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El Kynat

Al abrir los ojos a la mañana siguiente, Kelderek supo sin más que había sido despertado por un ruido desacostumbrado. Con incertidumbre, se quedó quieto, como al acecho de un animal. De repente el raído se oyó de nuevo, tan cercano que tuvo un sobresalto. Era la llamada del Kynat: dos notas tersas aflautadas, la segunda más alta que la primera, seguidas de un trino que se interrumpía de golpe. Y en ese instante mismo estuvo de vuelta en Ortelga, vio el fulgor del Telthearna reflejado en el interior del techo de la cabaña, sintió el olor de la leña verde y oyó a su padre que silbaba mientras afilaba el cuchillo en una piedra. El hermoso pájaro, purpúreo y dorado, llegaba al Telthearna en la primavera, pero raras veces se quedaba y continuaba viaje hacia el Norte. A pesar del maravilloso plumaje, matarlo traía mala suerte, pues con él venía el verano y distribuía bendiciones, anunciando las buenas nuevas a todos «¡Kynat, Kynat! ¡Cherrrr-ak!» («Kynat, Kynat, dirá»). Héroe bienvenido y propicio de muchas canciones y sagas, se lo oía y se lo bendecía durante un mes, y después se iba dejando detrás, como un regalo, la mejor estación del año. Al acecho y mordiéndose el labio inferior, Kelderek se acercó a la ventana, levantó sigilosamente el grueso barrote, abrió una hendija en el postigo y miró hacia afuera.

El Kynat, a menos de unos diez metros de distancia, estaba parado en el caballete del techo, del otro lado del patiecito. El vivo púrpura del pecho y de la espalda brillaba en la primera luz del sol, más espléndido que un estandarte de emperador. La cresta, de púrpura y oro, estaba erecta, y el amplio despliegue de la cola, con plumas bordeadas de oro, se abría sobre el declive gris de las tejas, refulgentes como una mariposa posada en una piedra. Visto de tan cerca el pájaro era increíblemente hermoso, con un esplendor que estaba más allá de todo lo que él había visto. El crepúsculo sobre el río, la orquídea colgante en la sombra mohosa, las llamas translúcidas y coloreadas del incienso y las resinas de los templos, ondulando en sus cuencos de cobre… nada podía sobrepasar a este pájaro, desplegado en el silencio matinal como un testamento, un ejemplar visible de la belleza y la humildad de Dios. Mientras Kelderek lo contemplaba, abrió repentinamente las alas, dejando ver el plumón azafranado de debajo de las alas, abrió el pico y llamó de nuevo: «¡Kynat, Kynat, dirá!». Después se fue en dirección Este, hacia el río.

Kelderek abrió el postigo y quedó deslumbrado bajo el sol que acababa de iluminar la pared. En ese mismo instante otro postigo se abrió y Melathys, en camisón, con los brazos desnudos y el largo pelo suelto, se asomó a la ventana, como tratando de seguir con la mirada el vuelo del Kynat. Ella, al ver a Kelderek, se sobresaltó un segundo y luego, sonriendo, señaló en silencio al pájaro, como un niño a quien los gestos le son más naturales que las palabras. Kelderek asintió y levantó la mano, haciendo la señal utilizada por los mensajeros de Ortelga y los cazadores que vuelven para indicar buenas nuevas. Comprendió que ella, como él, había sentido el accidente de ser vista semidesnuda como algo que se aceptaba sencillamente entre ellos; no que no tuviera importancia, como no la habría tenido en medio de la conmoción de un incendio o algún otro desastre, sino que su significado quedaba alterado, como si la ocasión fuera festiva y cambiara el impudor en feliz extravagancia, adecuada a la ocasión. Para decirlo sencillamente, él pensó que el Kynat la había sacado de sí misma porque ella no era esa clase de mujer. Y cuando este pensamiento le pasó por la cabeza, también comprendió que él ya no pensaba en ella como la mujer que una vez había sido sacerdotisa de Quiso o esposa de Bel-ka-Trazet. La forma en que él entendía había sobrepasado estas imágenes, que ahora se abrían como puertas y lo hacían entrar en una realidad interior más cálida e indivisa. A partir de ahora, en su mente, Melathys habría de ser una mujer que él conocía y, cualquiera fuera el frente que ella presentara al mundo, él como ella, lo iba a ver desde el interior, consciente de mucho, sino todo, que quedaba oculto a los demás. Notó que estaba temblando. Rió y se sentó en la cama.

