Kelderek se lanzó tras su espada, corrió y levantó los cerrojos; Ankray, con la espada desenvainada en la mano, agachó la cabeza y entró de espaldas en el patio, dejando caer su bolsa del hombro cuando Kelderek cerró el portón.
—Espero que todo ande bien, señor, para ti y las sacerdotisas —dijo, extrayendo la daga de su cinturón y sentándose en el borde del aljibe para quitarse sus perniles embarrados—. Hice lo que pude por volver lo más pronto posible, pero hay mucho que andar en este torcido país.
Kelderek, al no encontrar nada que decir, se limitó a asentir con la cabeza; luego, deseando no parecer distante a este buen hombre que había arriesgado su vida por ellos, le puso una mano en el hombro y sonrió.
—No, aquí no ha pasado nada —dijo—. Es mejor que entres, te laves y bebas algo. Déjame que te recoja la bolsa… Eso es ¡Caramba!
—¡Qué pesada! ¿Entonces no te ha ido demasiado mal?
—Bueno… sí y no —contestó Ankray, agachándose para entrar al pasillo—. Pude recoger unas pocas cosas, por cierto. Tengo un poco de carne fresca, en caso de que la sacerdotisa quiera comer algo esta noche.
—Yo la cocinare —dijo Melathys, trayendo un recipiente de agua caliente, con hierbas maceradas, que puso en el suelo—, ya has hecho bastante por un día. No, no seas tonto, Ankray: te voy a lavar los pies y basta. Quiero echarles un vistazo. Para empezar, hay un tajo. Quédate quieto.
—Hay tres botijos de vino llenos en esta bolsa —dijo Kelderek, mirando dentro— y también hay carne, dos quesos y unos panes. Aquí hay aceite y… ¿qué es esto? ¿Tocino? Y un poco de cuero. Tienes que ser fuerte como cinco bueyes para arrastrar todo esto por quince kilómetros.
—Cuidado con los anzuelos y las hojas de los cuchillos, señor —dijo Ankray—. Están flojos, pero yo sé dónde los pongo.
—Bueno, sean cuales fueren tus noticias, comamos primero —dijo Kelderek—. Si este es el Sí, lo mejor es que le saquemos el mejor provecho posible antes de que empieces por el No. Vamos, bebe un poco de este vino que has traído. ¡A tu salud!
Había pasado más de una hora: se había cocinado y se había comido. Ankray y Kelderek, después de salir para echar un vistazo a la casa, probar los postigos trancados desde afuera, y cerciorarse de que todo estaba en orden, volvieron y se encontraron con que Melathys había retirado dos lámparas de la cocina y las había añadido a la que ya estaba en el cuarto de la Tuguinda. Esta dio la bienvenida a Ankray y le dio las gracias, elogiando su fuerza y su valor y le hizo preguntas con tanta cordialidad que él se puso a hacerle un relato de las aventuras del día, con tanta soltura como si se las estuviera contando al Barón. Ella le dijo que acercara una silla y se sentara, y él lo hizo sin cortedad.
—¿Tienen todavía buenos recuerdos del Barón en Lak? —preguntó Melathys.
—¡Oh, si, Säiyet! —contestó el hombre—. Dos o tres de ellos me preguntaron si yo creía que no había peligro en venir aquí a rendir homenaje a la tumba. Les dije que iba a fijarles un día para que vinieran, así no habría dificultades con el paradero. Ellos, la gente de Lak, tienen muy buena opinión del Barón.
—¿Tuviste oportunidad de decirles lo que ocurrió o de averiguar si podremos ir ahí?
—Bueno, esa es la cosa, Säiyet: no puedo decir que llegué tan lejos. ¿Sabes? No pude hablar ni con el jefe ni con ninguno de los notables. Al parecer, están todos muy ocupados con esta historia del oso. Estaban en una especie de reunión que iba a tratar el punto, y aún seguían en ella cuando yo tuve que volverme.
—¿El oso? —preguntó vivamente Kelderek—. ¿Qué oso? ¿Qué quieres decir?
—Nadie sabe qué hacer con la cosa —replicó Ankray—. Dicen que es brujería. No hay un solo hombre de ellos que no esté asustado, porque en esta región nunca se había visto un oso y, por lo que puedo darme cuenta, éste no es un ser natural.
—¿Qué te dijeron? —preguntó Melathys, con los labios blancos.
