49
El traficante de esclavos

Dolor, sed, un resplandor verde de luz y un murmullo recurrente. Kelderek dejó que sus ojos semiabiertos se cerraran y, frunciendo el ceño al hacerlo, sintió algo apretado y duro que le rodeaba la cabeza. Levantó una mano y con los dedos empezó a frotar una banda de tela tosca, que le rodeaba una sien y seguía por encima de la órbita. Apretó y el dolor surgió como una llamarada bajo los globos de los ojos. Gimió y dejó caer la mano.

Ahora recordó al oso, pero ya no le tenía miedo. Algo —¿qué?— le había dicho que el oso se había ido. La luz del día —apenas la podía tolerar bajo sus párpados— estaba más avanzada: debía haber pasado bastante tiempo desde que él había caído, pero no era esto lo que lo había tranquilizado. Su mente empezó a aclararse y, a medida que lo hacía, se volvió consciente una vez más de la aspereza del lienzo que le rodeaba la frente. Y, como un ruido ominoso, que primero se oye débilmente a la distancia y luego más fuerte a medida que se acerca, y que en el momento de la repetición impone su inquietante sentido al hombre que empezó oyéndolo con indiferencia, del mismo modo que los sentidos de Kelderek se despabilaban, el significado del lienzo se le iba imponiendo.

Giró la cabeza, se tapó los ojos con una mano y los abrió. Yacía en la orilla de la cala, cerca de la playa barrosa en donde había caído. Las huellas de su cuerpo todavía se podían ver en el barro y también los surcos que habían hecho sus pies cuando lo habían arrastrado hasta el punto en donde ahora estaba. Del lado de la costa había un hombre sentado, que lo estaba mirando. Cuando los ojos de Kelderek vieron a este hombre, ninguno de los dos habló ni cambió la dirección de la mirada. El hombre estaba sucio y harapiento, tenía cabellos pajizos, hirsutos, y una barba algo más oscura, párpados pesados y una cicatriz blanca a un lado de la barbilla. La boca permanecía un poco abierta y le daba un aire abstraído, tristón; los dientes que se veían estaban descoloridos. En una mano tenía un cuchillo y con la punta se acariciaba y retocaba los dedos de la otra mano.

Kelderek sonrió y, pese al agudo dolor detrás de los ojos se incorporó sobre los codos. Escupiendo barro y hablando con cierta dificultad, dijo en beklano:

—Si eres tú quien me sacó de allí y me puso esta venda en la cabeza, gracias. Creo que me salvaste la vida.

El otro asintió levemente dos veces con la cabeza, pero no dio más señales de haber oído. Aunque los ojos seguían fijos en Kelderek, la atención parecía concentrada en limpiarse rítmicamente, con la punta del cuchillo, la uña de cada dedo.

—Entonces, el oso se fue —dijo Kelderek—. ¿Qué te trajo aquí? ¿Estás cazando o estás de viaje?

El hombre tampoco contestó y Kelderek, recordando que estaba más allá del Vrako, se maldijo por haber cometido la tontería de hacer preguntas. Seguía sintiéndose débil y mareado, pero probablemente eso iba a pasar en cuanto se pusiera de pie. Lo mejor que podía hacer ahora era volver a Lak antes de anochecer y ver qué se podría hacer después de comer y dormir. Levantó una mano y dijo:

—¿Me ayudas a levantarme?

Al cabo de un rato el hombre, sin moverse, dijo en un ortelgano defectuoso pero inteligible:

—¿Estas muy lejos de tu isla, no?

—¿Cómo sabes que soy ortelgano? —preguntó Kelderek.

—Lejos —repitió el hombre.

A Kelderek se le ocurrió tantear buscando el bolsillo en que había traído el dinero con el que había venido de Zeray. No estaba. Y tampoco estaban ni su comida ni su cuchillo. Esto no lo sorprendió, pero algunas otras cosas sí lo sorprendieron. Puesto que el hombre le había robado, ¿por qué lo había arrastrado hasta aquí y por qué le había vendado la cabeza? ¿Por qué se había quedado vigilándolo y por qué, dado que evidentemente no era ortelgano, le había hablado en ortelgano? Y dijo una vez más, en ortelgano ahora:

—¿Me ayudas a levantarme?

—Sí, levántate —dijo el hombre en beklano, como contestando a otra pregunta. Su interés a medias tomado pareció volverse más directo al inclinarse hacia él con aire alerta.

Kelderek, apoyándose en una mano, y empezando a usar su pierna izquierda, sintió un repentino tirón en el talón derecho. Miró hacia abajo. Los dos taloneé estaban maniatados y entre ellos había una cadena liviana, del largo de su antebrazo.

—¿Qué es esto? —preguntó con una súbita explosión de alarma.

—Levántate —repitió el hombre. Por su parte, él se levantó y dio tres pasos hacia Kelderek con el cuchillo en la mano.

Kelderek se arrodilló y luego se puso de pie, pero se habría caído si el hombre no lo hubiera sostenido del brazo. Era más bajo que Kelderek. Le lanzó una mirada penetrante: tenía piernas combadas y el cuchillo estaba pronto. Al cabo de unos instantes, sin mover los ojos, echó la cabeza a un lado.

—Por ahí —dijo en ortelgano.

—Espera —dijo Kelderek— espera un momento. Dime… —mientras él hablaba el hombre le agarró la mano izquierda, se la puso delante y con la punta del cuchillo le dio un pinchazo bajo una uña. Kelderek gritó y retiró la mano.

—Por ahí —dijo el hombre, haciendo de nuevo un movimiento de cabeza y agitando el cuchillo delante de la cara de Kelderek, de modo que tuvo que apartarla a uno y otro lado.

Kelderek se volvió y, con la mano del hombre en el brazo, empezó a tambalearse sobre el barro. A cada paso la cadena, corta entre sus talones, le frenaba el largo natural del paso. Varias veces tropezó y, finalmente, se puso a andar a pasitos breves, escudriñando el suelo en busca de cualquier irregularidad que pudiera hacerlo tropezar. El hombre, que marchaba a su lado, silbaba desentonadamente entre dientes, y este sonido, intensificado a veces de repente, lo hacía sobresaltarse a Kelderek, anticipando algún nuevo ataque. Lo cierto es que, de no haber sido por el hombre, habría caído al suelo de pura debilidad y por la náusea que le provocaba la herida de debajo de la uña.

