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Más allá de Lak

Era la tarde del día siguiente; bastante calurosa, ya en esta temprana primavera, como para acallar a los pájaros y extraer de la selva la fragancia húmeda, vaporosa, de las hojas jóvenes y la vegetación germinal. El Telthearna resplandecía, serpenteaba veloz y silencioso en dirección a Lak y el estrecho de Zeray más abajo. Desde un poco al Norte de Lak una región de selva se extendía por varias millas hasta el campo abierto que rodeaba la Quebrada de Linsho, que lo separaba de las estribaciones y las montañas más allá. Era desde los extremos meridionales de esta selva, densa y en buena parte sin senderos, que el oso había atacado a las majadas y los rediles de Lak.

La orilla era aquí fragmentada, indeterminada, y ondulaba formando una serie de promontorios. Entre estos, el río penetraba y trazaba calas y rías, algunas de las cuales se internaban casi hasta media milla hacia adentro. Era un lugar desolado, poco frecuentado, salvo por los pescadores que venían en sus canoas.

Kelderek estaba al pie de un árbol de ollaconda, cubierto casi totalmente en medio de la espesura y con gruesas raíces visibles que se extendían por todos lados, como cuerdas.

En la cálida sombra, el silencio y la soledad, él deliberaba sobre una hazaña tan desesperada que, incluso ahora, cuando había decidido realizarla, esperaba a medias que algo lo detuviera o que se lo impidiera la presencia de pescadores o algún viajero que viniera por la orilla. Si llegaban los pescadores, pensaba Kelderek, él habría de tomarlo como un presagio: los llamaría y les pediría que lo llevaran de vuelta a Lak en su canoa. Nadie se iba a enterar de nada por ello, pues a nadie se le había dicho lo que él intentaba hacer. En verdad era esencial, para su propósito, que nadie supiera.

Si la Tuguinda aún estaba viva, él sabía que Melathys nunca la iba a dejar. Habría de permanecer en Zeray, desafiando los peligros de este maléfico lugar; y si la Tuguinda se recobraba más adelante, la iba a acompañar a Lak, no para escapar de Zeray, sino tan sólo para estar más cerca de Shardik, tal vez para buscarlo ella misma. Pero si la Tuguinda moría —o si ya estaba muerta— a Melathys, aunque no era ya sacerdotisa de Quiso, no se la iba a poder convencer de que no debía asumir ahora el deber de la Tuguinda de encontrar a Shardik; incluso, reflexionó amargamente, de tratar de adivinar la voluntad de Dios en cualesquiera accidentes que pudieran sobrevenir en los últimos días de un animal moribundo y feroz. Este residuo de una religión árida y sin sentido, que ya le había traído tantas penas, se levantaba entre él y la única posibilidad que tal vez iba a tener de escapar de Zeray con la mujer que amaba.

¡Y qué animal! ¿Pudo haber un tiempo, en verdad, en que él había amado a Shardik? ¿Era cierto que él había desafiado a Bel-ka-Trazet por amor a él, que lo había considerado la encamación del Poder de Dios y le había rezado para que aceptara su vida? Lak, adonde él había llegado al mediodía del día anterior y dónde había pasado la noche, estaba llena de odio por Shardik, como un fuego está lleno de calor. Allí solo se hablaba de la maldad, la astucia, y la ferocidad del oso. Era más peligroso que la inundación, más imprevisible que la peste, una maldición como ninguna aldea había conocido nunca. Había destruido no solo animales sino que, perversamente, había roto la labor paciente de meses: empalizadas, cercos, cobertizos, jaulas, estanques de pesca. La mayoría creía que era un diablo y le temía en consecuencia. Dos hombres, cazadores experimentados, que se habían arriesgado a internarse en la selva con la esperanza de atraparlo o de matarlo, habían sido hallados sin vida: era claro que él los había tomado de sorpresa. Los pescadores que lo habían visto en la orilla estaban todos de acuerdo en que habían sentido algo maligno en su presencia, como la de una serpiente o una araña venenosa.

Kelderek, mostrando el sello de Bel-ka-Trazet pero diciendo tan sólo que había, sido enviado desde Zeray a buscar ayuda para proyectar un viaje al Norte de los sobrevivientes de la casa dpi Barón, había hablado con el notable principal del pueblo, un hombre de edad que evidentemente sabía poco o nada de Bekla, de la religión de Ortelga o de su guerra con la lejana Yeldashay. A Kelderek, como hombre de Bel-ka-Trazet, le había mostrado una cortesía cautelosa, y le había hecho preguntas, tan acuciosas como creyó poder hacerlas, sobre el estado de las cosas en Zeray y lo que posiblemente iba a ocurrir en ese lugar. Era claro que pensaba que, muerto el Barón, había muy poco que ganar al ayudar a la mujer del Barón.