—Bueno, Säiyet, parece que desde hace diez días se han puesto a atacar el ganado por las noches. Hay corrales rotos y animales muertos. Una mañana encontraron a un hombre con la cabeza deshecha y otra vez encontraron un tronco de árbol, que tres hombres no hubieran podido mover, que había sido levantado de una brecha que estaba tapando. Hallaron rastros de un animal grande, pero nadie logró saber qué era y todos tienen miedo de indagar. Y hace tres días, algunos hombres estaban pescando cuando, a cierta distancia de la costa, ven al oso que se acerca a beber. Parece que era tan grande que no podían creer a sus propios ojos. Dijeron que estaba flaco y enfermo, al parecer, aunque feroz y temible. Los miró desde la otra orilla y se fue sin mas. Los hombres con los que hablé están seguros de que es un demonio; en cuanto a mí, yo no le tendría miedo, porque creo que es bastante claro quién es.
Ankray guardó silencio. Ninguno de sus oyentes habló y él prosiguió.
—Es un oso que hirió al Barón cuando éste era joven; y cuando nos fuimos de Ortelga después de la lucha. Todo aquello tuvo que ver con brujerías y un oso, o por lo menos es lo que yo siempre entendí. El Barón solía decirme: «Ankray», me decía, «me habría ido mejor si hubiera sido un oso. Me gustaría haberlo sido: es la mejor manera de hacer un reino con nada, créeme». Por supuesto, yo creía que estaba bromeando, pero ahora… Bueno, Säiyet, si hay un hombre que vuelve a aparecer en forma de oso, ese hombre tiene que ser el Barón, ¿no te parece? Los que lo vieron dicen que estaba horriblemente lastimado y herido, desfigurado y todo machucado en el pescuezo y los hombros… creo que esto es la prueba. Ahora en Lak no hay nadie que se anime a alejarse mucho; tienen el ganado acorralado y mantienen hogueras encendidas toda la noche. No hay ninguno que se anime a salir a cazar al oso. Hasta corre un extraño rumor que dice que ha salido vivo del infierno.
La Tuguinda habló.
—Gracias, Ankray. Hiciste muy bien y entendemos perfectamente por qué no pudiste hablar con el jefe. Te has merecido un buen sueño. No hagas nada más esta noche. ¿Estamos?
—Está bien, Säiyet. Ninguna molestia, por cierto. Buenas noches, Säiyet. Buenas noches, señor.
Se fue, llevando la lámpara que Melathys le pasó en silencio. El ruido de sus pasos se fue desvaneciendo pero, Kelderek seguía inmóvil, mirando el piso como un hombre que, en una posada o en una tienda, espera que, escondiendo la cara, no habrá de reconocerlo algún acreedor o enemigo que ha entrado inesperadamente. En la otra habitación un leño cayó al fuego y, a través de los postigos, llegó el ruido cristalino y repetido del croar de las ranas. Kelderek seguía sentado y nadie hablaba. Cuando Melathys cruzó la habitación y se sentó en el banco que estaba junto a la cama, Kelderek se dio cuenta que su actitud se había vuelto poco natural, y forzada, como la de un perro que, por miedo a un rival, se mantiene rígido contra la pared. Y, sin mirar directamente a las mujeres, se puso de pie, tomó la segunda lámpara del estante que tenía a un lado y se acercó a la puerta.
—Voy… voy a volver… Hay algo… dentro de poco…
Había puesto la mano en el picaporte, y, por un instante, con una mirada involuntaria, vio el rostro de la Tuguinda sobre la pared en sombras. Los ojos de ella encontraron los suyos: él los apartó. Salió, cruzó la otra habitación y, fue al cuarto en que dormía y una vez aquí apagó la lámpara y se quedó parado como una vaca en un campo.
¿Qué ascendiente, qué poder retenía Shardik sobre él? ¿Había sido en verdad por propia voluntad o por la de Shardik que él había dormido junto al oso en la selva, se había zambullido de cabeza en las profundidades del Telthearna y finalmente se había alejado de Bekla y de su reino, a través de terrores y humillaciones que nadie podía imaginar, hasta Zeray? Él había creído que Shardik estaba muerto; y si no muerto ya, muriéndose en algún lugar remoto. Pero no estaba muerto y no estaba lejos; y noticias de Shardik habían llegado ahora —¿era por su voluntad que habían llegado?— al hombre a quien Dios había elegido desde el principio para ser despedazado, justamente como había predicho la Tuguinda. A él le habían hablado de sacerdotes de otras tierras que eran prisioneros de sus dioses y sus pueblos, que permanecían aislados en sus templos y palacios hasta el día ritual de su muerte-sacrificio. Él, pese a ser sacerdote, no había conocido estas cárceles. Pero ¿había sido engañado al imaginar que estaba en libertad de renunciar a Shardik, de huir para salvar su vida, de tratar de vivir entera y únicamente para la mujer que amaba?