¿Qué clase de hombre era éste? Por su ropa y la facilidad con que hablaba en ortelgano, no era probable que fuera un soldado de Yeldashay. ¿Cuál podía ser la explicación de que se hubiera tomado la molestia de salvar, en una región salvaje y pantanosa, a un extranjero desposeído, a quién ya había robado? Kelderek, que se chupaba el dedo, seguía perdiendo sangre por debajo de la uña herida. Si el hombre era un trastornado —¿por qué no, más allá del Vrako?, ¿qué otra cosa había sido Rúvit?— todo lo que él podía hacer era mantenerse alerta y esperar cualquier oportunidad que pudiera presentarse. Pero la cadena iba a ser un serio inconveniente, y el hombre mismo, a pesar de su corta estatura, era sin duda un adversario muy inquietante.

Levantó la mirada al oír un repentino rumor de voces. No habían caminado mucho, tal vez no más de un tiro de arco desde la ría. El terreno era todavía pantanoso y la selva espesa. Por delante había una pradera, entre árboles por aquí y por allá, y pudo divisar gente que iba de un lado a otro, aunque no vio fogata ni ninguna de las cosas que se ven en los campamentos. El hombre dio un solo grito, sin palabras, una especie de ladrido, pero no esperó contestación y siguió guiándolo hacia adelante, como antes. Ya habían llegado a la pradera cuando la cadena lo hizo tropezar de nuevo y Kelderek cavó al suelo. El hombre, dejándolo donde había caído, siguió caminando.

Sin aliento y cubierto de barro, Kelderek rodó y miró a un lado. El lugar —se dio cuenta inmediatamente— estaba lleno de una considerable cantidad de gente, y con el temor de haber caído finalmente en manos de los yeldashay, se incorporó y miró rápidamente en derredor.

Salvo por el hombre mismo, sentado ahora a cierta distancia, que estaba hurgando en una bolsa de cuero, todos los que estaban en la pradera eran niños. No había nadie que pudiera tener más de trece o catorce años. Un muchacho que estaba cerca, con labio leporino y llagas en la barbilla, lo miraba a Kelderek con una fijeza vacía, soñolienta, como si acabara de despertarse. Más lejos, un niño que tenía un tic continuo en la cabeza lo miraba con ojos muy abiertos, con la quijada colgante, en una especie de rictus de alarma sorprendida. Al mirar en esta dirección Kelderek se dio cuenta que muchos de los niños eran defectuosos y tenían un aire desganado y enfermizo, como gatos hambrientos en un albañal. Casi todos, como él, tenían cadenas en los talones; de los dos que podía ver y que no estaban encadenados, había uno con una pierna atrofiada, y el otro tenía por encima de los talones unas llagas abiertas producidas por los grillos. Los niños estaban sentados o echados en silencio, en el suelo. Alguno dormía, otro defecaba en cuclillas, otro temblaba continuamente, otro buscaba insectos entre la hierba y los comía. Las criaturas conferían una calidad fantasmal a la luz verde del lugar, como si éste fuera un estanque y ellos peces en un mundo de silencio, cada cual ocupado enteramente en su propia conservación y sin prestar ninguna atención a los demás.

El hombre, en consecuencia, debía ser un traficante de esclavos que se especializaba en niños. El número de los que tenían permiso de trabajo en el imperio beklano estaba fijado: cada uno había sido autorizado por Kelderek después de realizarse investigaciones en las gobernaciones de provincia, de acuerdo a cuotas especificadas y precios aprobados en el lugar; una segunda cuota no se podía reclutar en el mismo lugar hasta después de haber pasado cierto tiempo establecido. Los traficantes trabajaban por intermedio de los gobernadores de provincia y bajo protección de éstos: tenían obligación de no pasar la cuota y pagaban precios aprobados; en cambio obtenían cuando era necesario, escoltas armadas para sus viajes a los mercados de Bekla, Dari-Paltesh, o Thettit-Tonilda. Era probable que este hombre, al viajar con un grupo de niños esclavos hacia Bekla, hubiera sido cortado por el avance yeldashay y, en vista del valor de la mercadería, hubiera decidido, en vez de abandonarla, huir con ella del otro lado del Vrako. Pero ¿cuál de los traficantes era éste? No se habían emitido muchos permisos y Kelderek que, interesado en averiguar todo lo posible sobre ganancias y porcentajes exigibles había hablado con la mayoría de los traficantes en una u otra ocasión, trató de recordar ahora las caras de cada uno de ellos. Entre las que podía recordar, ninguna correspondía a la de este hombre. En ningún momento se habían validado más de diecisiete autorizaciones en el imperio, y de éstas casi ninguna, ya obtenida, había sido trasferida a un segundo poseedor: y ¿quién, una vez que le había echado la mano encima, podía abandonar una ocupación tan lucrativa? En veinte nombres, Kelderek no podía recordar el de este hombre y, sin embargo, debía ser uno de ellos. ¿O sería —y aquí Kelderek sintió un sobresalto repentino de descon-fianza— un traficante no autorizado, uno de esos de quienes le habían hablado y que estaba supeditado a las mayores penalidades, uno de esos que obtenía esclavos en cualquier forma, a veces raptándolos, a veces asustando y aterrorizando aldeas remotas, o también comprando niños idiotas, deformes o con deficiencias que los volvían indeseables a quienes deseaban venderlos? Y lo hacían secretamente, a traficantes autorizados, o a cualquiera dispuesto a comprar. Él sabía que estos hombres operaban en el imperio, y también conocía su reputación de dureza y crueldad, de tratos deshonestos y de costumbre de echar mano encima de todo lo que podían encontrar. «Todos los traficantes de esclavos son traficantes de la desgracia», le había dicho un oficial yeldashay en una ocasión, cuando lo interrogaban, «pero hay algunos —esos de los que tú pretendes no saber nada— que se arrastran por la región como ratas inmundas, rascando los restos mismos de la miseria para lograr beneficios, y de éstos te considero responsable, porque el que construye un granero sabe que las ratas van a venir». Kelderek lo había dejado hablar y más adelante, cuando estaba aún más indignado, el oficial había dado una buena cantidad de información útil.