—En cuanto a ese viaje al Norte —dijo gesticulando, mientras se rascaba entre los hombros y haciendo una serial a un sirviente para que le sirviera a Kelderek un vino acre y turbio— no hay razón para intentarlo mientras nosotros estemos en esta penosa situación. Los hombres no querrán internarse en la selva o hacer incursiones por la orilla. Se podría hacer si el animal se alejara, o si muriera… —Se quedó callado, contemplando el suelo y meneando la cabeza. Después de un rato continuó:

—He pensado que en pleno verano… durante los calores… podríamos tal vez incendiar la selva, pero eso sería demasiado peligroso. El viento… suele soplar hacia el Norte. —Se interrumpió de nuevo y después añadió:

—Linsho, ¿no quieres ir a Linsho? La gente que ellos dejan pasar por Linsho son los que pueden pagar. Es así como subsisten los que allí viven. —En su voz había una nota de envidia.

—¿Y si cruzáramos el río? —preguntó Kelderek, pero el jefe se limitó a menear la cabeza una vez más—. Un lugar desierto… Te roban y te matan. —De repente levantó la mirada: sus ojos eran claros como la luna cuando emerge detrás de unas nubes—. Si empezáramos a llevar hombres a través del río, la cosa llegaría a ser sabida en Zeray. —Y arrojó la borra de su vino sobre el suelo mugriento.

Fue mientras estaba echado y despierto antes del amanecer (y rascándose tan ágilmente como el notable) que el proyecto desesperado y secreto entró en su mente. Si Melathys iba a ser alguna vez suya sola, entonces Shardik tenía que morir. Si él se ponía a esperar que Shardik muriera, iba a ser muy posible que Melathys muriera antes. Debía saberse que Shardik estaba muerto —las noticias iban a llegar a Zeray— pero no debía saberse que había muerto de muerte violenta. Sólo el jefe debía ser informado de esto antes de que la cosa se llevara a cabo. La condición para él debía ser el secreto, y el precio de Kelderek, pagable ante la presentación de las pruebas del éxito, una escolta hasta Linsho para él, las dos mujeres y su sirviente, junto con cualquier otra cosa que fuera necesaria para pagar el paso a través de la Quebrada.

Una hora más tarde, mientras seguía reflexionando en su plan sin decir nada del lugar adonde iba, tomó el camino del Norte a lo largo de la orilla. Si Shardik había dejado algunas huellas, había que encontrarlas sin guía. Matarlo, en el caso de que fuera posible, iba a ser la más difícil y peligrosa de las tareas, una tarea que no se podía emprender sin previo conocimiento de los alrededores de la selva y los lugares que frecuentaba el oso en sus idas y venidas en tomo a Lak. Al llegar a la primera de las calas, entre las lomas que parecían islas, Kelderek inició una cuidadosa búsqueda de huellas, excrementos y algunos otros indicios de la presencia de Shardik.

El poder de Shardik se estaba debilitando, se hundía, se desvanecía. Su muerte estaba decretada, era requerida por Dios. ¿Por qué, entonces, su sacerdote no habría de acelerar lo inevitable? Y, sin embargo, al aproximarse a él como enemigo —con intención de matarlo— pensó en quienes lo habían hecho, en Bel-ka-Trazet, en Guel-Ethlin, en Molí o, en los que guardaban los Estreles de Urtah. También pensó en Gued-la-Dan que había intentado, temerariamente, imponer su voluntad sobre Quiso. Y entonces, en el mismo momento de darse vuelta, de abandonar su resolución, volvió a ver el rostro manchado de lágrimas de Melathys, que se levantaba hacia el suyo a la luz de la lámpara, y sintió su cuerpo apretado contra el suyo, ese cuerpo vulnerable que permanecía en Zeray como una oveja abandonada por pastores en una colina olvidada. Ningún peligro, natural o sobrenatural, era demasiado grande para ser enfrentado si con ello él lograba llegar a tiempo para salvar la vida de ella y convencerla de que nada era más importante que el amor que ella sentía por él. Luchando contra su cre-ciente sensación de molestia, continuó pacientemente la búsqueda.

Un poco antes de mediodía, al llegar al extremo de uno de los promontorios parecidos a islas, vio debajo un estanque en la boca de una ría. Se acercó a la ribera, se arrodilló a beber entre las piedras y, al levantar la cabeza, vio inmediatamente ante él, a la distancia de unos metros, sobre la orilla barrosa de la ría, unas huellas de oso, claras como un sello sobre cera. Mirando en derredor, quedó casi convencido de que éste era el lugar del que habían hablado los pescadores. Era evidentemente un bebedero habitual, marcado tan claramente por el oso que incluso un niño habría notado los signos; y sin duda había sido visitado por el animal el día anterior.

