Mota tras mota, la luz del sol del mediodía avanzaba por la pared y desde la distancia se oía el Chong… Chong lento de un hacha en el bosque. La Tuguinda, con los ojos cerrados, había fruncido el ceño como alguien a quien atormenta el ruido y se movía a uno y otro lado, incapaz al parecer de encontrar un instante libre de molestia. Kelderek le enjugaba el sudor de la frente con un paño que mojaba en una jarra que estaba junto a la cama. Desde la mañana temprano ella había estado entre el sueño y la vigilia, no reconocía ni a Melathys ni a él y de cuando en cuando pronunciaba unas cuantas palabras inconexas o sorbía un poco de vino con agua de un vaso que le acercaban a los labios. Una hora antes del mediodía Melathys, ayudada por Ankray, había partido para conversar con los antiguos seguidores del Barón e informarlos de las noticias, y había dejado a Kelderek a que atendiera la puerta y vigilara solo hasta la vuelta de ella.
Los hachazos cesaron y Kelderek se sentó en medio del silencio, tomando a veces la mano de la Tuguinda entre las suyas, y hablándole con la esperanza de que, despertando, pudiera tranquilizarse. Sentía el pulso de ella acelerado por sus dudas, y el brazo, como pudo ver ahora, estaba hinchado e inflamado con arañazos recientes que él reconoció como hechos con espinas de trazada. No dijo nada de estos, ni de un corte profundo en el pie, que Melathys había descubierto y curado la noche anterior.
Lenta como la luz del sol, su mente repasaba todo lo sucedido. Los días que habían pasado desde su partida de Bekla eran en sí mismos como un abismo de tiempo al cual hubiera descendido paso a paso, y del cual emergía ahora por un breve tiempo antes de la muerte. Después de todo, él no tenía necesidad de expiar su blasfemia buscando esa muerte, pues esta última parecía inevitable, por mucho que pudieran cambiar los acontecimientos.
Si Erketlis vencía y no enviaba tropas al Este del Vrako, ya fuera por no haber recibido nunca el mensaje de Bel-ka-Trazet o porque no había encontrado favor con él, tarde o temprano él iba a morir de manera violenta o de enfermedad en Zeray o en el intento de huir de ella. Pero si las tropas de Erketlis atravesaban el Vrako, lo alcanzaban en Seray o en otra parte y era bastante probable que tuvieran los ojos abiertos en relación a él, él sabía, porque Elleroth le había dado su palabra al respecto, que lo iban a matar. Si Erketlis era vencido, Zelda y Gued-la-Dan, probablemente al llegar a Kabin, iban a mandar soldados a través del Vrako en busca de Shardik. Y en cuanto se supiera que Shardik estaba muerto, ya no se iban a molestar por su antiguo rey-sacerdote. Y si el desacreditado rey-sacerdote intentaba volver de Zeray, ya fuera a Bekla o a Ortelga, no se le iba a tolerar que siguiera vivo.
Ya nunca más habría él de representar e imitar como un mono la parte de mediador de Shardik ante el pueblo. Nunca más sería ya el visionario de corazón íntegro que, sin miedo, en su exaltación de inspiración divina, había marchado y dormido junto a Shardik en los bosques de Ortelga. ¿Por qué, entonces, a pesar de su resolución, tomada cuatro días antes en la cueva de Rúvit a pesar de su vergüenza y remordimiento, que no cedían, no encontraba ahora en sí mismo la voluntad de vivir? Mera cobardía, supuso. O tal vez quedaba en él alguna brizna de orgullo que lo alentaba a imaginar una muerte deliberada de expiación, que se rebelaba ante la perspectiva de morir por una espada de Ikat o el cuchillo de un criminal de Zeray. Cualquiera fuera la razón, ahora se había puesto a pensar si no era mejor intentar por muy desesperadas que fueran las posibilidades de éxito, traer primero a la Tuguinda de vuelta a Quiso y luego, tal vez, huir a alguna región más allá del Telthearna. Pero la mera supervivencia, lo comprendió mientras reflexionaba, no era el único motivo que había cambiado su temprana resolución de morir.