De repente los recuerdos de Kelderek fueron interrumpidos por el más inesperado de los ruidos: la risa de un niño. Levantó la mirada y vio una niña, tal vez de unos cinco años, no encadenada, que corría por la pradera y miraba por encima del hombro a un niño alto y rubio. El muchacho, a pesar de sus cadenas, corría detrás de ella, evidentemente jugando, porque se mantenía atrás y pretendía, como se hace al jugar con niños muy pequeños, que la niña había logrado escaparse. El niño, aunque delgado y pálido, parecía menos desdichado que los otros. La niña casi había llegado junto a Kelderek cuando tropezó y cayó de bruces. El niño alto, alcanzándola, la ayudó a levantarse y la sostuvo entre sus brazos, acunándola para reconfortarla e impedir que se pusiera a llorar. En esta tarea se dio vuelta un instante hacia Kelderek y sus miradas se encontraron.

El que capta de repente la entonación de una canción que hace años que no oye, o el perfume de flores que florecían en su puerta cuando él jugaba entre ellas, se encuentra de repente arrebatado, lo quiera o no, y a veces con lágrimas, a la profundidad del tiempo pasado, recobra por unos instantes la sensación de ser otra persona a quien la vida tocaba con dedos más livianos que los que ha aprendido a soportar desde entonces. Con un estremecimiento no menor Kelderek se sintió ser de nuevo el Ojo de Dios, el Señor Crendrik, rey-sacerdote de Bekla; y en ese instante recordó el olor de la niebla y de las ascuas de carbón, el agrio gusto en la boca y el murmullo detrás de él cuando estaba frente a los barrotes en la Casa del Rey, tratando de mirar ojos que no osaba enfrentar: los ojos del condenado Elleroth. Luego el rapto pasó y se encontró mirando perplejo a un niño que acunaba en sus brazos a una niña rubia.

En ese momento el traficante de esclavos se puso de pie y gritó:

—¡Eh, Shauter! ¡Bled! ¡En marcha! —Y dejando la bolsa en el suelo, atravesó el campo e hizo sonar los dedos para hacer que los niños se pusieran de pie. Sin volver a hablar, los agrupó en un extremo. Se paró junto al niño alto, que seguía mirándolo con la niña en sus brazos. La niña trataba de esconder la cara y mientras lo hacía, el muchacho le puso una mano en el hombro. Al cabo de unos instantes fue evidente que el traficante quería subyugar al muchacho y forzarlo a obedecer sin palabras ni golpes. Tenso y rebelde, el muchacho le sostuvo la mirada. Finalmente, hablando un beklano defectuoso, con un fuerte acento yeldashay, dijo:

—No es bastante fuerte para soportar esto mucho tiempo y no sacarás ninguna ganancia si muere. ¿Por qué no la dejas en los alrededores de la próxima aldea por donde pasemos?

El traficante extrajo su cuchillo. Entonces, mientras el muchacho seguía esperando la respuesta, el hombre sacó del cinturón un objeto de hierro en forma de dos semicírculos, cada uno con toscas púas en cada extremo y unidos por una barra corta. El muchacho vaciló un momento: luego bajó la mirada, apretó los labios y, siempre con la niña en brazos, se alejó para unirse con los otros niños.

En ese mismo instante un adolescente con la cara contraída, un poco mayor que el resto, con un ojo que bizqueaba llego corriendo hasta Kelderek. Tenía puesta una túnica de cuero rota y manejaba un bastón flexible, del largo de su brazo.

—¡Vamos, tú también! —exclamó el muchacho en una especie de mugido salvaje, como el que podría emitir un campesino al gritarle a un animal que le ha hecho perder la paciencia—. ¡Qué mierda! ¡Ven!

Kelderek se puso de pie y lo miró.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó.

—¡No me contestes! —gritó el muchacho, levantando el bastón—. ¡Ponte ahí y mucho cuidado!

Kelderek se encogió de hombros y marchó lentamente hasta el grupo de niños que estaba en el extremo de la pradera. Debía haber, calculó, unos veinte o veinticinco, todos varones, con edades que oscilaban, dentro de lo que él hubiera podido decir, entre los catorce y los nueve o diez años, aunque era difícil estar seguro de esto, porque su aspecto era atroz, como él nunca había visto en niños de Bekla u Ortelga. Un olor a mugre rancia emanaba de ellos y nubes de moscas revoloteaban en tomo a sus cabezas. Un niño, recostado contra un tronco de árbol, tosía continuamente, doblándose en dos, mientras un flujo mucoso, disentérico, le corría entre las piernas. Una mosca se le paró en una oreja y él la espantó. Kelderek, siguiendo el movimiento, notó que el lóbulo estaba perforado y ulcerado. Miró a otro niño: también tenía una oreja agujereada. Sorprendido, fue mirando uno tras otro y en cada caso vio que el lóbulo de la oreja derecha estaba perforado.

El traficante de esclavos, que llevaba ahora la bolsa junto con un pesado arco que había puesto encima de ella, pasó junto a él y se dirigió al grupo. Aquí lo estaba esperando un segundo muchacho. Él también, como el que le había gritado a Kelderek, llevaba un palo y estaba vestido con una túnica de cuero. Bajo y rechoncho, parecía más un enano que un jovencito. La espalda estaba abultada por una especie de jiba y los largos cabellos le llegaban hasta los hombros, tal vez para disimular de algún modo su deformidad. Cuando os niños empezaron a movilizarse siguiendo al traficante, Kelderek notó que todos bajaban la mirada cuando pasaban junto a este niño-enano. El muchacho, por su parte, miraba fijamente a uno tras otro, inclinándose hacia cada uno con el cuerpo tenso y las rodillas dobladas, como si tuviera que hacer un esfuerzo para contenerse de saltarles encima y golpearlos. Kelderek sintió que le tocaban la espalda; se dio vuelta y encontró los ojos del niño alto que, mientras caminaba, había tomado a la niña por los talones y la llevaba sobre los hombros, como una bolsa.