Se sobresaltó al oír unos pasos y en el instante siguiente Melathys entró al cuarto, que estaba en penumbra. Sin decir una palabra él la tomó en sus brazos y la besó una y otra vez —sus labios, sus cabellos, sus párpados— como si quisiera esconderse entre los besos, como un animal perseguido entre las hojas verdes. Ella se aferraba a él, no decía nada, respondía con su simple docilidad, como alguien que se baña en un manantial y elige para su placer permanecer bajo la cascada que sobre él se precipita, sin dejarlo respirar. Finalmente él se tranquilizó y, acariciándole el rostro con las manos sintió en sus dedos las lágrimas que la luz de la lámpara no habían revelado.
—Amor mío —murmuró—, princesa mía, hermosa joya mía, ¡no llores! Te sacaré de Zeray. Pase lo que pase, nunca, nunca te dejaré. Nos iremos y llegaremos a algún lugar seguro, para los dos. ¡Pero créeme! —él sonrió—. No tengo nada en el mundo y todo lo sacrificaré por ti.
—Kelderek —ella lo besó ahora suavemente, tres o cuatro veces, y luego apoyó la cabeza en el hombro de él—. Querido mío. Mi corazón es tuyo hasta que el sol se apague. Oh, ¿ha habido alguna vez un lugar más tétrico, una hora más espantosa para declarar el amor?
—¿Cómo podría ser de otro modo? —contestó él—. ¿Cómo dos seres como nosotros podríamos haber descubierto que somos amantes, salvo encontrándonos en el fin del mundo, donde todo el orgullo se ha perdido y todos los rangos y posiciones se dejan de lado?
—Me adiestrare para tener esperanza —dijo ella—. Rezaré por ti todos los días cuando no estés. Pero envíame noticias en cuanto puedas.
—¿Irme? —contestó él—. ¿Adónde?
—¡A Lak! ¡Con el Señor Shardik! ¿A qué otro lugar?
—Querida —dijo él— tranquiliza tu espíritu. He prometido que nunca te dejaré. He terminado con Shardik.
Al oír esto ella se puso de pie y, extendiendo hacia atrás los dos brazos, con las palmas apoyadas en la pared, lo miró incrédulamente.
—Pero… pero tú oíste lo que dijo Ankray… ¡todos lo oímos! El Señor Shardik está en la selva cerca de Lak… herido, ¡tal vez muriéndose! ¿No crees que es el Señor Shardik?
—Una vez, ¡ay!, no hace mucho, quise buscar la muerte a manos de Shardik por el daño que le había hecho a él y a la Tuguinda. Ahora quiero vivir por ti, si me aceptas. Oye, querida. El día de Shardik ha terminado para siempre. Y, por todo lo que sé, los días de Bekla y de Ortelga también. Estas cosas no tienen por qué preocupamos ahora. Nuestra tarea es conservar nuestras vidas —las vidas de esta casa— hasta que vayamos a Lak, y entonces ayudar a la Tuguinda a volver a Quiso. Después de esto seremos libres, ¡tú y yo! Iremos a Deelguy o a Terekenalt… más lejos si quieres. A cualquier parte en donde podamos vivir una vida tranquila y humilde, vivir como la gente sencilla que nacimos para ser. Tal vez Ankray vendrá con nosotros. Si tenemos resolución, tal vez tendremos oportunidad de ser felices finalmente, lejos de estas cargas que el espíritu de los hombres no ha sido hecho para soportar, de estos misterios que no están hechos para que uno hurgue en ellos.
Ella meneó lentamente la cabeza, mientras las lágrimas caían de sus ojos.
—No —murmuró— no. Debes ir a Lak mañana a la madrugada y yo debo quedarme aquí con la Tuguinda.
—Pero… ¿qué debo hacer?
—Eso se te mostrará. Pero ante todo debes mantener un corazón humilde y receptivo y la voluntad de escuchar y obedecer.