El haber visto las huellas antes de que sus propios pies hubieran marcado el barro fue un golpe de suerte que iba a convertir en un simple juego de paciencia el ver al oso mismo. Lo que le hacía falta era un lugar seguro en donde esconderse y observar. Chapaleando en las aguas playas, avanzó hasta la ría siguiente, a una distancia de una pedrada del estanque en donde se había arrodillado a beber. Desde aquí volvió a trepar al promontorio hasta el árbol de ollaconda y, cerciorándose de que podía observar la orilla de la ría, se echó entre las raíces a esperar. El viento, como había dicho el notable, venía del Norte, la selva a su izquierda era tan densa que nadie podía acercarse sin ser oído y, en último término, siempre podía tomar hacia el río. Aquí estaba tan protegido como se podía estarlo, dentro de lo razonable.

A medida que pasaba lentamente el tiempo, con el movimiento de las nubes, el zumbido del viento y los gritos roncos y repentinos de las aves sobre el río, Kelderek se puso a pensar en la forma en que podría matar a Shardik. Si no se había equivocado y éste era un lugar adonde el oso venía regularmente a beber, la oportunidad que se le ofrecía era buena. Nunca había tomado parte en una cacería de osos, y tampoco había oído hablar de ninguna, salvo el noble beklano de quien le había hablado Bel-ka-Trazet, y que lo había intentado. Por cierto, un arco solitario parecía demasiado peligroso e inseguro. El beklano pudo haber pensado muchas cosas treinta años antes, pero él no creía que fuera posible matar a un oso con este único medio. El veneno tal vez fuera apropiado, pero no lo tenía. Tratar de fabricar alguna clase de trampa era completamente absurdo. Cuanto más pensaba en las dificultades, más forzado se veía a la conclusión de que el asunto era imposible a menos que la vitalidad y la fuerza del oso estuvieran tan debilitadas que él pudiera retenerlo con una cuerda bastante larga y traspasarlo con flechas. Pero ¿cómo se ata a un oso? Otras ideas extravagantes le pasaron por la mente: capturar serpientes venenosas y, de algún modo, hacerlas caer desde arriba en bolsas, mientras el oso bebía; colgar una lanza pesada y… Se interrumpió, lleno de impaciencia. Todo lo que podía hacer por el momento era esperar al oso, observar el estado en que estaba, su comportamiento, y ver si se presentaba alguna idea en el momento.

Fue tal vez tres horas más tarde, cuando él ya había abandonado un poco su vigilancia, apoyaba la frente sudorosa en un brazo y se preguntaba, al cerrar los ojos para defenderlos del resplandor del río, cómo se las arreglaría Ankray para conseguir más comida cuando se consumiera la que había en casa, que oyó ruidos como de un animal que se acercara entre los matorrales más allá de la cala. En el momento siguiente —tan tranquila y tan rápidamente pueden materializarse los acontecimientos más fatídicos y más largamente esperados— Shardik estaba delante de él, sentado en el borde del estanque.

El mugriento, desgreñado animal, estaba demacrado, como hambriento. Su piel parecía una lona sostenida torpemente sobre la estructura de sus huesos. Los movimientos tenían un cansancio vacilante, trémulo, como los de un viejo mendigo, gastado por los rechazos y la enfermedad. La herida de la espalda, a medias curada, estaba cubierta con una costra lívida, rajada, que se abría y cerraba a cada movimiento de la cabeza. La herida abierta y supurante de la nuca estaba inflamada y como rasguñada por las uñas del animal. Los ojos inyectados en sangre miraban ferozmente a todos lados, como buscando alguien sobre quien vengar su miseria; pero al poco tiempo la cabeza, en el acto mismo de beber, cayó hacia adelante en las aguas playas como si mantenerla erguida fuera un trabajo demasiado penoso.