—Ten cuidado de no mirar a Bled cuando pases —murmuró el muchacho— si te encuentra la mirada se te va a echar encima. —Entonces, como Kelderek, sorprendido, frunció el ceño, añadió:

—Está loco, o es como si lo estuviera.

Todos, con las cabezas desviadas, pasaron junto a la figura jibosa y siguieron a los otros niños en dirección al bosque. El ritmo de marcha era tan lento que Kelderek tenía tiempo de agacharse y desenredar su cadena cuando ésta se enganchaba. Después de un rato, el muchacho le dijo de nuevo en voz baja:

—Te resultará más fácil si caminas exactamente detrás del muchacho que va al frente y pones cada pie justo delante del otro: de tal modo la cadena no tiene que enredarse.

—¿Quién es ese hombre? —susurró Kelderek.

—¡Por Dios! ¿No lo sabes? —preguntó el muchacho—. Guenshed… ¿Nunca oíste hablar de él?

—Una vez, en Kabin, oí ese nombre: pero… ¿de dónde es? No es un traficante de esclavos beklano…

—Es… es el peor de todos. Oí hablar de él mucho antes de soñar en verlo, mucho menos de soñar que iba a caer en sus manos. ¿Viste cómo me amenazó con la trampa de moscas ahora mismo, cuando estaba tratando de hablarle por Shara?

—¿El caza-moscas? —preguntó Kelderek—. ¿Qué es eso?

—Es ese objeto que lleva en el cinturón. Te fuerza a tener la boca abierta, tan abierta… y no la puedes cerrar. Ya sé… ¿No parece tan terrible, verdad? Así pensaba yo antes. Mi padre se avergonzaría de mí, supongo, pero no podría volver a soportarlo, no podría soportar dos horas de eso.

—Pero…

—Cuidado. No dejes que Shauter te oiga.

Guardaron silencio cuando el joven de la cara torcida pasó junto a ellos para desenredar la cadena de un niño que había tropezado y que, al parecer; era demasiado débil para arreglárselas solo. Un poco más tarde, cuando empezaron a marchar de nuevo, Kelderek dijo:

—Dime algo más sobre este hombre y dime cómo fue que caíste en sus manos. ¿Tú eres un yeldashay, verdad?

—Mi nombre es Radu, heredero de Elleroth, ban de Sarkid.

Kelderek comprendió que, desde un principio, se había dado cuenta de quién era el muchacho. No contestó y, al cabo de un rato, el muchacho dijo:

—¿No me crees?

—Sí, te creo. Te pareces mucho a tu padre.

—¿Cómo? ¿Lo conoces?

—Sí. Es decir, lo he visto.

—¿Dónde? ¿En Sarkid?

—En… Kabin.

—¿Kabin de las Aguas? ¿Cómo? ¿Cuándo estuvo ahí?

—No hace mucho. Lo cierto es que todavía puede estar ahí.

—¿Con el ejército? ¿Quieres decir que el general Santil está en Kabin?

—Allí estaba hace poco tiempo.

—Si mi padre estuviera aquí, mataría a este cerdo en un instante.

—¡Cuidado! —dijo Kelderek, pues la voz del muchacho se había elevado histéricamente—. Deja que cargue a esa niña. Ya la has llevado bastante tiempo.

—Está acostumbrada a mí. Puede llorar.

Pero Shara, a medias dormida, siguió tan quieta sobre el hombro de Kelderek como lo había estado sobre el de Radu. Kelderek sintió sus huesos: era muy liviana. Por vigésima vez se detuvieron, esperando que continuaran los niños del frente.

—Me dijeron en Kabin —dijo Kelderek— que habías caído en manos de este hombre. ¿Cómo ocurrió eso?

—Mi padre había salido a hacer una visita secreta al general Santil… Ni siquiera yo sabía adonde había ido. Uno de nuestros arrendatarios nos dijo que Guenshed estaba en la provincia. Yo me estaba preguntando qué habría querido mi padre que yo hiciera, qué habría querido oír que yo había hecho, cuando estuviera de vuelta. Decidí no decirle nada a mi madre en relación a Guenshed: ella me habría dicho que no debía alborotar el ambiente. Me pareció que lo mejor sería ir a hablar con mi tío Sildaín, el marido de la hermana de mi padre. Siempre nos habíamos, llevado bien. Supuse que iba a saber qué había qué hacer. Llevé conmigo a mi propio sirviente y emprendí la marcha.

Hizo una pausa.

—¿Y te topaste con el traficante de esclavos? —pregunto Kelderek.

—Actué como un niño: ahora me doy cuenta. Toroc y yo estábamos descansando en un bosque y habíamos dejado de lado toda vigilancia. Guenshed disparó contra Toroc una flecha que le atravesó la garganta: sabe usar el arco. Yo todavía estaba arrodillado junto a Toroc cuando Shauter y Bled aparecieron y me dieron de golpes. Guenshed no tenía ninguna idea de quién era yo. Yo no me había ocupado de ponerme ropa especial. Cuando se lo dije, Shauter fue partidario de dejarme en libertad, antes de que toda la región se alborotara, pero Guenshed no quiso saber nada. Supongo que tiene de algún modo intenciones de volver a Terekenalt y pedir un rescate. Obtendría más de ese modo que vendiéndome como esclavo.

—Es evidente que no estaba interesado en apoderarse de tu sirviente.

—No. Y también es extraño que te haya capturado a ti. Es muy sabido que sólo se ocupa de niños. Como sabrás tiene mercado de ellos.

—¿Su mercado?

—En Terekenalt. ¿Sabes lo que hace? Ni siquiera los otros traficantes quieren tocar la mercadería de él. A los varones los castran y los venden a… bueno, a la gente que los quiere comprar. Y las chicas… supongo que a las chicas les pasa algo peor.

—Pero aquí no hay chicas… salvo esta chiquita que estaba contigo.

