—¡Malditos cobardes! —dijo Melathys—. ¡Y no hace cuarenta días que el Barón está en su tumba! Si yo fuera el general Santil, los mandaría de vuelta a Zeray y los haría ahorcar en la costa Hubieran podido muy bien mantener la plaza por seis días. Eso nos hubiera dado tiempo suficiente para que alguien llegara hasta Kabin y volviera con cien soldados. Pero no: prefirieron escaparse.
Kelderek estaba de pie, dándole la espalda y contemplando el patiecito. Cautelosamente dijo:
—Si se piensa como están las cosas, sería mejor que te fueras con ellos.
Ella no contestó y; después de unos instantes, él se dio vuelta. Ella sonreía.
—No es raro que a una persona tan poco meritoria como yo se le ofrezca una segunda oportunidad. Puedes creerme: no tengo intenciones de abandonar otra vez a la Tuguinda.
—Si llegas a Kabin con Farrass y Thrild, estarás segura. En cuanto ellos se hayan ido, ya no lo estarás aquí. Tendrías que pensar seriamente en eso.
—La seguridad en esas condiciones no la quiero. ¿Creíste que estaba histérica cuando hablé junto a la tumba del Barón?
Él se disponía a contestarle, pero ella se dirigió a la puerta y gritó, llamando a Ankray.
—Ankray: los hombres del Barón dejan Zeray esta noche o mañana y van a Kabin. Esperan alcanzar el ejército del general Santil-ke-Erketlis. Creo que deberías ir con ellos por tu propia seguridad.
—¿Entonces tú también partes, Säiyet?
—No; el señor Kelderek y yo nos quedaremos con la Tuguinda.
Ankray vio a uno y a otro y se rascó la cabeza.
—¿Y la seguridad, Säiyet? El Barón siempre dijo que el general Erketlis iba a llegar aquí un buen día, ¿no es cierto? Es por eso que mandó buscar a ese muchacho Elstrit…
—El general Erketlis puede venir aquí todavía, si tenemos suerte. Pero Farrass y los demás prefieren irse y buscarlo dondequiera que esté. Estás en libertad para irte con ellos, y probablemente sea esto lo más prudente.
—Si me permites que te lo diga, Säiyet, lo dudo. Dudo de mi seguridad entre esos hombres. Prefiero quedarme aquí, entre la gente de Ortelga, si me entiendes. El Barón siempre solía decir que el general Santil iba a llegar. De modo que supongo que vendrá.
—Como quieras, Ankray —dijo Kelderek—. Pero si no llega, este lugar se va a volver aún más peligroso para todos nosotros.
—A mí me parece, señor, así lo veo yo, que si eso ocurre, tendremos que irnos a Kabin por nuestra propia cuenta. Pero el Barón no querría que yo dejara a Sacerdotisas de Ortelga que se las arreglaran solas, incluso contigo al lado. —¿No tienes miedo de quedarte, entonces?
—No, señor —contestó Ankray—. El Barón y yo nunca tuvimos miedo de nadie en Zeray. En cuanto al Barón, él siempre solía decir «Ankray, recuerda que tú tienes una buena conciencia y ellos no la tienen». Por lo general, él…
—Está bien —dijo Kelderek—. Me alegro que veas así las cosas. Pero ¿crees —preguntó volviéndose a Melathys— que pueden intentar obligarnos a que nos unamos con ellos?
Ella lo miró con ojos muy abiertos, solemnemente, de modo que él volvió a ver la mujer que había desenvainado la espada de Bel-ka-Trazet y le había preguntado qué era.
—Pueden intentar persuadirme, si ese es el gusto de ellos, pero dudo que lo hagan. No olvides que me he pescado la fiebre de la Tuguinda y que es una fiebre contagiosa. Eso es lo que se les dirá, si vienen.
—Ruego a Dios que no la hayas pescado en serio —dijo Kelderek. Y comprendió en una llamarada de apasionada admiración que, a pesar de todo lo que ella sabía de Zeray, su decisión de quedarse, tomada con placer más que con decisión, no le inspiraba miedo sino una alegría exaltada por recobrar la propia estima. Para ella la aparición de la Tuguinda en el cementerio había sido primero un milagro y luego un acto de increíble amor y generosidad; y aunque conocía ahora el relato verdadero del viaje de la Tuguinda, seguía atribuyéndolo de todos modos a Dios. Pese a lo que Kelderek había visto en la tumba del Barón no había creído hasta ahora que todo lo que ella había sufrido en Zeray le había producido menos aflicción que el recuerdo de su huida de Ortelga.