Lo que había ocurrido —él lo sabía— encerraba una contradicción. Después de todo lo que había sufrido, ella sin duda sentía impaciencia ante las ideas convencionales de pudor. En cualquier caso, su conducta era motivada por sensibilidad y no por inmodestia. Llevada por su admiración al Kynat, había sabido muy bien que él iba a entender que esto no era una invitación, en el sentido que Thrild o Rúvit lo habrían entendido. Ella había estado segura de que él iba a aceptar lo que había visto como parte del placer en común que habían tenido en ese instante. Ella no se habría comportado de esta manera delante de otro hombre De tal modo que en realidad había habido una invitación en un nivel más profundo de confianza, en el cual la formalidad e incluso la corrección podían ser usadas o apartadas enteramente según sintieran ellos que favorecía o perjudicaba el mutuo entendimiento. Dentro de este marco, el deseo podía esperar para encontrar su lugar señalado.

Hasta este punto, aunque era nuevo para él y fuera de cualquier experiencia que él hubiera tenido de los tratos entre hombres y mujeres, Kelderek entendía. Su excitación se intensificó. Tenía sed de Melathys, de su voz, de su compañía, de su mera presencia, con exclusión de todo lo demás. Tomó la decisión de salvar la vida de ella y la suya propia, sacarla de Zeray, dejar para siempre detrás las guerras de Ikat y de Bekla, la agria vocación que le había caído encima sin buscarla y la esperanza estéril que había albergado una vez de descubrir el gran secreto que habría de ser impartido por medio de Shardik. Llegar a Lak y desde allí, de algún modo, escapar con la mujer que le había devuelto el deseo de vivir. Si la cosa podía hacerse, él la iba a hacer. Si a ella le era posible amar a un hombre, él habría de ganarla con un fervor y una constancia que no tendrían igual. Se puso de pie, extendió las manos y empezó a rezar con apasionada gravedad.

Se oyó un leve bastonazo en el embaldosado del patio. Kelderek se volvió, sobresaltado, y vio a Ankray que estaba de pie junto a la ventana, con capa y encapuchado, con una bolsa sobre el hombro, una espada en el cinto y una especie de jabalina o de daga. Se llevó un dedo a los labios y Kelderek fue hacia él.

—¿Te vas a Lak? —preguntó.

—Sí, señor. La sacerdotisa me ha dado un poco de dinero, que yo voy a hacer durar. Tendrás que trancar la puerta detrás de mí. Se me ocurrió que te lo podía decir sin que la sacerdotisa lo supiera: en el camino hay un hombre muerto, un forastero, me parece, tal vez un recién llegado, son los primeros a quienes les ocurre la cosa, en general. Tendrás que ser muy cuidadoso cuando yo no esté. Si yo estuviera en tu lugar, señor, no dejaría solas a las mujeres. No se sabe qué puede ocurrir ahora en esta ciudad.

—Pero ¿no eres tú acaso quien tiene que tener cuidados? —contestó Kelderek—. ¿Crees que debes ir?

Ankray rió.

—Oh, esos a mí no me agarran, señor —dijo—. El Barón siempre decía, «Ankray», decía el Barón, «les vas a dar una y yo los voy a recoger». Bueno, después de todo, no es necesario que los levantes, señor, ¿verdad? De modo que si yo voy y me tiro unos cuantos será lo mismo, señor, ¿verdad?

Aparentemente muy satisfecho con esta muestra de irrebatible lógica, Ankray se recostó cómodamente contra la pared.

—Sí, señor —dijo— el Barón siempre decía: «Ankray, tú los vas a tirar…».

—Te acompañaré hasta el portón —dijo Kelderek, dejando la ventana. Abrió los candados del portón del patio y fue el primero en salir a la calle vacía. El muerto estaba boca arriba, a unos treinta metros de distancia, con ojos abiertos y brazos extendidos. La carne de la cara y de las manos tenían una tonalidad pálida, como de cera. Su postura despatarrada, indecorosa, junto a los pocos jirones de ropa que le quedaban en el cuerpo, hacían que más que un cadáver pareciera un montón de basura, algo roto y desechado. Un dedo había sido cortado, sin duda para robar un anillo, y el muñón mostraba un círculo rojo en la pálida mano.