—Había chicas… antes. Te diré lo que ocurrió después que me capturaron. Guenshed siguió hacia el Este… No pasó por Paltesh. Nunca se nos dijo la razón, naturalmente, pero creo que probablemente todo Sarkid estaba detrás de él, buscándome. Todas las rutas que llevaban a Paltesh deben haber estado vigiladas. Cuando llegamos a Lapán oriental él ya tenía más de cincuenta niños entre varones y mujeres. Había una chica más o menos de mi edad, llamada Reva, una chica amable y tímida que nunca había salido de su casa. No sé como llegó a ser vendida por Guenshed. Shauter y Bled solían… Ya me entiendes.

—¿Guenshed permitía eso?

—¡Oh, no, naturalmente se suponía que no debían hacerlo! Pero no está muy seguro de ellos, ¿sabes? No puede prescindir de ellos cuando está en sus expediciones, y además saben demasiado. Probablemente podrían encontrar una manera de volverse contra él si quisieran. Guenshed no emplea veedores, como los otros traficantes de esclavos. Tiene un método mucho mejor. Elige muchachos especialmente crueles y malvados y los educa para veedores. Cuando vuelve a Terekenalt, creo que suele librarse de ellos y busca nuevos para el próximo viaje. De todos modos, esto es lo que me han dicho.

—¿Por qué trabajan para él entonces?

—En parte porque es mejor ser veedor que esclavo, pero hay más que eso. Él elige muchachos sobre los que tiene poder, porque lo admiran y quieren llegar a ser como él.

—¿Y la chica de la que me hablaste?

—Se mató.

—¿Cómo?

—Una noche, cuando estaba con Bled. Se las arregló para sacarle el cuchillo del cinturón. Él estaba demasiado atareado para notarlo y ella se clavó el cuchillo.

—Es una pena que no lo haya apuñalado a él y no se haya echado a correr.

—A Reva nunca se le hubiera ocurrido eso. Era un ser indefenso y estaba fuera de sí.

—¿En dónde cruzaste el Vrako? —preguntó Kelderek—. ¿Cómo lo hiciste?

—Nos encontramos con otro traficante de esclavos en el Lapán oriental, un hombre llamado Nigon que tenía un permiso de trabajo dado por las autoridades de Ortelga. Oí a Nigon cuando le advirtió a Guenshed que el ejército de Santil marchaba hacia el Norte, a buen ritmo, y que lo mejor era apartarse si era posible. El mismo Nigon tenía intenciones de volver a Bekla.

—Pero no lo hizo. Fue tomado prisionero por los yeldashay.

—¿De veras? Me alegro. Bueno, no había ningún sentido en que Guenshed tratara de ir a Bekla. Allí no tenía permiso de trabajo. De tal modo que fue al único lugar adonde podía ir a Tonilda. Anduvimos como fuego en la selva, pero cada vez que nos deteníamos se nos decía que los yeldashay nos estaban pisando los talones.

—¿Cómo ha podido sobrevivir esa niña?

—Tendría que haber muerto hace unos días, pero yo la llevo en brazos casi todo el tiempo. Yo y otro muchacho al que llamamos la Liebre. Tengo con ella una obligación jurada. Es la hija de uno de nuestros arrendatarios. Mi padre daría por supuesto que yo me tengo que ocupar de ella en todas formas: y me ocupo.

El joven Bled se puso a marchar junto a ellos y por un rato avanzaron en silencio. Kelderek podía ver a los niños que iban al frente, tropezando y arrastrándose con cabezas bajas, silenciosas y apáticas como bestias de carga. Cuando Bled se adelantaba un poco en la cola, haciendo silbar su bastón en el aire, nadie se atrevía a levantar la mirada.

—Cuando nos acercábamos a Thettit-Tonilda, Guenshed se enteró que los yeldashay estaban va al Oeste de nosotros y seguían marchando hacia el Norte. Prácticamente nos iban a cortar el camino entre Guelt y Kabin. En Thettil él vendió a todas las chicas, salvo a Shara. Sabía que no iban a poder sobrevivir al viaje que pensaba hacer.

Shara se movió y gimoteó en el hombro de Kelderek. Radu se inclinó, la acarició y le murmuró al oído, acaso una broma entre ellos, pues la niña chasqueó la lengua, y tratando de repetir lo que él le había dicho, volvió a sumirse en su sueño liviano.

—¿Nunca has estado en el Norte de Tonilda? —pregunto el muchacho.

—No, sé que es salvaje y solitario.

—No hay caminos y, de noche, es horriblemente frío. No teníamos frazadas y Guenshed no quería encender hogueras por temor a las patrullas yeldashay. De todos modos teníamos un poco de pan y de carne salada. Sólo uno de los muchachos se vino abajo. Era al atardecer. Guenshed lo colgó de un árbol y nos hizo formar cerco alrededor hasta que se murió. No sé cuánto más hubiera podido obtener de ese niño; se hubiera dicho que lo podía hacer descansar una noche y esperar a ver si andaba por la mañana. Te digo que con él no es una cuestión de dinero; creo que daría su vida por hacer una crueldad.

—¿Se enojó… supongo?

—No se puede saber si está enojado o no. Su violencia se parece a la de un insecto, es repentina y fría y uno siente que no es natural… algo que es menos que humano, algo que espera muy quieto hasta que golpea como el relámpago… ¡Shshshshsh!…

Habían llegado a la orilla de una ría y aquí Shauter ordenó a los niños que se metieran uno tras otro en el agua. Guenshed, con el agua hasta la cintura, tomaba a cada uno y lo empujaba hacia la otra orilla, donde era recibido por Bled. Kelderek, con la niña en brazos, se metió en el espeso limo, y hubiera caído si Guenshed no lo hubiera sujetado. Los veedores proferían incesantemente palabrotas contra los niños, pero Guenshed no decía una palabra. Cuando por último todos habían cruzado, tendió la mano a Bled, salió del agua y miró el conjunto de los niños, haciendo sonar sus nudillos. Los que se habían echado se incorporaron trabajosamente y después de unos instantes, el traficante de esclavos se internó de nuevo en la selva.

—Cuando vimos finalmente el Vrako, nos quedamos muy asustados. Era un torrente impetuoso, como de medio tiro de flecha de ancho y lleno de grandes rocas. No podía creer que Guenshed tuviera intenciones de cruzarlo con treinta niños exhaustos.