Por último el oso se levantó, y, mirando hacia uno y otro lado, clavó la mirada en la maraña de raíces entre las que se había escondido Kelderek. Pero no vio nada, al parecer, y, mientras Kelderek lo seguía contemplando a través de una angosta abertura, se dio cuenta que al animal le interesaba menos lo que podía ver que lo que podía oír y oler en el aire. Aunque no lo había percibido en su escondite, algo lo estaba intranquilizando al parecer, algo en la selva y que no estaba lejos. Si esto era así, era evidente que, de todos modos, no estaba tan perturbado, ya que no se iba. Por cierto tiempo permaneció en el agua playa, dejando caer más de una vez la cabeza como antes, con el objeto —según entendió Kelderek— de lavar y refrescar la herida que tenía en la nuca. Luego, ante su gran sorpresa, el animal empezó a vadear desde el estanque hasta las aguas más profundas. Kelderek lo contempló, asombrado, avanzar hacia una roca que estaba más entrada sobre el río. El pecho del animal, ancho como una puerta, se sumergió, luego sus hombros y finalmente, aunque con dificultades, nadó hasta la roca y emergió apoyándose en el borde. Aquí se sentó y se puso frente a la lejana orilla oriental. Después de un rato pareció que iba a zambullirse en la corriente, pero por dos veces se detuvo. Luego una especie de desgano pareció apoderarse de él. Se rascó distraídamente y se echó sobre la roca, como podría hacerlo un perro viejo, casi ciego, en el polvo, cubriéndose la cara con las patas delanteras. Kelderek recordó que la Tuguinda había dicho: «Está tratando de volver a su país. Quiere llegar al Telthearna y lo cruzará si puede». Y si una criatura como esta es capaz de llorar, entonces Shardik estaba llorando.

Ver el fracaso de la fuerza, la ferocidad que se vuelve indefensa, el poder y el dominio marchitados por el dolor como las plantas por la sequía no sólo suscita piedad sino también —y tan naturalmente— aversión y desprecio.

Ante la vista interior de Kelderek surgió una vez más la figura de Melathys, de pie, en la luz del poniente, Melathys la que había sido inalcanzable, la que dos días antes había tenido él en sus brazos y que le había dicho, con lágrimas, que lo amaba; ella, que con alegre valor había asumido tan levemente los peligros y el mal en que él se había visto obligado a dejarla; ella, que en sí misma compensaba, y con mucho, su perdido reino y su fortuna desaparecida. Nuevamente nació en él odio contra la bestia sarnosa y decrépita que estaba sobre las rocas, fuente e imagen de la superstición que había convertido a Melathys en un puta de bandoleros y a Bel-ka-Trazet en un fugitivo, que había llevado a la Tuguinda a los umbrales de la muerte y ahora se levantaba entre él y su amor. ¡Y esta maldita criatura todavía tenía poder para frustrarlo y arrastrarlo a los abismos con él! Y cuando pensó en todo lo que había perdido y en todo lo que aún podía perder —que probablemente iba a perder—, cerró los ojos y se mordisqueó la muñeca, presa de colérica frustración.

«¡Maldito seas!», gritó en el silencio de su corazón. «¡Maldito seas, Shardik, y tu supuesto Poder de Dios! ¿Por qué no nos salvas de Zeray a nosotros, que hemos perdido todo lo que poseíamos por ti, a nosotros, a quienes has arruinado y engañado? No: no puedes salvamos. ¡Ni siquiera puedes salvar a las mujeres que te han servido con sus propias vidas! ¿Por qué no te mueres y dejas libre el camino? ¡Muere, muere, Shardik, muere!».

De repente llegó a sus oídos algo parecido a tenues sonidos de palabras humanas, proveniente del interior de la selva. Sintió miedo, pues desde la noche en el campo de batalla había quedado en él un horror a las voces distantes de personas invisibles. Eran extraños ruidos, misteriosos y no fáciles de explicar, parecidos no tanto a voces de hombres como a voces de niños, de niños que lloraran, doloridos o angustiados. Se puso de pie de golpe y, al hacerlo, oyó, más alto que las voces, el ruido de un cuerpo que golpeaba contra el agua, muy cercano. Miró hacia atrás y retrocedió horrorizado al ver que el oso estaba subiendo la ribera del río. El animal lo miraba con ojos brillantes. Se sacudió el agua de la piel y le mostraba ferozmente los dientes. Presa de pánico, se volvió y trató de abrirse camino entre los matorrales, rompiendo las enredaderas y la maleza que encontraba por delante. No podía saber si el oso lo estaba persiguiendo. No se atrevía a mirar atrás, pero proseguía siempre hacia arriba; y apenas sentía los arañazos y las heridas que cubrían sus miembros. De repente después de abrirse paso en una maraña de ramas entrecruzadas, se encontró con que le faltaba el suelo bajo los pies. Se agarró a una rama que se partió bajo su peso, perdió el equilibrio y cayó hacia adelante por la empinada pendiente de la cala, que cerraba el promontorio por su lado de tierra. Golpeó con la frente la raíz de un árbol y rodó inconsciente sobre el suelo, boca abajo y a medias inmerso en el barro y las aguas playas.