—Bueno, ya ves como es —dijo Ankray—. Me voy yendo, pues. Si quieres hacerme caso, señor, déjalo ahí: otros se ocuparán de él. De eso puedes estar seguro. Si por cualquier motivo no vuelvo antes de que oscurezca, tal vez podrías tener la bondad de esperar en el patio, como yo esperé anoche. Pero no voy a papar moscas.

Bamboleo la bolsa y se alejó, lanzando miradas muy despiertas en derredor.

Kelderek trancó la puerta y volvió a la casa. Ankray había puesto en orden y barrido la cocina, pero no había encendido el fuego, de modo que Kelderek se estaba lavando con agua fría cuando entró Melathys, trayendo un traje de color rojo oscuro y otros atavíos. Kelderek, con la cabeza inclinada sobre el balde, le sonrió, sacudiéndose el agua de los ojos y las orejas.

—Esto era del Barón —dijo ella— pero esa no es razón para que esté ahí doblado y guardado. Te va a caer mucho mejor que tu ropa de soldado y es mucho más cómoda.

Dejó la ropa, llenó una jarra para la Tuguinda y se fue.

Mientras se vestía, él se preguntó si éste habría sido el traje que llevaba Bel-ka-Trazet cuando había huido de Ortega. Si no lo era, tenía que haberlo robado a algún enemigo eliminado, pues era inconcebible que una túnica como ésta se hubiera obtenido en Zeray. El mismo Elleroth, pensó con malicia, se la habría puesto con confianza. La tela era excelente, pese a estar teñida de rojo oscuro, y el tejido era tan fino que las costuras eran casi invisibles. Como Melathys había dicho, era un traje muy cómodo, flexible y suave, y el solo hecho de tenerlo encima parecía alejarlo un poco de sus tétricos vagabundeos y de los sufrimientos que había tenido que soportar.

La Tuguinda, más flaca, y con los ojos hundidos, estaba sentada, recostada contra la pared de la cabecera de la cama, mientras Melathys la peinaba. Kelderek Je tomó una de las manos entre las suyas y le preguntó si quería que le trajera algo de comer. Ella meneó la cabeza.

—Más tarde —contestó, y después de un rato de silencio:

—Kelderek, gracias por haberme traído a Zeray. Y tengo que pedirte perdón por haberte engañado en un punto.

—¿Por engañarme, Säiyet? ¿Cómo?

—Naturalmente, yo sabía lo que le había ocurrido al Barón. Todas las noticias llegan a Quiso. Contaba con encontrarlo aquí, pero no te lo dije. Me di cuenta que estabas muy abatido y cansado y me pareció mejor no preocuparte más. Pero él no te hubiera hecho daño: ni a ti ni a mí.

—No tienes por qué pedirme perdón, Säiyet, pero ya que lo haces, te lo doy con mucho gusto.

—Melathys me dijo que, ahora que el Barón se fue, no hay posibilidades para nosotros de encontrar ayuda en Zeray.

Ella suspiró profundamente, mirando sus manos iluminadas por el sol sobre la frazada, con una expresión tan decepcionada y sin esperanzas que él tuvo el impulso, como suele ocurrir a los que sienten piedad, de decir más de lo que sabía.

—No te preocupes, Säiyet. Es cierto que este es un lugar de pillastres y algo peor, pero cuando tú estés bien, nos iremos, Melathys, tú, yo y el hombre del Barón. Hay una aldea en el Norte, no lejos, donde creo que podremos hallar refugio.

—Melathys me habló. El sirviente irá hoy a ese lugar. ¿No estará en peligro ese pobre hombre?

Kelderek rió:

—Hay una persona que no teme por él: es él mismo.

La Tuguinda cerró los ojos con aire fatigado, y Melathys puso a un lado el peine.

—Debes descansar ahora, Säiyet —dijo ella—. Y debes tratar de comer algo. Voy a la cocina, porque hay que encender el fuego antes de poder cocinar.

La Tuguinda asintió con la cabeza, sin abrir los ojos. Kelderek siguió a Melathys fuera de la habitación. Una vez que él preparó las ramas, ella las encendió con un fragmento de vidrio curvo que recibía directamente un rayo de sol.