—Pero el Vrako es infranqueable más abajo de Kabin —dijo Kelderek—. Todos lo saben.

—Él intentó el cruce en Thettit. Había enviado a Sháuter por el camino de Kabin, con ropa de vaquero, y le había dado dinero para sobornar al centinela de paso. Pero aparentemente lo descubrieron. A Sháuter no le habían dicho que nos buscara en el recodo del río, cuando éste dobla hacia el Este; pero aun así, le llevó a Guenshed medio día encontrarlo. Es un lugar salvaje y desolado.

—Pero ese plan, ¿qué era?

—Guenshed había comprado una buena cantidad de soga embreada en Thettit, y unos doscientos metros de cuerda de Ortelga. Había cortado en pedazos la cuerda, y cada uno llevaba un pedazo. Él mismo juntó después los pedazos. Es muy minucioso. Cuando todo estuvo listo, tiró una flecha sobre el río con uno de los extremos de la soga embreada sujeta a ella. Luego ató la soga a la cuerda y Sháuter se encargó de que estuviera tirante. Era todo lo que pudo hacer, a causa de la corriente. Envolvieron la soga en estacas, a cada lado, y las clavaron en el suelo, pero con la corriente y el peso de la soga no quedó muy tirante que digamos… pero fue así que tuvimos que atravesar el Vrako.

Kelderek no dijo nada, imaginando el ruido ensordecedor del torrente y los niños exhaustos y aterrados, bamboleándose sobre las aguas.

—Hubo siete ahogados. La Liebre se ahogó… perdió el punto de apoyo y se hundió como una piedra. No lo volví a ver. Yo, cuando estaba en la mitad del cruce, estaba seguro de que no iba a poder seguir.

—¿Shara?

—Ese era el problema. Le até las muñecas alrededor de mi pescuezo. Fabriqué una especie de tubo con una corteza enroscada de árbol y se lo puse en la boca, para darle oportunidad de respirar en caso de que la cabeza quedara bajo el agua. Pero naturalmente se asustó y empezó a debatirse y casi nos ahogamos los dos. Dámela de vuelta ahora.

Kelderek le dio la niña y Radu la tomó en sus brazos, canturreando suavemente, poniendo la boca cerca de la oreja de ella. Después de un rato continuó:

—Lo que he aprendido es que un hombre malvado se vuelve muy fuerte. Guenshed es fuerte porque es malvado. El mal lo protege, de tal modo que puede hacer su trabajo. Dentro de pocos días podrás ver lo que quiero decir. —Se quedó callado un instante y luego con seriedad añadió:

—Pero Guenshed no es el único que tiene la culpa de nuestra desgracia.

—¿Cómo? ¿Quién fuera de él?

—El enemigo: los ortelganos que reanudaron el tráfico de esclavos.

—No le dieron permiso de trabajo a Guenshed.

—No, pero ¿qué creyeron que iba a pasar? Si dejas entrar a los perros, entran las moscas.

Kelderek no contestó y, por un largo rato, continuaron su marcha de caracol detrás de los niños, agachándose de tanto en tanto para desenredarse las cadenas. Finalmente Radu dijo:

—¿Estás seguro que el ejército del general Santil está en Kabin?

—Sí; vengo de allí.

—¿Y viste allí a mi padre?

—Sí, lo vi.

Agacharon la cabeza al pasar junto a Bled, que estaba con las rodillas dobladas y el bastón a medias levantado en la mano. Sólo después de haberlo alcanzado a él, e incluso haberse adelantado, Kelderek habló de nuevo:

—Debemos estar cerca del anochecer. ¿Cuándo se detiene, por lo general?

—¿Estás cansado? —preguntó Radu.

—Todavía me siento mareado por la herida que tengo en la cabeza y el dedo me duele mucho. Guenshed me metió el cuchillo bajo una uña.

—Le he visto hacer eso más de una vez —dijo Radu—. Déjame que le eche un vistazo. Habría que atarla. —Rompió un jirón de sus harapos y lo ató al dedo de Kelderek—. Tal vez tengamos oportunidad de lavar esto más adelante. Dudo que avance mucho más esta noche.

—¿Tienes alguna idea de por qué Guenshed quiere quedarse conmigo? —preguntó Kelderek—. Me dijiste que había matado a tu sirviente y que sólo se ocupa de niños. ¿Ha tomado alguna vez a otros hombres o mujeres adultos, que tú sepas?

—No; a nadie. Pero sea cual fuere su razón, astuta y perversa tiene que ser.

Poco después se detuvieron en una franja de terreno abierto, barroso, que se extendía hasta la costa del Telthearna, sobre la derecha. Kelderek dio por supuesto que, desde el momento de su captura, debían haber recorrido tal vez nueve kilómetros. Adivinaba que Guenshed quería llegar a Linsho y que, después de pagar el peaje de la Quebrada, iba a tomar hacia la izquierda, en dirección a Terekenalt, por agua o por tierra. Si él no se las arreglaba para escaparse antes de que el viaje se prolongara demasiado, entonces iba a perder para siempre a Melathys y probablemente no iba a saber lo que había sido de ella o de la Tuguinda.

Al oír la orden de detenerse, casi todos los niños se echaron a tierra, en donde quiera que estuvieran. Algunos se quedaron inmediatamente dormidos. Uno o dos se acurrucaron y empezaron a hablar en voz baja. Ninguno, salvo Shara, demostraba la más mínima energía, el menor ánimo. Shara se había despertado e iba de un lado a otro, recogiendo hojas brillantes y guijarros de colores que le llamaban la atención. Cuando se los trajo a Radu, éste hizo una especie de collar de hojas, como una cadena de margaritas, y se la colgó del pescuezo. Kelderek, sentado junto a ellos, se esforzaba por entablar amistad con la niña —que parecía estar un poco asustada de él— cuando de repente, levantando la mirada, vio a Guenshed que se acercaba con Shauter y Beld a la zaga. El traficante llevaba una especie de instrumento envuelto en un atado de harapos. Los tres pasaron detrás de Kelderek y él ya se había dado vuelta hacia Shara cuando sintió que lo agarraban de los hombros y lo tiraban hacia atrás. Le abrieron los brazos a ambos lados del cuerpo y gritó cuando Guenshed y Bled le apoyaron las rodillas sobre sus muslos. Inclinándose sobre él, el traficante dijo:

—¡Abre la boca o te hago saltar todos los dientes!