La Tuguinda no parecía estar mejor: seguía atormentada por una inquietud continua. Al caer la tarde Ankray se quedó con ella, mientras Melathys y Kelderek utilizaron lo que quedaba de la luz del día para cerciorarse del estado de las cerraduras y las barras y examinar los alimentos y las armas. El Barón, explicó Melathys, había contado con ciertas fuentes de suministros que él había mantenido en secreto, que no había revelado ni siquiera a sus próximos, pues él y Ankray iban de cuando en cuando de noche y volvían con media cabra o media oveja desde la aldea que estaba río arriba. La casa estaba bastante bien abastecida de carne. También había sal en abundancia y cierta cantidad del vino áspero.
—¿Pagaba? —preguntó Kelderek, contemplando con satisfacción las rotundeces de las tinas de salmuera y pensando qué nunca creyó que iba a llegar a tener gratitud a Bel-ka-Trazet.
—La principal forma de pago era una garantía a los aldeanos de que no iban a tener molestias con Zeray. Pero él era muy hábil para encontrar o hacer cosas que se podían vender. Construíamos flechas, por ejemplo, y agujas de hueso. Yo también tengo ciertas habilidades. Todos los habitantes de Quiso tienen que labrar sus propios anillos, pero yo puedo labrar la madera mejor aún, créeme. ¿Te acuerdas de esto? Le empiezo a tomar el gusto.
Era el cuchillo de Bel-ka-Trazet. Kelderek lo reconoció en seguida. Lo extrajo de la vaina, y acercó la punta a sus ojos. Ella lo contemplaba, sorprendida, y él rió.
—Tengo mejores razones para acordarme de él que cualquier otro hombre de Ortelga, supongo. Vi a este cuchillo y al Señor Shardik por primera vez el mismo día. Ese día en que también te vi a ti por primera vez. Te contaré la historia a la hora de la cena. ¿Él no tenía una espada?
—Aquí la tienes. Y un arco. Yo todavía tengo mi propio arco. Lo escondí en cuanto llegamos a Zeray, pero lo recobré cuando me uní al Barón. Mi cuchillo de sacerdotisa me lo robaron, naturalmente, pero el Barón me dio otro, el de un hombre que había muerto, supongo, aunque nunca me lo dijo. Es un trabajo grosero, pero la hoja es buena. Ven aquí, déjame que te lo muestre…
La Tuguinda seguía sumida en su árido sueño, un sueño tan poco reparador como un fuego sofocado y humeante, del cual parecía más víctima que beneficiaria. Tenía la cara inerte y chupada como Kelderek nunca la había visto, la carne en los brazos y la garganta se veía floja y gastada. Ankray cocinó una sopa de carne salada y la puso a enfriar, pero sólo pudieron mojarle los labios: tragar era imposible. Cuando Kelderek sugirió ir a buscar un poco de leche, Ankray se limitó a menear la cabeza sin levantar la mirada del suelo.
—No hay leche en Zeray —dijo Melthys—, ni queso, ni manteca. No los he visto en cinco años. Pero tienes razón: habría que darle alimentos frescos. Carne salada y fruta seca no son cura para una fiebre. Esta noche no podemos hacer nada. Duerme tú primero, Kelderek. Yo te despertaré después.
Pero no lo despertó, contenta evidentemente de velar y de dormir un poquito, tal vez, junto a la Tuguinda hasta la mañana. Fue Ankray, que volvía de una temprana expedición, hecha por cuenta propia, quien lo despertó con la noticia de que Farrass y sus compañeros se habían ido de Zeray en la noche.
—¿Sin ninguna duda? —preguntó Kelderek, mientras se echaba agua fría sobre la cara y los hombros, palmoteándose.
—Supongo que no, señor.
Kelderek no había esperado que se fueran sin hacer algún intento de forzar a Melathys a ir con ellos, pero cuando él le transmitió las noticias, ella se mostró menos sorprendida.
