¿Qué demonios creéis que estáis haciendo?

—No te inquietes —contestó Radu, cuando volvían y se unían a los otros niños que ya se agrupaban en tomo a Sháuter, a la espera de sus raciones de comida—. Como sabes, apenas podemos alejamos.

Sobrevino la oscuridad y los niños, acostándose a dormir, fueron una vez más encadenados por las orejas. Kelderek, separado de Radu como antes, quedó en el extremo interno de la cadena, con’ Sháuter a un lado y al otro el niño que había sido maltratado por Bled esa tarde. En la oscuridad este último había reanudado su llanto continuo y monótono, pero Sháuter, en caso de oírlo, pensó probablemente que no podía extraerse ninguna diversión de un intento de hacerlo callar. Al cabo de un rato Kelderek extendió la mano hacia el niño, pero éste, se retrajo y, después de unos instantes de silencio, empezó a sollozar con más fuerza. Sháuter, de todos modos, no dijo nada, y Kelderek, con miedo de lo que éste podría hacer, y demasiado cansado y desanimado para insistir en sus torpes intentos de consuelo, dejó que su compasión y otros restos de su pensamiento se disolvieran en el sueño, mientras los mosquitos, no molestados, se posaban en sus miembros.

—¡Despierta! ¡Vamos, despierta!

Era la cara de Sháuter, encima de la suya, que mascullaba algo con aire de apremio; sintió el aliento fétido, la picazón de los mosquitos, las piedras que pinchaban bajo la columna vertebral y la débil luz del día que se refugiaba en el cielo, más allá del Telthearna. Se oían los gemidos de los niños en el sueño y el tintineo de las cadenas contra las piedras.

—¡Soy yo, idiota de porquería! No hagas ruido. Te he quitado la cadena de la oreja. Si no quieres ir a Terekenalt, entonces ven ¡por la madre que te parió!

Kelderek se levantó. Sentía la piel como una hoja lacerada por picaduras irritantes, y el río le daba vueltas delante de los ojos. Dio un paso adelante, resbaló y cayó sobre las piedras. Alguien que no era ni Rantzay ni Sháuter, estaba hablando.

—¿Qué estabas haciendo, Sháuter, eh?

—Nada —contestó Sháuter.

—¿Le sacaste la cadena, no? ¿Adónde ibais?

—Tenía ganas de cagar, ¿no? ¿Crees que le voy a permitir que me cague encima?

Guenshed no contestó, pero sacó su cuchillo y se puso a apretar la punta contra la yema de un dedo, y luego contra otra. Al cabo de unos instantes se abrió la ropa y orinó encima de Sháuter. El muchacho se mantuvo tieso como un poste mientras esto ocurría.

—¿Te acuerdas de Kevennat, no? —murmuró Guenshed.

—¿Kevennat? —preguntó Sháuter, con una voz que una incipiente histeria empezaba a quebrar—. ¿Qué tiene que ver Kevennat con esto? ¿Quién habla de Kevennat?

—¿Te acuerdas del aspecto que tenía cuando terminamos con él?

Sháuter no contestó, pero al apretarle Guenshed el lóbulo de la oreja entre dos de sus dedos fue presa de un temblor irrefrenable.

—¿Ves? No eres nada más que un niño tonto, Sháuter. ¿Te das cuenta? —dijo Guenshed, torciéndole lentamente la oreja, de modo que Sháuter tuvo que arrodillarse en las piedras—. Un niñito tonto, ¿no lo eres?

—Sí —murmuró Sháuter.

La punta del cuchillo le rozó los párpados cerrados y trató de echar la cabeza hacia atrás, pero el dolor de la oreja se lo estorbó.

—¿Ves bien, Sháuter, verdad?

—Sí.

—¿Seguro que ves bien?

—¡Sí, sí!

—¿Te das cuenta de lo que quiero decir, no?

—¡Sí!

—Sólo que yo voy por todos lados… ¿No es así, Sháuter? Si yo anduviera por allí, tú también estarías, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Haces bien tu trabajo, Sháuter, verdad?