A su mente volvió la imagen de la muchacha hermosa, vestida de blanco, que había caminado de noche por la terraza iluminada por las llamas sobre los Arrecifes de Quiso, la muchacha cuyo miedo en los bosques de Ortelga había suscitado en él nada más que compasión y el deseo de protegerla y consolarla. Ella, como él, había encontrado inesperadamente la cobardía y el propio engaño en su corazón, y, después de creer sin duda que Shardik no contaba con una sierva más leal y más devota, había aprendido con vergüenza que la verdad era otra. Desde entonces había tenido que sufrir aún más. Al abandonar a Shardik y arrojarse sobre el mundo, había encontrado la miseria de éste, no su placer. La culpa, la crueldad y el miedo debían haber destruido casi en ella el poder natural de amar a cualquier hombre o de buscar seguridad o dicha en el amor de un hombre. Pero y aquí, soltando la mano de la Tuguinda él se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro por la habitación, tal vez ese poder era todavía rescatable; tal vez no había sido ahogado más allá de toda posibilidad de recuperación por alguien que estaba dispuesto a valorarlo por encima de todo.
La Tuguinda lanzó un quejido y su rostro se contrajo, como si sintiera dolor. Él se acercó a la cama y se arrodilló, rodeándole los hombros con un brazo.
—Descansa, Säiyet, estás entre amigos, quédate tranquila.
Ella hablaba en voz muy baja y él le acercó la oreja a los labios.
—¡Shardik! ¡Hay que hallar… al Señor Shardik!
No dijo nada más. Él volvió a sentarse a su cabecera.
Comprendió ahora que su amor por Melathys había estado latente desde un principio en su corazón. Y sin duda él había sido consciente de su admiración y respeto por ella, pero ¿cómo podía él, el cazador sucio y harapiento que había caído al suelo sin sentido, aterrado ante la magia de Quiso, haber sospechado entonces que ese deseo había sembrado su semilla en su corazón? Desear a una sacerdotisa de Quiso: sólo albergar esa idea era sacrilegio. Y, sin embargo, desatendido como si hubiera hecho germinar una vida independiente y sola, muy por debajo de su preocupación intensa por Shardik, este críptico amor se había enraizado. En su piedad por Melathys, comprendería ahora, había habido una satisfacción no reconocida por descubrir que la debilidad humana la alcanzaba incluso a ella; que ella, como cualquier otro mortal, podía necesitar sin duda aliento y ayuda.
Pensó también en su castidad no forzada en Bekla, en su indiferencia por el lujo del que podía disponer y la suntuosidad exterior de su realeza; de su continua percepción de una verdad que aún le faltaba. El gran secreto que debía ser impartido por medio de Shardik, el secreto de vida que él nunca había encontrado, éste, lo seguía sabiendo, no era un invento. Él no lo confundía con su amor no correspondido por Melathys. Sin embargo, y ahora frunció el ceño, confundido e incierto, de algún modo misterioso los dos estaban vinculados. Con ayuda del segundo, tal vez pudiera él hallar al primero.
Como había señalado la Tuguinda, la conquista de Bekla nada tenía que ver con la verdad de Shardik, había servido tan sólo para dificultar la búsqueda y entorpecer la revelación divina de esa verdad. Ahora que Shardik se había perdido para siempre, él había despertado, como un borracho en un pozo, y recordaba su locura, mientras la mágica criatura entre las vasijas de fuego se había convertido en una fugitiva desdichada, familiarizada con el miedo, la lujuria y la violencia. El error y la vergüenza, pensó, eran el destino inevitable de la humanidad; pero de todos modos lo aliviaba pensar que también Melathys tenía parte en esta amarga herencia. Si por lo menos él hubiera podido salvar la vida do ella y llevar a la Tuguinda a lugar seguro, entonces hubiera podido solicitar por lo menos el perdón de la Tuguinda y, si Melathys consentía en ir con él, irían muy lejos y él olvidaría hasta el nombre mismo de Shardik, de quien había demostrado ser indigno.