—Supongo que cada uno debe haber tenido la intención de convertirme en su propiedad —dijo ella—. Pero tenerme con ellos en esa zona que se extiende entre este lugar y Kabin, entorpeciéndoles la marcha y provocando peleas… No me sorprende que Farrass haya decidido dejarme. Probablemente esperó que en cuanto yo me enterara por ti de las intenciones de ellos, iba a correr a suplicarles que me llevaran. Como no lo hice, pensó que así me iba a mostrar la poca importancia que tengo para ellos. Estaban resentidos ¿sabes?, porque suponían, naturalmente, que el Barón era mi amante, pero lo temían y lo necesitaban demasiado para mostrarlo. De todos modos, me pregunté ayer si no intentarían forzarme a ir con ellos. Por eso es que te encomendé que les dijeras que Santil estaba en Kabin. Quería estar fuera cuando ellos lo supieran.
—¿Por qué no me advertiste que debía ocultárselo a ellos? Podrían haber venido a buscarte.
—Si se enteraron por algún otro y uno nunca sabe qué noticias habrán de llegar a Zeray, deben haber tenido fuertes sospechas de que se las habíamos ocultado. Probablemente se hubieran vuelto contra nosotros entonces, y eso habría sido muy desagradable.
Hizo una pausa, arrodillándose ante el fuego, y dijo:
—Tal vez yo quería que se fueran.
—El peligro para ti es mayor ahora que se han ido.
Ella sonrió y siguió contemplando el fuego. Finalmente contestó:
—Tal vez… y tal vez no. Recuerda lo que me contaste que había dicho Farrass: «Alguien tiene que intentar la cosa pronto». De todos modos, sé donde preferiría estar en cambio. Todo ha cambiado mucho para mí ¿sabes?
Más tarde, él la convenció que debía quedarse en la casa, de modo que la gente, al no verla ya, pudiera suponer que se había ido con Farrass y Thrild. Ankray, cuando se le contó la cosa, asintió con aire aprobatorio.
—Es seguro que va a haber líos, señor —dijo—. Esto se va a tomar un día o dos antes de explotar, pero cuando un lobo se va fuera, un lobo viene dentro, como dicen.
—¿Crees que nos pueden atacar aquí?
—No necesariamente, señor. Podría muy bien ocurrir que no lo hicieran. Tendremos que ver cómo se presentan los hechos, Pero supongo que estaremos aquí sanos y salvos cuando llegue el general Santil.
Kelderek no le había dicho a Ankray lo que esperaba en este caso, y tampoco se lo dijo ahora.
Más avanzada la tarde, Kelderek tomó un cuchillo y algunos enseres de pesca, dos cañas con sedales hechos de hilo retorcido y cabellos, tres o cuatro anzuelos pequeños de madera templada al fuego y una pasta hecha con grasa animal y frutas secas y se dirigió a la orilla. No notó ningún cambio, en comparación con el día anterior, en los movimientos apocados y el vagar sin objeto de los hombres que veía. Aunque algunos habían echado sus cañas de pescar desde un promontorio que avanzaba sobre las aguas, el lugar no parecía muy apropiado para un pescador. Después de contemplarlos un rato se alejó sin llamar la atención, corriente arriba, y llegó finalmente al cementerio y su cala. También había aquí unos pocos pescadores. Pero ninguno de ellos le dio la impresión de ser experimentado o acucioso. Esto lo sorprendió, pues de acuerdo a lo que había oído la ciudad dependía en buena medida de lo que pescaba y los pájaros que cazaba.
Rehízo el camino que había hecho dos días antes, se internó por la isla hasta la costa de la cala, y allí encontró un lugar en donde, con ayuda de un árbol que tendía sus ramas sobre el agua, pudo hacer el cruce. Media hora más tarde había llegado a la ribera del Telthearna y había encontrado lo que estaba buscando un manantial profundo con árboles y matorrales que servían de protección.
Fue satisfactorio comprobar que no había perdido sus antiguas habilidades. Aquí, por lo menos, había algo que podía hacer y una pena, pensó amargamente, haber dejado la cosa. Quizá si Shardik nunca se hubiera presentado en Ortelga hubiera seguido siendo un cazador y un pescador, él, Kelderek-Juega-con-los-Niños, sin ver más allá que su habilidad solitaria y penosamente adquirida y los juegos por la tarde en la orilla. Apartó estos pensamientos y se puso a atender seriamente su trabajo.