Más tarde, cuando el día, avanzando hacia el cénit, llenó el patio con un calor como de verano, Melathys sacó agua del aljibe, lavó los trapos de cocina y los tendió a secar al sol. De vuelta en la casa sombreada, se sentó en el angosto alféizar, secándose el pescuezo y la frente con un trapo áspero en vez de una toalla.

—En otras partes las mujeres pueden ir a lavar la ropa al río: es algo que se da por supuesto —dijo ella—. Para eso están los ríos: lavado y comadreo. No en Zeray.

—¿Y en Quiso?

—En Quiso éramos menos solemnes que lo que tú puedes suponer. Aunque yo estaba pensando en cualquier aldea o ciudad en donde la gente común y buena puede vivir su vida sin miedo: sí y sin arrastrar la vergüenza detrás de ellos como una cadena. ¿No sería hermoso, no sería como un milagro, ir a un mercado, regatear con el tendero, detenerse en el camino a comer algo que uno ha comprado honrada y decentemente, darle una parte a algún amigó mientras uno comadrea junto al río? Me acuerdo de estas cosas… las muchachas de Quiso estaban muy enteradas de lo que pasaba en la isla, ¿sabes? Desde ciertos puntos de vista éramos más libres que otras mujeres. Ser privados de esos placeres escasos y comunes que la gente honrada da por supuestos: eso es la prisión, eso es el castigo, esa es la pena y la pérdida. Si la gente valorara estas cosas en lo que valen, daría más crédito a la confianza y a la común honradez de las que dependen.

—Tienes ciertas compensaciones. La mayoría de las mujeres no pueden usar esas palabras —contestó Kelderek—. La vida de una muchacha de aldea es muy estrecha: cocinar, tejer, los niños, golpear ropa sobre las piedras.

—Tal vez —dijo ella—, tal vez. Los pájaros cantan en los árboles, encuentran su pareja, se unen, hacen nidos. No saben nada más. —Lo miró sonriendo y tironeando lentamente el trapo a uno y a otro lado de la cabeza—. También es limitada la vida de los pájaros. Pero caza 1uno, ponlo en una jaula y verás si no aprecia lo que ha perdido.

Él tuvo tantos deseos de tomarla en sus brazos que, por unos instantes, la cabeza le dio vueltas. Para esconder sus sentimientos se agachó sobre el cuchillo y terminó de arreglar el anzuelo.

—También cantas —dijo él—. Te he oído.

—Sí. Si quieres, cantaré ahora. A veces cantaba para el Barón.

Ella se levantó, miró subrepticiamente a la Tuguinda, salió del cuarto y volvió con un hinnari sencillo, sin ornamentos, de color de la madera clara de sestuaga, muy gastado en el teclado. Lo puso en manos de él. Estaba combado y bastante desafinado.

—No digas ni una palabra contra él —dijo ella—. Por lo que sé, es el único que hay en Zeray. Lo encontramos flotando en el río. El Barón se metió su orgullo en el bolsillo y suplicó a la gente de Lak que le mandara cuerdas. Si se rompen, no se podrá reponerlas.

Sentándose de nuevo en el alféizar, tironeó un rato las cuerdas, ajustando y forzando los ásperos tonos del hinnari hasta un afinamiento pasable. Luego, mirándose la falda como si cantara para sí misma, entonó la vieja balada de U-Deparioh y de la Flor Plateada de Sharkid.

Al terminar ella guardó silencio y él tampoco dijo nada, porque sabía que no era necesario hablar. Ella tocó distraídamente las cuerdas un rato y, como si siguiera un impulso, de pronto se puso a cantar una ronda, «El gato pescador», que los niños de Ortelga, por generaciones, habían cantado y representado en la orilla. Él no pudo evitar una risa de placer al verse tomado así de sorpresa, porque ni había oído la canción ni había pensado en ella desde que se había ido de Ortelga.

—¿Entonces has vivido en Ortelga? —preguntó él—. No me acuerdo de ti cuando eras niña.

—No la aprendí en Ortelga: la aprendí en Quiso.

—¿Tú fuiste niña en Quiso? —No recordaba lo que Rantzay le había dicho una vez—. Entonces… ¿cuándo…?