—Verdad, sí, verdad.

—¡Qué raro! Pensé que tal vez no era así, que eras como Kevennat.

—No, no. ¡Los trato peor que Bled! ¡Todos me tienen miedo!

—Quédate tranquilo, Sháuter. Te voy a hacer un favor. Voy a limpiarte las uñas con la punta de mi cuchillo. Pero no querría que la mano se me fuera…

El sudor corría por la cara de Sháuter, por el labio superior, por el labio inferior, mordido entre los dientes, por la barbilla babosa. Cuando finalmente Guenshed lo soltó y se alejó, envainando el cuchillo en su cinturón, avanzó hacia las aguas playas, pero volvió en un instante. En silencio se lavó, volvió a poner la cadena en la oreja de Kelderek, la ajustó a su cinturón y se echó en el suelo.

Media hora más tarde el mismo Guenshed hizo la distribución de la última ración de comida que quedaba: migajas y fragmentos rascados del fondo de la bolsa.

—La comida que viene está en Linsho, ¿entendido? —dijo Sháuter a Radu—. Trata que todos entiendan eso. O llegamos hoy a Linsho de algún modo, o tenemos que empezar a comemos los unos a los otros.

Kelderek peinaba con sus dedos el pelo de Shara, y buscaba las pulgas. Aunque había comido lo que le habían dado, se sentía tan débil y tan atormentado por el hambre que ya no era capaz de recapacitar. Shara se sintió molesta y se alejó hacia la orilla.

—Alguien le robó sus piedritas de colores después que nos soltaron esta mañana —dijo Radu.

Kelderek no contestó, pues de repente había hecho un importante descubrimiento: es fútil gastar energía en palabras. El lenguaje —se daba cuenta ahora— implicaba un gran esfuerzo estéril. Mantenerse derecho, caminar, desenredar la cadena, recordar que había que evitar la mirada de Bled: todas estas eran cosas para las que había que tener energía almacenada.

Estaban de nuevo en marcha, sin duda, porque su cadena tintineaba sobre las piedras. Pero la marcha ya no era la misma. ¿En qué era diferente? ¿En qué habían cambiado todos? Con los ojos de su mente tenía la impresión de mirarlos desde arriba cuando doblaban el camino, siguiendo la costa. Iban de un lado para otro, como hormigas sobre una piedra, pero mucho más lentamente; como torpes escarabajos en el otoño, que realizan sus idas y venidas lerdas por las largas millas de los tallos de la hierba. Y ahora entendía claramente, aunque sin interesarse, lo que había ocurrido. Habían pasado a formar parte del mundo de los insectos, en el cual todo es simple; y a partir de ahora se iba a vivir sencillamente, sin preocuparse por la volición consciente. Sus cortas vidas iban a terminar pronto, presas del invierno, presas de criaturas más grandes, presas las unas de las otras; pero esto era realmente algo que no interesaba a nadie.

Fascinado aún y preocupado por esta nueva intuición, se encontró con que estaba tratando de evitar un obstáculo que casi lo había hecho tropezar. Algo bastante suave y pesado, aunque cedía, algo que tenía ramas dentro: un hato de harapos con palos metidos. La cadena se había enredado en esto, y ahora ya estaba suelta, sí, por supuesto, el obstáculo era un cuerpo humano —esta era la cabeza— ahora le había pasado por encima, lo había dejado atrás y las piedras volvían a ser como antes. Cerró los ojos ante el resplandor del río y se fijó empecinadamente la tarea de mantenerse derecho y dar un paso tras otro: un paso, otro, otro.

De repente se oyó un grito detrás de él.

—¡Detente! ¡Detente!

Como una burbuja que revienta fuera del barro negro su mente se elevó lentamente hasta el antiguo mundo en donde se oía, se veía y se entendía. Se dio vuelta y vio a Radu, que tenía a Shara a su lado, arrodillado sobre un cuerpo que yacía sobre las piedras. Varios de los niños, sorprendidos como él por el grito, se habían parado y avanzaban con aire incierto hacia ellos. Desde algún punto, adelante, Sháuter aullaba:

—¿Qué mierda está pasando?