Después de permanecer cierto tiempo tendido y oculto, echando el anzuelo y poniéndose al acecho con atención minuciosa, pesco un pez que debió manejar con mucho cuidado al fin la caña, hasta que salió a la superficie y reveló ser una trucha de buenas dimensiones. Pocos minutos después logró sacarlo, metiéndole el pulgar y otro dedo en las agallas. Luego, chupándose los arañazos, que sangraban, echó de nuevo el anzuelo. Hacia el atardecer ya había pescado tres truchas más y una perca, había perdido un anzuelo, cierta cantidad de sedal, y estaba corto de carnada. El aire era aguachento y fresco, el cielo que clareaba estaba cubierto de nubes tenues, y no podía ni oír ni oler a Zeray. Por cierto tiempo se mantuvo junto al manantial, preguntándose si lo mejor no sería, cuando se recobrara la Tuguinda irse del todo de Zeray, y, ahora que se acercaba el verano, vivir y cazar al aire libre, como habían vivido en Ortelga durante los días de la cura y los primeros vagabundeos de Shardik. De este modo iban a estar menos expuestos a un asesinato que en Zeray y, con la ayuda de Ankray, él iba a poder proveerlos bastante bien. En cuanto a su propia vida, si llegaban las tropas de Erketlis sus posibilidades de escapar, aun en el caso de que hubieran puesto un precio a su cabeza, iban a ser mejores que si se ponía a esperarlos en Zeray. Decidió que habría de exponerle la idea a Melathys esa noche, dobló cuidadosamente el hilo de la caña, atravesó sus peces en un palo y emprendió la marcha de vuelta.
Ya anochecía cuando atravesó la cala, pero, escudriñando en dirección a Zeray por entre la niebla que ya había cubierto la orilla y parecía avanzar tierra adentro, no vio ni una sola lámpara iluminada. Lleno de un miedo repentino y más inmediato que el que nunca había sentido ante esta caterva de pillos redomados, cortó la rama de un árbol antes de continuar su viaje. No había estado solo a descubierto y después del ano-checer, desde la noche en el campo de batalla. Y ahora, cuando se acentuaba el poniente, se sentía cada vez más inquieto y nervioso. Sin ánimos para enfrentar el cementerio, volvió rápidamente hacia la derecha y empezó a marchar a tumbos entre charcos de barro y parcelas de hierba salvaje, tan alta como su cabeza. Cuando llegó finalmente a los alrededores de Zeray, no pudo decir en qué dirección estaba la casa del Barón. Las casas y las covachas estaban diseminadas como hormigueros en un campo. No había calles o caminos definibles, como en una ciudad de verdad: ni paseantes ni transeúntes, y aunque ahora podía ver, por aquí y por allá débiles rajas de luz en las ranuras de las puertas y los postigos, sabía que no era prudente llamar. Durante una hora —o menos de una hora, tal vez, o más— vagó a tientas en lo oscuro, sobresaltándose a cada ruido y apresurándose a pegar la espalda contra la pared más cercana; a medida que avanzaba, esperaba a cada instante un golpe en la nuca. De repente, en un momento en que se puso a mirar las popas estrellas visibles a través de la bruma, y en que trató, de darse cuenta qué dirección estaba siguiendo, comprendió que el techo que se perfilaba tenuamente contra el cielo era el de la casa del Barón. Avanzó rápidamente hacia ella y tropezó con un bulto blando, cayendo de bruces en el barro. Inmediatamente se abrió una puerta cercana y aparecieron dos hombres: uno de ellos llevaba una luz. Apenas tuvo tiempo de ponerse de pie antes de que ellos lo alcanzaran.
—¿Te llevaste la cuerda por delante, eh? —dijo el hombre de la luz, que tenía un hacha en la mano. Hablaba en beklano y, al ver que Kelderek lo entendía, continuó—: Para eso está la cuerda, claro. ¿Qué estás fisgoneando por aquí, eh?
—Yo no… Volvía a casa —dijo Kelderek, mirándolos atentamente.
—¿A casa? —El hombre tuvo una rápida risa—. Es la primera vez que alguien la llama así en Zeray.
—Buenas noches. Lamento haber molestado.
—No tanta prisa —dijo el otro hombre, dando un paso a un lado.
—¿Conque pescador, eh? —De repente tuvo un sobresalto, levantó la antorcha y le echó una ojeada a Kelderek—. ¡Diablos! —dijo—. Te conozco. ¡Tú eres el rey ortelgano de Bekla!
El primer hombre también lo miró atentamente.
—¡Vaya si lo es! —dijo—. ¿No lo eres? ¿No eres el rey ortelgano de Bekla, el que hablaba con el oso?