—¿No sabes cuándo llegué a Quiso? Te lo diré. Nací en una granja de esclavos en Tonilda, y si llegué a conocer a mi madre, no me acuerdo. Esto ocurrió antes de las guerras de los esclavos, y nosotros no éramos nada más que mercancías que se preparan para ser vendidas. Cuando tenía siete años la granja fue tomada por Santil-ke-Erketlis y los Heldril. Un capitán herido había hecho el viaje hasta Quiso para que lo curara la Tuguinda, y nos llevó a mí y a una chica llamada Bría y propuso educarnos para sacerdotisas. Bría se escapó antes de que llegáramos al Telthearna, y nunca supe qué fue de ella, pero yo me convertí en la hija de los Arrecifes.

—¿Eras feliz?

—¡Oh, sí! Tener un hogar, un pueblo bueno y sabio que te ama y que te cuida, después de formar parte del personal de una granja de esclavos… no puedes imaginar lo que es. Pero el daño que se hace a un niño maltratado no es incurable ¿sabes? Todos eran buenos; me mimaron, me fue bien. Era inteligente, crecí y llegué a creer que era un don de Dios para Quiso. Esa es la razón por la cual, cuando llegó el momento, no estaba preparada para un sacrificio verdadero como la pobre Rantzay. —Guardó un momento de silencio y luego dijo—: Desde entonces he aprendido.

—¿Te entristece la idea de no volver nunca a Quiso?

—No ahora: te lo he dicho. Ahora veo claramente que…

Él la interrumpió.

—¿No es demasiado tarde?

—¡Oh sí! —Contestó ella— siempre es demasiado tarde. —Se levantó y, pasando junto a él para ir al cuarto de la Tuguinda, se inclinó, de tal modo que con los labios le rozó la oreja—. No, nunca es demasiado tarde. —Unos momentos después ella le pidió que entrara y ayudara a la Tuguinda a ocupar una silla junto al fuego, mientras ella preparaba la cama y barría el cuarto.

En la última parte de la tarde el sol se volvió más fresco y el patio se ensombreció. Se sentaron fuera, cerca de la higuera junto a la pared, Melathys en un banco, bajo la ventana abierta de la Tuguinda, y Kelderek en el borde del aljibe. Al cabo de un rato, perturbado por el recuerdo que le traía el leve chapoteo y los susurros que provenían del fondo del aljibe, se levantó y empezó a juntar la ropa que ella había tendido esa mañana.

—Hay una parte que no se ha secado, Melathys.

Ella se estiró perezosamente, arqueando la espalda y levantando la cara hacia el cielo.

—Se va a secar.

—No esta noche.

—¡Bah, bah! Uf…

—La puedo tender en la azotea, si quieres. Allí todavía hay sol.

—No hay manera de subir.

—En Bekla todas las casas tienen escalones hasta el techo.

—En la ciudad de Bekla vuelan los cerdos y el vino hace glu-glu en los ríos…

Él miro los cinco metros de pared, eligió un lugar y trepó por la áspera mampostería, se aferró con ambas manos al parapeto y se izó. Por el lado de adentro había una caída de treinta centímetros hasta el chato techo de piedra. Lo tanteó cautelosamente, pero era bastante sólido y bajó. Las piedras estaban calentadas por el sol.

—¡Tírame la ropa y la tiendo!

—Debe estar sucio.

—Dame una escoba, entonces. ¿No podrías…?

Se interrumpió, mirando hacia el río.

—¿Qué pasa? —gritó Melathys con una nota de ansiedad en la voz.

Kelderek no contestó y ella hizo de nuevo la pregunta, con más urgencia.

—Hay hombres del otro lado del río.

—¿Qué? —Lo miró incrédulamente—. Es una orilla desierta; no hay una aldea en sesenta kilómetros, es lo que me han dicho. Nunca he visto allí un hombre desde que estoy aquí.

—Bueno: ahora puedes.

—¿Qué están haciendo?

—No puedo darme cuenta. Parecen soldados. La gente de este lado parece estar tan sorprendida como tú.

—Ayúdame a subir, Kelderek.

Después de algunos intentos, ella logró trepar bastante alto para que él asiera sus muñecas y la levantara. Al llegar al techo se arrodilló inmediatamente detrás del parapeto y le hizo señas a él para que la imitara.

—Hace un mes habríamos podido estar de pie tranquilamente en un techo de Zeray. Creo que no lo haría ahora.