Él retrocedió. Radu sostenía la cabeza de un niño en un brazo y le echaba agua sobre la cara. Era el niño a quien Bled había maltratado el día antes. Tenía los ojos cerrados y Kelderek no pudo darse cuenta si estaba respirando o no.

—Caminaste encima de él —dijo Radu—. Le caminaste por encima ¿No lo sentiste?

—Sí… no. No sabía lo que estaba haciendo —contestó Kelderek estólidamente.

Shara tocó la frente del niño y trató de tirar de los harapos que le cubrían el pecho.

—¿Se cayó, eh? —dijo a Radu—. No tiene cadenita. —Siguió diciendo en tono cantarino—, no tiene cadenita. ¡Para ir a Leg-bai-lí! …

Luego, interrumpiéndose al ver a Guenshed que se aproximaba hacia ellos:

—¡Radu! ¡Viene él!

Guenshed se paró junto al niño, lo empujó con el pie, puso una rodilla en tierra y palpó el corazón. Luego se puso de pie, miró a los otros niños e irguió la cabeza. Ellos se apartaron y Guenshed miró a Kelderek y a Radu por encima del cuerpo.

Guenshed no dijo nada, dejó que su presencia los hiciera llegar por sí solos a la única conclusión posible: que estaban sencillamente gastando los últimos y escasos restos de sus energías. Y cuando hizo sonar los dedos, ellos bajaron los ojos, y, con Shara a su lado, siguieron a los niños y no se molestaron en mirar hacia atrás. Ellos y Guenshed eran ahora totalmente de la misma opinión.

Un poco más lejos, sobre la orilla, Sháuter dio orden de detenerse. Se echaron entre los niños, pero nadie les hizo ninguna pregunta. Guenshed volvió, limpió el cuchillo en el agua y luego, dando órdenes a Bled de tomar a su cargo la expedición se fue con Sháuter corriente arriba. Cuando volvió, media hora más tarde, inició la marcha tierra adentro, a través de los bosques.

Cuando empezó a anochecer, avanzaban pesadamente por un declive largo y suave, y la selva alrededor de ellos parecía volverse menos espesa a medida que avanzaban. Entre los árboles, Kelderek pudo divisar un sol poniente rojo, y esto suscitó en él una especie de sorpresa embotada. Se dio cuenta, haciendo un esfuerzo, que desde que habían salido de Lak no había visto ni una sola vez el sol después de mediodía. Debían estar ahora en el borde Norte de la selva.

Al llegar a la parte alta del declive, Guenshed esperó a que llegara el último de los niños antes de avanzar entre la maleza de los aledaños de la selva. De repente se detuvo, tratando de escudriñar y protegiendo sus ojos del sol. Kelderek y Radu, parándose detrás de él, se vieron ante el extremo Norte de la maléfica tierra que habían atravesado ahora de uno a otro extremo, desde las Riberas del Vrako hasta la Quebrada de Linsho.

Las nubes ocultaban a medias el pico que estaba más al Este, que se elevaba como una torre por encima del Telthearna, con una ladera empinadísima, que caía casi a pico sobre el río. Entre el agua y los peñascos arbolados al pie de la montaña se extendía una angosta franja de tierra llana a una distancia algo mayor que un tiro de flecha: la Quebrada de Linsho. Pudo divisar casuchas y volutas de humo que ascendían hacia los campos de Deelguy en la otra ribera. Un sendero llevaba fuera de la Quebrada, corría un poco junto a la corriente y después se internaba y ascendía por la ladera, cruzaba frente a ellos a menos de media milla y desaparecía en el Suroeste, más allá del extremo del bosque que estaba a su izquierda. Algunas cabras estaban bajo cobertizos y una manada de vacas pastaba, una tenía una campanilla de tintineo sordo, que le colgaba del cuello, vigiladas por un muchachito que estaba sentado y tocaba una flauta de madera; un buey viejo, a la distancia de toda la cuerda que lo sujetaba, estaba comiendo la hierba más verde que podía alcanzar.