Al oír el llamado de Melathys, más allá del patio, salió y levantó la tranca de la puerta. La muchacha traía la noticia de que Farrass y Thrild, dos hombres de la escolta del Barón en los que ella creía que se podía confiar, estaban dispuestos a hablar con él si él se llegaba hasta ellos. Le pidió a Ankray que viajara con él, como guía, y se dispuso a atravesar Zeray.
Pese a todo lo que había oído, no estaba preparado para la pobreza y la mugre, los rostros cerrados y macilentos que lo miraban al pasar, las miasmas de la necesidad, del miedo y de la violencia, que parecían surgir de la roña que estaba pisando. Los seres que pasó en la zona del desembarcadero tenían las mejillas hundidas y los rostros grises, estaban sentados o echados en actitudes desganadas y miraban fijamente el agua agitada en la mitad del canal y la desierta orilla del Este, más allá. No vio tiendas y no había nadie ocupado en ningún oficio, salvo un niño barrigudo y tembloroso, con una canasta, que avanzaba por el agua playa que le llegaba a las rodillas, agachándose y buscando… Kelderek no pudo saber qué. Al llegar a su destino, como alguien que despierta de un sueño, sólo pudo recordar pocos detalles: retenía una impresión indiferenciada de amenazas percibidas más que observadas, de miradas duras que él no había querido enfrentar. Una o dos veces, en verdad, se había detenido y había tratado de mirar a su alrededor, pero Ankray, sin intentar por ello advertírselo, había logrado hacerle ver que era mejor continuar la marcha.
Farrass, un hombre alto, de rostro enjuto, vestido con ropas rotosas que le quedaban demasiado chicas 7 con un machete en el cinturón, estaba sentado oblicuamente, con un pie levantado sobre un banco, y miraba cautelosamente a Kelderek, frotándose todo el tiempo con un trapo una llaga que le supuraba en la mejilla.
—Melathys dice que tú eras el rey ortelgano de Bekla.
—Es verdad, pero de ningún modo estoy buscando autoridad aquí.
Thrild, moreno; delgado y de movimientos rápidos, se sonrió cuando él se inclinó sobre el alféizar de la ventana, con una astilla de madera de alumbrar entre los dientes.
—Tanto mejor, pues aquí no hay nada que agarrar.
Farrass vaciló, indeciso, como todas las personas del Este del Vrako, antes de hacer preguntas sobre el pasado. Finalmente, encogiéndose de hombros, como un hombre que decide que la única manera de terminar con una tarea desagradable es ponerse a la obra, preguntó:
—¿Te depusieron?
—Caí en manos del ejército Yeldashay en Kabin. Me perdonaron la vida pero me mandaron del otro lado del Vrako.
—¿El ejército de Santil?
—Sí.
—¿Están en Kabin?
—Hace seis días estaban.
—¿Por qué te dejaron ir?
—Uno de los oficiales principales los convenció. Tenía sus razones para ello.
—¿Y elegiste venir a Zeray?
—Me topé con una sacerdotisa de Ortelga en la selva, una mujer que en un tiempo fue amiga mía. Ella estaba buscando, bueno… estaba buscando a Bel-ka-Trazet. Ahora está enferma en la casa del Barón.
Farrass asintió con la cabeza. Thrild sonrió nuevamente.
—Tenemos visitas distinguidas.
—La peor clase —contestó Kelderek—. Yo sólo quiero salvar mi vida y la de la sacerdotisa… ayudándoos, tal vez.
—¿Cómo?
—A vosotros corresponde el decirlo. Yo tengo una muerte segura si caigo por segunda vez en manos del ejército Yeldashay. De modo que si Santil acepta el ofrecimiento de Bel-ka-Trazet y envía tropas a Zeray, es probable que la cosa se presente mal para mí, a menos que vosotros podáis convencerlos de que me den un salvoconducto para salir de aquí. Es el trato que aspiro a realizar con vosotros.
Farrass, con la barbilla en la mano, contemplaba el suelo, frunciendo el ceño y meditando. Por una vez más, fue Thrild quien habló.