—No seáis ridículos —dijo Kelderek—. Ni siquiera sé lo que estáis diciendo.
—Nosotros fuimos beklanos en un tiempo —dijo el segundo hombre— hasta que tuvimos que correr para acuchillar a un hijo de puta ortelgano que por cierto lo merecía. Supongo que ahora te llegó el turno. ¿Conque perdiste tu oso, no?
—Nunca en mi vida he estado en Bekla, en cuanto al oso, nunca lo vi.
—Sin embargo, eres ortelgano —dijo el segundo hombre—. ¿Crees que no nos damos cuenta de eso? Hablas la misma basura que todos ellos…
—Y yo os digo que nunca salí de Ortelga hasta que vine aquí, que no reconocería al oso si lo viera. ¡A la mierda con él oso!
—¡Grandísimo embustero!
El primer hombre blandió el hacha. Kelderek lo golpeó con su mazo, se dio vuelta y echó a correr. La antorcha se apagó cuando ellos se pusieron a seguirlo y tuvieron que detenerse. Una vez más se vio frente a la puerta del fondo y la golpeó con fuerza, gritando: «¡Ankray!, ¡Ankray!». Ellos se echaron a correr detrás de él. Él gritó de nuevo, dejó caer los pescados, asió su mazo y miró en derredor. Oyó que estaban levantando los cerrojos. La puerta, se abrió. Ankray apareció a su lado, sosteniendo una lanza en lo oscuro y profiriendo palabrotas, como un campesino que lleva un toro con un palo. Kelderek, bastante dueño de sus nervios para recoger sus pescados, dio un empujón a Ankray dentro del patio, se metió y trancó la puerta detrás de ellos.
—Gracias a Dios no fue peor, señor —dijo Ankray—. He estado esperándote desde el anochecer. Estaba pensando que tal vez te habías metido en un aprieto. La sacerdotisa estaba muy nerviosa. Siempre es peligroso en cuanto se pone oscuro.
—Ha sido una suerte para mí que estuvieras esperando —contestó Kelderek—. Gracias por tu ayuda. Al parecer, a éstos no les gustan los ortelganos.
—No se trata de ortelgano, señor —dijo Ankray con aire recriminatorio—, nadie está seguro en Zeray cuando cae la noche. El Barón siempre…
Melathys apareció en la puerta interior, sosteniendo una lámpara en la cabeza y mirando en silencio. Acercándose, él notó que estaba temblando. Él sonrió, pero ella lo miró adustamente, remota y pálida como la luna a la luz del día. Siguiendo un impulso, sintiendo que esto era perfectamente natural, le rodeó los hombros con un brazo, se agachó y le besó la mejilla.
—No te enojes —dijo—. He aprendido mi lección: te lo prometo. Y, por lo menos, tengo algo que mostrar por ello —se sentó junto al fuego y echó un leño—. Tráeme un balde, Ankray, que voy a destripar estos pescados También agua caliente, si tienes. Estoy inmundo. —Luego dándose cuenta que la muchacha todavía no había dicho una palabra, le preguntó—: ¿Cómo está la Tuguinda?
—Mejor. Creo que ha empezado a recuperarse.
Sonrió ahora, e inmediatamente él notó que la natural ansiedad de ella, su alarma ante los ruidos de la refriega en la calle, su tendencia a enojarse con él, no habían sido nada más que nubes sobre el sol. «Tú también», pensó, mirándola. La presencia de ella estaba penetrada de una nueva calidad, a la vez natural, complementaria e intensificadora, como la que imparte la nieve a un pico de montaña o una paloma a un arrayán. Donde otros no hubieran notado nada, él advertía claramente el cambio, tan real como las ramas de primavera que verdean con sus primeras hojas. La cara de ella ya no estaba tensa. Su compostura y sus movimientos, la misma cadencia de su voz, eran más suaves, más amables y más reposados, contemplándola ahora, él no necesitó conjurar sus recuerdos de la hermosa sacerdotisa de Quiso.
—Se despertó esta tarde y charlamos un rato. La fiebre había bajado y pudo comer un poco. Ahora está durmiendo mucho más tranquila.
—Son buenas noticias —contestó Kelderek—. Yo temía que hubiera pescado alguna infección, alguna peste. Ahora creo que no ha sido nada más que cansancio y tensión nerviosa.