Pero no era a la luz dorada, al ganado o al niño que tocaba la flauta que Guenshed estaba mirando con una cara que parecía la de un diablo enfermo por la frustración de la pérdida. Junto al sendero había un terreno que estaba cercado con una empalizada de madera y se veía un fuego que ardía en una trinchera angosta. Un soldado con un casco de cuero estaba sentado en cuclillas, fregando cacerolas, mientras otro carpía leña con una pica. Junto a la empalizada habían levantado un mástil y en él flotaba una bandera: tres espigas de trigo sobre fondo azul. Cerca, otros dos soldados estaban frente a la selva: uno, sentado sobre la hierba, estaba comiendo; el otro estaba de pie, apoyado en una alabarda La situación era clara. La Quebrada había sido ocupada por un destacamento de Sarkid que pertenecía al ejército de Santil-ke-Erketlis.

—¡Maldito sea Dios! —exclamó Guenshed contemplando el sosiego pastoral y resplandeciente de la ladera. Sháuter, que llego de atrás, contuvo el aliento y quedó enmudecido, mirando como un hombre puede mirar las ruinas humeantes de su propia casa. Los niños guardaban silencio: algunos, por su debilidad, por su estado enfermizo, no comprendían; otros presentían con miedo la rabia y la desesperación de Guenshed, que allí estaba de pie, contrayendo y aflojando las manos sin decir palabra.

De repente Radu se lanzó hacia adelante. Los harapos flotaron en tomo a él cuando levantó ambos brazos sobre la cabeza, haciendo ademanes como un niño idiota que tiene un ataque.

—¡Ah, ah! —gritó Radu con voz enronquecida—. ¡Sar…! —trastabilló, cayó y se levantó por partes, como una vaca—. ¡Sharkid! —murmuró tendiendo las manos, y luego, con voz apenas más alta:

—¡Sharkid, Sharkid!

Con gestos deliberados, Guenshed recogió su arco, que estaba al lado de su mochila, y puso una flecha en la cuerda. Luego, recostándose contra un árbol, esperó a que Radu, nuevamente, tomara aliento. El grito del muchacho, cuando llegó, fue como el de un niño enfermo, débil y destemplado. Una vez más gritó, como un pájaro, y luego cayó sobre las rodillas, sollozando y retorciéndose las manos entre la maleza. Guenshed, empujando a Sháuter hacia atrás por el hombro, esperó como un hombre puede esperar a que un amigo acabe de hablar con un transeúnte en la calle.

—¡Oh, Dios! —exclamó Radu llorando—. ¡Ayúdanos, Dios! ¡Por favor, Dios mío, ayúdanos!

Shara se despertó a medias sobre la espalda de Kelderek y murmuró:

—¡Leg-bai-lí! ¡Se fue a Leg-bai-lí! —y se quedó de nuevo dormida.

Como un hombre que van a juzgar puede, de todos modos, detenerse en el camino a escuchar la canción que una mujer está cantando; como el ojo de alguien a quien acaban de informar que tiene una enfermedad mortal puede distraerse fuera de la ventana y demorarse un instante a contemplar el fulgor de algún pájaro de brillantes colores entre los árboles; como algún reo despreocupado podría beber un trago y bailar una briosa danza sobre el patíbulo, así, al parecer, no sólo la inclinación de Guenshed sino también su autoestima lo llevaban ahora, como a su propio desastre, a detenerse unos momentos para gozar de la única y singular desgracia de Radu. Miró a los niños, como invitando a quien deseara hacerlo a que ensayara su voz llamando a los soldados. Observándolo, Kelderek fue presa de un horror mortal, como el de un niño que contempla la excitación crispada y fría de un violador, sintió que los dientes se le entrechocaban y que los esfínteres se le abrían. Se sentó en el suelo, apenas bastante dueño de sí mismo para dejar resbalar a la niña a su espalda y ponerla a su lado en el suelo.

En ese instante se oyó una voz áspera que surgía de unos matorrales cercanos.

—¡Guensh, digo! ¡Guensh!