Kelderek obedeció, jadeando, y al hacerlo tuvo la visión de Sháuter, aferrado a sus talones y sonriéndole a Guenshed. El traficante metió su hato de harapos en la boca de Kelderek y arrancó la venda que éste tenía alrededor de la cabeza.

—Está bien, adelante, sigue —dijo a Bled—. Tuércele la cabeza para este lado.

Bled torció la cabeza de Kelderek hacia la izquierda, y éste sintió en seguida que le pinchaban y le atravesaban el lóbulo de la oreja derecha. Un estremecimiento de intensísimo dolor le cruzó el pescuezo y el hombro. Tuvo una convulsión en todo el cuerpo que casi lo libró de los dos muchachos. Cuando volvió en sí los tres lo habían dejado y ya se alejaban.

Kelderek se arrancó los harapos de la boca y se llevó la mano a la oreja. Los dedos se llenaron de sangre; también manaba sangre del hombro. El lóbulo estaba totalmente atravesado. Inclinó la cabeza, respirando profundamente, y la intensidad del dolor empezó a disminuir. Levantando la mirada, vio a Radu a su lado. El niño le echó a un lado sus cabellos largos y apelmazados y le mostró su oreja, también agujereada.

—No te lo advertí —dijo Radu—. Como no eres un niño, no estaba seguro de que te lo fuera a hacer.

Kelderek, mordiéndose la mano, se recuperó lo bastante para hablar.

—¿Qué es?… ¿Una marca de esclavitud?

—Es para dor… para dor… para dormir —murmuró un niño parpadeando, de cara blanca, que estaba cerca—. Sí, sí, sí… para dormir.

Rió con aire estúpido, cerró los ojos y apoyó la cabeza en las manos juntas, haciendo una pantomima tonta.

—Voy pronto a… a… a casa —dijo de repente, abriendo de nuevo los ojos y volviéndose hacia Radu.

—Sin parar —replicó Radu, con el tono de quien repite una frase hecha.

—Bajo tierra —concluyó el muchacho—. Tú… ¿hambre? —Radu asintió con la cabeza y el muchacho volvió a su silencio embotado.

—Por la noche nos pasan a todos una cadena por las orejas —dijo Radu—. Sháuter me dijo una vez que todo niño que pasó alguna vez por las manos de Guenshed tiene una oreja agujereada.

Se levantó y fue a buscar a Shara, que había ido a esconderse entre los matorrales al ver que llegaba Guenshed.

Poco después Sháuter y Bled distribuyeron a los niños un poco de carne salada y un puñado de fruta seca. Algunos se acercaron al río a beber agua, pero la mayoría se contentó con beber de las charcas sucias y de los pozos que estaban a mano.

Cuando Kelderek y Radu, junto a Shara, se dirigían al río, Sháuter fue al encuentro de ellos con el bastón en la mano.

—Tengo que vigilarlos —dijo a Kelderek con una especie de maliciosa amabilidad—. ¿Conque te estás aclimatando, eh? ¿Qué tal lo pasamos? Me alegro, me alegro…

Kelderek ya había notado que, si bien todos los niños tenían terror a Bled, que estaba evidentemente trastornado, que era casi un demente, algunos parecían tener una especie de incierta relación con Sháuter que, de cuando en cuando, estuviera o no practicando alguna crueldad, asumía una cierta manera jocosa que no es rara en los tiranos.

—¿Me puedes decir por qué estoy aquí? —pregunté—. ¿De qué le puedo servir a Guenshed?

Shauter dejó escapar un risita.

—Estás aquí para ser vendido, compañero —dijo—, una vez que te corten las bolas, supongo.

—¿Qué le pasó al veedor a quien sustituiste? —preguntó Kelderek—. Supongo que lo conocías…

—¿Si lo conocía? Lo maté —contestó Sháuter.

—¡Ah!…

—Cuando volvimos a Terekenalt el tipo estaba hecho trizas —dijo Sháuter—. Un día una muchacha de Dari le arañó la cara y se la dejó hecha un desastre. Él ni siquiera pudo pararla. Esa noche, cuando Guenshed estaba borracho, dijo que si alguien quería pelearlo y matarlo, le regalaba el empleo. Yo lo maté, sin más… lo estrangulé en el medio del patio, mientras unos cincuenta chicos nos miraban. El bueno de Guenshed no podía más de risa. Esa es la forma en que yo me cuido las bolas, compañero. ¿Te das cuenta?

Llegaron a la ribera del río y Kelderek, metiéndose en el agua hasta las rodillas, bebió y se lavó. Sin embargo, el cuerpo seguía transido de dolor. Al pensar en su propia situación y en la de Melathys y la Tuguinda, fue presa de desesperación y, en el camino de vuelta, no encontró ánimos para realizar un nuevo intento de hablar con Sháuter. También el muchacho parecía estar pensativo, pues no dijo nada más, y se limitó a dar órdenes a Radu de recoger a Shara y llevarla en brazos.

A la media luz y en medio de la bruma que se estaba levantando, Guenshed empezó a chasquear los dedos, convocando a un niño tras otro. Cada uno de ellos se acercaba y se paraba frente a él, el traficante le examinaba los ojos, las orejas, las manos, los pies, y los grillos, así como las heridas y lastimaduras que hallaba. Aunque muchos de los niños estaban lacerados y dos o tres parecían a punto de derrumbarse, ninguno era atendido, y Kelderek llegó a la conclusión de que Guenshed se limitaba a revisar su material y quería cerciorarse de la capacidad que tenían de continuar la marcha. Los niños estaban inmóviles, con las cabezas agachadas y las manos a los lados, ansiosos por verse libres de la inspección lo más pronto posible. Un muchacho que temblaba sin parar, dando un salto a cada movimiento de Guenshed, fue dejado de pie allí, mientras el traficante seguía examinando a los otros. Otro niño, que no podía mantenerse quieto, y que murmuraba y se frotaba las llagas de la cara y de los hombros, fue silenciado con la trampa de moscas, hasta que Guenshed terminó con él.