—Todavía está débil. Por cierto tiempo necesitará descanso y tranquilidad: también hay que conseguirle alimentos frescos; espero que podamos. ¿Eres un brujo, Kelderek, que puedes conseguir truchas en Zeray? Son casi las primeras que he visto. ¿Cómo lo hiciste?
—Sabía dónde había que buscarlas y qué había que hacer.
—Es un preanuncio de buena suerte. Créeme, por favor. Yo lo creo. Pero quédate aquí mañana. No vuelvas a salir… Ankray irá a Lak. Si vuelve antes del caer de la noche, se va a tomar todo el día.
—¿Lak? ¿Dónde está Lak?
—Lak es la aldea de la que te hablé y que está unos quince kilómetros al Norte. El Barón solía decir que era su armario secreto. Glabrón, en una ocasión, robó y asesinó allá a un hombre, de modo que cuando el Barón lo mató, yo tomé, mis medidas para que ellos se enteraran de la cosa. Él les prometió que ya no iban a ser molestados desde Zeray y más tarde, cuando llegó a tener poder —en fin, el poder que llegó a tener— solía enviarles unos pocos hombres en la estación de las cosechas y cuando ellos construyen sus cabañas, cuales-quiera hombres en los que podía confiar. Por último, uno o dos obtuvieron permiso para establecerse en Lak. Esto formaba parte de otro proyecto del Barón de poner hombres de Zeray por toda la provincia. Como tantos de nuestros proyectos, nunca fue muy lejos por falta de material; por lo menos se logró algo: nos permitió tener una despensa particular. Bel-ka-Trazet nunca pidió nada a Lak, pero nosotros hicimos trueques, como te dije, y los ancianos creyeron prudente enviarle regalos de cuando en cuando. Sin embargo, a partir del momento en que él murió, ellos deben haber estado esperando los acontecimientos, porque no hemos tenido mensajes, y cuando estaba sola me daba miedo enviar tan lejos a Ankray. Ahora que tú estás aquí, él podrá ir y tantear suerte. Tengo un poco de dinero que le puedo dar. En Lak lo conocen, por supuesto, y tal vez nos den algunos alimentos frescos en agradecimiento por los tiempos idos.
—¿No estaríamos más seguros allá… nosotros cuatro?
—Claro que sí… si nos aceptan. Si Ankray tiene mañana oportunidad, le va a contar al jefe la huida de Farrass y de Thrild y le hablará de la Tuguinda y de ti. Pero tú sabes, Kelderek, lo que son las mentes de los ancianos de aldea: mitad bueyes, mitad zorros, como se dice. El antiguo miedo a Zeray debe haberles vuelto, y si les mostramos que tenemos apuro por irnos te preguntarán por qué y tendrán más miedo. Si pudiéramos refugiamos en Lak, tal vez podríamos encontrar un modo de salir de la trampa, pero todo depende de no mostrar apuro. Por otra parte, no podemos irnos hasta que la Tuguinda esté bien. Lo más que podrá hacer Ankray mañana es ver cómo está el lugar. ¿Has terminado con tus pescados? Muy bien. Cocinaré tres y guardaré los otros dos. Esta noche nos vamos a dar una fiesta, porque para decirte la verdad —y bajó la voz, fingiendo secreto, se inclinó hacia él sonriendo y hablando detrás de la mano—. ¡Ni Ankray ni el Barón fueron nunca capaces de pescar!
Una vez que comieron y que Ankray, después de beber el vino agrio en homenaje a la habilidad del pescador, se fue a hacer guardia junto a la Tuguinda, mientras entretejía nuevo hilo de pescar con hebras extraídas de una vieja capa y un mechón de cabellos de Melathys, Kelderek, sentado cerca de la muchacha, de modo de poder hablar en voz baja, le contó todo lo que había ocurrido desde el día, en Bekla, cuando Zelda le había dicho por primera vez que no creía en la derrota de Erketlis. Las cosas que más lo habían avergonzado las contó sin ocultar nada, mirando al fuego y como si estuviera solo, pero ni por un instante perdía la sensación de la simpatía de su oyente, para quien las vejaciones, las penas y las vergüenzas eran tan familiares como habían llegado a serlo para él. Cuando habló de la explicación de la Tuguinda de lo que había ocurrido en los Estreles, y de la muerte ordenada y ahora inevitable de Shardik, sintió que la mano de Melathys se apoyaba delicadamente en su brazo. Él la cubrió con la suya, y fue entonces como si el deseo que tenía de ella se apoderara de él y apagara el fluir de su historia. Se quedó callado y finalmente ella dijo:
—¿Y el Señor Shardik? ¿Dónde está ahora?