Guenshed se dio vuelta bruscamente, tratando de escudriñar con sus ojos deslumbrados por el sol la sombría floresta que tenía detrás. No había nada que ver, por un instante después la voz se oyó de nuevo.

—¡Guensh! ¡No vayas allí, Guensh! ¡Por amor de Dios, danos una mano!

Un tenue rizo de humo se elevaba de un pedazo de terreno en medio de la maleza, pero el resto estaba tan tranquilo como la pendiente herbosa de al lado. Guensh hizo una seña con la cabeza a Sháuter y el muchacho se acercó lenta y de mala gana, con todo el valor que pudo juntar. Desapareció entre los matorrales y un momento después se le oyó gritar:

—¡Porquería de mierda!

Guenshed seguía sin decir nada, y se limitó a hacer una señal a Bled para que se uniera a Sháuter. Por su parte, siguió con la atención puesta en Radu y Kelderek. Al cabo de un rato los dos muchachos salieron de los matorrales junto con un hombre carnoso, de labios gruesos y ojos pequeños, que gesticulaba de dolor y se bamboleaba entre ellos, arrastrando un morral por el suelo. La pierna izquierda de sus bombachas, que alguna vez habían sido blancas, estaba empapada en sangre, y la mano que tendía a Guenshed estaba roja y pegajosa.

—¡Guensh! —dijo—. ¡Guensh! ¡Tú me conoces! ¿No es cierto? No me dejes aquí. ¿Verdad que me sacas de aquí? No vayas allí, Guensh, te agarrarán lo mismo que a mí. No podemos quedamos aquí ni tú ni yo… Van a venir, Guensh, ¡van a venir!

Kelderek, observando desde el lugar donde estaba, pudo recordar de repente al hombre. Este despojo manchado de sangre no era nada menos que el opulento traficante de esclavos de Deelguy, Lalloc; gordo, insinuante, emperifollado, con las maneras demasiado familiares y obsecuentes a la vez de un sirviente que hace carrera. Suntuosamente vestido y sonriendo entre sus desdichadas y cuidadas mercaderías, había tenido la costumbre de publicitarse a sí mismo en Bekla como «el traficante de esclavos de alta categoría, el proveedor de la aristocracia. Necesidades especiales serán discretamente consideradas». Kelderek también recordó cómo había empezado a llamarse a sí mismo «U-Lalloc», hasta que Gued-la-Dan le ordenó que terminara con su impertinencia y se pusiera en su lugar. Poco había ahora en él del fatuo de un mundo equívoco cuando se arrastraba a los pies de Guenshed, escupiendo miedo y cansancio, con su túnica amarilla, mugrienta y con la propia sangre coagulada sobre sus gordas nalgas. La correa del morral le rodeaba la muñeca y en una mano sostenía un braserillo de barro, como los que llevan algunos viajeros en viajes largos y que alimentan con ramaje y hojarasca. Era de este que provenía el humo.

Por un instante los ojos de Lalloc, cuando recorrieron el grupo de los niños, se detuvieron en Kelderek: pero esta sorpresa momentánea —Kelderek pudo percibirlo— se debió nada más que a la presencia de un adulto entre los esclavos. Lalloc no lo reconoció: ¿cómo hubiera reconocido al antiguo rey-sacerdote de Bekla? Guenshed siempre permanecía en silencio, mirando enfurruñado a Lalloc, cubierto de sangre, como si estuviera tratando de averiguar —y sin duda de esto se trataba— en qué forma podría convertir este encuentro ines-perado en una ventaja. Finalmente dijo:

—¿Van tan bien las cosas, Lalloc? ¿Has estado en alguna historia, al parecer?

El otro extendió sus manos ensangrentadas, encogió los hombros, levantó las cejas y agitó la cabeza a uno y otro lado.