Los dos miraron hacia el Este. A lo largo del desembarcadero de Zeray, los curiosos se habían juntado en grupos y hablaban entre ellos, señalando hacia el río. En la otra ribera, a casi ochocientos metros de donde estaban ellos arrodillados en el techo, una banda de unos cincuenta hombres estaba dedicada a alguna actividad entre las rocas.

—Ese hombre de la izquierda está dando órdenes. ¿Ves?

—Pero ¿qué es lo que lleva?

—Estacas. Mira, esa que está más cerca. Debe tener el largo de un palo mayor en una cabaña ortelgana. Supongo que levantarán una choza. Pero ¿para qué?

—¡Vaya uno a saber! Una cosa es segura: no puede tener nada que ver con Zeray. Nunca nadie ha cruzado este estrecho: la corriente es demasiado fuerte.

—¿Son soldados, no?

—Creo que sí… O tal vez alguna expedición de caza.

—¿En un desierto? Mira: han empezado a cavar. Y allí tienen dos grandes mazos. De tal modo que cuando hayan hundido bastante esas estacas para poder golpear en las-cabezas, las van a meter aún mas.

—¿Para hacer una choza?

—Bueno… Habrá que esperar para ver. Probablemente…

Él se interrumpió cuando ella le puso una mano en el hombro y lo apartó del parapeto.

—¿Qué pasa?

Ella bajo la voz.

—Posiblemente nada. Pero había ahí un hombre que nos miraba desde abajo, uno de tus amigos de anoche, supongo. Sería mejor bajar ahora, en caso de que se le haya ocurrido entrar en la casa. De todos modos, cuanto menos atención atraigamos, tanto mejor, y ojos que no ven, mente que no piensa. Es una buena máxima en este lugar.

Después de ayudarla a bajar, él cerró y aseguró los postigos de las pocas ventanas de la pared de afuera, llevó la pesada lanza de Ankray al patio y se puso a escuchar un rato; Sin embargo, todo estaba tranquilo y finalmente volvió al interior de la casa. La Tuguinda estaba despierta, y él se sentó cerca del pie de la cama contento de oírlas mientras ella y Melathys hablaban de antiguos días en Quiso.

Iba a anochecer muy pronto. Siempre sumido en sus pensamientos, dejó a las mujeres juntas y salió al patio a esperar a Ankray. Estaba recostado contra el portón trancado, atento a cualquier ruido de gente que llegara, y se preguntaba si no sería mejor volver a subir al techo cuando, al levantar la mirada, vio a Melathys que estaba en el corredor de entrada. La luz llameante del atardecer la envolvía de la cabeza a los pies y mostraba la caída larga de sus cabellos como una sombra tersa y suave, como el ribete encrespado de una ola. Como un hombre que se da vuelta una vez más para contemplar embelesado el arco iris, por su maravillosa belleza, como si nunca lo hubiera visto antes, así fue conmovido Kelderek al ver a Melathys. Detenido por la mirada fija de él y captando, por así decirlo, el eco de sí misma en sus ojos, la muchacha se quedó quieta, sonriendo un poco, como si quisiera decirle que estaba muy contenta de darle placer, hasta que él decidiera relevarla de su mirada.

—No te muevas —dijo él, a la vez suplicante e insistente, y ella no demostró confusión ni embarazo, sino una dignidad gozosa, espontánea y natural como la de una bailarina. De repente, presa de una ilusión como la que había tenido en el vestíbulo de la Casa del Rey en Bekla, cuando esperaba que los soldados trajeran a Elleroth, y cuando vio a Shardik a la vez como un oso y como una lejana cumbre de montañas, él creyó ver en ella el alto árbol zoán en la orilla de Ortelga, rodeado de una glorieta de ramas de helecho junto al borde del agua. Sin apartar los ojos de ella, Kelderek atravesó el patio.

—¿Qué ves? —preguntó Melathys, mirándolo con una ligera explosión de risa; y Kelderek, recordando el poder de las sacerdotisas dé Quiso, se preguntó si tal vez ella no habría suscitado la imagen del zoán en su mente.

—Un árbol muy alto junto al río —contestó él—. Un mojón para quien vuelve a casa.

Y, tomando las manos de ella en las suyas, las llevó a sus labios. Al hacerlo se oyó en la puerta del patio un golpeteo rápido y perentorio, seguido inmediatamente por un desagradable ruido, como de befa, y la voz de Ankray que se elevaba:

—¡Vamos, vamos! Idos de una vez, ¡y mucho cuidado!