—Nadie lo sabe. Cruzó el Vrako, pero yo creo que debe estar muerto ya. He querido muchas veces estar yo muerto, pero ahora…
—Entonces, ¿por qué viniste a Zeray?
—¿Por qué realmente? Por la misma razón que tendría otro criminal. Para la gente de Yeldashay yo soy un traficante de esclavos a quien han puesto fuera de la ley. Me echaron al otro lado del Vrako, y una vez allá, ¿adónde puede ir un hombre, fuera de Zeray? Por otra parte, como sabes, me encontré con la Tuguinda. Aunque hay otra razón. O, por lo menos, es lo que creo. Yo he mancillado y pervertido el poder divino de Shardik, de tal modo que lo único que queda ahora para Dios es su muerte. Esa desgracia y esa muerte serán requeridas de mí, y ¿dónde las he de esperar, sino en Zeray?
—Sin embargo, hablaste de salvar nuestras vidas yendo a Lak…
—Sí, y si es posible, lo haré. Un hombre en la tierra no es nada más que un animal, y ¿qué animal no trata de salvar su vida cuando queda alguna posibilidad de hacerlo?
Ella retiró la mano.
—Oye entonces la sabiduría de una mujer cobarde, la hembra de un asesino, una sacerdotisa mancillada de Quiso. Si tratas de salvar tu vida, la perderás. Puedes aceptar la verdad de lo que me dijiste y esperar humilde y pacientemente el resultado, o también puedes correr a uno y otro lado de esta tierra, de esta jaula de ratas, como cualquier otro fugitivo, sin admitir nunca lo que ha ocurrido y utilizando nuevos dolos para ganar un poco de tiempo, hasta que ya no queden ni dolos ni tiempo.
—¿El resultado?
—Un resultado tiene que haber. Desde que me di vuelta y vi a la Tuguinda de pie junto a la tumba del Barón, he llegado a entender muchas cosas… Más de las que puedo poner en palabras. Pero es por eso que estoy aquí contigo y no con Farrass y Thrild. A los ojos de Dios hay sólo un tiempo y una historia, y de ellos todos los días dé la tierra y todos los acontecimientos humanos son partes. Pero eso sólo puede ser descubierto: no se lo puede enseñar.
Asombrado y subyugado por las palabras de ella, se sintió sin embargo reconfortado de que ella lo considerara digno de su solicitud, pese a que entendió —o creyó entender— que ella le estaba aconsejando que se resignara a la muerte. Muy pronto, para prolongar el tiempo de estar sentado cerca de ella, él preguntó:
—Si vienen los yeldashay puede ser que ayuden a la Tuguinda a volver a Quiso. ¿Volverías entonces con ella?
—Soy… lo que sabes. Nunca podré volver a poner los pies en Quiso. Sería sacrilegio.
—¿Qué vas a hacer?
—Te lo he dicho: esperar el resultado. Kelderek, tienes que tener fe en la vida. Yo he recobrado mi fe en la vida. ¡Oh, si lo entendieran! La tarea de los deshonrados y los culpables no es la lucha por redimirse, sino sencillamente la tarea de esperar, de nunca dejar de esperar, con esperanzas de redención. Muchos yerran al perder la creencia de que todavía son hijos e hijas.
Él meneó la cabeza, contemplando el rostro sonriente, coloreado por el vino, de ella, con tal expresión de asombro que ella lanzó una carcajada y luego, inclinándose para avivar el fuego, a medias murmuró, a medias canturreó el estribillo de una canción de cuna de Ortelga que él hacía mucho tiempo que había olvidado.
¿Adónde va la luna detrás de la laguna?
Deja tranquila esa cabeza: la pobre está muy vieja.
—¿No sabías que yo la conocía verdad?
—Estás contenta —dijo él con envidia.
—Y tú también lo estarás —contestó ella, tomándole las manos entre las suyas—. Sí, incluso si tenemos que morir. Bueno, basta ya de enigmas para una noche. Es hora de dormir. Pero te diré algo más fácil, algo que tú puedes entender y creer. Él la miró con aire expectante y ella dijo enfáticamente:
—¡Es el mejor pescado que he comido en Zeray! ¡Sigue pescando!