—No es nada más que superstición y locura —exclamó él—. ¿Cómo puedo yo, justamente yo, seguir siendo un siervo de Shardik, yo, que lo he perjudicado y maltratado más que ningún hombre… más que el mismo Ta-Kominion? Piensa tan sólo en el peligro que hay para ti y la Tuguinda en permanecer aquí con nadie más que Ankray. Este lugar está ahora lleno de peligros. En cualquier momento va a ser como si cincuenta Glabrones se hubieran levantado de la tumba…
Al oír esto ella gritó y se dejó caer al suelo, sollozando amargamente y cubriéndose la cara con los brazos, como si quisiera tapar estas palabras intolerables. Afligido, él se arrodilló a su lado, le acarició los hombros, le habló como se habla a un niño y trató de levantarla. Finalmente ella se incorporó, cabeceó con una especie de cansada desesperanza, como si ya aceptara lo que él había dicho de Glabrón.
—Ya sé —dijo ella—. Estoy loca de miedo ante la idea de Zeray. Nunca podría sobrevivir eso de nuevo… no ahora. Pero de todas maneras debes irte. —De repente, pareció que tomaba valor, como si realizara un acto forzado por propia voluntad—. No vas a estar mucho tiempo solo. La Tuguinda se recuperará y entonces iremos a Lak y te encontraremos. ¡Lo creo! ¡Lo creo! ¡Oh, querido, como lo deseo… como rezo para que esto sea así! Será la voluntad de Dios.
—Melathys: te digo que no voy. Te quiero. No te voy a dejar en este lugar.
—Uno u otro de nosotros le fallamos al Señor Shardik alguna vez —contestó ella—. Pero no lo haremos de nuevo… no ahora. Él nos ofrece a los dos redención y, ¡por los Arrecifes!, lo haremos, ¡aunque esto signifique la muerte! —Tendiéndole las manos, ella lo miró con la autoridad de Quiso en la cara, pese a que la llama de la pálida lámpara dejaba ver huellas de lágrimas en sus mejillas.
—Vamos, mi querido y único amado, volveremos ahora con la Tuguinda y le diremos que tú irás a Lak.
Por un instante él vaciló. Luego se encogió de hombros.
—Está bien. Pero te advierto que voy a decir lo que pienso.
Ella recogió la lámpara y él la siguió. El fuego había disminuido mucho, y, cuando pasaron junto al cerco, él pudo oír el chasquido diminuto, evanescente, agudo, de las piedras que se enfriaban y los rescoldos que se apagaban. Melathys dio unos golpes en la puerta del cuarto de la Tuguinda; esperó unos instantes y luego entró. Kelderek la siguió. El cuarto estaba vacío.
Melathys, apartándolo a un lado en medio de su apresuramiento corrió hasta el portón del patio. Él gritó:
—¡Espera! No hay necesidad de… —Pero ella ya había levantado las trabas y, cuando él llegó al portón, vio la llama de la lámpara de ella del otro lado del patio, tranquila en el aire sereno. La oyó llamar y corrió. El cerrojo de la puerta exterior estaba en su lugar, pero la tranca había sido levantada. Sobre la madera, dibujado a la disparada, al parecer, con un palo chamuscado, se veía un signo en forma de estrella.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Es el signo grabado en la piedra Tereth —murmuró ella, abstraída—. Invoca el Poder de Dios y su protección. Sólo la Tuguinda puede trazarlo sin sacrilegio. ¡Oh, Dios! No pudo trancar los cerrojos, pero pudo hacemos esto antes de irse.
—¡Pronto! —gritó Kelderek—. ¡No puede estar lejos! —Atravesó corriendo el patio y golpeó en los postigos, gritando:
—¡Ankray, Ankray!
La luna daba bastante luz y no tuvieron que ir lejos. La Tuguinda estaba en el lugar en donde había caído, a la sombra de una pared de barro a medio camino de la costa. Cuando ellos se acercaban, dos hombres que estaban inclinados sobre ella se alejaron, sigilosos como gatos. Tenía un moretón extenso en la nuca y estaba sangrando por la boca y la nariz. La capa que se había echado sobre sus ropas, sumariamente puestas, estaba en el barro, a unos pies de distancia, donde los hombres la habían tirado.
Ankray la recogió como si hubiera sido una niña y juntos volvieron todos: Kelderek con el cuchillo en la mano se daba vuelta todo el tiempo para cerciorarse que no los seguían pero nadie los molestó y Melathys estaba esperando para abrir el portón del patio. Una vez que Ankray dejó a la Tuguinda sobre la cama, la muchacha la desnudó y no encontró ninguna lastimadura grave, salvo el golpe en la base del cráneo. Melathys veló a la cabecera toda la noche, pero al amanecer la Tuguinda no había recobrado la conciencia.
Una hora más tarde Kelderek, armado y provisto de dinero, de alimentos y del anillo sellado de Bel-ka-Trazet, partió hacia Lak.