—No debes hacerte ilusiones sobre nosotros. El Barón tenía cierta autoridad cuando estaba vivo, pero sin él tenemos cada vez menos. Estamos seguros por el momento en lo que a nosotros mismos se refiere. Y eso es todo lo que se puede decir. Muy poca atención van a prestar los Yeldashay a cualquier pedido que nosotros les hagamos.
—Ya nos has hecho un favor —dijo Farrass—, por haber traído noticias de que Santil estaba en Kabin. ¿No sabes si alguna vez recibió el mensaje del Barón?
—No. Pero si él cree que hay traficantes de esclavos fugitivos de este lado del Vrako, es muy posible que las tropas de Yeldashay ya lo hayan cruzado. Sea así o no, creo que deberías enviarle sin más otro mensajero y tratar por todos los medios de sostener aquí la situación hasta obtener una respuesta.
—Si está en Kabin —contestó Farrass—, lo mejor que podemos esperar, aunque tal vez no sea esta tu opinión, es ir nosotros mismos con Melathys y pedirle que nos deje seguir hasta Ikat.
—Farrass aquí nunca creyó realmente en el proyecto de Santil de tomar Zeray —dijo Thrild—. Ahora que el Barón ha muerto, estoy de acuerdo con él. El Barón hubiera estado dispuesto a ofrecer el lugar… nosotros, no. Lo mejor que podemos hacer nosotros es ir y encontrarnos con la gente de Ikat en Kabin. Tienes que entender nuestra posición. Nosotros no intentamos mantener la ley y el orden. Cualquier tipo en Zeray tiene libertad de asesinar y robar, mientras no se vuelva tan peligroso que resulte más conveniente para nosotros matarlo en vez de dejarlo tranquilo. Sólo muy pocos de los hombres que viven aquí han cometido algún crimen serio. Si se enteraran que hemos invitado a los soldados de Ikat a venir y ocupar la ciudad, se lanzarían detrás de nosotros como ratas acorraladas. A nosotros no nos conviene tratar de llevar a cabo el proyecto del Barón.
—Pero en Zeray no hay riquezas. ¿Por qué matan y roban aquí?
Thrild levantó las manos.
—¿Por qué? Para comer. ¿Por qué otra cosa va a ser? En Zeray la gente tiene hambre. El Barón colgó una vez a dos deelguys porque habían matado un niño y se lo habían comido. En Zeray la gente come gusanos de canasto… escarban el fondo del río buscando skapas de barro y las cuecen en la sopa. ¿Conoces el gylon?
—¿La mosca transparente? Sí. Yo me crié en el Telthearna ¿sabes?
—Aquí en el verano hay enjambres que cubren las riberas. La gente los caza a montones y los come con mucho gusto.
—Es tan sólo porque aquellos de nosotros que dimos nuestro apoyo al Barón sabemos que tenemos que mantenernos unidos o morir —dijo Farrass—, que ninguno de nosotros ha tratado de tomarle su mujer. Una pelea entre nosotros significaría el fin de todo. Pero la cosa no puede durar. Alguien tiene que intentar algo. La mujer es bonita.
Kelderek se encogió de hombros, manteniendo una expresión indiferente.
—Imagino que ella puede elegir por sí misma… cuando llegue el momento.
—No en Zeray. Pero, de todos modos, ese problema ya está resuelto. Debemos ir a Kabin y ella vendrá con nosotros, sin duda. Tu sacerdotisa ortelgana también, si quiere vivir.
—¿Cuándo? Tiene una fiebre alta.
—Entonces no podemos esperarla —dijo Thrild.
—Yo la llevare al Norte cuando se mejore —dijo Kelderek—. Ya os he dicho por qué me es imposible ir a Kabin, ahora o más tarde.
—Si fueras al Norte empezarías a dar vueltas hasta que te mataran. Nunca podrías pasar la quebrada de Linsho.
—Me dijiste que os había traído buenas noticias ¿No me podéis ayudar en hada?
—No te ayudaremos quedándonos aquí. Si los ikats nos escuchan, intentaremos convencerlos de que manden buscar a tu sacerdotisa de Ortelga, y podrás intentar tu suerte con ellos cuando vengan. ¿Qué más puedes esperar? Estamos en Zeray.