Sháuter y Bled, que recibían a los niños cuando estos dejaban al traficante, los juntaban en grupos de tres y cuatro, unidos por cadenitas que pasaban por los lóbulos de las orejas. Cada cadena estaba sujetada en uno de los extremos por una barra corta de metal y el otro extremo se enganchaba en el cinturón o la muñeca de un veedor. Cuando los arreglos estuvieron hechos, todos se echaron a dormir en donde estaban, sobre el suelo pantanoso.

Kelderek, encadenado como el resto, había sido separado de Radu y, puesto entre dos niños menores, esperaba a cada instante que un movimiento del uno o el otro raspara su lóbulo herido como con los dientes de un serrucho. Sin embargo, se dio cuenta que estos compañeros, más prácticos que él en atenuar las penurias, iban a molestarlo menos a él que él a ellos. Apenas se movían y habían aprendido la manera de mover las cabezas sin tironear de la cadena. Al cabo de un rato descubrió que los dos se habían acercado a él, cada cual por su lado.

—¿No estás acostumbrado a esto, verdad? —murmuró uno de los niños en un tosco dialecto paltesh que él apenas pudo entender.

—¿Te compró hoy, no?

—No me compró. Me encontró en la selva. Sí; fue hoy.

—Así me pareció. Tienes olor a carne fresca… los nuevos, muchas veces tienen… Pero no les dura. —Se interrumpió tosiendo. Escupió sobre el suelo, entre ellos, y luego dijo—: Hay que tratar de dormir muy juntos. Da más calor y la cadena queda floja, ¿ves?… Y así no tira cuando alguien se mueve.

Los dos niños estaban llenos de pulgas y rascaban continuamente los inmundos harapos que cubrían sus cuerpecitos flacos. Muy pronto, sin embargo, Kelderek no fue más consciente del hedor, sino tan solo del barro en donde estaba acostado y la palpitación de su dedo herido. Para distraer sus pensamientos le dijo a uno de los niños en voz baja:

—¿Cuánto hace que estás con este hombre?

—Imagino que cerca de dos meses, ahora. Me compró en Dari.

—¿Te compró? ¿A quién?

—A mi padrastro. Mi padre murió cuando estaba con el ejército del general Guel-Ethlin. Entonces yo era muy chico. Mi madre se puso a vivir con este hombre el invierno pasado… y él no me quería. Soy sucio, como ves. Vinieron los traficantes y él me vendió.

—¿Y tu madre no trató de impedirlo?

—No —contestó el muchacho con voz indiferente—. Supongo que tú tenías comida, ¿no? ¿Él te la quitó?

—Sháuter dijo que no había ni mierda que comer —murmuró el niño—. Dijo que tal vez iban a comprar un poco antes de esto, pero no hay donde comprar nada.

—¿No sabes por qué Guenshed vino a este bosque? —preguntó Kelderek.

—Hay soldados —dijo Sháuter.

—¿Qué soldados?

—N o sé. A él no le gustan los soldados. Por eso puso la cuerda sobre el río. Para alejarse de los soldados. Tienes hambre, ¿verdad?

—Sí.

Trató de dormir, pero no había paz. Los niños gemían, hablaban en sueños, gritaban en medio de pesadillas. Las cadenas resonaban, algo se movía entre los árboles, Bled se ponía de repente de pie de un salto, temblando como un mono y haciendo retumbar las cadenas que estaban fijadas en él. Levantando la cabeza, Kelderek pudo ver la figura agachada del traficante a cierta distancia, con los brazos enlazados sobre sus rodillas. No tenía el aire de un hombre que trata de dormir. ¿Acaso, como el mismo Kelderek, estaba consciente del peligro de los animales salvajes o era posible tal vez que no necesitara dormir, que nunca durmiera?

Por último se sumió en una especie de somnolencia y, cuando despertó no hubiera podido decir cuánto tiempo había pasado.

Un hombre puede ser obligado a salir en medio de un frío intenso, pero en el momento de hacerlo es consciente que el futuro es desesperado y sus posibilidades de sobrevivir son escasas. Pero esta misma reflexión, que se presenta en ese momento no bastará a doblegar su espíritu o a llenar su espíritu de desesperación. Es como si siguiera llevando, envuelto en el centro de su valor, un residuo de fe protectora y de calor, que primero debe ser penetrado y disuelto, poco a poco, hora tras hora, tal vez día tras día, por la soledad y el frío, hasta que los últimos residuos se dispersan y la tremenda verdad —que en un comienzo sólo percibió en su mente— la siente ahora en el cuerpo y la tiene en su corazón. Así fue en el caso de Kelderek. Ahora, en la noche, con los ruidos agudos y feos de la desdicha a su alrededor, y el dolor que le trepaba al cuerpo como cucarachas en una casa oscura, le pareció que bajaba a revisar su situación desde un nivel aún más bajo, para sentir más hondamente y percibir más claramente su naturaleza, desprovista de toda esperanza real. Ahora creía en la perspectiva que tenía por delante —el pasaje de Linsho y el largo viaje por el Telthearna, pasando Quiso y Ortelga hasta Terekenalt; y después la esclavitud, antecedida tal vez por la abyecta mutilación de la que Sháuter le había hablado. Lo peor de todo era la pérdida de Melathys, y el pensamiento de que ninguno de los dos iba a saber nunca más lo que había sido del otro.

Era Shardik quien lo había traído a esto; Shardik que lo había perseguido con malevolencia sobrenatural, vengándose de todo lo que el rey-sacerdote había hecho para abusar de él y explotarlo. Había recibido justamente la maldición de Shardik y en su castigo había arrastrado no sólo a Melathys sino a la Tuguinda misma; a ella que había hecho todo lo posible, a pesar de todos los obstáculos que surgieron en su camino, para mantener la adoración de Shardik libre de traición. Con esta amarga reflexión se quedó de nuevo dormido.