Yo estaba en Kabin, Guensh, cuando los sikats llegaron al Norte. Pensé que tenía bastante tiempo para volver a Bekla, pero me fui demasiado tarde… ¿sabías que los soldados corren de ese modo, Guensh? ¿Lo sabías? Me cortaron y no pude volver a Bekla (con una mano hizo un gesto hacia abajo, como de cortar). No había gobernador en Kabin… El nuevo gobernador, un tipo llamado Mollo, había sido ultimado en Bekla, decían… El rey lo habría matado con sus propias manos. Nadie quería recibir dinero para protegerme. Así que atravesé el Vrako. Yo pensaba: «Me quedaré aquí hasta que la cosa pase. Yo con mis lindos chicos, los que compré». Así que caímos en una aldea asquerosa, y tuve que pagar… pagar nada más que para que no me asesinaran. Un día me encuentro con que los soldados de Ikat atraviesan el Vrako y buscan por todas partes a los traficantes de esclavos. Me voy al Norte… ¡ay que horrible!, con idea de comprar tal vez el tránsito por Linsho. Pero no atravieso el bosque, tomo por el sendero y me encuentro de repente con los soldados. ¿Cómo voy a saber que los sikats van a llegar antes allí? Ladrones asquerosos: me toman los chicos y todas las cosas por las que había pagado. Dejo todo y corro a la selva. Allí una flecha me atraviesa el muslo. ¡Dios mío, qué dolor! Se ponen a buscarme, no mucho tiempo… No, no tienen mucho que buscar, los muy canallas. Saben que aquí no hay comida, no hay refugio, no hay donde ir. ¡Santo Dios, Guensh! ¿Qué vamos a hacer ahora? Si atraviesas estos árboles te agarran —nos están esperando— alguien me dijo que mataron a Nigon, que mataron a Nindulla…

—Nigon ha muerto —dijo Guenshed.

—Sí, sí. ¿Me puedes ayudar, Guensh? ¿Cruzamos el Telthearna y llegamos a Deelguy? Acuérdate de todos los chicos y las chicas que te compré, Guensh, que siempre te compraba y no digo que…

De repente Sháuter dio un silbido y tiró de la manga a Guenshed.

—¡Mira esos hijos de puta! —señalando con el dedo. A unos ochocientos metros de distancia, sobre el declive iluminado por el sol donde estaba la casilla del guarda, veinte o treinta soldados se acercaban por la selva, arrastrando sus largas picas detrás de ellos, sobre la hierba. A una señal del oficial, extendieron la línea, abriéndose a derecha e izquierda a medida que se acercaban a los aledaños.

A ninguno de los niños, y tampoco a Radu o a Kelderek, se les ocurrió que podían ni siquiera ahora, gritar o tratar de llegar hasta los soldados. ¿Acaso Guenshed no les había permitido probarse a sí mismos que no podían hacerlo?

Su dominio, esa fuerza maligna de la que ya había hablado Radu los envolvía, helada, inalcanzable, visible tan sólo en sus efectos, se inmiscuía en sus espíritus con un poder religioso de enfriar y de subyugar. Era algo que estaba dentro de ellos, en sus cuerpos hambrientos, en sus corazones, en sus mentes congeladas. Ni Dios mismo hubiera podido derretir este frío o contrariar en lo más mínimo la voluntad de Guenshed. Kelderek, esperando que Bled mirara a otra parte y no viera su lenta y torpe lucha, levantó una vez más a Shara en sus brazos, tomó al dócil Radu de la mano y siguió al traficante de esclavos que se internaba, en la selva.

Subieron a los terrenos altos, a lo largo de la cresta de la baja cordillera que habían recorrido más temprano esa tarde; Lalloc se tambaleaba junto a Guenshed y continuamente suplicaba que no lo dejaran atrás. Mientras tanto mascullaba, aunque entre susurros y frases desconectadas por la falta de aliento, pero Guenshed no respondía. Sin embargo, aunque podría haber parecido desatento a los niños o al gordo proveedor de niños bonitos, a Kelderek le pareció que, de todos modos, estaba muy alerta dentro de sí mismo; como un gran pez que se esconde bajo un arrecife, al acecho de la más leve oportunidad para lanzarse entre las piernas de los hombres que han tendido la red y esperando, inmóvil, que su quietud pueda hacerles creer que ya se ha ido.